A una tercera parte de la distancia desde la Base Farside, hasta el sol, y más, Puerto Hesperus giraba indefinidamente sobre las nubes de Venus. Un hombre alto y de ojos tristes estaba sentado en una habitación oscura, examinando una pantalla plana llena de símbolos extraños, símbolos que eran viejos amigos para él. Su contemplación fue interrumpida de súbito.
—Merck, me temo que tengo malas noticias para ti —dijo J. Q. R. Forster, ocultando su gozo. Él trabajaba ante una pantalla similar, en el extremo opuesto de la gran habitación, una galería vacía del Museo Hespérido. Aunque el museo era una propiedad valiosa, situada en la bulliciosa vía pública que rodeaba la esfera del jardín de Puerto Hesperus, de manera temporal no era utilizada por nadie, salvo por Forster y Merck.
—¿Malas noticias? —Albert Merck levantó la vista de la pantalla encendida, con una sonrisa ambigua en los labios. Se apartó el mechón de cabello rubio, que le caía sobre los ojos cada vez que movía la cabeza.
—He identificado los signos terminales que tanto nos desconcertaban.
—Ah, ¿de veras?
—Sí, en este mismo momento. Debería haber sido evidente.
—¿Hummm?
—En caso de no haber parecido imposible.
—¿Imposible?
—Habíamos supuesto que las tablas tenían mil millones de años de antigüedad. —«Qué tontos», sugirió Forster con su tono.
Pero Merck asintió solemnemente con la cabeza.
—Es la única suposición razonable. Tanto tiempo como Venus ha permanecido inhabitable, y así lo confirman los datos de los estratos de la cueva.
Forster se levantó bruscamente y empezó a pasear a lo largo de la habitación, que de por sí parecía una cueva. El techo era una brillante cúpula de vidrio coloreado, aunque muchos de los cristales estaban rotos y la habían cubierto con un plástico negro opaco. En otro tiempo, la galería había estado llena de objetos de arte rococó, los favoritos del fundador del museo.
Ahora aquel hombre estaba muerto, y el lugar había adquirido una fama lúgubre. Los depositarios del museo, que se encontraban entre los patrocinadores de la expedición a Venus, habían permitido que los arqueólogos utilizaran la estructura vacía para albergar su investigación.
—No cabe duda de que la cueva tiene mil millones de años —dijo Forster—. Existen cuevas de esa antigüedad en el Gran Cañón del Colorado. Eso no significa que nadie las haya visitado desde que se formaron. —Forster alzó la mano—. No, no te molestes en decirlo; admitiré, por respeto a la discusión, que quizás algunos de los artefactos de la cueva podrían tener mil millones de años, aunque no tenemos medios para fechar las muestras que no tuvimos tiempo de coger. Pero esta noche, a altas horas de la madrugada, se me ha ocurrido (¿por qué no lo vi antes?) que los seres de la Cultura X podían haber utilizado este emplazamiento durante un periodo muy largo…
Merck exhaló un suspiro de exasperación.
—De verdad, Forster, seguramente eres el único arqueólogo de los mundos que podría creer en esa posibilidad. ¡Una civilización que durase mil millones de años! Que nos visitara de vez en cuando. Mi querido amigo…
Forster había dejado de pasear.
—Los signos, Merck, los signos. En cada sección de escritura, los signos de la izquierda son la imagen de espejo de los signos de la derecha. Copias perfectas en todo detalle; excepto los signos terminales de la última línea de la sección izquierda…
—La última línea de cada sección de la izquierda tiene un signo final diferente, que no aparece en ningún otro sitio —terminó Merck por él—. Está claro que se trata de expresiones honoríficas.
—¡Sí! —dijo Forster con entusiasmo—. Y me atrevo a decir que la propia escritura de espejo es honorífica; una manera de copiar textos que se consideraron dignos de ser conservados. Seguramente no es la norma; la placa de Marte no es escritura de espejo.
Merck sonrió tímidamente.
—Perdona que vuelva tu propio argumento en tu contra, pero en mil millones de años, o en cien, o incluso en diez, las costumbres podrían cambiar.
—Sí, sí —accedió Forster, irritado. Merck tenía cierta razón, pero no era el momento de admitirlo—. Merck, digo que podemos descifrar estos textos. ¡Qué ya conocemos los signos finales!
Merck miró a Forster con una expresión que oscilaba entre la diversión y el temor.
—¿De veras?
—Este… del tercer grupo de paneles. Es un jeroglífico egipcio, un disco solar, el sonido kh…
—Forster, es un simple círculo —dijo Merck.
—Y éste, del quinto grupo: cuneiforme sumerio para el cielo…
—Que se parece perfectamente a un asterisco.
—Del segundo grupo, el ideograma chino del caballo: ¿crees que eso es universal? Del noveno grupo, el carácter Minoico Lineal A de vino. ¿Bebían vino? Del segundo grupo, la letra hebrea aleph, que significa buey. Del séptimo grupo, un signo en forma de pez del manuscrito indescifrado de Mohenjodaro…
—Por favor, amigo mío —dijo Merck con amabilidad—, esto es demasiado para que pueda absorberlo. ¿De verdad me estás proponiendo que la Cultura X vino a la Tierra durante la Edad de Bronce, y después voló a Venus para dejar una memoria de su viaje?
—Tienes una manera muy educada de decir que estoy loco —dijo Forster—, pero no lo estoy, Merck. He hallado la Piedra de Rosetta.
—¿En Venus?
—Quizá no teníamos que encontrarla… no sin ayuda. Pero de todos modos es la Piedra de Rosetta.
—Dejando a un lado la cuestión de quién tenía que ayudarnos —dijo Merck—, no hay ni un fragmento de lenguaje que podamos reconocer; excepto, posiblemente, estos signos aislados.
—Esos signos quieren indicar que conocían a los humanos entonces, que nos respetaban lo suficiente como para grabar nuestros símbolos; que querían que algún día los comprendiéramos. El significado está aquí, en estas tablas.
—Que maravilloso sería que tuvieras razón —dijo Merck—. Pero ¿cómo podemos hacerlo, con una sola correspondencia dudosa en cada bloque de…?
—Es un alfabeto, Merck. Hay cuarenta y dos signos, alfanuméricos…
—No acepto…
—No me importa. Limítate a escuchar. Pudimos recuperar treinta bloques pareados de texto, y cada bloque de la izquierda termina con un signo perteneciente a las primeras lenguas escritas de la Tierra. Cada signo terminal de la izquierda, se corresponde a un signo de la Cultura X del texto de la derecha. Ésos son sonidos. El egipcio para kh. El minoico para we. El hebreo, no sonoro pero seguramente ah. Originalmente debía de haber uno de nuestros signos por cada uno de los suyos. Algunos, de lenguas que ya no conocemos. Podemos extraer el significado, podemos llenar los huecos —Forster hizo una pausa—. Cuando lo hagamos, podremos leer lo que escribieron.
Enfrentado al entusiasmo de Forster, Merck alzó las manos con un gesto de disgusto y volvió a su pantalla.
Forster también volvió a su ordenador. Al cabo de una hora tenía lo que él creía que era una buena aproximación de los sonidos del alfabeto de la Cultura X. Al cabo de otra hora, lo había utilizado para deducir los significados de varios bloques de texto. Miró fijamente la pantalla, lleno de excitación, cuando aparecieron las primeras traducciones.
Una especie de excitación terrible se apoderó de él. No esperó a que el ordenador terminara de escribir las traducciones para enfrentarse a Merck.
—¡Merck! —gritó, arrancándole de su sombría meditación.
Merck le miró, venciendo en la lucha por ser educado; pero la sensación de tristeza, de tragedia incluso, que planeaba sobre él, hizo que el entusiasta Forster hiciera una pausa momentánea.
—Después nos ocuparemos de las dudas… —Arremetió—. Aquí hay un punto apropiado para comenzar: el texto que tiene la aleph al final. Tranquilo, amigo… «En el principio, Dios creó el cielo y la Tierra…»
Merck, inexpresivo en las sombras, miró a Forster, que saltaba de gozo mientras leía de la lámina de plástico.
—Otro, el tercer texto, que terminaba con el disco solar jeroglífico. Empieza: «Qué hermoso eres, en el horizonte del este…» Un himno egipcio al sol. Otro, de China: «El camino que se conoce, no es el camino».
—Basta, por favor —dijo Merck, levantándose de la silla—. Ahora no puedo ocuparme de esto.
—Pronto tendrás que ocuparte de ello, amigo —dijo Forster exultante, casi con crueldad—. No veo ninguna razón para no anunciarlo mañana.
—Mañana, entonces. Discúlpame, Forster. Tengo que marcharme.
Forster observó la figura alta y desgarbada del arqueólogo, salir de la oscura galería. Ni siquiera se había molestado en apagar su pantalla plana.
Forster se acercó a ella para pulsar la tecla de SAVE. Le llamaron la atención los signos gráficos que mostraba la pantalla, signos de la Cultura X con anotaciones de Merck, al margen. Merck insistía en tratar aquellos signos como ideogramas, no como letras alfabéticas. Insistía en hallar significados arcanos para los textos que, para Forster, de pronto se habían hecho transparentes.
No era extraño que Merck no quisiera pensar en nada hasta el día siguiente. El trabajo de toda su vida había sido destruido.
Merck no iba a tener alivio; noticias peores viajaban ya por el espacio a la velocidad de la luz.
Toda la noche, Puerto Hesperus fue un hervidero de revelaciones del último desastre de lanzamiento, en la Base Farside. Llegó la mañana artificial, y Forster se quitó de la cabeza la idea de una conferencia de Prensa; en parte por respeto a su colega. Y en parte por una simple cuestión práctica. Los terribles acontecimientos de la Luna eran tan espectaculares, que ninguna revelación de avance arqueológico podía competir para atraer la atención del público.
Transcurrieron más de veinticuatro horas. Forster estaba cenando solo en su cabina, cuando oyó la última noticia horrible: la cápsula de Piet Gress había llegado a L-1 con su cadáver dentro. Forster dejó la cena enfriándose y fue en busca de su colega…
La única fuente de luz en la galería era una brillante pantalla plana, en blanco. Albert Merck estaba sentado ante una larga mesa, mirando fijamente, no la pantalla en blanco, sino a través de ella.
—Albert… —La voz de J. Q. R. Forster resonó en la oscura galería, insólitamente suave—. Acabo de oírlo. ¿Eras muy íntimo del chico?
—Era el hijo de mi hermana —susurró Merck—. Les había visto poco a ambos, desde que él era muy pequeño.
—¿Te crees lo que han dicho? ¿Qué intentó destruir las antenas de Farside?
Merck se volvió lentamente para mirar a Forster. El pequeño profesor estaba de pie, junto a la puerta, con las manos a los lados, fláccidas, con un aspecto extrañamente indefenso. Había venido a consolar a su viejo amigo y rival, pero tenía poca práctica en estas cosas.
—Sí, claro —respondió simplemente Merck.
—¿En qué estaría pensando? ¿Por qué intentaría destruir ese magnífico instrumento?
—Eso a ti debe de resultarte muy difícil de entender.
—¡Difícil de entender! ¡Se ha matado! —En su indignación, Forster casi olvidó que se encontraba allí para consolar a Merck—. Trató de matar a ese otro hombre. Habría podido matar a muchísima gente.
La expresión de Merck permaneció inalterable.
Forster tosió.
—Por favor, perdóname, yo… Quizá debería dejarte sólo.
—No, quédate —dijo Merck ásperamente, y se puso de pie con lentitud. En la mano derecha llevaba una cosa negra y reluciente, apenas más grande que la palma de la mano—. En realidad, Forster, el destino de Gress no me interesa. Tenía una misión. Falló. Ruego porque yo no haya fallado ya la mía.
—¿Tu misión? ¿Qué significa eso?
Merck se dirigió hacia el fondo de la galería, más allá de las hileras de vitrinas. Algunas de éstas albergaban fósiles reales, fragmentos de escultura natural, recogidos por los robots mineros de Venus, en el transcurso de los años. Otras contenían duplicados recientes de las criaturas que Merck y Forster habían visto conservadas en la cueva, reconstruidos laboriosamente según sus anotaciones.
Merck se inclinó sobre una mesa-vitrina que contenía una réplica de las tablas. Contempló las líneas de signos grabados en una superficie metálica pulida, que se parecía misteriosamente a la auténtica. La auténtica estaba enterrada bajo las rocas de Venus. Esperaría allí tanto tiempo como había esperado ya; su metal era duro como el diamante.
Merck murmuró unas palabras que Forster no pudo oír. Parecía hablar directamente a las tablas.
—Habla más alto —le dijo Forster, acercándose—. No te entiendo.
—He dicho que nuestra tradición no nos ha preparado para estos acontecimientos. El Pancreator tenía que hablar a aquéllos que hemos aceptado y preservado el Conocimiento. Sólo a nosotros. Pero éstas —miró las tablas— son accesibles a cualquier filólogo.
—¿De qué estás hablando, Merck? ¿Quién o qué es el Pancreator?
Merck dejó sobre la vitrina el objeto que llevaba en la mano. Era un disco plano de plástico. Después se volvió hacia Forster, irguiendo en las sombras toda su imponente figura.
—Llegaste a gustarme, Forster, a pesar de nuestras diferencias. A pesar de la frecuencia con que has frustrado mis esfuerzos.
—Necesitas un descanso, Merck —dijo Forster—. Es evidente que te has tomado todo esto muy a pecho. Lamento haber sido yo quien te ha demostrado que estabas equivocado respecto a las traducciones, pero era inevitable.
Merck prosiguió, haciéndole caso omiso.
—A veces, he estado tentado de ayudarte con la verdad, aun cuando la misión de mi vida ha sido alejarte de ella, a ti y a todos los demás.
—Estás diciendo tonterías —dijo Forster con aspereza.
—Lamentablemente para ti, has llegado a la verdad tú solo. De manera que he tenido que destruir tu trabajo…
—¿Qué? —Forster se volvió hacia la pantalla en blanco de la mesa de trabajo de Merck. Se abalanzó sobre la consola y tecleó con furia, pero la pantalla plana sólo le mostró ficheros vacíos—. No puedo… ¿Qué significa esto? ¿Qué has hecho, Merck?
—Lo que he hecho aquí se está haciendo en todos los sitios donde estos datos han sido recogidos y guardados, Forster —dijo Merck en un susurro—. En la Tierra, en Marte, en todas las bibliotecas, museos y universidades. En todas partes. Sólo quedan por destruir las dos mentes que podrían revelar la verdad. Tú lo harías de buena gana. No puedo reprochártelo. Y, por supuesto, a mí podrían obligarme.
Forster miró el objeto que había sobre la vitrina, al lado de Merck.
—¿Qué demonios es…?
Se precipitó sobre Merck. Una llamarada de luz intensa, y un muro de aire chamuscado, le hicieron saltar hacia atrás. La última imagen que tuvo de Merck, fue la de un hombre alto y rubio envuelto en llamas.