17

La catapulta se extendía a ambos lados, frente a ellos. Una cubeta cargada pasó a una velocidad de mil metros por segundo, acelerando enérgicamente aún. Desapareció en la pista. Un segundo después, otra cubeta pasó volando. Un segundo más tarde pasó otra, y siguieron pasando, con la regularidad de un reloj, un reloj que marcaba la hora disparando balas de rifle. Pero el ruido del disparo estaba ausente, de un modo misterioso.

—¡Estamos en medio de ninguna parte! —protestó Blake—. ¿Adónde vas?

Sparta permanecía callada, concentrándose. El vehículo lunar gimió dirigiéndose hacia la pista durante otro medio kilómetro.

—Diez segundos para entrar en acción —dijo ella—. Guía tú. Mantennos en línea recta.

Blake se soltó las correas y se inclinó hacia delante por encima del asiento. Sparta dejó la palanca de mando y él la cogió.

—¿Qué…, estás…, haciendo…? —Su estómago golpeaba repetidamente contra el respaldo del asiento, mientras el vehículo lunar avanzaba dando bandazos a través del terreno lleno de cráteres.

—Agárrate bien.

—Oh, sí…, claro…

Sparta abrió la cápsula. Los grandes neumáticos delanteros del vehículo lanzaban una lluvia de polvo al vacío.

—Dentro de dos segundos voy a saltar. Procura no soltar esa cosa.

—¿Mi…?

Pero ella ya se había ido. Tras pronunciar la última palabra, había saltado del vehículo. Blake vio de modo confuso cómo se alejaba volando, con los brazos extendidos en el vacío, como si fuera una criatura alada, mientras una cápsula tripulada se acercaba a ellos, a gran velocidad, por la pista de la catapulta. Sparta curvó los brazos y las manos. Por un momento pareció una diosa, levitando…

La burbuja del vehículo lunar bajó dando un golpe. Blake alcanzó el acelerador mientras el polvo acumulado en la muy utilizada carretera para vehículos lunares, la cual discurría junto a la pista, atrapaba una rueda. Blake notó que la palanca de mando se le escapaba de la mano. El vehículo patinó y dio una sacudida. La parte posterior resbaló y después se detuvo. Se deslizó prácticamente hasta debajo de la pista de la catapulta, antes de quedar quieto.

Blake se echó hacia atrás y cerró los ojos, tragando aire.

Cuando los abrió, dio un grito. Había olvidado que aún tenía compañía en el vehículo: los ojos inertes y enrojecidos de Istrati le miraban fijamente con ira paralizada.

Blake abrió de golpe la burbuja y salió del vehículo lunar, con las rodillas temblorosas a causa del exceso de adrenalina. Entonces vio a Sparta. Se encontraba tumbada en el polvo junto a la pista. Blake echó a correr hacia ella, pero su salto era largo y perdió el equilibrio, cayendo de rodillas a su lado.

Sparta se incorporó.

—Cálmate un poco antes de que te hagas daño —le dijo ella con aspereza.

—¿Estás bien?

—Perfectamente —respondió. Con un movimiento rápido se irguió—. Será mejor que vayamos al control de lanzamiento. ¿Puedes ponerte de pie tú solo?

—Sí, puedo ponerme de pie —dijo con petulancia, y se lo demostró—. ¿Qué ha ocurrido?

—Te lo contaré más tarde, limpiémonos este polvo. —Empezó a sacudirse el polvo lunar que se le había pegado al traje.

Sparta no tenía intención de contarle todo lo que había para contar.

Cuando Sparta y Blake llegaron a la sala de control, parecía que se había terminado casi toda la conversación. Algunos controladores estaban interrogando con ansia a sus ordenadores; otros miraban con indiferencia las pantallas. Frank Penney estaba sentado ante la consola del director de lanzamiento. Van Kessel miró a Sparta con severidad. Abrió la boca, pero al parecer no se le ocurrió nada que decir. Entonces soltó:

—¡Otra vez, Troy! Un fallo en un lanzamiento tripulado. Sparta no miró a Van Kessel.

—Frank Penney —éste volvió el rostro hacia ella—, queda usted arrestado por conspirar para cometer asesinato, y por el asesinato de Pontus Istrati, y por tráfico ilegal de drogas, violando numerosos estatutos del Consejo de los Mundos. Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a un abogado, que estará presente en toda entrevista oficial. Entretanto, cualquier cosa que diga podrá ser utilizada contra usted ante un tribunal. ¿Entiende sus derechos según la carta constitucional del Consejo de los Mundos?

El bronceado rostro de Penney enrojeció, El hombre, a quien le gustaba llamar la atención, era consciente de que todos los controladores presentes le estaban mirando perplejos.

—¿O prefiere correr, Frank? Como Istrati —susurró ella, incapaz de contener la malicia—. No intentaré detenerle.

—Quiero ponerme en contacto con mi abogado —dijo Penney con voz ronca.

—Hágalo en otro sitio, aquí tenemos cosas de que ocuparnos.

Penney, se levantó de la silla con rigidez y salió de la habitación. Dos patrulleros de seguridad le aguardaban junto a la puerta. Todos los ojos contemplaron su retirada.

Blake enarcó una ceja.

—¿Cómo lo sabían?

—Antes de iniciar la persecución de Istrati, les he dicho que les necesitaría aquí.

—¡Inspectora Troy! —rugió Van Kessel detrás de ella.

—Diga, señor Van Kessel —dijo ella con suavidad—. El fallo del lanzamiento. Estoy enterada. Nos quedan unas cuantas horas para hacer algo al respecto, ¿verdad?

—¡Lo sabe! ¡Cómo puede saberlo!

—Porque, señor Van Kessel, me enviaron aquí para descubrir por qué falló el lanzamiento de Cliff Leyland, y no he pensado en otra cosa desde que llegué. De no haber sido así, no habría preparado de antemano el arresto del señor Penney.

—¿Qué tiene eso que ver? —explotó Van Kessel—. ¡Todo el mundo sabe que Frank e Istrati se llevaban algo entre manos! —Se calló de golpe. Su pálido rostro enrojeció.

Sparta sonrió con aire cansado.

—Bien, habría podido decírmelo, pero no fue necesario. Ahora podría decirme esto: ¿sabía que Istrati intentó reclutar a Cliff Leyland para la operación de Penney?

—Si usted supiera cómo eran las cosas aquí… —dijo Van Kessel con voz ronca—. No espiamos.

—No soy juez ni fiscal —dijo ella, tratando de tranquilizarle—. Istrati trabajaba como cargador en los lanzamientos. Fue idea suya reclutar a Cliff Leyland, porque Leyland hacía viajes frecuentes de ida y vuelta a L-5. Leyland se negó, incluso después de que le dieran una paliza, pero no denunció a Istrati; lo cual no fue su único error de juicio, sino casi el último que efectuaba. Istrati pensó que sería una buena idea darle una lección, colocándole drogas encima, donde los servicios de seguridad de L-1 las encontrarían sin lugar a dudas.

Sparta miró en torno a la habitación; tenía un público extasiado.

—Como al parecer saben todos ustedes —prosiguió—, Penney era el jefe de la banda, y era el controlador de lanzamiento aquel día. Istrati debió de fanfarronear ante él; acerca de lo que había hecho, en cuanto la cápsula de Leyland estuvo en la pista. Debe haber sido obvio para Penney, que aquello era algo más que un error estúpido; era un desastre que podía hacer estallar toda la operación. De manera que Penney decidió destruir la cápsula de Leyland, una cápsula que sólo estaba a medio camino en la pista. Si Penney suprimía la energía inmediatamente y la enviaba a poca distancia, el lanzamiento se abortaría; la cápsula nunca abandonaría la pista.

—¿Cómo pudo suprimir…?

—Su sistema de anulación directa no tiene autoprotección, señor Van Kessel —dijo con firmeza Sparta—. Cualquier persona en esta sala de control podría haber saboteado la cápsula. Pero Penney tenía motivos. Y medios para enviarla lejos, al espacio profundo, o cerca, a la Luna. —Hizo una pausa—. Enviarla lejos no era ninguna opción, desde luego: a Penney no le importaba lo que le ocurriera a Leyland, pero no podía permitir que la cápsula fuera recuperada jamás. Así que esperó hasta que el ordenador le indicó que era demasiado tarde para abortar; pero en el último instante aún podía hacer que la cápsula se estrellara. Eso le daba una órbita extraña, una órbita que colocaría a la cápsula prácticamente encima de la base. Mientras fingía que trataba de ayudar a Leyland, se aseguró de enviar señales que estropearan el sistema de maniobra de la cápsula.

Van Kessel gruñó.

—¿Ha resuelto todo esto…?

—Formulé la hipótesis antes de llegar a la Luna. Tenía la mayoría de datos que necesitaba.

Van Kessel respiró profundamente.

—Supongo que debería felicitarla.

—No lo haga. Estaba totalmente equivocada —dijo Sparta—. Penney no tenía nada que ver con el fallo en el lanzamiento de Leyland.

—¿No? —Van Kessel estaba más confundido que nunca.

—Penney es un asesino, sí; no creo que resulte difícil de demostrar que Istrati se volvió loco y se suicidó porque Penney le hizo tomar, deliberadamente, hiperesteroides poco antes de que comenzara el turno. Sabía que yo estaba acercándome a él. Pero él no fue el responsable del fallo en el lanzamiento.

—Entonces, ¿quién fue? —preguntó Van Kessel.

—Piet Gress.

—¡Gress! —exclamó Van Kessel—. ¡Está en la…!

Sparta asintió con la cabeza.

—Es el hombre que está en la cápsula ahora mismo. Es un analista de la instalación de antenas. El trabajo del personal de la instalación consiste en buscar inteligencia extraterrestre, pero es evidente que Piet Gress está dispuesto a entregar su vida para asegurarse de que nunca la encontrarán.

—¿Quieres decir que pretendía destruir las antenas? —preguntó Blake.

—¿Quién es usted? —preguntó Van Kessel, mirando a Blake como si advirtiera su presencia por primera vez.

—Es Blake Redfield, mi socio —dijo Sparta, sin molestarse en completar la presentación—. Porque estaban a punto de comenzar a mirar en Crux —dijo a Blake—. Donde, según tú, puede que encuentren la estrella hogar de los «dioses»… de la Cultura X.

—¿La Cultura X? La Cultura X. ¿Qué demonios tiene que ver con esto un montón de garabatos en viejas placas? —interrogó Van Kessel, pero nadie le prestó atención.

—Pero ya lo intentó una vez y falló —protestó Blake—. Usted me dijo que la cápsula de Leyland se estrelló contra las montañas. Las antenas están protegidas por la cordillera.

—Ya no.

Entonces Blake lo comprendió.

También Van Kessel, aun cuando el significado de todo aquello se le escapaba.

—El cráter Leyland —murmuró Van Kessel.

Gress había utilizado la cápsula de Leyland para perforar un agujero en la cadena de montañas que protegía las antenas de la Base Farside. Una segunda cápsula, en la misma trayectoria, pasaría a través de la brecha… y acertaría de lleno.

—¿Cuál es la órbita de la cápsula de Gress? —preguntó Sparta a Van Kessel.

—Es demasiado pronto para precisarla. El fallo se ha producido exactamente en la misma sección de la pista de lanzamiento que el de Leyland. La primera aproximación es que Gress sigue la misma trayectoria.

—¿Se han puesto en contacto con él?

—No responde. Debe de tener la radio desconectada.

—Déjeme probar.

Sparta se sentó ante la consola del director de lanzamiento, y conectó el intercomunicador.

—Piet Gress, aquí Ellen Troy, de la Junta de Control Espacial. Usted cree que está a punto de morir. Sé por qué. Pero no morirá ni llevará a cabo su misión.

Los altavoces no le devolvieron más que el siseo del éter.

—Dr. Gress, usted cree que su órbita es la misma de Leyland, o muy próxima a ella. Pero su cápsula no pasará por la brecha en la cordillera. No puede efectuar correcciones del rumbo sin nuestra cooperación. No chocará con las antenas. Puede salvarse, o puede morir por nada.

Durante unos segundos los altavoces permanecieron silenciosos, exceptuando el sonido del cosmos. Luego, una voz seca, triste, salió de ellos:

—No es cierto.

Sparta captó la mirada de Van Kessel. Éste bajó la cabeza.

—Señor Van Kessel —dijo ella con calma—, sólo para que sepa contra lo que peleamos le diré que, según mi colega, el señor Redfield, Piet Gress representa a una secta de fanáticos que creen que nuestro sistema solar fue invadido por extraterrestres en el pasado lejano y está a punto de serlo de nuevo. La cuestión es que Gress y sus amigos, en realidad, esperan con gusto la invasión. Pero desean mantenerlo en secreto frente al resto de mundos habitados. Lo desean tanto, de hecho, que algunos de ellos, como Gress, están dispuestos a matarse y a matar a otra mucha gente, sólo para que nosotros, el populacho, permanezcamos en la ignorancia.

Los ojos de Van Kessel se salían de sus órbitas.

—Es la locura más grande que jamás he oído.

—No podría estar más de acuerdo —dijo Sparta con fervor—. Pero no es la primera vez que unos cuantos maníacos se han sacrificado a sí mismos, y han sacrificado a un buen número de inocentes seguidores de sus creencias, y dudo que sea la última.

Se volvió hacia el micrófono de nuevo.

—No, Gress, no miento —dijo al invisible ocupante de la cápsula—. Conocía sus planes antes del lanzamiento —«unos dos minutos antes del lanzamiento, gracias a Blake»—, y se han dado los pasos necesarios para alterar su trayectoria —«pasos, saltos, medidas desesperadas: he saltado de un vehículo lunar que circulaba a toda velocidad, y he leído la aceleración de tu cápsula, y he leído la inversión de fase; y mi estómago ha ardido; y he derramado un torrente de telemetría en dirección al receptor del control de energía de la pista, en el código que había memorizado; y he hecho todo lo posible para anular las señales que tu cápsula también enviaba; hice todo eso antes de caer de nuevo al suelo, y ruego porque haya tenido éxito, pero ¿quién sabe?»— y no chocará contra la Base Farside. Puede chocar contra la Luna, pero no donde usted quiere. Puede que siga navegando por el espacio eternamente. Pero no destruirá las antenas. Sálvese, Gress. Utilice los cohetes de maniobra.

La voz de Gress salió por los altavoces.

—Yo digo que usted miente.

Blake se inclinó junto a Sparta y tocó el micrófono. Alzó las cejas: ¿me dejas hablar?

Sparta asintió con la cabeza.

—Piet, soy Guy —dijo Blake—. Te traigo un mensaje del santuario de los Iniciados. —Hizo una pausa—. Todo irá bien.

—¿Quién es usted? —La airada pregunta de Gress llegó al instante.

—Uno de nosotros —dijo Blake—. Un amigo de Katrina. De Catherine —miró a Sparta: «perdóname, pero ¿puedo estar muy equivocado?»—. Es demasiado tarde. Han interferido en el lanzamiento. Te pase lo que te pase, no vas a chocar con las antenas. Y, Gress, ahora ellos saben dónde buscar. Podrían encontrar la estrella hogar con un reflector de treinta metros en la Tierra. Blake le dejó digerir esa información. En los altavoces no se oía nada más que el siseo del espacio vacío.

De repente, la voz de Gress, fuerte, llenó la habitación.

—Es un impostor, un traidor. —Parecía al borde de las lágrimas.

—¡Sálvate! —gritó Blake.

No se oyó nada en los altavoces, ni se vio ninguna imagen en las pantallas planas, que centelleaban produciendo solamente ruido.

Blake se apartó del micrófono.

—Lo siento. Supongo que quiere morir.

La observación prosiguió. La cápsula de Piet Gress, igual que la de Leyland, se elevó y al fin comenzó a caer lentamente, otra vez hacia Farside.

En la sala de control cambió el turno, pero Sparta, Blake y Van Kessel se quedaron. Bebían café fuerte y hablaban de manera inconexa sobre Istrati, Penney y Leyland. Sobre Gress y Balakian. Penney se hallaba bajo custodia, ejerciendo su derecho a mantenerse callado, e Istrati estaba en el depósito, pero el departamento de seguridad de la base informó que otros miembros de la banda contrabandista, a los que habían detenido por sospechosos, habían comenzado a hablar por iniciativa propia.

Catrina había sido puesta bajo custodia protectora. Nadie le había leído sus derechos. Nadie le había explicado nada.

Lo que había hecho exactamente Gress —¿con ayuda de Balakian?— para provocar la casi muerte de Leyland, seguía siendo un misterio sin resolver. Sparta ordenó a seguridad de la base que reconstruyera los movimientos de ambos, durante las veinticuatro horas anteriores al lanzamiento de la cápsula de Leyland. La gente de seguridad informaron casi con demasiada rapidez: al parecer ninguno de ellos había abandonado la zona de operaciones del radiotelescopio.

—Si no tuvieron acceso a la cápsula, ¿cómo pudieron interferir en el lanzamiento? —preguntó Van Kessel.

Sparta permaneció callada, absorta en sus pensamientos. Debajo de los ojos se le habían formado profundas ojeras. Estaba encorvada, y se aferraba el estómago.

—Tal vez yo pueda responder a eso —dijo Blake a Van Kessel—. Gress es analista de señales; probablemente le resultó fácil descifrar las señales, del control de energía, que ustedes enviaban. Lo único que necesitaba era un transmisor cargado con un código preestablecido, preparado para hacer efecto cuando la cápsula de Leyland alcanzara el punto adecuado en su lanzamiento: una señal suficientemente fuerte como para anular el transmisor de a bordo de la cápsula. Con la misma facilidad pudo haber anulado los ordenadores de la cápsula con un mando a distancia, en cuanto dejó la pista.

—¿Un transmisor remoto…? —Van Kessel se mostró escéptico.

—Ahora mismo hay uno que apunta a la pista —susurró Sparta—. Los radiotelescopios. Cada receptor puede ser utilizado como transmisor. Cada transmisor puede ser un receptor. —Ahora sabía, aunque no dijo nada acerca de ello, que el origen de la extraña sensación de desorientación que había tenido cuando estuvo en la pista de la catapulta, era una explosión de telemetría de prueba de las antenas que aún estaban en reparación.

Van Kessel se encogió de hombros.

—Veremos —miró a Sparta—. ¿Cree usted que, después de todo, ella eligió deliberadamente a Leyland?

—Eso fue mala suerte para ella y para él —respondió—. Dio la casualidad de que él era la siguiente carga de la pista. Se encontraba en el lugar adecuado, en el momento inadecuado.

El tiempo transcurría con lentitud. A medida que las lecturas Doppler de las estaciones de radar en la Luna iban llegando a la sala de control, las estimaciones de la trayectoria de Gress se hicieron cada vez más ajustadas.

Van Kessel fue el primero en expresarlo con palabras.

—Gress no chocará con la Luna.

Gress no podía saberlo, por supuesto, ya que al parecer se negaba a creer lo que le decían y había dejado de responder al intercomunicador. Sparta observaba las brillantes líneas de las pantallas de gráficos, las líneas que diagramaban el avance de Gress hacia la Luna, y trató de imaginar en qué debía estar pensando, qué debía de sentir, mientras las iluminadas montañas de Farside se precipitaban hacia él. El hombre quería morir, quería que la faz de la Luna se abalanzara sobre él y le aplastara…

Van kessel miraba a Sparta. Ésta no había demostrado sorpresa, ninguna emoción, al conocer la noticia de que Gress no chocaría con la Luna.

—Mentía usted, ¿no es cierto? —preguntó Van Kessel.

—Hemos debido de tener suerte —dijo ella con un susurro.

—Pero si Gress pudo programar la cápsula de Leyland con tanta precisión, con una transmisión a distancia —quiso saber Van Kessel—, ¿por qué no ha podido programar la suya? ¡Él va en la cápsula!

Sparta miró el rostro redondo y agraciado de Blake, y vio aquella ceja que se alzaba otra vez. ¿Por qué, en verdad?, se preguntaba Blake; ¿y en qué había andado Sparta cuando había saltado del vehículo lunar en marcha? No era la clase de pregunta que Blake le haría en público.

Sparta se dirigió a Van Kessel con frialdad:

—Tal vez con Leyland tuvo… la suerte de principiante.

Van Kessel gruñó.

—¿Está diciendo que hay algo en todo esto que la Junta Espacial no quiere que se sepa?

—Es una excelente manera de expresarlo, señor Van Kessel —dijo ella.

—Debería haberlo dicho enseguida —rezongó. Después se guardó sus preguntas para sí. Fuera lo que fuese lo que la Junta Espacial no le decía, dudaba de que él jamás lo averiguara.

Una vez más, sonó la alarma en la base. Esta vez, la medida era estrictamente preventiva. Unas cuantas personas se trasladaron a los refugios profundos, pero los trabajadores más osados salieron a la superficie para contemplar cómo la cápsula de Gress pasaba sobre la cresta de la cordillera del Mare Moscoviense.

Cuando la cápsula pasó veloz y silenciosa sobre sus cabezas, brillantemente iluminada por el sol que aún se hallaba bajo, en el este, aún quedaba un margen de un kilómetro de altitud.

Unos segundos más tarde, Gress se elevaba de nuevo en el espacio.

Sparta, al borde del agotamiento, le llamó de nuevo.

—Hemos calculado su órbita con mayor precisión, doctor Gress. Cada vuelta será más amplia. Al final, acabará en la tela de araña de L-1. Probablemente sus raciones no durarán tanto.

No se oyó nada más que el siseo del éter. Duró tanto que todo el mundo, excepto Sparta y Blake, habían abandonado cuando, de repente, unas luces parpadearon en las consolas y los cansados controladores se movieron. Las pantallas planas se pusieron en marcha. Poco después, la voz desfigurada de Gress se oyó en el radioenlace.

—Ahora ustedes tienen el control de esta cápsula —dijo—. Hagan lo que quieran.

—Ha desconectado los sistemas de maniobra manual de la cápsula —dijo Van Kessel.

Antes de que nadie más en la habitación pudiera responder, Sparta había introducido las coordenadas en la consola del director de lanzamiento.

—Dentro de unos segundos experimentará cierta aceleración, doctor Gress. Por favor, asegúrese de que está bien firme.

Sparta había reescrito el programa de la cápsula y lo había introducido, antes de que Van Kessel pudiera confirmar sus cálculos.

—Nosotros habríamos podido hacer eso —gruñó Van Kessel.

—No quería darle tiempo a Gress, de cambiar de opinión.

Las consolas indicaban que, en algún lugar sobre la Luna, los motores de la cápsula de Gress arrojaban fuego…

… y la dirigían hacia L-1 para ser recuperada pronto.

Sparta estaba muerta de cansancio.

—¿Necesitas estar aquí más tiempo? —preguntó Blake.

—No, Blake. Necesito estar contigo.

Había que efectuar otra parada antes de terminar aquel largo día. Katrina Balakian estaba retenida en la pequeña instalación para detenidos, en el departamento de Seguridad de la Base, bajo la cúpula de mantenimiento. Sparta y Blake miraron la imagen de Katrina, en la pantalla plana del guardia. La astrónoma estaba sentada tranquilamente en un sofá, en la habitación cerrada con llave, contemplándose las manos que tenía enlazadas sobre el regazo.

—¿Es Catherine? —preguntó Sparta a Blake.

Él afirmó con la cabeza.

—Entraremos ahora —dijo Sparta al guardia.

El guardia marcó la combinación en el teclado de la pared, y la puerta se abrió. Katrina no se movió ni les miró. El olor que salió de la habitación era extrañamente tradicional, identificable al instante. Era un olor a almendras amargas.

Unos segundos más tarde, Sparta confirmó que Katrina Balakian había muerto envenenada con cianuro, administrado por ella misma mediante aquel sistema tan antiguo: un diente de plástico vacío. Sus facciones estaban paralizadas, con el rostro azulado y los ojos abiertos de par en par, con la expresión de quien, de pronto, de modo irrevocable, se queda sin aliento.

—Le sonrió a Gress la última vez que le vio —dijo Sparta a Blake—. Creí que era porque le amaba. Tal vez era así, pero también sabía que iba a morir por la causa.

—Ella ha sido más valiente que él, al final —dijo Blake. Sparta meneó la cabeza.

—No lo creo. Creo que cuando abran esa cápsula en L-1, encontrarán en ella a un hombre muerto.

—¿Por qué nos ha dejado enviarle a L-1? —preguntó Blake.

—Por despecho. Para que sepamos que ha muerto adrede.

—Dios mío, Ellen, espero que esta vez te equivoques.

No se equivocaba, pero ninguno de los dos lo sabría hasta el siguiente…

Aquella noche encontraron una habitación inclasificable en el área de los visitantes, con paredes de brocado y el suelo y el techo alfombrados. El mobiliario era moderno, frío, pero no lo miraron. Ni siquiera se molestaron en encender la luz.

La armadura de Sparta fue quitada lentamente. Ella no se lo puso fácil, pero tampoco se resistió. Y cuando ambos estuvieron sin protección, se mantuvieron muy juntos largo rato, sin apenas moverse, sin hablar. La respiración de Sparta se hizo más profunda, más lenta, y él la ayudó a tumbarse en la cama. Cuando se echó a su lado, se dio cuenta de que ella se había quedado dormida.

La besó en la parte posterior del cuello. Casi antes de darse cuenta, también él se quedó dormido.