16

Al cabo de veinte kilómetros de conducir dando saltos entre polvo, al lado de la interminable Pista de la catapulta, Sparta se acercaba al centro de la base. Durante casi todo el recorrido había estado reflexionando acerca de la conexión que podía existir entre Blake Redfield y Katrina Balakian. Lo que Sparta sabía de Balakian, por los archivos, indicaba que la astrónoma había estado en la Tierra disfrutando de un permiso de tres meses, los cuales había pasado en las costas del Mar Caspio. Nadie sabía mejor que Sparta, con cuánta facilidad podían ser falseados esos archivos.

¿Podía haber alguna explicación inocente al hecho de que las huellas de Balakian estuvieran en el apartamento de Blake? A Sparta no se le ocurría ninguna. Por otra parte, la relación de Balakian con Blake no tenía nada que ver con el no accidente casi fatal de Cliff Leyland, de eso estaba segura, Porque la respuesta al misterio de Leyland ya estaba clara…

Sonó su intercomunicador.

—Aquí Van Kessel, inspectora Troy. Hemos instalado los dispositivos contra fallos que sugirió.

—Qué rapidez.

—Era un cambio de circuito fácil. Una orden manual unilateral, ahora, requiere el acuerdo de al menos un ordenador de control de energía.

—Bien. ¿Cuándo volverán a poner en marcha la catapulta? —Mire a su derecha.

Sparta levantó la vista y vio una cubeta con una carga muerta que se dirigía en silencio hacia ella y desaparecía por la pista. Un segundo después pasó otra cubeta. Después, otra. Y después, otra. Pronto una sarta invisible de diminutos proyectiles se extendía por el espacio ante ella.

Sparta detuvo el torpe vehículo fuera de la cúpula de mantenimiento. No se preocupó de las cámaras de aire del vehículo; llevaba el casco cerrado y había dejado el interior del vehículo en vacío. Salió de un salto y se dirigió a la entrada de personal más cercana.

El intercomunicador sonó otra vez.

—Mensaje del campo de aterrizaje, inspectora Troy. Acaba de llegar un cúter de la Junta Espacial. El piloto dice que quiere que salga a recoger a un pasajero.

—Póngame en comunicación, por favor.

—Está en la línea.

—¿Quién es su pasajero, piloto? —preguntó Sparta.

—No estoy autorizada a divulgarlo —respondió la piloto—. Mis órdenes son entregarle el pasajero a usted, y a nadie más.

Sparta reconoció a la mujer.

—¿Cuánta prisa tiene, capitán Walsh?

—Estaremos una hora repostando combustible —respondió la piloto—. Después, nos iremos.

—Tengo algo que hacer. Me pondré en contacto con ustedes antes de que terminen.

—De acuerdo, inspectora Troy.

Lo que Sparta tenía que hacer era mantener una entrevista no programada con un técnico de lanzamiento, a quien tenía intención de acompañar hasta el departamento de Seguridad de la Base, antes del siguiente cambio de turno de la catapulta. El nombre de Pontus Istrati era de los primeros de la lista de sospechosos de Sparta, desde poco después de que ésta pusiera los pies en la Luna. Había obtenido el nombre directamente de las fichas del personal: Istrati era una de las tres personas que se encontraban de servicio como ayudantes, el día del lanzamiento casi fatal de Clifford Leyland. Los otros dos eran mujeres. La voz que Cliff Leyland oyó antes de que se cerrara la escotilla, era de hombre.

Y era una voz característica. A Sparta le había divertido descubrir, tras algunas comprobaciones, que Istrati no se molestaba en ocultar los tonos melifluos que Leyland había encontrado tan notables; Istrati gozaba de fama en la base, como cantante de un grupo de jazz.

En cuanto a la pandilla de contrabandistas de Farside, de la cual Istrati era un miembro tan incauto, Sparta tenía pocas dudas respecto a que era dirigida por Frank Penney. Éste tenía más que medios y oportunidad: tenía bajo su control la operación de lanzamiento completa. Incluso olía a drogas. Katrina Balakian no era la única persona que había mencionado a Penney, como una de las personas que supuestamente podía conseguirle a uno lo que quisiera.

No había pruebas de nada de ello, ni siquiera una evidencia admisible. Sparta esperaba que el señor Istrati la condujera a esto. Estaba en juego algo más que un grupo de contrabandistas. Sparta estaba segura de que Frank Penney, en un momento de pánico y creyéndose muy listo, había intentado matar a Cliff Leyland.

Sparta penetró en la cámara exterior de la esclusa de aire, para el personal, más próxima. Entró una ráfaga de aire y ella abrió el casco. Estaba sacudiéndose el polvo de las botas, esperando que el portero robot confirmara su identidad, cuando las sirenas de emergencia empezaron a ulular.

—¿Qué pasa? —preguntó Sparta.

—Despejen canales, por favor —dijo la voz robótica del ordenador central de la base.

Sparta se quitó el guante de la mano derecha. Introdujo sus púas INP en la ranura de información, y pasó al ordenador central su código de identidad.

—Aquí, Troy. ¡Canal de mando!

—Confirmando acceso a mando —dijo el robot.

—¿Naturaleza de la emergencia? —preguntó Sparta.

—Aparente intento de secuestro de remolcador orbital actualmente en marcha.

—Situación —gritó Sparta.

—El remolcador está incapacitado. El supuesto secuestrador no está en posesión de los códigos de elevación adecuados.

—¿Identidad del secuestrador?

—El supuesto perpetrador del aparente intento de secuestro se ha identificado en un primer momento como el señor Pontus Istrati. Es posible que esté armado, y debería considerársele peligroso.

Sparta retiró sus púas de la ranura, se puso los guantes y cerró su casco. Abrió la puerta de la cámara de aire sin esperar la descompresión gradual de las bombas de vacío. Casi salió disparada por la puerta, pero se mantuvo sobre los pies mientras saltaba a grandes trancos hacia el vehículo que la esperaba.

A los pocos momentos se dirigía rápidamente hacia el campo de aterrizaje.

Tenía que saber que había una emergencia para reconocer la situación en el campo. En un extremo, el alto cúter blanco estaba siendo atendido por una grúa, mientras el gordo remolcador cislunar, que supuestamente estaba secuestrado, se hallaba solo en el rincón opuesto del campo, iluminado por unos focos. Unos segundos antes que Sparta, un único vehículo lunar desarmado, con una luz roja destellando sobre su burbuja, se detuvo a una distancia prudente de los motores del remolcador. Esa luz roja destellante representaba una tercera parte del total de las fuerzas móviles de seguridad de la Base Farside.

Sparta detuvo su vehículo al lado de aquél. Por el intercomunicador del casco dijo:

—Seguridad de Farside, soy la inspectora Troy de la Junta de Control Espacial. Pido permiso para acercarme al remolcador.

Hubo un momento de vacilación. Una áspera voz de hombre dijo:

—Puede que el hombre esté armado, inspectora.

—¿Qué le hace pensarlo?

—Mmm…, sólo es posible.

—¿Es una conjetura basada en información?

Esta vez la pausa fue más larga.

—Realmente no sabemos gran cosa, inspectora.

—Conocen a Istrati, ¿verdad? ¿Es la clase de hombre que utilizaría un arma?

—No hay antecedentes de ello, inspectora.

—Repito: ¿me autoriza a acercarme al remolcador?

El patrullero respiró con disgusto.

—Es su piel.

—Gracias —murmuró ella.

Sparta abrió la tapa del vehículo lunar y salió. La gravedad de la Luna todavía era nueva para ella, y adelantó con cautela al vehículo de seguridad para dirigirse hacia el remolcador.

Nadie la desafió mientras subía fácilmente la escalerilla, de nueve pisos, al costado de los tanques de combustible, hasta que llegó al pequeño módulo de mando. La escotilla estaba cerrada por dentro. Sparta metió la mano enguantada en la salida de emergencia y la escotilla se abrió de golpe, añadiendo su oxígeno a la efímera atmósfera lunar. Sparta se metió dentro rápidamente.

Se puso a descodificar la cerradura magnética del interior del remolcador, tarea que calculaba le llevaría unos quince segundos.

—Si en verdad estás ahí dentro, Istrati —dijo con la boca pegada al intercomunicador del traje—, será mejor que lleves puesto el traje, porque voy a entrar. Y cuando…

La escotilla le explotó en la cara, golpeándola la tapa interior al saltar todos sus tornillos. Sparta fue lanzada contra una pared de la cámara de aire y a través de la escotilla exterior. Girando y agarrando el vacío, cayó.

Cayó treinta metros. Cuando alguien cae del noveno piso de un edificio en la Tierra, llega al suelo en menos de dos segundos y medio y el impacto es lo bastante fuerte para reventarle. Cuando alguien cae de la misma altura en la Luna, no llega al suelo hasta pasados seis agonizantes segundos. El impacto es considerable —como un paracaídas al aterrizar en la Tierra— pero si se cae de pie con las rodillas flexionadas, se sale de él, ileso. Las contorsiones de Sparta tenían un objetivo. Aterrizó de pie, igual que un gato.

Sobre ella, Istrati se deslizaba por la escalera. Cuando vio que ella había recuperado el equilibrio, él puso los pies en un peldaño y saltó con toda su fuerza, un salto elevado que le llevó muy por encima de la cabeza de Sparta. Dio en el suelo unos segundos más tarde, rodó dos veces y se puso de pie. Corrió dando largos saltos a través de la llanura.

La reacción inmediata de Sparta fue correr tras él, pero se detuvo. Giró hacia el vehículo de seguridad.

—¿Adónde va? —preguntó ella.

La voz del patrullero sonó amortiguada en el casco de Sparta.

—A ninguna parte. En esa dirección no hay nada. Será mejor que vayamos a recogerle antes de que se haga daño.

—Me ocuparé de eso. Les necesitan en la sala de control de lanzamiento.

—¿De verdad?

—Les necesitarán, se lo garantizo. Vayan allí y espérenme.

—Si usted lo dice, inspectora.

El vehículo de seguridad se puso en marcha inmediatamente.

Sparta se limpió el polvo del traje y regresó a su vehículo. Se alejó conduciendo a poca velocidad, persiguiendo a la blanca figura de Istrati, ahora cada vez más pequeña, que seguía saltando hacia el distante borde, a cien kilómetros de distancia.

Recorrieron dos o tres kilómetros de esta manera. Al principio, Sparta esperaba que el hombre se diera cuenta de que no tenía otra elección, y que debía entregarse. Pasaron otros dos kilómetros bajo los enormes neumáticos del vehículo, y Sparta empezó a cansarse de la persecución. Aceleró.

Mientras se acercaba a Istrati, trató de hablarle a través del intercomunicador.

—Señor Istrati, me estoy cansando de este juego y no estoy haciendo ningún esfuerzo. ¿Y usted? Hace cinco minutos que corre. ¿Por qué no ahorra sus fuerzas? Deténgase y hablemos. No me acercaré más de lo que usted me permita.

El intercomunicador del traje de Istrati estaba conectado, pero lo único que Sparta oyó fue su respiración desigual.

Sparta conducía con una mano, guiando el vehículo por dentro de los cráteres más grandes que mellaban el suelo del Mare, y rodeando los más pequeños. Los motores eléctricos de las ruedas del vehículo gemían levemente Por debajo del crepitar de la radio.

—No puede ir a ningún sitio. Hagamos las cosas más fáciles, ¿de acuerdo? Deje de correr. Y yo dejaré inmediatamente de perseguirle.

Delante de ella, el hombre que corría pasó de un salto un ancho cráter de diez metros, y desapareció tras él. Sparta introdujo el vehículo lunar en el cráter —era más profundo de lo que parecía— y ascendió la pared del otro lado. Llegó arriba con las cuatro ruedas en el aire, y aterrizó entre una nube de polvo.

—Pronuncie la palabra, señor Istrati, Me alegraré de hacerle sitio para volver al…

No estaba allí. Sparta se detuvo.

Algo golpeó la burbuja de plástico sobre su cabeza. Istrati había saltado desde detrás del vehículo con una piedra de basalto de un metro de ancho en las manos, la cual dejó caer sobre el techo del vehículo. Seguía sujetando la enorme roca; volvió a golpear la burbuja. Estaba intentando entrar en el vehículo por la fuerza.

Sparta le vio los ojos enrojecidos y furiosos a través del traje espacial, y vio que tenía espuma en la boca. Istrati no era presa del simple pánico. Se hallaba en un estado de rabia inducida químicamente.

La muchacha puso el vehículo en marcha atrás, y retrocedió, soltando los cierres del cinturón de seguridad. Istrati estaba a punto de saltar otra vez cuando ella abrió la burbuja y salió. Él balanceó la roca para golpear a Sparta pero erró; y ella, en la engañosa gravedad, erró el ataque que había pretendido.

Istrati se había sujetado a su arma, y el impulso del balanceo le había hecho perder el equilibrio. Cayó sobre el hombro y rodó, y después resbaló en el polvo. Lentamente consiguió ponerse de rodillas, y por fin de pie. Sparta se preparó para saltar otra vez, pero él se anticipó de nuevo, arrojándose hacia delante con todas sus fuerzas.

Sparta contempló con horror cómo se lanzaba adrede sobre la roca que aún sostenía entre las manos enguantadas. Un borde de basalto afilado como un hacha de mano primitiva le destrozó la placa frontal. Aún estaba vivo cuando Sparta llegó a él, pero no podía hacerse nada. Sus ojos enrojecidos, enrojecieron aún más cuando se inyectaron en sangre. Tuvo un violento espasmo cuando su último aliento escapó al vacío, y luego murió.

Sparta se arrodilló unos segundos al lado del cuerpo. Era consciente de que en el intercomunicador sonaban ruidos de parásitos, pero no hizo nada. La picazón que sentía en los ojos eran lágrimas, el comienzo de un torrente de airada tristeza. No estaba hecha para estas cosas. Fuera lo que fuera para lo que la habían hecho, no era esto.

Dejó que la tristeza la llenara y disminuyera poco a poco, hasta que quedó exhausta y dolorida. Lentamente se puso en pie, y levantó el cuerpo voluminoso y ligero de Istrati.

Sparta lo llevó al vehículo lunar. Lo colocó en el asiento trasero, lo más recto que pudo, y lo ató. Subió al asiento del conductor, bajó la cubierta y presurizó la cabina con el aire almacenado. Cuando la presión fue normal se soltó el casco Y olió el aire.

Largas fórmulas químicas aparecieron en la pantalla interior del consciente de Sparta, un complejo cóctel de drogas a las que todavía olía el cuerpo de Istrati.

Puso en marcha los motores del vehículo y se dirigió lentamente hacia la base.

—Troy a Seguridad de Farside. Canal de mando.

No hubo respuesta. Sparta alzó la vista y vio que el ataque inicial de Istrati había roto las antenas. Su intercomunicador no funcionaba.

Condujo hacia la distante base, hundida en una negra depresión. Había venido a Farside para investigar un intento de asesinato. Ahora tenía entre las manos un asesinato consumado. Istrati había recibido una sobredosis deliberada, y el responsable era el mismo hombre, y por los mismos motivos. Penney estaba intentando desesperadamente cubrir sus propias huellas…

Los Pensamientos de Sparta fueron interrumpidos por una visión fantasmagórica. Claramente visible en el claro espacio sin atmósfera de la Luna, en el extremo cercano de la pista de aterrizaje donde la brillante punta del cúter blanco resplandecía sobre el cielo estrellado, una figura a contraluz, en traje espacial, caminaba hacia ella, gesticulando. Sparta enfocó los ojos en esa figura que aún estaba a cinco kilómetros de distancia, acercándola en su campo de visión…

Se trataba de Blake Redfield.

Cerró su casco y despresurizó la cabina. Unos minutos más tarde se detenía junto a él. Cuando abrió la burbuja, vio su sonrisa a través de la Placa frontal.

La radio del traje de Sparta crujió.

—¿Eres el pasajero que me dijeron que tenía que recoger?

—El mismo. Les convencí de que me dejaran abandonar la nave. —Estaba muy satisfecho del efecto que había conseguido.

—¿Te importa compartir el asiento trasero?

—En ab… —Su sonrisa se desvaneció cuando se dio cuenta de que el hombre de atrás tenía el casco destrozado.

—Hasta que Seguridad me lo quite de las manos. —El tono de ella era impaciente, desafiándole a hacer una broma de aquello.

—En ese caso…

Se acomodó rápidamente en la parte posterior apoyándose en sus correas, lejos del cuerpo de Istrati. Sparta bajó la burbuja. El vehículo reanudó su viaje hacia la base.

Tras unos momentos de silencio, ella dijo:

—¿Qué haces en un cúter? Se reservan para los casos de prioridad triple A.

—Me dio la impresión de que me lo enviabas tú.

—¿Quién te dio esa impresión?

—Un tipo alto, pelo gris, ojos azules, voz como la marea alta en una playa de guijarros. No quiso darme su nombre, pero dijo que trabajaba para ti.

Sparta, por poco se ahoga; hizo ver que se aclaraba la garganta.

—Bien —dijo con dificultad—. Encontré tu mensaje, Blake, y fui a París, pero llegué demasiado tarde. Entonces surgió este asunto.

—¿Qué asunto? Nadie me ha dicho qué pasa. O por qué estás aquí.

—Hace unos días, el lanzador de Farside falló y estuvo a punto de matar al ocupante de la cápsula. Me enviaron aquí para averiguar si había sido un accidente. No lo fue. En estos momentos me dirijo a arrestar al que lo hizo.

—Ah —exclamó Blake—. Supongo que has estado muy ocupada.

Hubo un silencio en la cabina, exceptuando el gemido de los motores.

—Ellen ¿no te alegras de verme?

Ella miró fijamente al frente durante un largo minuto, y luego meneó la cabeza.

—Lo siento. Solo es que… tengo tantas cosas de las que ocuparme. Me estoy quedando sin energías.

—Una de las cosas que quería decirte es que encontré a William Laird. O como se llame.

Sparta tragó saliva y fue como tragar arena. Laird. El hombre que había intentado matarla. El hombre que debía de haber matado a sus padres, si es que estaban muertos.

—¿Dónde? —preguntó con un susurro.

—En París —respondió él—. Se hacía llamar Lequeu. Descubrió quién era yo, antes de que a mi se me ocurriera quién era él; me tuvieron encerrado más de una semana hasta que pude escapar.

—¿Por qué robaste aquel rollo?

—Ahora soy miembro del Espíritu Libre. Fue mi primera misión. Esperaba que aparecieras a tiempo de salvarme de una vida delictiva. Lo hice de la manera más chapucera que pude, y dejé un rastro que llevaba a Lequeu. Pero él era demasiado listo para los flics.

—Blake, ¿conoces a una mujer llamada Katrina Balakian?

—No. ¿Qué le pasa?

—Sus huellas estaban por todas partes en tu apartamento. Lo registró después de que te marcharas.

—Maldita sea. Debieron de pillarme enviando el mensaje del juego del escondite —dijo—. ¿Qué sabes de Balakian?

—Es astrónoma de Farside. Soviética. Una rubia corpulenta y musculosa, de ojos grises…

—¡Catherine! —exclamó Blake.

—¿Quién?

—La socia de Lequeu, Catherine. ¿Dices que es rusa?

—Transcaucásica. Una auténtica devoradora de hombres. Acento seductor.

—Catherine habla un francés impecable —dijo Blake. Luego, con suavidad, añadió—: Y, por supuesto, es astrónoma…

—¿Por supuesto?

Blake se inclinó hacia delante, excitado.

—Lo que en realidad quería decirte… Descubrí lo que intentaban hacer contigo. Con todos los que participábamos en SPARTA. Sé cuál es su programa.

—¿Qué tiene que ver con ello Catherine/Katrina?

—Lequeu, Laird, quiero decir, él y el resto creen que ha habido dioses entre nosotros, observando la evolución durante mil millones de años, observando el progreso humano, esperando a que llegue el momento oportuno. Los prophetae se han erigido en sumos sacerdotes de toda la raza humana. Creen que su tarea es crear el humano perfecto, el equivalente humano de los dioses, el emisario perfecto. Para expresarlo como lo hacen ellos, pretendían proclamar el Emperador de los Últimos Días, cuya función sería dar la bienvenida a las Huestes Celestiales descendentes, cuando entraran en el Paraíso…

—Me estás mareando. Ve al grano.

—Se trata de lo siguiente, Ellen: tú tenías que ser el Emperador, la Emperatriz, supongo, de los Últimos Días. Eso es lo que intentaban hacerte. El enviado de la Humanidad.

Sparta se rio amargamente.

—Lo hicieron mal.

—Todo esto podría parecer muy ambiguo, y una locura, excepto que ellos saben de dónde venían esos supuestos dioses.

—Blake —dijo ella, exasperada—, ¿qué…?

—Su estrella hogar está en Crux.

—¡Crux!

—¿Por qué te sorprende?

—¿Cómo sabes que está en Crux? —preguntó.

—Poseen lo que ellos llaman el Conocimiento: ¡inscripciones originales de visitas de estos dioses suyos, en tiempos históricos! Ese papiro, por ejemplo, identifica a Crux para cualquiera que pueda construir una pirámide y reconocer un mapa de estrellas.

El vehículo resbaló al girar con brusquedad, arrojando a Blake contra sus correas. Se encontró mirando fijamente a los ojos inertes de Istrati.

—¿Qué pasa…?

—Las antenas de Farside apuntaban a Crux cuando la cápsula de Leyland se estrelló. Siguen así.

El vehículo avanzaba dando tumbos en el paisaje lunar, tan rápido como sus motores le permitían, alejándose de las cúpulas de la distante base, y el hangar de carga de la catapulta electromagnética, hacia el otro extremo de la pista de ésta. Sparta avanzaba en línea recta hacia los radiotelescopios.

—Está a punto de suceder otra vez. Se producirá otro fallo de lanzamiento.

—¿Sí? ¿Cómo…?

—Cállate, Blake. Déjame pensar.

—Llama a la catapulta, si estás tan segura ——dijo él—. ¡Haz que la desconecten!

—El tipo que está a tu lado me ha roto las antenas. Si estoy contando bien los segundos —ella no dudaba que los estaba contando bien— la cápsula que en este momento están cargando en la recámara de la catapulta, es la que está destinada a chocar contra Farside.

—Maldita sea, Ellen, ¿cómo puedes saberlo?

—Porque sé quién está en ella.