15

La noche de su huida, Blake pasó horas perorando a las aguas del Sena desde el Quai d’Orsay, antes de que su irresistible necesidad de hablar por fin se calmara; entonces cayó exhausto al suelo y se quedó dormido.

La luz cobriza de la mañana se reflejaba en las ondas del aceitoso río, antes de que Blake creyera que podía confiar en su boca. Al fin, fue hasta un café e hizo una llamada anónima a la Policía, para informar de un «accidente» en el sótano de Editions Lequeu, de la rue Bonaparte.

En al estado de ánimo en que se encontraba, no habría lamentado mucho la muerte de Lequeu y Pierre, pero sabía demasiado acerca de las toxinas y las dosis como para creer que los dos hombres sufrieran algo peor que toses persistentes. No le cabía duda de que habrían escapado hacía rato; pero no haría ningún daño dejar que la Policía hurgara en lo que quedara de la Sociedad Atanasia.

Blake colgó el fonoenlace y se fue rápidamente, a otro café, donde se tomó un expreso mientras pensaba en el siguiente movimiento. Comprendió que se hallaba en grave peligro físico, quizá tanto como Sparta. Sabía demasiado; en realidad, sabía más incluso de lo que los miembros del Espíritu Libre sabían que sabía.

Aunque Blake no poseía una memoria o unas habilidades de cálculo aumentadas quirúrgicamente, el proyecto SPARTA le había desarrollado al máximo las habilidades naturales. Había tenido oportunidad de estudiar a fondo el papiro robado antes de entregárselo a Lequeu, y había dispuesto de más de una semana para pensar en su importancia a la luz de las enseñanzas del Espíritu Libre.

El papiro era un mapa de estrellas. Evidentemente, a los miembros del Espíritu Libre les interesaba una estrella en particular, y habían asignado a Catherine la tarea de averiguar de qué estrella se trataba. Más aún, la habían enviado para que hiciera algo al respecto.

¿Qué podía hacerse con respecto a una estrella? Nada, salvo observarla. ¿Y qué podía revelar su observación? A Blake no se le ocurría una cosa que interesaría al Espíritu Libre. El Espíritu Libre creía en el retorno de la Edad de Oro. Sin duda esperaban descubrir desde dónde regresaba.

En los días de soledad e introspección, Blake había reconstruido mentalmente la pirámide descrita en el antiguo papiro. El texto del rollo mencionaba los días en que la pirámide especificaría una línea a través del firmamento que señalaría el camino, como decía el papiro, a las estrellas por las que los «mensajeros de Dios» se habían guiado. La relación entre el cielo visible y la Tierra, y el cálculo de los días por el calendario, había cambiado mucho en los últimos miles de años; sin acceso a los programas de ordenador adecuados, Blake no podía elegir una estrella, pero sí un grupo de candidatas probables, y sabía exactamente en qué constelación mirar.

Blake encontró otra infocabina y se puso en comunicación con su ordenador de Londres. En pocos segundos determinó que alguien, supuestamente Sparta, había accedido al fichero LÉEME. Si ella había leído el fichero, seguro que había encontrado y descifrado el mensaje. ¿Por qué no había ido tras él?

Interrumpió la comunicación para que su ordenador no se calentara en exceso, prometiéndose instalar, en cuanto llegara a casa, un medio de controlar a distancia el sistema de refrigeración. Después hizo otra llamada, a través de su dirección de Londres, a las oficinas de la Central de La Tierra de la Junta de Patrulla Espacial.

—Me llamo Blake Redfield. Tengo un mensaje para la inspectora Ellen Troy.

—¿Dónde está usted ahora, señor Redfield?

—No puedo decírselo. Mi vida podría correr peligro.

—Espere, señor Redfield.

—Volveré a llamar —dijo con rapidez—. Por favor, localice a Troy y dígale que estoy intentando dar con ella. —Desconectó el fonoenlace y se alejó rápidamente.

Blake se dirigía hacia el Boul Mich para encontrar otra infocabina, cuando un sedán eléctrico color gris se detuvo en silencio junto al bordillo, unos pasos más adelante. Del lado del pasajero descendió, con un movimiento atlético rápido y ágil, un hombre alto de ojos azules y pelo gris, la piel tan oscura que, por un momento, Blake le tomó por árabe. Levantó la mano izquierda con la palma extendida para mostrar que estaba vacía, mientras que en la derecha llevaba una placa con la estrella dorada de la Junta de Patrulla Espacial.

—Usted debe de ser Redfield —dijo, pronunciando las palabras en un ronco susurro—. No hay manera de ponerse en contacto con Troy, pero por casualidad yo estaba cerca.

—¿Quién es usted? —preguntó Blake.

—Lo siento, no hay tiempo para presentaciones —susurró el hombre de ojos azules—. Sea lo que sea lo que tenga que decir a Troy, me encargaré de que reciba el mensaje.

Blake se había puesto de lado, reduciendo el tamaño del blanco que presentaba, y tenía el peso del cuerpo equilibrado para echar a correr.

—Lo que tengo que decirle es sólo para ella.

El hombre de ojos azules asintió.

—Eso puede arreglarse.

—¿Cómo? —preguntó Blake.

—Dejaré que se ocupe de esto usted solo, si eso es lo que quiere. Pero tenga cuidado, Redfield. Hemos localizado su llamada a través de Londres en cinco segundos. Tiene suerte de que Troy me dejara instrucciones para encontrarle.

—¿Trabaja para ella?

—Podría decirse así. Si quiere hablar con ella, venga conmigo ahora… o si lo prefiere, vaya a De Gaulle usted solo. Esta noche, a las veinte y veinte. Terminal C, puerta de lanzadera nueve. Le llevaremos hasta ella. Si no se presenta, olvídelo.

—¿Dónde está ella? —Preguntó Blake.

—Reconocerá el lugar cuando llegue allí.

—De acuerdo —dijo Blake, relajándose—. Supongo que da lo mismo si voy con ustedes.

El hombre de la voz grave dejó a Blake ante la puerta de la lanzadera. La lanzadera de la Junta Espacial salió unos minutos después.

En menos de una hora, Blake era acompañado a través de los corredores ingrávidos de la estación de la Junta Espacial, en la órbita baja de la Tierra, hasta otra nave. Todo el mundo le trataba con fría cortesía, aunque le respondían incluso las preguntas más indiferentes. Cuando Blake se dio cuenta de que le habían metido en un cúter de la Junta Espacial, algo parecido al pavor se infiltró en su actitud impasible. Habían puesto a disposición de Sparta recursos inmensos. Pero él no tenía manera de saber que Sparta habría estado tan atemorizada y confusa como él…

El cúter dejó la órbita con una aceleración brutal y, en poco más de un día, Blake vio su destino en las pantallas de la cabina. Sí, reconocía el lugar. El cúter se dirigía hacia la Base Farside, en la Luna.

—¿Es usted la inspectora Troy? —Los ojos de Katrina Balakian examinaron el cuerpo menudo de Sparta—. ¿La inspectora Troy que salvó la vida a Forster y a Merck en la superficie de Venus?

—Tuve suerte —murmuró Sparta. No le agradaba ser tan famosa, pero suponía que sería mejor acostumbrarse a ello.

—Es un honor conocerla —dijo la astrónoma, ofreciéndole la mano enguantada. Ambas mujeres aún llevaban el traje presionizado; Katrina acababa de volver de inspeccionar el avance de las reparaciones de las antenas.

Katrina condujo a Sparta a una pequeña área de café, en un extremo de un corredor de las instalaciones del telescopio. Parecía que no le importaba la intimidad; hombres y mujeres pasaban con frecuencia por allí, lanzándoles miradas de curiosidad. El subsuelo estaba impregnado de olores corporales y entre ellos, Sparta notó una molesta nota de un aroma personal que había percibido antes en algún otro lugar.

—Mi colega Piet Gress tendrá envidia de mí —dijo Katrina.

—¿Ah sí? —Sparta tardó una fracción de segundo en buscar ese nombre en su memoria; se dio cuenta de que lo había visto en la lista de pasajeros y carga que esperaban para utilizar el lanzador.

—Albert Merck es su tío. —Katrina sonrió ampliamente; sus altos pómulos brillaban—. Tendrá envidia de que yo la haya conocido. Y ya está bastante enfadado conmigo.

—¿Por qué está enfadado con usted? —preguntó Sparta. Katrina parecía muy dispuesta a compartir sus pensamientos, tuvieran o no que ver con lo que estaban tratando.

—Es analista de señales; desarrolla programas para estudiar las señales de radio que recibimos, buscando pautas. Su sueño es recibir un mensaje de una civilización distante, ser el primero en descifrarlo. Está enfadado conmigo porque nuestro programa de investigación está estudiando áreas que él no considera fructíferas. Y yo apoyo el programa actual.

—¿De un modo tan personal se lo toma?

—Está ansioso por realizar su gran descubrimiento. Mientras tanto los telescopios apuntan a un lugar más interesante para nuestros astrónomos.

—Debe de ser la constelación Crux, ¿no es así? —Claro que era así.

—Veo que se ha puesto al corriente de nuestro trabajo. Aunque estaremos un tiempo sin poder hacer nada de astronomía, hasta que las antenas estén reparadas. Sufrieron daños superficiales a causa de los cascotes, cuando la cápsula que Leyland había abandonado, impactó.

—Sí, lo sé. El objetivo principal de esta instalación es buscar civilizaciones extraterrestres, ¿verdad?

—Buscamos señales de comunicación inteligente, sí. Según lo que cuentan los medios de comunicación, se diría que ese es nuestro único objetivo. Pero le aseguro que también conseguimos hacer un poco de ciencia básica.

—Bien, espero que el señor Gress no siga enfadado con usted.

—En otra época me preocupaba lo que él pensara. A él le daba igual que me preocupara. —Se encogió de hombros—. Ahora no importa. Ni hacemos astronomía ni esperamos oír extraterrestres, hasta que las antenas estén reparadas. —Katrina sonrió—. ¡Mire hablo y hablo! Usted ha venido para hacer preguntas. —Al parecer, la perspectiva de ser interrogada por la ley no incomodaba lo más mínimo a Katrina Balakian.

—Alguien intentó matar a Clifford Leyland —prosiguió Sparta—. Usted le conocía…

Katrina se rio, con una risa fuerte, llena de auténtico buen humor.

—¿Cree que me preocuparía? Es un gusano.

—Leyland dice que, después de su primer encuentro con usted…, una copa en su apartamento, creo…, él decidió pedirle que se vieran otra vez. —En realidad, había dicho bastante más, que no podía quitarse de la cabeza a Katrina, quizá sólo por la novedad que representaba, tan corpulenta, atrevida y franca: la robusta astrónoma no era en absoluto como su esposa. Fuera cual fuese la atracción de Katrina, había dicho Cliff, no podía alejarse de ella.

—Un encuentro, sí. Si ésa es la palabra. —Katrina parecía divertida aún—. Al día siguiente de haber intentado ligar con él, me llamó. Se disculpó conmigo y dijo que necesitaba hablar con alguien, que yo era la única amistad que había hecho en la Luna. Me pidió que fuéramos a comer juntos. Dije que sí, de acuerdo, tomemos una copa antes, en mi habitación. Vino y me contó que la noche anterior, al salir de mi habitación, unos hombres le habían dado una paliza. Le convencí de que me mostrara las contusiones. Eran tiernas, pero nada serio. —Sonrió con aire lobuno—. No fuimos a cenar.

Sparta asintió con la cabeza con gesto solemne. Según lo que Leyland le había contado, pasó la noche con Katrina, y cuando fue a trabajar al día siguiente aún estaba aturdido por la fatiga, lleno de culpabilidad… sólo para descubrir que de pronto había sido trasladado a la Tierra, de vuelta con su familia. Ni siquiera se molestó en informar a Katrina. Aterrado por lo que había hecho desconectó su intercomunicador, y durante los días siguientes se negó a responder a los mensajes de ella.

—Dejas que un hombre se acueste contigo, y él después finge que no existes, se niega a hablar contigo, ni siquiera para decir «se acabó»; ¿cómo se sentiría usted? —La sonrisa de Katrina había desaparecido, y la piel le brillaba por la indignación.

Sparta nunca se había encontrado en una situación igual, y no podía imaginársela. Por un momento se sintió más como fisgona escuchando tras una puerta, con bastante ansia, que como una inspectora efectuando una sombría investigación. Se dio cuenta de que simpatizaba con Katrina. Había algo en Cliff Leyland, algo disfrazado de timidez, que podía engañar a una mujer, una o dos veces, pero al final, de manera inevitable, la enfurecería. Aquel hombre le parecía a Sparta una víctima que caminaba esperando a que se desatara el desastre. Sin embargo, no reveló a Katrina lo que sentía.

—Entonces, ¿admite usted que tenía motivo?

—Si —respondió Katrina con fuerza—. Si cree usted que ése es un motivo fuerte. Pero a fin de cuentas, ¿qué importancia tiene? Además, si yo le hubiera matado, todo el mundo lo sabría. Le habría roto el cuello.

—Entiendo.

Las manos de Katrina quedaban ocultas por los guantes del traje presionizado, pero sus brazos eran largos y sus hombros anchos; parecía nacida para domar caballos… quizá sus antepasados se encontraban entre los legendarios escitas. De todos modos, Katrina daba la impresión de ser una mujer que actuaba de acuerdo con sus deseos, de inmediato, si es que tenía intención de hacerlo, la clase de mujer que olvidaba sus pérdidas, no las lamentaba interminablemente.

El fallo en el lanzamiento de Cliff Leyland se había producido el día en que Sparta había viajado de Londres a París, en busca de Blake, poco después de que Cliff conociera a Katrina Balakian, cuando ésta regresaba de su largo permiso. Si Katrina lo hubiera querido, habría tenido el tiempo necesario para urdir la muerte de él, aunque en privado; Sparta dudaba que aquella mujer tuviera nada que ver con ello.

—Si resulta necesario, ¿puede decir dónde estuvo las veinticuatro horas anteriores al lanzamiento?

Katrina sonrió.

—En un lugar pequeño como éste, todo el mundo sabe dónde están todos en cada momento. O creen que lo saben.

—Suponiendo que usted no intentara matar a Leyland…

—Lo siento, no sé quién lo hizo. Él me dijo que los hombres que le habían dado la paliza querían que hiciera contrabando, y él se negó. Quizá decidieron ir más lejos, para asegurarse de que no iría contando cuentos.

—¿Sabe usted quiénes eran?

—Una oye nombres. —Se echó hacia atrás.

—¿Uno de los nombres en Pontus Istrati?

—Tal vez.

—¿Otros?

—Aquí, mucha gente emplea drogas, no es difícil encontrar un proveedor. No me gusta repetir los rumores —dijo Katrina.

—No estamos en el siglo XX —replicó Sparta—. No metemos a la gente en la cárcel sin tener pruebas suficientes. Dígame los nombres.

Katrina se tomó un segundo para pensar. Exhaló el aliento por la nariz.

—Está bien —dijo, y dio a Sparta media docena de nombres—. Pero, inspectora, ¿no cree que podría haber sido un accidente?

—Es casi seguro que la cápsula fue saboteada.

—Quiero decir, el hecho de que Cliff estuviera a bordo de esa cápsula. Quizá, querían destruir la cápsula misma. O algo que había en ella.

Sparta sonrió.

—Una hipótesis interesante.

—Pero para usted, evidentemente, no es una idea nueva.

—Le haré saber cómo se resuelve el asunto. —Sparta se levantó sin esfuerzo en la gravedad fraccionada—. Gracias por su ayuda.

Katrina se puso en pie y esta vez se quitó el guante, estrechando la mano de Sparta con fuerza. Después titubeó, mirando por encima del hombro de Sparta. Ésta se volvió y vio a un joven, alto y de mirada triste, que pasaba por el pasillo. Iba vestido con traje presionizado y llevaba una maleta.

—Adiós, Piet —le dijo Katrina.

El hombre no dijo nada, sólo hizo un gesto afirmativo con la cabeza y siguió andando.

Katrina miró de nuevo a Sparta; después sonrió y se dio la vuelta.

Sparta pensó que su sonrisa era más bien triste. Pero éste sólo era uno de los hechos alarmantes que había observado en el breve intercambio. Al tocar la piel desnuda de la mano de Katrina, Sparta analizó la signatura de aminoácidos de la mujer, y de repente identificó el aroma, hasta ahora mezclado con los olores del transitado corredor, que no había podido identificar.

Katrina Balakian era la mujer que había estado en el apartamento de Blake Redfield.

Los retrocohetes de una nave espacial que llegaba, estallaron en llamas por encima de la cabeza de Sparta, mientras el vehículo lunar de ella cruzaba a gran velocidad la llanura gris. La nave blanca con la banda azul y la estrella dorada, se dirigía suavemente hacia el campo de aterrizaje más allá de las cúpulas. Sparta se preguntó qué podía haber hecho regresar el cúter a la Luna, tan pronto, después de haber salido ella de L-1.