Enviaron un vehículo lunar a recogerla del campo de aterrizaje. Pasó media hora en el pequeño despacho de Seguridad de Farside, investigando los ficheros del ordenador, antes de telefonear a Van Kessel al control de lanzamiento.
—Inspectora Troy, de la Junta de Control Espacial. Veamos si podemos averiguar lo que le pasa a su sistema, señor Van Kessel.
—Estaré ahí para recogerla dentro de veinte minutos —respondió Van Kessel.
—Aquí es donde controlamos toda la operación —dijo Van Kessel, dándose importancia, mientras un hervidero de hombres y mujeres pasaban por su lado y ocupaban sus lugares ante las consolas, o salían para ir a la parada del trolebús; Van Kessel y Sparta habían llegado a la sala de control, a la hora del cambio de turno.
—La mayor parte de sistemas son totalmente automáticos —dijo él—, pero a los humanos nos gusta vigilar lo que hacen nuestros amigos robots.
Sin hacer ningún comentario, Sparta le escuchó explicar extensamente las funciones de cada consola, aunque la mayoría eran evidentes a simple vista. Ésta fue la primera parada de lo que ya prometía ser un largo recorrido por la catapulta electromagnética; la cabeza le palpitaba otra vez. Centró su atención en las grandes pantallas de vídeo de la pared de enfrente. Éstas mostraban que, salvo la propia catapulta, que estaba inactiva, la Base Farside había reanudado sus actividades normales.
Lo único fuera de lo ordinario eran los ocasionales fogonazos de luz sobre las sombras cóncavas de las distantes antenas de los radiotelescopios. La cámara de observación que inspeccionaba la parte oriental del paisaje, estaba montada a medio camino de la pista de la catapulta; la pista se extendía veinte kilómetros hacia el sol, y las antenas, a un lado de aquélla, apenas eran visibles en el cuadro, una hilera ancha y plana de círculos iluminados en el borde, como una balsa de pompas de jabón vista de canto. La gran pantalla tenía mucha resolución, y el ojo derecho de Sparta se concentró en este sector, ampliando la imagen de los telescopios. Éstos estaban colocados apuntando hacia el cielo del sur, con la línea de trayectoria de enfoque cruzando la pista de lanzamiento. Las chispas procedían de los soldadores eléctricos; hombres con traje espacial y simples servos de metal, se arrastraban sobre las caras de algunos reflectores, reparando los daños causados por los escombros del «Cráter Leyland».
—Frank, quiero presentarte a la inspectora Troy —dijo Van Kessel.
Sparta volvió a prestar atención a la sala de control. Un apuesto hombre de treinta y tantos años, rubio y de piel bronceada en solarium, la miraba sonriente.
—Éste es Frank Penney, inspectora —anunció Van Kessel—. Está a cargo de este turno. Frank era el director de lanzamiento que estaba de servicio cuando encontramos nuestro pequeño fallo.
—Usted rescató a esos tipos de Venus, ¿no? —dijo él con entusiasmo infantil, tendiéndole la mano—. Fue una auténtica proeza.
—Encantada, señor Penney. —Cuando le estrechó la mano, la sonrisa de Frank se hizo más amplia, mostrando una dentadura perfecta. Sparta no pudo evitar fijarse en el corpulento pecho que vibraba bajo la fina camisa de manga corta, en los musculosos brazos, en la firmeza de su apretón de mano.
—Realmente es un honor. —Sostuvo la mirada. Frank empleaba todo su encanto.
Sparta soltó la mano. Su interés por él no era lo que él esperaba. Mientras le observaba, Sparta inhaló su débil olor. Bajo el perfume de la loción para después del afeitado y el sudor humano ordinario, había un extraño aroma; su fórmula saltó a la mente de Sparta sin que ella la pidiera: un esteroide complejo con cadenas laterales usuales. ¿Se inyectaba, Penney, adrenalina? Nada en él sugería temor o excitación; de hecho, parecía un carácter más frío.
—Vamos a ver todo esto, Frank —dijo Van Kessel—. ¿Te gustaría venir con nosotros?
—Me encantaría, si no os importa.
—No seas tonto —dijo Van Kessel, haciéndose el jefe gracioso con el empleado favorito—. Pongámonos un traje y salgamos.
—Eso es el fin de la pista de aceleración brusca (veintisiete kilómetros), y ahora vamos a entrar en el tramo de tres kilómetros de pista de aceleración de precisión.
Van Kessel llenaba con creces el asiento del conductor del vehículo lunar, y Sparta y Penney iban apretujados detrás. Avanzaban dando saltos a un lado de la sólida estructura de la pista de la catapulta, que parecía extenderse indefinidamente a través del terreno llano del Mare Moscoviense, y cada vez que Van Kessel levantaba una mano enguantada para gesticular, el vehículo se balanceaba peligrosamente hacia los puntales de la pista. No era buen conductor. Sparta se moría de ganas de hacerse cargo de los controles del vehículo.
—¿Qué brusquedad representa? —preguntó con aspereza.
—Toda la pista está construida con secciones propulsadas de manera independiente, de diez metros de longitud cada una —gritó por encima del hombro—. En toda la longitud de la pista de aceleración brusca podemos permitir un descentrado de hasta cuatro o cinco milímetros. Más de eso significaría oscilaciones en la cápsula que haría saltar los dientes. Aquí nos interesa menos el ritmo de aceleración precisa; dejamos que varíe hasta un centímetro por segundo elevado al cuadrado. En la sección de precisión no toleramos más de un milímetro de variación de una línea Perfectamente recta y no más de un milímetro Por segundo elevado al cuadrado, de desviación de la aceleración ideal.
—¿Cómo mantienen tres kilómetros de Pista recta con menos de un milímetro de desviación? —le preguntó a Penney. El dolor de cabeza se le había calmado, y ahora estaba logrando parecer más interesada, pero en realidad había memorizado los planos y las especificaciones técnicas de la catapulta de Farside, antes de abandonar la Tierra, y podía hacerlos aflorar a su mente en un instante. No quería que nadie supiera que lo sabía.
—Para empezar, las variaciones no son muy grandes —explicó Penney—. Principalmente son la expansión y la contracción provocadas por el día y la noche lunares. Y tenemos una leve comba entre los puntales de la pista. La tecnología de la alineación activa es antigua, desarrollada el siglo pasado para los aceleradores de partículas, telescopios ópticos compuestos, cosas así.
Van Kessel intervino. Le gustaba hablar más que escuchar.
—Básicamente trabajamos con rayos láser y elementos de pista activa… esos pistones, puede verlos en los puntales, que empujan continuamente la pista por aquí y por allá, si el rayo empieza a desviarse del objetivo. La aceleración es controlada activamente por la propia cápsula, emitiendo lecturas del acelerómetro a las unidades de control de energía de la siguiente sección de la pista.
—¿Cuál es la razón del reglaje preciso?
—La puntería —dijo Penney.
—Bien —gritó Van Kessel—. Si una carga abandona la catapulta con un centímetro de desviación de su trayectoria auténtica, o un centímetro por segundo demasiado de prisa, cuando llegue al apogeo eso serán cientos de metros. Podría no llegar a la tela de araña de L-1. Estamos hablando de cargas muertas, por supuesto. Las cápsulas pueden ajustar su trayectoria de vuelo después de abandonar el lanzador.
—Si los primeros treinta kilómetros de pista aceleran la carga, ¿para qué son los diez últimos? —preguntó Sparta.
—Pista de deriva —dijo Penney—. La carga ya va a velocidad de escape (es decir, se supone), y se limita a deslizarse sin fricción mientras nosotros efectuamos los ajustes finales de puntería. Al final la pista se curva ligeramente hacia abajo, siguiendo la inclinación de la Luna, y la carga sigue yendo recta hacia el espacio, por encima de las montañas, tan limpiamente como se quiera.
En ese momento Van Kessel tiró de la palanca de mando hacia un lado, y el vehículo se detuvo.
—Hemos llegado. En esta sección se produjo la inversión de fase.
Cerraron sus cascos. Van Kessel conectó las bombas para aspirar el aire de la cabina y meterlo en los tanques de almacenamiento. La burbuja del vehículo se abrió y ellos salieron a los oscuros cascotes grises que cubrían el suelo del cráter.
Van Kessel trepó por una de las patas rechonchas que sostenían la pista de aceleración.
—Cuidado.
Sparta le siguió, y Penney fue tras ella. Permanecieron de pie en la pista.
Era la mañana lunar, Y el reluciente metal, ni erosionado ni oxidado, de la catapulta inactiva, señalaba directamente al sol. Los bucles del imán de guía les rodeaban a los tres. Los relucientes bucles retrocedían a ambos lados, al parecer hasta el infinito, estrechándose hasta que parecían convertirse en un sólido y brillante tubo de metal, desapareciendo finalmente en un punto radiante. Era como mirar a través de un cañón de rifle recién limpio. Cuando Sparta se volvió y miró en dirección opuesta, tuvo la misma sensación.
Torrentes de corriente eléctrica fluían a través de la pista de aceleración cuando funcionaba, pero por el momento podían caminar por ésta sin temor alguno.
—Hemos examinado esta parte con mucha atención —dijo Van Kessel—. No creo que encuentre gran cosa.
Sparta no respondió, sólo afirmó con la cabeza. Después dijo:
—Esperen aquí, por favor.
Dejó a los hombres y recorrió la sección, de medio kilómetro.
La catapulta era un acelerador de inducción lineal; de hecho, un motor eléctrico desarrollado longitudinalmente. La cápsula en movimiento hacía el papel de rotor, mientras que la pista hacía de estator. Cuando la cápsula, levantada sobre campos fuertes generados por sus propios imanes superconductores, pasaba de una sección de pista a la siguiente, los campos eléctricos de la pista cambiaban de fase detrás y delante de aquélla, empujándola aún más de prisa, igual que en un motor eléctrico, el rotor gira más de prisa a medida que la corriente que va al estator se alterna más de prisa.
Pero si la alternancia invierte la fase, el rotor puede ser detenido con violencia. Antes de visitar la sala de control, Sparta examinó los registros de la secuencia del lanzamiento casi fatal; éstos confirmaron el informe de Van Kessel, acerca de que la fase se había invertido en estas varias secciones de pista durante el lanzamiento de Cliff Leyland, reduciendo la velocidad de la cápsula de manera tal que ésta no logró alcanzar la velocidad de escape.
Los monitores de la pista habían tardado una fracción de segundo en advertir el fallo y desconectar toda la pista, conservando el impulso de la cápsula. Pasó otra fracción de segundo, y los campos regresaron restaurando la aceleración de la cápsula, pero dicha aceleración era demasiado escasa, y ya era demasiado tarde para impulsar la cápsula hasta la velocidad de escape.
Mientras recorría la pista, inspeccionándola con unos sentidos que habrían asombrado a los dos ingenieros, Sparta no vio ninguna señal de deterioro. Se detuvo en el lugar del accidente y permaneció allí un minuto. Iba a regresar cuando, de pronto, tuvo una sensación extraña, una especie de náusea acompañada de un zumbido inaudible en la cabeza. Miró a su alrededor, pero no vio nada insólito. La sensación desapareció con la misma rapidez con que había venido.
Despacio, Sparta regresó a donde la esperaban los ingenieros.
—¿Eso es la estación de control de energía de esta sección? —preguntó, señalando con la cabeza una caja negra con antenas, sobre un poste que había al lado de la pista.
—Sí. Funciona perfectamente. Lo hemos verificado.
—A ver si lo he entendido: mientras acelera, la cápsula o la cubeta para cargas pesadas, transmite información cifrada referente a su posición exacta y el ritmo de aceleración, a estas estaciones de control de energía, indicándoles en qué fase, con potencia de campo y cuándo, conectar las secciones de la pista.
—Correcto.
—¿La cápsula podría transmitir información errónea? ¿Podría haber enviado una señal que invirtiera la fase de esta sección de la pista?
—Se supone que es imposible. Antes de enviar las señales, tres procesadores de a bordo efectúan dictámenes independientes, basados en las lecturas del acelerómetro. Después, votan.
—O sea, que si la cápsula envió una señal errónea —dijo Sparta— es que: o bien los tres procesadores se volvieron locos de la misma manera en el mismo preciso instante, o bien alguien los programó para que mintieran.
Van Kessel afirmó con la cabeza con aire solemne.
Sparta le obsequió con una leve sonrisa.
—Señor Van Kessel, no es usted un hombre reticente. Pero no ha mencionado ni una sola vez la palabra sabotaje.
Él sonrió ampliamente.
—Imaginaba que llegaría a esa conclusión por sí misma.
—No necesitaba venir hasta la Luna para llegar a esa conclusión. Era evidente.
—¿Ah sí? —intervino Frank Penney—. Entonces usted sabía más que nosotros.
—Lo dudo. No es que el lanzamiento fallara —dijo ella—. Fue la manera cómo falló.
—Extraño, ¿no? —dijo Van Kessel, afirmando con la cabeza otra vez—. Un ajuste tan preciso en la velocidad de lanzamiento, que la órbita de Leyland le devolvería exactamente al punto de partida. Las probabilidades en contra, son casi imposiblemente grandes.
—Y el fallo se produjo cuando no se podía hacer nada para impedirlo: no quedaba suficiente pista para acelerar la cápsula hasta la velocidad de lanzamiento, ni quedaba la suficiente para detenerla sin destrozar a Leyland.
—Exacto —dijo Penney con placer—. Si hubiéramos intentado desacelerarlo en la sección de deriva, se habría desintegrado como un insecto en un parabrisas.
—Pensé que se trataba de un sabotaje —dijo Van Kessel—, pero los ingenieros viejos somos supersticiosos. Sabemos que tarde o temprano cualquier cosa que pueda funcionar mal, funcionará mal. Es la Ley de Murphy.
—Sí, y es un pensamiento estadístico sensato. Por eso quería ver yo misma el material. —Sparta permaneció callada durante un momento, mirando fijamente en la dirección de lo que todo el mundo ya llamaba el Cráter Leyland, en las distantes laderas del Monte Tereshkova. Se volvió y preguntó—: ¿Podemos echar una mirada al hangar de carga?
Descendieron de la catapulta y se metieron en el vehículo. Van Kessel empujó la palanca hacia delante, y el artefacto de grandes ruedas rodó y galopó por la superficie de la Luna.
Unos minutos más tarde, Sparta y Van Kessel se encontraban mirando el hangar de carga a través de una ventana de grueso cristal. El cobertizo de acero, iluminado por hileras de tubos de luz azul, se extendía a lo largo de casi medio kilómetro al lado de la pista de la catapulta, al nivel del suelo; un bosque de postes de acero sustentaba el techo plano de éste.
El suelo del enorme hangar era un área de conexiones, como una fuente de espaguetis de carriles magnéticos distribuidos de manera que, las cápsulas vacías y las cubetas para cargas muertas, pudieran ser cargadas en la parte alejada del cobertizo, desviadas hacia delante de manera gradual, de una en una, y guiadas hasta los lugares designados en la línea. A medida que las cápsulas se acercaban a la catapulta, eran cogidas por campos más fuertes e impelidas a la recámara.
—La catapulta puede manipular hasta una cápsula o una cubeta por segundo —explicó Van Kessel—. Como la pista está construida por secciones, cada carga es acelerada de modo independiente, incluso si hay treinta cargas viajando por ella a la vez.
Las cargas muertas y las cápsulas de carga inerte eran manipuladas por camiones robot y grúas aéreas, pero para los pasajeros humanos y otras cargas frágiles había, en un extremo del cobertizo, una habitación presionizada, con tubos de embarque. Sparta y Van Kessel se hallaban allí ahora, de pie ante la gran ventana, aún con el traje puesto pero con el casco abierto. En el borde de la plataforma se alineaban las cápsulas que esperaban. El lugar tenía todo el encanto de un andén de ferrocarril subterráneo.
En el cobertizo nada se movía, excepto las sombras que arrojaba el soplete de un solitario robot. Sparta se apartó de la ventana. Atravesó uno de los tubos de embarque, y se metió en una cápsula vacía a través de la escotilla.
Empleó unos momentos en confirmar que la distribución interior era idéntica a la de la cápsula que la había llevado a ella hasta la Luna: panel de control, literas de aceleración, redes para equipaje, suministros de emergencia, etcétera.
—¿Cuánto tiempo les dan a los pasajeros para subir a bordo? —gritó a Van Kessel.
—Nos gusta que estén aquí una hora antes, pero la gente que viaja mucho suele atarse sola y efectuar un control del sistema con bastante rapidez, unos diez minutos más o menos. —Van Kessel le tendió la mano para ayudarla a salir de nuevo al tubo de embarque—. Disponemos de personal para ayudar en los lanzamientos tripulados.
—¿O sea que los pasajeros no entran y toman cualquier cápsula que esté disponible?
—No, las cápsulas se designan con antelación, normalmente el día antes. No nos gusta enviar masa extra para que regrese otra vez, de manera que hablamos con L-1, y procuramos calcular aquí las necesidades de combustible del viaje de regreso.
—Quien saboteara la cápsula, ¿podía saber con un día de antelación que Cliff Leyland iba a ir en ella, solo?
—Eso es. Como ahora; tenemos a una docena de personas esperando a que arreglemos la catapulta. Cada una de estas cápsulas tiene asignado el orden de lanzamiento.
—Sin embargo, ¿somos libres de entrar y salir de ellas?
—Si no fuéramos quienes somos, inspectora, le aseguro que no habríamos podido entrar en esta área. Está bien protegida por sistemas robots que no se paran a preguntar.
Sparta no dijo nada, pero siguió mirando a Van Kessel. Éste se retorcía, con gesto nervioso, un mechón de su flequillo gris.
—¿Ocurre algo?
—¿Sabe quiénes eran los ayudantes de los lanzamientos tripulados en esta área, el día del contratiempo de Leyland?
—Penney tendrá esa información. Como le he dicho, era su turno.
—Penney, la inspectora Troy necesita cierta información —dijo Van Kessel.
—¿Inspectora? —Frank Penney giró la silla, dirigiéndose a Sparta. Se pasó levemente los dedos por el pelo.
—Entiendo que tiene clientes esperando a que la catapulta reanude su funcionamiento.
—Ésa no es toda la verdad. —Penney esbozó su encantadora sonrisa—. Aquí está la lista, puede verla: todos a la espera. Señaló una pantalla plana llena de nombres y números de carga.
Sparta la miró, y en un instante la guardó en su memoria.
—Como ve, la economía de la Base Farside depende de usted, inspectora —dijo Penney ligeramente—. Todos estamos esperando que nos deje volver a nuestro trabajo.
Sparta recorrió la habitación con la mirada. Todos los controladores la estaban observando. Se volvió a Van Kessel.
—Lo resolveremos lo antes posible. Una cosa si puede hacer por mi.
—¿De qué se trata?
—Necesitaré utilizar un vehículo lunar —dijo ella.
—Estaré encantado de llevarla adonde…
—Conduciré yo misma. Pasé el examen.
Van Kessel pensó que una mujer que podía conducir un rover de Venus, también podría conducir un vehículo lunar.
—Coja el que hemos utilizado antes.
—Gracias. Por cierto, señor Van Kessel, he observado que esta instalación permite que cualquiera en la sala pueda ejecutar, de manera unilateral, una instrucción de anulación sin que la corroboren los sistemas robot.
—¿Anulación manual? Ésa es una medida de emergencia. Nunca la hemos utilizado.
—Nunca habíamos tenido un fallo antes del de Leyland —intervino Penney—. De todas maneras, la anulación manual no nos habría servido de nada en ese caso.
—Podrían pensar en poner barreras contra fallos en los procedimientos de anulación dirigida —sugirió Sparta.
—¿Es una recomendación oficial?
—No, hagan lo que les parezca mejor; éste es su departamento. En lo que concierne a la Junta de Control Espacial, pueden reanudar las operaciones a su discreción. Me satisface ver que no tiene ningún problema con el equipo.
—Estudiaremos lo de la anulación.
—Háganme saber lo que decidan. —Se volvió hacia la puerta.
—Ah, inspectora —dijo Van Kessel—, ¿no quería preguntarle a Frank…?
—¿Los nombres de los ayudantes de lanzamiento el día del fallo? No, señor Van Kessel, ya los sé: Pontus Istrati. Margo Kerth. Louisa Oddone. Le he preguntado si usted sabía quiénes eran.
Van Kessel observó a Sparta salir de la sala de control. Su presión era extrañamente pensativa. Penney, que de ordinario se mostraba alegre, contemplaba su consola con gesto adusto.