13

Las lanzaderas y los remolcadores usuales, tardaban más de una semana en llegar a la estación de transbordo L-l desde la órbita baja de la Tierra, pero un cúter de la Junta Espacial en una emergencia, podía cubrir esa distancia en un día. El cúter de Sparta paró el reactor y se acercó a una colección desvencijada de cilindros, Puntales y paneles solares. La cámara de aire se abrió, y Sparta atravesó el tubo de entrada hacia la estación, arrastrando tras de sí dos bolsas de viaje. Le zumbaban los oídos y tenía un dolor de cabeza que amenazaba con hacerle saltar los ojos.

—Bienvenida, inspectora Troy. Soy Brick, de Seguridad.

Brick era negro, nacido en Norteamérica como Sparta, pero con la agilidad física de un hombre que había pasado su vida en el espacio.

Sparta dejó flotar los bolsos mientras le rozaba la mano, suspendida en el área de la puerta, acolchada y cilíndrica.

—Señor Brick.

Sólo un Pestañeo traicionó la sorpresa de Brick ante la juventud y complexión menuda de Sparta.

—¿Quiere ver a Leyland ahora mismo?

—Primero tengo que orientarme. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

—Mi despacho. Deme eso, y así tendrá una mano para guiarse.

Le cogió uno de los bolsos y se encaminó al núcleo de la estación. Pasaron junto a otros trabajadores, que iban y venían. Muchas de las zonas habitadas de L-1 eran cilindros de fibra de vidrio y acero, las cubiertas de los depósitos de combustible con los que se había construido la estación cincuenta años atrás, que se conectaban entre sí.

—¿Es su primera visita? —preguntó él, volviéndose un poco para mirarla.

—Sí, y no sólo a L-1. Es mi primer viaje a la Luna.

—Pero usted es una de las únicas nueve personas que han aterrizado en la superficie de Venus, ¿verdad?

—No es una distinción que yo persiguiera.

—Un buen trabajo, si son ciertas la mitad de las historias que cuentan.

—Menos de la mitad —dijo ella—. Cuénteme algo acerca de L-1, señor Brick.

—¿Quiere el discurso clásico, o cambia de tema para que me calle?

—Lo digo en serio.

—Está bien, el discurso clásico. Allá en los años 1770, Joseph Louis Lagrange estaba estudiando el llamado problema de los tres cuerpos, y descubrió que en un sistema de dos masas, en órbita cada una de ellas (la Tierra y la Luna, por ejemplo), habría ciertos puntos en el espacio, de gravitación estable alrededor de éstas, de manera que un objeto situado allí tendería a permanecer. —Brick hizo una pausa—. Avíseme si ya le han contado todo esto.

—Hace mucho tiempo. Me irá bien refrescar la memoria.

—De acuerdo; tres de estos puntos, llamados puntos Lagrangianos, se hallan en el eje entre las dos masas y sólo son parcialmente estables: un objeto situado en uno de estos puntos (nosotros, por ejemplo), si fuera perturbado a lo largo del eje, tendería a caer. En nuestro caso, hacia la Tierra o la Luna. Otros dos puntos, que se hallan en la órbita de la masa más pequeña alrededor de la mayor, pero a sesenta grados hacia delante y hacia atrás, son muy estables. Estos puntos, L-4 y L-5, son algunos de los «bienes» más valiosos del espacio Tierra-Luna.

—Las colonias espaciales.

—Sí. Por supuesto, debido a la influencia del sol, las colonias no se asientan exactamente en L-4 y L-5, sino que siguen órbitas alrededor de ellos.

—De manera que la Tierra y el Sol se orbitan el uno al otro, la Luna y la Tierra se orbitan la una a la otra, y la colonia L-5 orbita alrededor de L-5. órbitas de órbitas de órbitas.

—Sí. Ptolomeo las llamaba epiciclos, pero éstas son reales, no imaginarias. Dan forma al espacio. L-3 está en la cara de la Tierra opuesta a la Luna y no sirve para nada a nadie, pero L-1 y L-2, los puntos Lagrangianos casi estables próximos a la Luna, son diferentes. Aquí, en L-1, con un poco de combustible de maniobra, mantenemos una posición estratégica justo sobre el centro de Nearside. Allí es donde se encuentra la mayoría de la población lunar, especialmente en Cayley. Verificamos la superficie, la navegación cislunar y las comunicaciones. L-2, más allá de la Luna, estaba bien situada para el traslado de materiales de construcción lunares desde las minas de Cayley, cuando construían L-5.

—¿Estaba?

—La estación quedó prácticamente desmantelada cuando terminó el trabajo pesado en L-5. Cuando construyeron la catapulta en la Base Farside, las telas de araña de L-2 se trasladaron aquí.

—¿Las telas de araña?

—Venga.

La condujo a la abertura de grueso cristal más cercana, que estaba en la pared cilíndrica de la estación. Sparta vio, recortadas sobre las estrellas, dos enormes estructuras de aspecto delicado, extrañas marañas de raíles y tejido.

—Básicamente son grandes redes de carga. Nos encontramos casi a media órbita de distancia del lanzador de Farside. Ellos lanzan una carga muerta que llega aquí a una velocidad de unos doscientos metros por segundo. El radar la hace entrar y esas redes la recogen del espacio y la detienen, para que pueda ser descargada. Sesenta redes en cada juego de carriles. Rube Golberg auténticas, ¿no? Tenían cinco juegos en L-2, que funcionaban las veinticuatro horas del día, recogiendo rocas lunares que enviaban desde Cayley. Siempre se enredaban, de manera que siempre había dos fuera de servicio. Nosotros no manipulamos tanta carga, casi todo es oxígeno líquido y hielo de las minas de Farside. —Se puso de espadas a la ventana—. O sea que, por el momento, somos la única estación espacial de la luna. Todo pasa a través de aquí, arriba y abajo. Incluso las drogas ilegales. A veces pienso que en especial las drogas.

Brick acompañó a Sparta, a través de corredores estrechos que giraban en ángulo recto, hasta una oficina estrecha, con paredes curvas: el suyo; ocupaba una cuarta parte de uno de los cilindros.

—Es pequeño, pero tiene una vista magnífica. ¿Alguna otra pregunta que pueda contestarle?

—¿En qué estado se encontraba Leyland cuando llegó hasta usted?

—Bastante alegre. El piloto del remolcador dijo que había estado un par de horas hablando. No podía dormir, sólo quería hablar. Le hizo un reconocimiento físico cuando llegó y le encontró en excelente forma; no tenía nada extraño.

—¿Con quién ha hablado?

—Con la tripulación del Callisto, conmigo. Salvo para los asuntos oficiales, ha estado incomunicado. Sólo le he dejado hablar con su esposa. Montamos un canal de radio reservado, para que pudiera hablar sin que todos los periodistas del sistema solar escucharan.

—Bien, aunque supongo que usted escuchó.

—Procedimiento operativo clásico.

—¿Y?

Brick se encogió de hombros.

—Nada nuevo. Su estado de ánimo era de alivio, y quizás un poco de culpa. No por lo que dijo. La manera como lo dijo.

—¿Sólo un poco de culpa?

—Eso es, inspectora. No parecía un hombre que acababa de ser atrapado con medio kilo de un polvo blanco muy caro en el bolsillo del muslo del traje espacial.

—¿Qué resultado ha dado el análisis?

—Ácido gabafórico.

—Ése es nuevo para mí.

—También lo es para nosotros. Elaborado en L-5, con toda probabilidad. Al parecer es muy popular en la Luna. Te mantiene alegre durante seis meses. Después el hipocampo se hace papilla; no te reconocería ni tu propia madre. Hemos tenido dos casos así.

—¿Por qué lo sacaba de la luna?

—Mmm. —Brick extendió los dedos de una mano y los fue doblando con la otra, uno por uno, al enumerar las posibilidades—: Porque es adicto a la sustancia y no tiene manera de conseguirla en la Tierra. Porque quien lo estaba utilizando a él de camello le pagó en especias. Porque querían que abriera un mercado nuevo en la Tierra… —Brick vaciló.

—Adelante —dijo Sparta.

—Porque alguien se la metió allí.

—¿Y qué supone usted?

Brick se encogió de hombros.

—Hay muchas posibilidades. Se lo dejo a usted.

—Hablaré con él, ahora. A solas, sería mejor.

—Un momento. Le haré venir.

—Brick… la prohibición sigue en pie. Excepto para los que ya estamos en ello. No quiero que nadie sepa lo que Leyland llevaba.

Cuando apareció Leyland, iba vestido con un mono de trabajo prestado, una talla más grande. Estaba serio.

—¿Usted es de la Junta de Control Espacial?

—Sí, señor Leyland. Soy la inspectora Troy.

—¿Es inspectora? —Cliff la miró fijamente—. Habría dicho que era oficinista.

—No le reprocho que esté irritado, señor Leyland. He venido aquí lo más de prisa que he podido, y no le retendré más que lo absolutamente necesario.

—Un día en el remolcador, un día en esta hedionda lata. Preferiría estar dando vueltas alrededor de la Luna.

Sparta le examinó con atención, de una manera que él no podía sospechar. Su ojo con macrozoom inspeccionó los iris de sus ojos castaños, y los poros de la pálida piel que quedaba expuesta. El registro químico de Leyland le llegó a Sparta a través del aire; lo guardó para posterior referencia. Su olor, igual que su voz, indicaba exasperación, pero no temor ni engaño.

Le entregó uno de los bolsos de viaje.

—Antes de partir me dieron esto. Dijeron que eran de su talla.

Él cogió la ropa que ella le ofrecía.

—Bien… alguien ha sido muy considerado.

—¿Quiere ponérsela ahora?

—No, terminemos. Debo decir que no entiendo por qué esto no podía esperar hasta llegar a la Tierra.

«Porque según las respuestas que des, no vas a ir a la Tierra», quiso gritarle Sparta. Se frotó el cuello con la mano y dijo, tranquila:

—Existen buenas razones, señor Leyland. Para empezar, las drogas que había en su bolsillo.

—Como he explicado repetidas veces, cualquiera pudo ponerlas en mi traje. ¡Era un bolsillo exterior! Si fuera contrabandista, sin duda no las habría llevado donde pudieran ser encontradas en cuanto pusiera un pie en L-1.

—Pero, por supuesto, habría tenido dos días para efectuar otros arreglos. Su viaje fue interrumpido. Con la excitación, podría haber olvidado lo que llevaba.

—Entonces, ¿estoy arrestado? —preguntó con aire desafiante.

—No es necesario, a menos que usted insista. Pero hay otras razones para retenerle aquí, que creo que usted pronto entenderá.

—Por favor, dígamelas —dijo él, tratando de ser sarcástico.

—En primer lugar, cuénteme exactamente lo que ocurrió. Necesito oírlo…

—Lo he estado repitiendo a…

—… de usted, personalmente. Empiece por el momento en que hizo el equipaje.

—Está bien.

Cliff suspiró. De mal humor, comenzó a contar la historia una vez más. A medida que lo hacía, iba reviviendo la experiencia.

Inmóvil, en el diminuto despacho, Sparta le escuchó con gran concentración, aunque todos los detalles de los hechos que contaba le resultaban familiares; cada detalle excepto el timbre de la voz, que le revelaba sus emociones en cada fase de su aterrador descenso y su salida del remolino de la gravedad.

Sparta permaneció callada durante un momento cuando él terminó. Después dijo:

—¿Cuánta gente podría querer matarle, señor Leyland?

—¿Matarme? —Cliff se sobresaltó—. ¿Quiere decir…?

—Asesinarle. Por algo que hizo. O que no hizo. O que aún podría hacer. O a modo de ejemplo para otros.

Cliff la miró con inocencia herida. Sparta estuvo a punto de echarse a reír; ¿se había vuelto tan cínica en tan poco tiempo?

—Tengo experiencia con la rama de aduana e inmigración, señor Leyland. Lo primero que se me ocurrió, cuando revisé su historial, fue que sus viajes entre L-5 y Farside llevando muestras agrícolas, le convertía en un perfecto camello.

—¿Un qué?

—Un camello es el correo de un contrabandista. En las cajas de muestras agrícolas podía haber escondido pequeños objetos. Tarjetas de identidad falsas. Cultivos de micromáquina. Secretos. Joyas. Drogas es lo más evidente y lo más probable. También se le ocurrió a alguien en Farside.

Leyland enrojeció.

—Eran drogas —dijo ella, leyéndole la expresión—. ¿Era usted un camello, señor Leyland? ¿O se negó?

—Me negué —dijo en un susurro—. Me parecía que lo había dejado claro con ellos. Incluso después de que me dieran una paliza. —Su voz estaba llena de autocompasión.

—Bueno, eso es un comienzo, ¿no? —dijo, tratando de estimularle—. Deme los nombres y las circunstancias, por favor.

—No sé los nombres, no con seguridad. Podría reconocer a uno de ellos, pero no es importante…

—Yo decidiré eso —le interrumpió Sparta.

Leyland vaciló.

—Un momento. La voz…

—¿De qué se trata, Leyland?

—El encargado del lanzamiento… el que me ató justo antes de que la cápsula entrara en el lanzador. Estoy seguro de que era la misma voz. Uno de los hombres que me golpearon.

—¿Cree que pudo ponerle el ácido en el bolsillo?

—Podría haberlo hecho…, mientras comprobaba las correas del asiento. No noté nada.

—Está bien, será fácil de identificar.

—El hombre que me puso encima las drogas no intentó matarme, seguro. ¿De qué le habría servido?

—Tiene razón. ¿Quién más? ¿Quién se le ocurre que podía tener un motivo para vengarse? —Flotando ingrávida, se inclinó hacia delante para dar énfasis a su pregunta—. Cualquier cosa, señor Leyland, por insignificante que sea.

Él no dijo nada; se limitó a encogerse de hombros, y Sparta supo que ocultaba algo.

—Es usted un hombre atractivo, señor Leyland. ¿Ninguna mujer de la base se lo dijo?

—Hubo una mujer —susurró—. No sé cómo…

—¿Su nombre?

—Katrina Balakian. Astrónoma de la división de telescopios.

—Se sintió atraída por usted. Lo demostró.

Él asintió. A Sparta le hizo gracia la reacción de Leyland, ante lo que éste evidentemente interpretaba como intuición de ella.

—Y usted la rechazó —dijo ella—. O quizá no. Pero, sea como fuere, usted regresaba a casa con su esposa y sus hijos.

—Sólo la vi otra vez. ¿Acaso…?

—No tengo intención de ponerle en evidencia ni de divulgar esta confidencia, señor Leyland. Pero necesito conocer todos los hechos.

De mala gana, Cliff le contó la historia. Cuando hubo terminado, Sparta dijo:

—Será bastante sencillo descubrir si Balakian disponía de medios, y si tuvo la oportunidad de sabotear la catapulta. No será necesario que usted intervenga.

—¿Por qué insiste en que fue sabotaje, inspectora? —protestó él—. ¿Por qué no un accidente? Estas cosas han fallado en otras ocasiones, ¿no?

—A veces.

No era toda la verdad. Sparta sabía que el lanzador electromagnético de Cayley había sufrido muchas averías en los primeros días. Disparar cinco bloques de diez kilos de roca lunar aglomerada cada segundo durante días, era una tensión suficiente en el lanzador de Cayley para causar numerosos fallos del control de energía. Aunque el área de alcance era un poco más segura que una galería de tiro, había una pequeña zona de la Luna, al este de Cayley, llena de cráteres de un metro de ancho, perforados por los bloques que erraban el blanco.

Los ingenieros que construyeron la gran catapulta de Farside, se habían beneficiado de la experiencia de Cayley. El accidente de Cliff Leyland era el primer fallo de la catapulta de Farside durante un lanzamiento.

—No puedo demostrar que fue deliberado, o que le escogieron a usted —dijo Sparta, sonriendo—. De hecho, admito que no parece probable, a menos que esta mujer que usted menciona, sea el arquetipo de la arpía vengativa; pero soy de ideas fijas. Tengo que iniciar la investigación por alguna parte.

Casi contra su voluntad, Leyland también sonrió.

—Bueno, si alguien de verdad quiere matarme, quizá debería darle a usted las gracias por retenerme aquí.

—Esperaba que lo entendiera. Sólo unas preguntas más, señor Leyland…

Una hora más tarde, Sparta descendía hacia Farside, el ocupante pasivo de una cápsula como la que Clifford Leyland había abandonado a mitad de vuelo; en lugar de conducir un cúter de la Junta Espacial hasta la superficie, quería probar, dentro de lo posible la experiencia de Leyland.

Le había permitido proseguir su viaje a la Tierra. El tan esperado regreso a casa del pobre hombre, iba a ser estropeado por los periodistas, razón por la que la Junta Espacial le había retenido en L-1: no para protegerle de los asesinos, sino de los medios de comunicación.

Para ella sería un viaje soñoliento, y después pisaría la Luna por primera vez…