La sala de control subterránea del lanzador electromagnético era una habitación atiborrada con dos baterías de consolas de pantalla plana frente a una pared de pantallas más grandes. Media docena de controladores humanos vigilaban el suministro de energía, los sistemas de control de la energía, la alineación de la pista, trabajos de cargamento, el mantenimiento de los vehículos espaciales, y todos los demás complejos subsistemas de la catapulta.
Arriba, normalmente, el trabajo era realizado por robots endurecidos por radiación, y teleoperadores; la catapulta operaba sin cesar, y la radiación excluía a los seres humanos para los trabajos en la superficie. Pero ahora la catapulta había sido cerrada. Los reactores auxiliares que habían proporcionado energía durante la larga noche lunar, estaban enfriándose con toda la rapidez que la seguridad permitía. La energía de los paneles solares, que una vez más dimanaba en la mañana lunar, era desviada a capacitores y a baterías de ruedas volantes monstruosas. La catapulta quedaría fuera de servicio hasta que se comprendiera su fallo, y se resolviera.
En las grandes pantallas murales, enormes videoplacas mostraban la superficie de la base Farside con gran detalle: la pista de la catapulta se extendía en línea recta hacia el este, desapareciendo en el infinito definido sólo por las distantes cimas de la cordillera del Mare Moscoviense. A un lado, los radiotelescopios estaban aureolados por la luz del sol poniente, como cien orejas redondas formando una sola, muy grande.
La alarma se había difundido por traje-conexión, a todos los que trabajaban en la superficie en las proximidades de la Base Farside. Los hombres y mujeres con traje espacial dejaron lo que estaban haciendo y se alejaron. Los tractores y vehículos lunares dieron media vuelta y rodaron majestuosos, con lentitud, hacia los hangares y las cúpulas centrales de la base.
En el interior de las cúpulas y en el laberinto de instalaciones subterráneas, las luces amarillas de alarma centelleaban, y las sirenas ululaban en todos los rincones y corredores. Los grupos de control de averías reunieron su equipo y se situaron en las posiciones de espera. Todos aquellos cuyo trabajo no era esencial para el mantenimiento de la vida, las comunicaciones y los servicios de emergencia, recibieron la orden de dirigirse a los refugios profundos que se habían creado en las minas de hielo.
Las áreas habitadas de la base estaban suficientemente protegidas bajo tierra contra los meteoritos, desde motas de polvo cósmico hasta gigantes de mil kilos, monstruos éstos que podrían golpear algún punto del perímetro de la base una vez cada diez millones de años, pero que incluso entonces no acertarían en ninguna estructura importante.
La cápsula errante de lanzamiento era mucho más grande que un meteorito gigante. Un poco más de aceleración, y la cápsula habría navegado por encima de ellos sin ningún peligro; un poco menos, y habría chocado con la Luna mucho antes de llegar al Mare Moscoviense. Pero como era una probabilidad muy pequeña, no se había tenido en cuenta cuando diseñaron y construyeron el acelerador lineal, y éste apuntaba directamente a la base. El único ápice de optimismo en este sombrío escenario era que, con un mínimo margen de error, se podía predecir el momento del impacto.
Van Kessel y un grupo de preocupados controladores se apiñaban en torno a la mesa del oficial de servicio. La brillante cabeza de Van Kessel tenía una aureola de indomable pelo gris, dándole un aspecto levemente cómico que contrastaba con la mirada dura y el gesto firme de su boca. Él y los otros no prestaban atención a las señales de emergencia. Miraban con atención la pantalla plana de un ordenador que suministraba continuamente datos actualizados sobre la trayectoria de la cápsula. Cada vez que los radares de la Luna podían captar el objeto en descenso, verificaban su progreso comparando las proyecciones de su recorrido, con su rumbo real.
—Sigue sin parecer muy bueno —murmuró Frank Penney. Era un hombre joven y apuesto, de tipo atlético, con un profundo bronceado artificial que resultaba incongruente entre las pálidas caras de los demás controladores.
—Ninguna desviación significativa —coincidió Van Kessel.
—¿Tiene idea Leyland de lo que realmente le ocurrirá? —preguntó Penney.
—No en absoluto —respondió Van Kessel—. No me he atrevido a decírselo. De hecho, ha estado a punto de desmayarse.
—Esperemos que no haya sido para nada.
—Al menos mantenemos ocupado durante unos minutos a ese pobre diablo. Será un buen paseo turístico.
Por algún estímulo del subconsciente, el «pobre diablo» despertó. ¿Dónde se encontraba? ¿Dónde estaban las paredes de su hogar? No, de su habitación en la Luna. De la cápsula espacial. No podía ver más que estrellas y…
Entonces Cliff recordó. La Luna estaba allí abajo. Él volaba desnudo, salvo por unas capas de lona, a través del duro vacío.
La Tierra blancoazulada se hundía hacia el horizonte de la Luna. Esa visión casi le produjo otra oleada de autocompasión; durante un momento, Cliff tuvo que esforzarse por controlar sus emociones. Ésta podría ser la última vez que viera la Tierra, ya que su órbita le llevaba de nuevo sobre Farside, hacia el lugar donde el resplandor de la Tierra no brillaba nunca. Los brillantes casquetes de hielo antártico, los cinturones de nubes ecuatoriales, el centelleo del sol sobre el Pacífico…, todo se hundía velozmente tras las montañas lunares. Después, desaparecieron; ahora no tenía sol ni Tierra que le iluminara, y el invisible terreno bajo sus pies era tan negro que los ojos le dolían si lo miraba.
Dentro del disco oscuro había aparecido un grupo de estrellas, donde no podía haberlas. En estado aún soñoliento, Cliff las miró confundido hasta que se dio cuenta de que estaba pasando sobre uno de los distantes puestos de búsqueda de Farside. Allí abajo, en las bóvedas a presión portátiles, hombres y mujeres esperaban la noche lunar: durmiendo, trabajando, descansando, quizá discutiendo o haciendo el amor. ¿Sabrían que él recorría su firmamento velozmente, como un meteoro invisible, desplazándose sobre sus cabezas a más de seis mil kilómetros por hora? Casi seguro que sí; porque ahora toda la Luna y toda la Tierra debían de conocer el aprieto en que él se encontraba. Los de abajo ya debían de estar buscándole en el radar y algunos, incluso era posible que le estuvieran buscando con telescopios, pero tendrían poco tiempo para encontrarle. En cuestión de segundos la desconocida estación de búsqueda había desaparecido de la vista, y una vez más él se encontraba solo sobre la cara oscura de la Luna.
Era imposible juzgar su altitud sobre el vacío que se extendía a sus pies, pues no existía el sentido de la escala o la perspectiva. Algunas veces parecía que podía alargar la mano y tocar la oscuridad que estaba atravesando; sin embargo sabía que en realidad tenía que estar a muchos kilómetros.
Pero también sabía que él seguía descendiendo, y que en cualquier momento una pared de un cráter, o la cima de una montaña que permanecían invisibles, podían despedazarle.
En la oscuridad, más adelante, se encontraba el obstáculo final, el peligro al que más temía. En torno al Mare Moscoviense se alzaba una cordillera de montañas de dos kilómetros de altura. Aquellas cimas familiares que había sobrevolado tantas veces en los meses pasados, cuando las cápsulas automáticas le lanzaban de uno a otro lado, tenían una superficie engañosamente suave; como todas las colinas y valles de la Luna, se habían ido llenando de arena por los incontables impactos de micrometeoritos, a lo largo de millones de años, y sus desfiladeros estaban llenos de restos. Pero eran montañas tan escarpadas como en la Tierra, y elevadas como para destrozarle antes de que llegara a la base.
La primera erupción del alba le cogió completamente por sorpresa. La luz explotó frente a él, saltando de pico en pico hasta que todo el arco del horizonte estuvo encendido. Él se alejaba de la noche lunar, y se precipitaba directamente hacia el sol. No moriría en la oscuridad.
El mayor peligro era el acercamiento rápido. Miró el cronómetro del traje y vio que habían pasado cinco horas; casi se encontraba de nuevo en el punto de partida, cerca del punto más bajo de su órbita. Dentro de unos momentos chocaría con la Luna… o pasaría por su lado sin ningún peligro.
Por lo que podía juzgar, se encontraba a treinta kilómetros por encima de la superficie y seguía descendiendo, aunque ahora muy lentamente. Bajo él, las largas sombras del amanecer lunar eran dagas de negrura que se clavaban en la tierra nocturna. La luz del sol, que caía oblicua, exageraba cada elevación del terreno convirtiendo en montaña la más pequeña colina.
Y ahora, inconfundible, el terreno que tenía delante iba adquiriendo la forma que le había costado tantos viajes aprender a reconocer. Acercándose, al frente y a la derecha, se hallaba el profundo cráter Shatalov, un macizo aislado del cráter más grande Belyaev, al pie de las montañas. La gran cordillera occidental del Mare se destacaba al frente, a más de ciento cincuenta kilómetros todavía, pero aproximándose a más de un kilómetro por segundo. Era como una ola que ascendía desde la cara de la Luna.
Él no podía hacer nada para evitarlo; su rumbo estaba fijado, era inalterable. Hacía dos horas y media que ya se había hecho todo lo que se podía hacer.
Era evidente que lo que se había hecho no era suficiente. No iba a elevarse por encima de esas montañas; ellas se elevaban sobre él. Directamente al frente, distinguió la forma inconfundible del monte Tereshkova, el pico más alto del borde occidental del cráter.
Cliff lamentaba no haber realizado aquella segunda llamada a la mujer que aún esperaba, a tantos miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, quizá no importaba; quizá no tenían nada más que decirse.
Otras voces llenaron el éter cuando el receptor de su traje entró en el ámbito de la base, llamándose unos a otros, no a él. Aumentaron, y después disminuyeron de nuevo cuando penetró en la sombra de la cordillera; algunas hablaban de él, aunque apenas se dio cuenta de ese hecho. Escuchaba con un interés impersonal, como si fueran mensajes de algún punto remoto del espacio o del tiempo que no pudieran concernirle.
Oyó la voz de Van Kessel que decía, con bastante claridad:
—… confirmando que recibirás órbita de interceptación inmediatamente después de que Leyland pase el perigeo. La hora del encuentro se estima ahora en menos una hora, cinco minutos.
«Lamento decepcionarte —pensó Cliff—, pero nunca llegaré a ese encuentro».
Ahora la pared de roca sólo se encontraba a ochenta kilómetros, y cada vez que Cliff giraba en el espacio sin poder evitarlo, estaba quince kilómetros más cerca. Ya no había espacio para el optimismo. Iba a más velocidad que una bala de rifle hacia aquella barrera implacable, y de repente se hizo muy importante saber si chocaría con ella de cara, con los ojos abiertos, o de espaldas, como un cobarde.
Ningún recuerdo de su vida pasada cruzó por la mente de Cliff mientras contaba los segundos que le quedaban. El paisaje lunar que se desplegaba velozmente rotaba bajo él, claro y preciso a la luz del amanecer. Sólo le quedaban tres de los días de diez segundos. Estaba de espaldas a las montañas que se acercaban a él a gran velocidad, y él miraba hacia atrás, hacia el camino que había recorrido, el camino que le habría conducido a la Tierra, cuando, para su asombro…
… el paisaje que se extendía debajo de él explotó, formando una llama silenciosa. A su espalda, una luz fuerte como la del sol desterraba las largas sombras, sacaba fuego de las crestas de las cumbres, aureolaba los cráteres que se extendían abajo con un brillo ardiente. La luz sólo duró una fracción de segundo, y cuando él se volvió hacia su origen ya se había desvanecido por completo.
Directamente delante de él, a sólo treinta kilómetros de distancia, una gran nube de polvo se expandía hacia las estrellas. Era como si un volcán hubiera entrado en erupción en el flanco del Monte Tereshkova pero eso, claro está, era imposible. Igualmente absurdo fue el segundo pensamiento de Cliff: que por alguna proeza fantástica de organización y logística, la división de ingeniería de Farside había hecho explotar el obstáculo que se interponía en su camino.
Porque había desaparecido. Un fragmento enorme, en forma de medialuna, había sido arrancado de la línea del cielo que se acercaba; aún salían rocas y escombros de un cráter que cinco minutos antes no existía. Sólo la energía de una bomba atómica, que hubiera explotado en el momento preciso en la trayectoria de Cliff, habría podido producir semejante milagro. Y él no creía en milagros.
La extraña visión se apartó de su vista cuando inició otro giro. Había dado toda la vuelta y casi se encontraba sobre las montañas, cuando recordó que durante todo ese tiempo había habido una bulldozer cósmica moviéndose invisible frente a él. La energía cinética de la cápsula abandonada —muchas toneladas, que viajaban casi un kilómetro y medio cada segundo— era suficiente para romper la brecha por la que pasaba. Aterrado por el alcance de la destrucción, Cliff se preguntó qué catástrofe habría causado en la Base Farside el impacto del meteoro fabricado por el hombre.
Cliff conservó la buena suerte. Su traje recibió una breve lluvia de partículas de polvo, pero ninguna lo perforó —la mayor parte de los restos habían sido arrojados hacia fuera y hacia delante— y vislumbró por un instante las rocas incandescentes y el humo que pronto se dispersó alejándose bajo él. ¡Qué extraño era ver una nube sobre la luna!
Después cruzó las montañas occidentales, sin nada al frente más que cielo negro, vacío. Por el momento.
A menos de un kilómetro, más abajo y a la izquierda, vio la pista de la catapulta electromagnética que pasaba a toda velocidad como una valla de estacas al lado de un coche de carreras. La catapulta era una línea muy fina que atravesaba el Mare. De vez en cuando, un destello de luz y una bocanada de polvo hacían erupción en el regolito, abajo, señalando el curso de los restos de la explosión.
Cliff hizo otro giro perezoso, y cuando acabó de dar la vuelta media pista quedaba atrás y la otra media delante. Las cúpulas gemelas, sobre las partes más densamente pobladas de la base, se alejaron bajo sus pies, hacia la derecha. Frente a él, a quince kilómetros, se hallaban los cien paraboloides de plata del grupo de antenas. De súbito se iluminaron con pequeñas chispas de luz, como un momentáneo escaparate navideño…
Otro giro. El panorama que Cliff veía retrocedió detrás de él como en un barrido de cámara, y si Farside había sufrido algún daño, éste no le resultaba visible. Pero cuando sus ojos volvieron a estar de frente, ya pasaba directamente sobre las grandes antenas. Éstas estaban bañadas de luz solar y parecían anchas y redondas, y estructuralmente fuertes como nunca. Sin embargo, Cliff tuvo la débil impresión de que estaban acribilladas de algo negro…
Luego ya las había pasado. ¿Eran de verdad manchas negras en los brillantes discos? ¿O eran agujeros en el reluciente aluminio? Aquellas chispas… La metralla más ligera de la explosión tenía que haber ido a parar a alguna parte, y las antenas se hallaban directamente en su camino.
—Leyland, adelante. Leyland, ¿nos recibes?
Cliff se dio cuenta, de pronto, de que la voz de Van Kessel había estado sonando en sus oídos varios segundos.
—Aquí Leyland. Le oigo. Le oigo.
Hubo la vacilación más breve antes de que Van Kessel dijera, aún más áspero que antes:
—Ya es la hora. Supongo que está bien, ¿no?
—Bien, dadas las circunstancias —dijo Cliff—. ¿Los fuegos artificiales formaban parte del plan?
—Francamente, no me ha parecido buena idea decírselo con claridad, Leyland. Todo el asunto era muy arriesgado.
—Sí, lo supongo.
Van Kessel cambió de tono; ahora era práctico.
—Mientras le tenemos en línea visual: en menos de una hora se reunirá con el remolcador Callisto que sale de L-1. Harán salir a un hombre con una correa para cogerle. Tenga en cuenta que todavía habrá un poco de delta-V. Debería ser fácil, pero por el amor de Dios, preste atención y no estropee el contacto porque realmente será su última oportunidad.
—No se preocupe, Van Kessel. No lo estropearé. Y gracias.
—De nada —dijo Van Kessel—. Por cierto, si le parece que le queda aún un poco de miedo, será mejor que cierre los ojos ahora…
Cliff se estaba acercando a otra confrontación de cabeza con las montañas lunares, esta vez con la margen oriental del Mare Moscoviense. En realidad no las había olvidado, pero tampoco había querido pensar en ellas; se destacaban altas y siniestras, como las de la margen occidental, y de pronto el corazón empezó a latirle nuevamente con violencia. ¿Qué le despejaría el camino esta vez?
Él era un frágil hombre con traje espacial que se acercaba velozmente a los escarpados acantilados falsamente blandos. Seguro que golpearía el borde… Pero esta vez no había Monte Tereshkova que le impidiera el paso. Cliff pasó por encima de la margen mellada a diez metros de distancia.
Un momento más tarde reanudó algo parecido a su respiración normal.
—Otra sorpresa, Van Kessel, y Juro que le estrangularé.
—No habrá más sorpresas, Leyl… —La voz de Van Kessel fue tragada por unas interferencias, al pasar Cliff a la zona de la orilla oriental donde no se oía la radio.
Cliff no malgastó ansiedad por la pérdida de contacto radial. Allí arriba, entre las estrellas, a una hora en el futuro al principio de su segunda órbita, le esperaría un remolcador. Pero ahora no había prisa: había escapado al torbellino. Para bien o para mal, se le había concedido el don de la vida.
Y cuando finalmente subió a bordo de aquel remolcador pudo efectuar la segunda llamada a la Tierra, a aquella mujer, su esposa, que seguía esperando en la noche africana.