No era el primer hombre, se dijo Cliff Leyland con amargura, que conocía el segundo exacto y la manera precisa de su muerte. Un número incontable de veces, los criminales condenados habían esperado su último amanecer. Sin embargo, hasta el mismísimo final podían esperar un indulto; los jueces humanos pueden mostrar misericordia. Pero contra las leyes de la Naturaleza no hay apelación.
Sólo seis horas antes estaba silbando feliz mientras preparaba sus diez kilos de equipaje personal para el largo descenso a casa. ¡Bendita sorpresa! Le habían liberado pronto de su tarea en la Luna; le necesitaban de nuevo en el proyecto del Sáhara, lo antes posible. Reservó plaza en la primera cápsula tripulada disponible y esperaba, sinceramente, no regresar jamás.
Aún recordaba (incluso ahora, después de todo lo que había ocurrido) cuántas veces había soñado que Myra ya se encontraba entre sus brazos, que realizaba con Brian y Sue aquel crucero por el Nilo que les había prometido. En pocos minutos, cuando la Tierra se alzara sobre el horizonte, podría ver de nuevo el Nilo; pero la memoria sólo podía devolverle los rostros de su esposa y de sus hijos.
Había pasado por el momento de nerviosismo usual al subir a bordo, por supuesto; en realidad nunca se había acostumbrado a vivir en la Luna o a viajar por el espacio. Era una de esas personas que habría estado encantada de permanecer en la Tierra toda su vida. No obstante, en el curso de sus frecuentes viajes de trabajo entre Farside y L-5, se había acostumbrado a las cápsulas automáticas que le trasladaban de un lado a otro, desde la estación de transbordo de L-1. Seguía sin confiar en los pesados remolcadores modulares que efectuaban las trayectorias del tráfico entre los puntos de libración y la órbita baja de la Tierra. Y desde hacía mucho tiempo estaba interiormente aterrorizado ante la idea de volver a penetrar en la atmósfera de la Tierra en una de las veloces lanzaderas aladas.
De hecho, Cliff había montado en la catapulta las suficientes veces como para que la gente como Katrina le consideraran algo así como un experto. La primera vez como había oído contar muchas historias increíbles del «meneo» electromagnético, esperaba que el lanzamiento fuera brusco. Pero la cápsula estaba suspendida tan rígidamente por los campos magnéticos que rodeaban a los propios imanes superconductores de a bordo, que en realidad no sintió ningún movimiento lateral mientras era fustigado a lo largo de los treinta kilómetros de la llamada pista de «aceleración brusca».
Tampoco había esperado con ganas los diez G de aceleración que tendría que soportar durante veinticuatro largos segundos, antes de que la cápsula alcanzara la velocidad de escape de la Luna, unos dos mil cuatrocientos metros por segundo. No obstante, cuando la aceleración se había apoderado de la cápsula, apenas había sido consciente de las fuerzas inmensas que actuaban sobre él. Como mucho, era igual que estar tumbado bajo un montón de colchones en el suelo de un ascensor que subía velozmente.
El único sonido había sido un débil crujido de las paredes metálicas; para alguien que había soportado el rugir del lanzamiento de un cohete desde la Tierra, el silencio era pavoroso. Y apenas pudo creerlo cuando la fatigada voz del director de lanzamiento sonó en la radio de su casco:
—T más cinco segundos; velocidad, quinientos metros por segundo.
En las unidades inglesas tradicionales, naturales aún para Cliff, ¡iba a más de mil millas por hora!
Mil millas por hora en cinco segundos desde un origen fijo… diecinueve segundos aún por transcurrir cuando los generadores lanzaron sus rayos de poder a la catapulta. Dirigía el rayo a través de la cara de la luna. Y cuando la aceleración cesó finalmente y Cliff, de pronto, se encontró ingrávido, fue como si una mano gigantesca se hubiera abierto dejándole con suavidad en el espacio.
Había navegado en el rayo cinco veces en seis meses, y aunque estaba lejos de sentirse complacido por esta sexta y última vez, descansaba casi cómodamente en la cápsula en aceleración. Pero esta vez, a T más veintidós segundos, el rayo falló.
Incluso protegido en la litera de aceleración, Cliff se dio cuenta al instante de que algo iba mal. La cápsula no había dejado de lanzarse con violencia por la pista, pero en este kilómetro final antes de que la aceleración tuviera que cesar, hubo un momento de arrastre que le hizo subir el estómago.
No tuvo tiempo de sentir miedo, ni siquiera de preguntarse qué había sucedido. La caída libre duró menos de medio segundo, antes de que se reanudara la aceleración con una sacudida. Una esquina de la red de carga se aflojó y una de las bolsas cayó al suelo, al lado de Cliff. La explosión final de la aceleración duró sólo un segundo más, y después Cliff quedó ingrávido otra vez. A través de las ventanillas triangulares de delante, que ya no estaban «encima», Cliff vio pasar los picos de la cordillera del Mare Moscoviense en un abrir y cerrar de ojos. ¿Eran imaginaciones suyas? Nunca habían parecido estar tan cerca.
—Control de lanzamiento —dijo con urgencia al radioenlace—. ¿Qué demonios ha ocurrido?
La voz del director de lanzamiento no revelaba aburrimiento precisamente.
—Todavía lo estamos comprobando. Te llamaré dentro de medio minuto. —Después, con retraso, añadió—: Me alegro de que estés bien.
Cliff dio un tirón a las hebillas del cinturón que le mantenía sujeto al asiento y se levantó, ingrávido, y miró por la ventanilla. ¿El paisaje lunar realmente estaba más cerca, o sólo lo parecía? La superficie de la Luna se estaba alejando suavemente, y el campo de visión se llenaba de estrellas. Al menos había despegado con casi toda la velocidad planeada, y no había peligro de que volviera a caer y se estrellara en la superficie inmediatamente.
Pero volvería a caer tarde o temprano. No era posible que hubiera alcanzado la velocidad de escape. Estaba subiendo en el espacio formando una gran elipse, y en pocas horas estaría de nuevo en el punto de partida. O podría estarlo excepto que nunca atravesaría aquel último pedazo de roca sólida.
—Hola, Cliff, soy Frank Penney. —El controlador de lanzamiento casi parecía alegre—. Hemos hecho una primera valoración; hemos sufrido una inversión de fase transitoria en el sector de aceleración de precisión, Dios sabe por qué. Eso te ha conferido suficiente resistencia como para caer apartándote unos mil Klicks de tu velocidad final. Esa órbita te pondría de nuevo sobre nosotros en poco menos de cinco horas si no pudieras cambiarla, pero no te preocupes. Tu retro de a bordo tiene suficientes delta-V almacenados como para colocarte en una órbita estable; incluso podrías conseguirlo sólo con los vernier. Tienes alimentos en cantidad, y aire suficiente para tres personas, más márgenes de seguridad. Lo único que has de hacer es permanecer sentado hasta que podamos mandar un remolcador desde L-1.
—Sí, claro… no parece demasiado complicado.
Poco a poco Cliff se fue relajando. Con el pánico, se había olvidado por completo del retrocohete, aunque no tenía intención de admitírselo al control de lanzamiento. Con la poca potencia que tenían, incluso los cohetes de maniobra podrían colocarle fácilmente en una órbita más circular, que le separaría de la luna por un cómodo margen. Aunque retrocediera cayendo más cerca de la superficie de lo que jamás había volado —excepto al aterrizar— la vista al pasar rozando sobre las montañas y llanura sería sobrecogedora. Estaría perfectamente a salvo. No debía dejar de repetirse eso.
—Bueno, si no tienes nada mejor que hacer, ¿por qué no nos dejas explicarte el procedimiento? —dijo Penney alegremente—. ¿Ves un panel marcado B-2 a la izquierda del cuadro de instrumentos?
—Sí.
—Busca la palanca grande de en medio, en forma de T, que está en la posición de abajo, ENG, es decir conectada, y ponla en la posición de arriba, DISENG, es decir, desconectada. Debe encenderse una luz roja.
Cliff encontró la palanca de cromo y la empujó. Se deslizó con suavidad pero actuó con firmeza.
—Tengo una luz roja en la posición de desconectado.
—Bien, eso significa que, hagamos lo que hagamos aquí, no explotará nada antes de que hayamos terminado. Ahora quiero que busques la palanca marcada MAN/AUTO, en la parte superior derecha del panel, y que confirmes que está en AUTO. La palanca tiene una luz, que debería ser amarilla.
—Sí, la he encontrado. Está en AUTO y la luz es amarilla.
—A su lado hay una palanca similar marcada LOC/REM, que debería ser amarilla y estar en la posición REM, que quiere decir remoto.
—Confirmado.
—Bien. Lo que vas a hacer aquí es insertar un nuevo programa, para que cuando conectemos de nuevo, el sistema de control de maniobra inicie el encendido cuando se lo ordenemos. Pensamos en una especie de situación minimax, Cliff. Cuanto más tarde encendamos, mejor podremos sintonizar tu órbita. Pero al mismo tiempo, preferimos hacerlo mediante transmisión óptica que conectando a través de las estaciones de transbordo; no te aburriré con tecnicismos. Así que, bueno, confirmemos primero que el MCS recibe nuestras transmisiones como debiera. ¿Hay una luz verde en la pantalla plana de banda estrecha de BC? Es una ventana cuadrada de cristal líquido que está abajo, en la parte inferior izquierda del panel, y está marcada BC NARROW.
—Sí, hay una luz verde.
—Bien, vamos a enviarte un poco de información inofensiva desde aquí, que deberá aparecer en la pantalla como un montón de signos seguidos de un mensaje, sólo la palabra RECEIVED, recibido. ¿Lo tienes?
—Sí, entiendo —dijo Cliff—. Estoy listo.
Hubo una pausa.
—¿Qué tienes en la pantalla, Cliff?
—Nada. Podéis empezar cuando queráis.
Esta vez la pausa fue más larga.
—¿Qué hay ahora?
—Ningún cambio —dijo Cliff.
—Está bien, Cliff… —Hubo un silencio—. Al parecer vamos a tener que hacerlo manual. La banda estrecha parece que no funciona bien.
—Por favor, dilo otra vez —pidió Cliff.
—Bueno, hemos enviado tres veces nuestro mensaje de prueba y al parecer no lo has recibido. Hemos investigado tu banda estrecha con telemetría y no recibimos nada más que ruidos, como chisporroteos. Pon la palanca REM/LOC en LOC.
Cliff lo hizo.
—Está en Loc. Ahora la luz es roja.
—Magnífico. No te preocupes por eso, todavía estamos desconectados. Ahora busca el botón PROG en la tercera hilera, el segundo a partir de la izquierda, y dime si ves una pequeña luz azul.
—Sí, es azul.
—Bien, eso significa que el ordenador está listo para recibir instrucciones. Así que voy a leerte una lista de números, no demasiado larga, y tú los tecleas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, sí.
«Adelante», pensó Cliff, empezando a irritarse un poco. El controlador del lanzamiento actuaba con tanta calma, que casi parecía condescendiente.
—Está bien, Cliff, ahí van.
Penney leyó una lista de coordenadas en tres ejes, más especificaciones para la intensidad y duración del encendido. Cliff los leyó a su vez cuando los tecleaba.
—Bien, Cliff, ahora aprieta la tecla ENTER y ya está. Esa luz parpadeará y se pondrá verde.
—Acabo de apretar ENTER. La luz ha parpadeado, pero sigue azul.
—Ese pícaro… Bueno, confirmemos que la palanca en forma de T está en DISENGAGE, el piloto en AUTO, y el control LOCAL…
—Confirmado.
—Danos un segundo.
Durante un largo rato Cliff miró por la ventanilla al horizonte que se alejaba de él.
—Te diré lo que vamos a hacer, Cliff —la voz de Penney era aún más animada—, ¿por qué no lo dejamos en MAN y ENGAGE, e intentamos separar el ordenador del circuito de órdenes?
—¿Ahora mismo?
—Claro, amigo. Te enviamos a una órbita más elevada ahora mismo, qué demonios, y más tarde ya calcularemos la trayectoria. No llevará más de unos segundos una vez que tengamos un par de Dopplers tras de ti.
—Si estoy lejos, ¿el remolcador podrá llegar hasta mí?
Cliff esperaba que su voz no traicionara el temor que sentía.
—Demonios, no vas a ir tan lejos. Puede que la trayectoria no sea ideal, pero puedes permitirte esperar un poco más para la cita.
«Es mejor eso que no poder esperar nunca más», pensó Cliff.
—¿Qué hago?
—Ponlo en manual.
Cliff empujó la palanca hasta el rojo.
—Hecho.
—Ahora conecta los controles.
Bajó la palanca en forma de T y la luz se puso verde.
—Hecho.
—Está bien Cliff, ahora cógete fuerte a algo. La aceleración será la retrocombustión usual, alrededor de medio G, pero no queremos que te rompas nada. —Ahora, Frank Penney se mostraba francamente jovial.
Cliff se cogió con fuerza en la red de carga.
—De acuerdo —dijo.
—Mira en el panel B-1, Cliff. Hay un botón grande de color rojo con una tapa de seguridad. Saca la tapa y pulsa el botón. Hazlo ahora.
La tapa de seguridad tenía unas rayas negras y amarillas pintadas en diagonal; la etiqueta de debajo decía MAIN ENG. Con la mano derecha, Cliff la levantó. La mano izquierda se aferró más fuerte a la red de carga. Los dedos de la derecha le temblaban cuando pulsó el gran botón rojo.
No ocurrió nada.
—No ha ocurrido nada —dijo Cliff en un susurro.
—¿Nada, amigo? —gritó Penney—. Bien, Cliff… —La alegría del controlador se desvaneció de repente—. Tendrás que darnos unos minutos para arreglar esto. Volveremos a ponernos en contacto contigo.
Cliff apenas pudo reprimir un grito, rogando al controlador que no se marchara. Pero el hombre no iba a ir a ningún sitio, y no tenía nada de que hablar. Por la razón que fuera, los cohetes de la cápsula, que un momento antes Cliff había creído que le salvarían, eran completamente inútiles. En cinco horas completaría su órbita… y regresaría al punto de lanzamiento.
Cliff flotaba ingrávido en la pequeña lata, mirando por la ventanilla cómo retrocedía la Luna. «Me pregunto si al nuevo cráter le pondrán mi nombre —pensó Cliff—. Supongo que podría pedirlo. Mi última voluntad: Cráter Leyland, diámetro… ¿Qué diámetro? Será mejor no exagerar; supongo que no tendrá más de doscientos metros de diámetro. No merecerá la pena ponerlo en el mapa».
El control de lanzamiento seguía silencioso, pero esto no era sorprendente. Era evidente que no tenía ninguna idea brillante y: ¿qué se le dice a un hombre que ya está igual que si estuviera muerto? Y no obstante, aunque sabía que nada podía alterar su trayectoria, Cliff no podía creer que pronto él mismo estaría desparramado por casi todo Farside. De ser eso cierto, ellos tendrían que preocuparse más que él. Él seguía alejándose de la Luna, cómodo y abrigado en su pequeña cabina. La idea de la muerte era incongruente, igual que lo es para todos los hombres, incluso para aquéllos que la buscan, hasta el instante final.
Por un momento Cliff se olvidó de su problema. El horizonte que tenía delante ya no era una curva moteada de roca con cráteres. Algo más brillante incluso que el resplandeciente paisaje lunar iluminado por el sol se elevaba junto a las estrellas. Al girar la cápsula por el borde de la Luna, se produjo la única salida posible de la Tierra, una salida artificial, no menos hermosa por ser producto de la tecnología humana. En un minuto terminó, tal era la velocidad de la órbita de Cliff. Mientras su cápsula subía por encima de la Luna, la Tierra salió por el horizonte y se elevó velozmente en el firmamento.
Era visible en sus tres cuartas partes, y tan brillante que apenas podía mirársela. Era un espejo cósmico, no hecho de rocas oscuras y llanuras polvorientas sino de nieve, nubes y mar. En realidad casi todo era mar, pues el Océano Pacífico estaba vuelto hacia Cliff y el reflejo cegador del sol eclipsaba las islas de Hawai. La niebla de la atmósfera —ese suave lienzo que tenía que haber levantado las alas de la lanzadera atmosférica llevándole a casa—, borraba todos los detalles geográficos: quizás aquella mancha oscura que emergía de la noche era Nueva Guinea, pero él no estaba seguro.
Era una amarga ironía saber que se abría directamente hacia aquella hermosa aparición. Otros mil kilómetros por hora y la habría alcanzado. Mil kilómetros por hora… era todo. Daría igual que pidiera mil millones.
Ver la Tierra que se elevaba le recordó, con fuerza irresistible, el deber que temía pero que no podía aplazar por más tiempo.
—Control de lanzamiento —dijo, haciendo un gran esfuerzo por mantener firme la voz—, por favor, ponedme en comunicación con la Tierra.
—Ya la tienes, amigo.
Cliff indicó al control de lanzamiento con quién quería hablar. Por un momento el éter se llenó de ecos y chasquidos.
Ésta era una de las cosas más extrañas que había hecho en su vida: estar sentado por encima de la Luna y escuchar cómo sonaba el fonoenlace en su casa, a cuatrocientos mil kilómetros en el lado opuesto de la Tierra. Para ahorrar dinero, hasta entonces sólo había escrito faxgramas: un fonoenlace directo era un lujo muy caro.
El teléfono seguía sonando. En África era casi medianoche, y pasaría un rato hasta que hubiera respuesta. Myra se revolvería en la cama, soñolienta; después, como vivía ansiosa desde que él había salido al espacio, se despertaría de golpe, temiendo una desgracia.
Pero a los dos les desagradaba tener teléfono en el dormitorio, y mucho menos les gustaba llevar un intercomunicador en la oreja, como la mitad de la gente vanidosa de estos días. Así que al menos tardaría quince segundos en encender la luz, ponerse algo sobre los hombros desnudos, cerrar la puerta de los niños para no despertar al bebé, ir hasta el final del pasillo y…
—¿Diga?
La voz de Myra le llegó clara y dulce a través del vacío del espacio; Cliff la reconocería en cualquier parte del universo. Percibió enseguida el tono de ansiedad.
—¿Señora Leyland? —dijo el operador de la Tierra—. Tengo una llamada de su esposo. Por favor, recuerde el retraso de dos segundos.
Cliff se preguntó cuántas personas estarían escuchando esa llamada en la Luna, en la Tierra o, a través de los repetidores, en todo el resto del sistema solar habitado. Era difícil hablar con los seres queridos por última vez cuando no sabías cuántos oídos estaban escuchando, en especial los sabuesos de los medios de comunicación, que pronto podrían estar divulgando aquel diálogo en todos los boletines de noticias de la noche.
—¿Cliff? ¿Estás ahí?
En cuanto empezó a hablar, no existió nadie más que Myra y él.
—Sí, cariño, soy Cliff. Me temo que no iré a casa como te prometí. Ha habido un… fallo técnico. Por el momento estoy bien, pero me encuentro en un grave apuro.
Tragó saliva, tratando de paliar la sequedad de la boca; después prosiguió rápido, adelantándose a la interrupción de ella:
—Cliff, no sé qué…
—Myra, escúchame un momento. Después hablaremos. —Con toda la brevedad que pudo le expuso la situación. Por su propio bien y por el de ella, no abandonó todas las esperanzas—. Todo el mundo está haciendo el máximo posible —dijo—. Quizá puedan enviarme a tiempo un remolcador de órbita elevada. Pero en caso de que… bueno, quería hablar contigo y con los niños.
Ella se lo tomó bien, como ya sabía él que lo haría. Sintió orgullo y amor cuando le llegó la respuesta desde la cara oscura de la Tierra.
—No te preocupes, Cliff. Estoy segura de que te harán regresar y podremos irnos de vacaciones. Tal como habíamos planeado.
—Yo también lo creo —mintió—. Pero sólo por si acaso, ¿quieres despertar a los niños? No les digas que algo va mal.
Hubo un siseo antes de que ella dijera.
—Espera.
Transcurrió medio minuto interminable antes de oír las voces soñolientas, aunque excitadas, de los niños.
—¡Papá! ¡Papá!
—¡Hola, papá! ¿Dónde estás?
Cliff habría entregado gustoso estas últimas horas de su vida a cambio de ver sus rostros una vez más, pero la cápsula no estaba equipada con semejante lujo como es una videoplatina. Quizá era mejor así, pues de haberles mirado a los ojos no habría podido ocultar la verdad. Lo sabrían enseguida, pero no por él. Él sólo quería darles alegría en estos últimos momentos que pasaban juntos.
—¿Estás en el espacio?
—¿Cuándo vendrás?
Resultaba difícil responder a sus preguntas, decirles que pronto les vería, hacerles promesas que no podría cumplir.
—Papá, ¿de verdad tienes polvo lunar? No lo has enviado nunca.
—Lo tengo, Brian; está en mi equipo. —Necesitó todo el autocontrol que poseía para añadir—: Pronto podrás enseñárselo a tus amigos. —«No, pronto está de nuevo en el mundo del que procede»—. Y tú, Susie, sé buena chica y haz todo…
—¿Si, papá?
—Y haz todo lo que mamá te diga. El último informe del colegio…
—Lo haré, papá, te lo prometo.
—… no era muy bueno, ya lo sabes, en especial aquellos comentarios respecto a la conducta…
—Papá —dijo Brian.
—Pero me comportaré mejor, papá —dijo Susie—. Te lo prometo.
—Sé que lo harás, cariño…
—Papá, ¿hiciste los hologramas que me dijiste que harías de las cuevas de hielo?
—Sí, Brian, los tengo. Y el pedazo de roca de Aristarchus. Es lo que pesa más, de todo mi equipaje…
Trató de esbozar una sonrisa. Era duro morir a los treinta y cinco años, pero también lo era para un niño perder a su padre a los diez. ¿Cómo le recordaría Brian, en los años sucesivos? Quizá sólo como una voz desde el espacio. Seis meses de separación era mucho tiempo para un niño de diez años. En los últimos minutos, mientras se alejaba y se acercaba de nuevo a la Luna, poco podía hacer salvo proyectar su amor y sus esperanzas a través del vacío que jamás volvería a cruzar. El resto era cosa de Myra.
—Déjame hablar con mamá, Brian. Te quiero hijo. Te quiero, Susie. Adiós.
Esperó, contando los latidos del corazón hasta que les oyó decir:
—Adiós, papá.
—Yo también te quiero, papá.
Cuando los niños se retiraron, alegres pero perplejos, era hora de hacer algo, hora de conservar la cabeza, de ser práctico.
—¿Cliff?
—Myra, hay algunas cosas de las que deberíamos hablar…
Myra tendría que hacer frente al futuro sin él, pero al menos podía hacer más fácil la transición. Le pase lo que le pase al individuo, la vida prosigue, y en este siglo, eso aún implica pagos de hipotecas y de plazos, pólizas de seguros y cuentas bancarias conjuntas. De una manera casi impersonal, como si se tratara de otra persona —cosa que pronto sería bastante cierta—, Cliff habló de estas cosas. Había un tiempo para el corazón y un tiempo para el cerebro. El corazón diría su última palabra al cabo de tres horas, cuando iniciara su último acercamiento a la superficie de la Luna.
Nadie les interrumpió. Debía de haber monitores silenciosos que mantenían la conexión entre los dos mundos, pero para ellos era como si fueran los dos únicos seres vivos. Mientras tras hablaba, Cliff mantenía los ojos fijos en la Tierra, ahora elevada a más de medio camino en el cielo. Era imposible creer que fuera el hogar de siete mil millones de almas. Ahora a él, sólo le importaban tres.
Deberían ser cuatro, pero con toda la mejor voluntad del mundo no podía poner al bebé en el mismo lugar que los otros. Nunca había visto a su hijo menor; ahora, nunca lo haría.
—… Supongo que no sé qué decir.
Para algunas cosas, toda una vida no era suficiente, pero una hora era demasiado.
—Lo entiendo, Cliff.
Se sentía física y emocionalmente exhausto, Y la tensión de Myra debía de ser igual de grande. Quería estar solo con sus pensamientos y con las estrellas, apaciguar su mente y hacer las paces con el universo.
—Me gustaría terminar la comunicación por ahora, cariño —dijo. No había necesidad de dar explicaciones; se comprendían demasiado bien el uno al otro—. Volveré a llamarte… con más tiempo.
Esperó los largos segundos hasta que ella dijo:
—Adiós, amor mío.
—Adiós por ahora.
Desconectó el circuito y miró, inexpresivo, el pequeño panel de control. Inesperadamente, sin deseo ni voluntad, las lágrimas se desbordaron de sus ojos y él se echó a llorar como un niño.
Lloró por su familia, y por si mismo. Lloró por sus errores y por la segunda oportunidad que no tendría. Lloró por el futuro que podría haber sido y las esperanzas que pronto serían vapor incandescente flotando entre las estrellas. Y lloró porque no tenía otra cosa que hacer.
Al cabo de un rato se sentía mucho mejor. En realidad, se dio cuenta de que estaba tremendamente hambriento. En una situación normal, habría aliviado el hambre durmiendo hasta que la cápsula atracara en L-1, pero llevaba raciones extra y no se le ocurría ninguna razón para morir con el estómago vacío. Rebuscó en una de las redes y encontró el equipo de alimentación. Mientras se llevaba a la boca un tubo de pasta de pollo y jamón, llamó el control de lanzamiento:
—Leyland, ¿me recibes?
—Estoy aquí.
—Soy Van Kessel, Jefe de Operaciones. —Esta voz era nueva para él; era una voz enérgica y competente, como si no fuera a tolerar ninguna tontería por parte de la maquinaria—. Escuche con atención, Leyland. Creemos que hemos encontrado una salida. Es larga, Pero es la única posibilidad que tiene.
Las alternancias de esperanza y desesperación resultan duras para el sistema nervioso. Cliff sintió un vértigo repentino; si hubiera habido un lugar donde caer, lo habría hecho.
—Adelante —dijo con voz débil, cuando se hubo recuperado.
—De acuerdo, creemos que todavía es posible efectuar un ajuste orbital cuando llegue al apogeo…
Cliff escuchó a Van Kessel con una avidez que poco a poco se transformó en incredulidad.
—¡No lo creo! —dijo al fin—. ¡No tiene sentido!
—No se puede discutir con los ordenadores —respondió Van Kessel—. Hemos repasado las cifras de veinte maneras diferentes, y sí tiene sentido. No se desplazará rápido en el apogeo; no cuesta mucho cambiar sustancialmente la órbita en ese punto. ¿Nunca se ha dado un paseo por el espacio?
—No, claro que no.
—Es una lástima, pero no importa, sólo es cuestión de realizar un pequeño ajuste psicológico. En realidad no es muy diferente de caminar por el exterior en la Luna. De hecho, es más seguro. Lo más importante es que durante un rato dependerá del oxígeno del traje. Ahora vaya al armario de emergencia y saque el sistema de oxígeno portátil.
Cliff encontró la escotilla cuadrada que tenía pintado un 02 azul y, SÓLO EMERGENCIAS, en rojo. Dentro había un envase de oxígeno que se conectaba a una válvula de la parte frontal del traje, y aumentaba el suministro incorporado a éste. Era un procedimiento que Cliff había practicado como ejercicio.
—Lo tengo conectado.
—Ahora no abra la válvula. Pero no se olvide de abrirla cuando esté fuera. Examinemos el procedimiento para activar la escotilla.
El estómago de Cliff empezó a flotar en una dirección diferente al resto de su cuerpo, cuando él se encontró frente al gran tirador rojo de doble acción que había junto a la escotilla. PELIGRO, PERNOS EXPLOSIVOS.
—Ese tirador sale recto hacia fuera y gira hacia arriba y hacia la izquierda. La escotilla a presión se abre. Habrá descompresión, así que el procedimiento adecuado es asegurar los pies a ambos lados de la escotilla antes de abrirla, para no darse un golpe en alguna parte vital al salir.
—Entiendo —dijo Cliff con voz suave.
—Tiene unos diez minutos hasta el apogeo. Queremos mantenerle con el aire de la cabina hasta entonces. Cuando le demos la señal, cierre su casco, abra la escotilla, salga de ahí y salte.
Finalmente comprendió las implicaciones de la palabra «salte». Cliff miró en torno a la pequeña cabina, familiar y reconfortante, y pensó en el vacío solitario que le esperaba entre las estrellas, el abismo no reverberante por el que un hombre podía caer hasta el final de los tiempos. Él nunca había estado en el espacio libre; no tenía ninguna razón para haberlo hecho. No era más que el hijo de un granjero con un título de agronomía, que había dejado temporalmente el Proyecto de Reclamación del Sáhara, e intentaba producir cultivos en la Luna. El espacio no era para él; él pertenecía a los mundos del suelo y la roca, del polvo lunar y la piedra pómez formada al vacío. Y, sobre todo, suspiraba por el rico barro del Nilo.
—No puedo hacerlo —susurró—. ¿No hay ninguna otra manera?
—No la hay —respondió rápidamente Van Kessel—. Estamos haciendo todo lo posible para salvarle. Docenas de hombres se han encontrado en situaciones mucho peores, Leyland, malheridos, atrapados en un naufragio a un millón de millas de toda ayuda. ¡Usted no ha sufrido ni un rasguño y ya está quejándose! Contrólese ahora mismo o cortaremos la comunicación y le dejaremos morir.
Cliff enrojeció. Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera.
—Está bien —dijo al fin—. Repasemos las instrucciones.
—Eso está mejor —dijo Van Kessel con muestras evidentes de aprobación—. Dentro de diez minutos, cuando esté en el apogeo, cierre su casco, conecte el oxígeno, manténgase firme, abra la escotilla y salga de ahí. No podremos comunicarnos con usted; lamentablemente, el repetidor va a través de la banda estrecha que no funciona. Pero le seguiremos la pista con el radar y podremos hablar con usted directamente cuando pase de nuevo sobre nosotros. Ahora recuerde, cuando esté ahí fuera…
Los diez minutos pasaron rápidamente. Al término de ese plazo, Cliff sabía exactamente lo que tenía que hacer. Incluso había llegado a creer que podría ir bien.
—Es hora de salir —dijo Van Kessel. La cápsula se encuentra aún en posición encabritada y no ha rodado… la escotilla a presión apunta hacia la dirección en que usted quiere ir. La dirección precisa no es una cuestión crítica. Lo que importa es la velocidad. ¡Ponga los cinco sentidos en ese salto! Y buena suerte.
—Gracias —dijo Cliff—. Lamento…
—Olvídelo —le interrumpió Van Kessel—. Ahora cierre el casco y muévase.
Cliff cerró su casco. Echó una última mirada a la pequeña cabina, preguntándose si había olvidado algo. Tendría que abandonar todos sus objetos personales, pero sería fácil remplazarlos. Entonces recordó el pequeño paquete de polvo lunar que había prometido a Brían.
Esta vez no decepcionaría al muchacho. Se hundió en la red de la carga y abrió su bolsa. Apartó la ropa y los artículos de aseo hasta que encontró la bolsita de plástico. La diminuta masa de la muestra —sólo unas onzas— no cambiaría su destino. Se la metió en el bolsillo del muslo. En el bolsillo había algo que no recordaba haber metido, pero ahora no era el momento de pensar en ello. Cerró la cremallera.
Conectó el cordón de seguridad. Agarró con ambas manos el tirador de emergencia y se agachó sobre la escotilla, un pie a cada lado. Antes de girar la palanca volvió la cabeza para ver si había algo flotando en la cabina. Todo parecía estar sujeto.
Tiró de la palanca. Ésta no se movió. No se paró a preocuparse; tiró con todas sus fuerzas. La palanca soltó un chasquido y Cliff la hizo girar. Hubo una explosión simultánea de seis pernos que él sintió a través de los pies. La escotilla a presión desapareció en una corriente de vapor.
La descompresión fue más suave de lo que él esperaba. El volumen de aire en la cápsula era pequeño, y la escotilla relativamente grande; la salida de aire pronto se quedó en nada.
Con los dedos enguantados, se impulsó fuera de la escotilla y, con cuidado, se puso de pie en el curvado casco de la pequeña lata, afianzándose con fuerza contra ella con el cordón de seguridad. El esplendor de la escena le paralizó. El miedo al vértigo se desvaneció; incluso su inseguridad le abandonó cuando miró a su alrededor, su visión no limitada ya por la estrechez de las ventanillas.
La Luna era gigantesca, y la línea divisoria entre la noche y el día era un arco mellado que atravesaba una cuarta parte del firmamento. Allí abajo, el sol se ponía y la larga noche lunar comenzaba, pero las cimas de las montañas aisladas aún, resplandecían con la última claridad del día, desafiando a la oscuridad que ya las rodeaba.
Aquella oscuridad no era completa. Aunque el sol se había retirado de la superficie de allí abajo, la Tierra casi llena la inundaba de gloria. Cliff pudo ver, débiles pero claros en la rielante luz reflejada por la Tierra, los contornos de los «mares» y las regiones de las tierras altas, las confusas cimas de las montañas, los oscuros círculos de los cráteres. Directamente debajo, punzando la oscuridad con sus alegres luces, se encontraba el diminuto contorno de la base Cayley. Salvo por esa única señal de humanidad, volaba sobre una tierra fantasmal y soñolienta, una tierra que intentaba arrastrarle a la muerte.
Y muy por encima de su cabeza se encontraba el anillo de vida que no podía alcanzar, la estación espacial L-1, demasiado lejanos sus cables y puntales, como para ser visibles entre las estrellas.
Ahora Cliff se hallaba suspendido en el punto más elevado de su órbita, exactamente en la línea entre la Luna y la Tierra. Era hora de saltar.
Dobló las piernas agachándose sobre el casco. Luego, con toda la fuerza que pudo reunir, se lanzó hacia las estrellas y la lejana estación espacial, invisible en lo alto. Su cordón de seguridad se desenrolló velozmente detrás de él; hasta que no se hubiera aflojado toda su longitud, aún podía cambiar de opinión.
La cápsula empequeñeció con sorprendente velocidad, hasta que no fue más que una mancha sobre la Luna iluminada por la Tierra. Mientras se alejaba, Cliff sintió una sensación completamente inesperada. Había supuesto que sentiría terror, o al menos vértigo, pero no esta inconfundible sensación de déjà vu. Todo esto había sucedido antes. A él no, por supuesto, sino a otro. No podía recordarlo con precisión, y ahora no había tiempo para intentarlo.
Echó un rápido vistazo a la Tierra, la Luna y a lo que podía ver de la lanzadera que retrocedía, y llegó a una decisión sin pensarlo de manera consciente. Con gesto rápido se desconectó. El cordón de seguridad se alejó rápidamente y desapareció.
Cliff estaba solo, a más de tres mil kilómetros sobre la Luna, a cuatrocientos mil kilómetros de la Tierra. Lo único que podía hacer era esperar; tardaría dos horas y media en saber si viviría. Si sus músculos habían realizado la tarea que los cohetes no habían logrado realizar.
Y mientras las estrellas giraban lentamente a su alrededor, recordó de súbito el origen de aquel recuerdo acuciante. Hacía muchos años que había tropezado con las historias de Edgar Allan Poe, pero ¿quién podía olvidarlas?
Él también se hallaba atrapado en un remolino, que le arrastraba hacia su sino; él también esperaba escapar abandonando su nave. Aunque se trataba de fuerzas totalmente diferentes, el paralelismo era asombroso. El pescador de Poe se ataba a un barril porque los objetos gordos, cilíndricos, eran succionados en el gran remolino más despacio que el barco. Era una brillante aplicación de las leyes de la hidrodinámica. Cliff sólo podía esperar que su empleo de los mecanismos celestiales fuera igual de inspirado.
¿Con qué rapidez había saltado de la cápsula? Sus delta-V totales, eran unos buenos dos metros por sección —cinco millas a la hora como mucho—, insignificante según los patrones astronómicos, pero suficientes para lanzarle a una nueva órbita, una órbita que, como Van Kessel le había prometido, le alejaría de la Luna varios kilómetros. No era un gran margen, pero sería suficiente en este mundo sin aire, donde no había atmósfera que tirara de él hacia abajo.
Con un repentino espasmo de culpabilidad, Cliff recordó que no había vuelto a llamar a Myra. Era culpa de Van Kessel; el ingeniero le había hecho moverse, se había asegurado de que no tuviera tiempo para pensar en sus propios asuntos. Van Kessel tenía razón, claro: en una situación así, un hombre sólo podía pensar en sí mismo. Todos sus recuerdos, físicos y mentales, debían concentrarse en la supervivencia. No era momento ni lugar para los vínculos emocionales, que distraen y debilitan.
Ahora se dirigía veloz hacia la cara oscura de la Luna, y la parte iluminada se iba encogiendo mientras él la contemplaba. El intolerable disco del sol, al que no se atrevía a mirar directamente, descendía rápido hacia el horizonte curvo. El paisaje lunar fue menguando hasta convertirse en una línea e luz, un arco de fuego contrapuesto a las estrellas. Luego el arco se fragmentó en una docena de relucientes cuentas que, una por una, se apagaban mientras él se dirigía hacia la sombra de la Luna.
Al marcharse el sol, el reflejo de la tierra parecía más brillante que nunca y recubría de plata el traje de Cliff, mientras él daba vueltas lentamente siguiendo su órbita. Tardaba unos diez segundos en efectuar cada giro completo; no podía hacer nada para frenarlo, pero en realidad le agradaba el constante cambio de paisaje. Ahora que sus ojos ya no se distraían echando ocasionales vistazos al sol, podía ver las estrellas a miles, donde antes sólo había cientos. Las constelaciones conocidas quedaban sumergidas, e incluso los planetas más brillantes eran difíciles de localizar con aquel resplandor.
El disco oscuro del paisaje lunar nocturno se hallaba al otro lado del campo de estrellas, como una sombra que se eclipsaba y, poco a poco, iba creciendo al irse acercando él. A cada instante, alguna estrella, brillante o tenue, pasaba por el borde y desaparecía. Casi era como si en el espacio se estuviera formando un agujero que devoraba el firmamento.
No había ninguna otra indicación del movimiento de Cliff o del transcurso del tiempo, excepto su giro regular de diez segundos. Cuando miró el cronómetro que llevaba en el antebrazo del traje, le sorprendió ver que ya había pasado media hora desde que abandonara la cápsula. La buscó entre las estrellas, sin éxito. Ahora estaría varios kilómetros por detrás de él. Pero según Van Kessel, pronto le adelantaría, ya que se movía en su órbita inferior, y sería la primera en llegar a la Luna.
Cliff seguía tratando de resolver esta aparente paradoja —las ecuaciones de la mecánica celestial que los físicos encontraban tan sencillas a él le resultaban opacas, y él se encontraba cómodo con la complejidad de los principios de la selección y los diploides y triploides que los mismos físicos, invariablemente, comprendían al revés—, cuando la tensión de las pasadas horas, junto con la euforia de la ingravidez inacabable, produjeron un efecto que le habría costado creerlo posible. Arrullado por el suave susurro de la entrada de aire, flotando más ligero que una pluma mientras giraba bajo las estrellas, Cliff se entregó a un sueño tranquilo…