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El magneplano de Sparta se detuvo silencioso a gran profundidad bajo la estación de St. Lazare, tras un breve viaje supersónico a través del Túnel, el túnel de gran vacío que discurría por debajo del Canal de la Mancha, para enlazar Londres con París. Las credenciales de la Junta Espacial pertenecientes a Sparta habían pasado por la aduana electrónica de Londres, y por tanto pudo bajar en el atestado andén de París con la misma ceremonia con la que hubiera descendido de un vagón de metro. Subió en ascensor hasta el nivel de la calle y salió de la grandiosa estación del siglo XIX, de hierro forjado y techo de vidrio.

Sobre el elevado arco de hierro que se abría a la bulliciosa calle, una gran pantalla plana proyectaba, en silencio, titulares de noticias y anuncios. Sparta ya casi se encontraba fuera de la resonante estación, cuando uno de los titulares despertó su curiosidad.

SIGUE SIN APARECER EL APRECIADO PAPIRO DEL LOUVRE

LA POLICÍA, DESCONCERTADA

LAS PESQUISAS PARA HALLAR AL MISTERIOSO «GUY» ENTRAN

EN SU SEGUNDA SEMANA

Las parpadeantes noticias iban acompañadas de imágenes de la escena del crimen, incluida una reconstrucción robot, hecha electrónicamente, del aspecto de «Guy», al parecer basada en descripciones dadas por testigos. La madre de Blake Redfield probablemente no habría reconocido el retrato, pero a Sparta le pareció observar cierto parecido.

Aparentemente no iba a necesitar a aquel GUYA, después de todo. Blake no tenía costumbre de llamar la atención pública sobre sí mismo; era evidente que había tratado de que su disfraz fuera identificado. Quería ser reconocido. Pero también era evidente que si hubiera querido que la Policía le atrapara, lo habría conseguido.

Blake esperaba sencillamente que Sparta le encontrara mientras aún se encontraba en el Louvre, antes de verse obligado a mostrarse de manera tan espectacular. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué trataba de anunciarlo? ¿Y dónde se hallaba ahora?

La puerta del cubículo de Blake se abrió dando un golpe. Pierre entró y le cogió por un hombro de la manchada camisa, poniéndole en pie bruscamente. Blake se tambaleó y su cuerpo cedió bajo la garra de Pierre. Medio sostenido y medio arrastrado por Pierre, salió al pasillo dando traspiés.

Pierre le condujo hacia el lavadero, al final del pasillo. Blake representaba su debilidad, deseando no sentirse casi tan débil como fingía. Los demás cubículos permanecían con las puertas entreabiertas y todo el mobiliario de éstos había sido trasladado. En los anteriores días de confinamiento solitario y raciones inferiores a las necesarias, Blake había oído voces y movimiento en las otras habitaciones del sótano, pero no había podido saber qué ocurría. Ahora comprendió que los Atanasios habían estado de mudanza. Tal vez el incidente de «Guy» no tenía nada que ver con aquel traslado, que debía de haber sido planeado con anterioridad al robo. Pero el descubrimiento de la identidad auténtica de Blake podría haberlo acelerado.

Llegaron al final del pasillo. En el lavadero había montones de cajas de cartón y sábanas sucias; nadie había lavado nada allí últimamente. Además del olor a ropa sucia, se percibía el persistente olor a moho de los antiguos desagües de París.

Blake meneó la cabeza, mareado. Advirtió la presencia de Lequeu. El hombre estaba sentado sobre una pila de cajas de embalaje al lado de la puerta, balanceando un pie elegantemente calzado. Miró a Blake inexpresivamente e hizo una rápida seña afirmativa a Pierre.

Apoyada en uno de los fregaderos de acero se encontraba una silla plegable de madera.

—Siéntate —ordenó Pierre, empujando a Blake hacia la silla. Blake se golpeó la espinilla contra el asiento y tropezó, chocando contra la pila; se dio un golpe doloroso en la cabeza con el borde de un estante que había encima, y una botella grande de lejía cayó al fregadero, donde estalló y se hizo añicos.

Lequeu dio un respingo, tapándose la nariz, pero Pierre había aferrado los brazos de Blake y le arrojó bruscamente a la silla.

—Una maniobra estúpida, Redfield —dijo Lequeu, dirigiéndose hacia la puerta—. Puede quedarse aquí sentado y respirar eso.

Blake le miró, con los ojos inyectados en sangre. El olor del hipoclorito sódico era fuerte cerca del fregadero, pero Pierre lo desafió para permanecer, amenazante, junto a Blake. Lequeu recuperó con esfuerzo su actitud de dignidad indiferente; luego sacó un pequeño inyector de droga en forma de pistola, que llevaba en el bolsillo del pecho de su camisa de seda. La sostuvo en alto para que Blake la viera.

—Esto es un cóctel neuroestimulante con el objetivo de llegar al Área Broca y al Área Wernicke, los centros del habla del cerebro —dijo Lequeu con suavidad—. Al cabo de cinco minutos de recibir una inyección subcutánea, empezará a hablar de modo incontrolable. Si nadie le pregunta nada, usted divagará sobre cualquier cosa que acuda a su mente. Por otro lado, en caso de que yo le interrogue, hablará sobre cualquier tema que yo le pida que hable, con todos los detalles que yo quiera. Será totalmente consciente de lo que diga, y lamentará gran parte de ello. Algunas cosas serán embarazosamente personales. Y otras serán desleales. No obstante, no reprimirá nada.

Blake dijo:

—Conozco la técnica.

—Entonces sabe que no exagero.

—Le creo, Lequeu.

—¿Tal vez preferiría hablar conmigo sin ayuda del estimulante?

—¿Qué quiere saber?

—Había una chica —dijo Lequeu como de paso—, Linda… el primer sujeto del programa conocido como SPARTA. ¿Dónde está ahora?

Blake escuchó con atención la entonación de Lequeu. No parecía familiarizado con el proyecto SPARTA, pero quizás actuaba con astucia.

—No sé dónde está. Ahora tiene un aspecto diferente. Se hace llamar de otro modo.

—De hecho, se hace llamar Ellen Troy. Es inspectora de la Junta de Control Espacial.

—Si lo sabe, ¿por qué me lo pregunta?

—Vamos, Blake… ¿Cuándo la vio por última vez?

—En Puerto Hesperus, como seguramente ya sabe. El caso del Star Queen fue divulgado ampliamente por todos los medios de comunicación.

—¿Y no tenía ninguna duda de que ella era Linda?

—La había visto en otra ocasión, en Manhattan. Fue una sorpresa… Yo creía que ella había muerto. De todos modos, resultó evidente que ella no quería ser reconocida. La seguí unas cuantas manzanas, pero la perdí.

—¿Por qué creía que había muerto?

—¿Cuánto sabe de SPARTA, Lequeu?

La expresión de Lequeu era blanda como siempre.

—¿Por qué no me cuenta lo que cree que debería saber?

—Bien —dijo Blake—. No revelaré ningún secreto. Puede leerlo todo en los archivos públicos.

—Más tarde le daré oportunidad de contar secretos —dijo Lequeu—. De momento, continúe.

—Linda era el único sujeto de SPARTA cuando era niña, cuando todavía era un asunto particular entre ella y sus padres. Ellos eran psicólogos, inmigrantes húngaros en Norteamérica. El trabajo inicial fue un éxito, llamaron la atención, consiguieron suficientes fondos para montar un proyecto educativo a gran escala en la Nueva Escuela.

—¿La Nueva Escuela?

—La Nueva Escuela para Investigación Social, en Manhattan…, Greenwich Village. Tiene unos ciento cincuenta años de antigüedad. No tantos como el Pont Neuf.

Lequeu le obsequió con una sonrisa gélida.

—Continúe.

—Después de Linda, yo fui uno de los primeros en ingresar allí. Tenía ocho años; mis padres lo vieron como una oportunidad para aventajar intelectualmente al resto del mundo.

—Apenas lo necesitaba.

—Mis padres nunca fueron proclives a correr riesgos. En su opinión, si ser rico es algo bueno, ser listo y rico es mejor. De todos modos, sólo soy un año menor que Linda; era el que me acercaba más a su edad. Durante seis o siete años todo fue magnífico. Después, el Gobierno se hizo cargo de SPARTA. Linda fue enviada a otra parte para recibir «entrenamiento especial». Un año más tarde, sus padres murieron en un accidente de helicóptero. SPARTA se desintegró. Ninguno de nosotros volvió a ver jamás a Linda, que yo sepa…, hasta aquel día, en Manhattan.

—¿Qué le sucedió a Linda?

—Cuando la vi, decidí averiguarlo. Corrieron rumores de que había perdido la razón, de que había muerto en un incendio en la clínica donde estaba siendo tratada.

—¿Qué más averiguó, Blake?

Blake miró fijamente a Lequeu. Si había secretos que Lequeu no conocía —o no sabía que Blake conocía— ahora estaban cerca de ellos. Pero Blake tenía que decirle la verdad. No podía arriesgarse a recibir una inyección que le haría balbucear a la ventura lo que estaba a punto de decir.

—La agencia que se hizo cargo de SPARTA había cambiado el nombre por el de Proyecto de las Inteligencias Múltiples. Lo clasificaron. Francamente, Lequeu, las fichas del Gobierno de lo que queda de los Estados Unidos están llenas de lagunas. Lo único que se necesita es olfato para las guerras burocráticas. Se puede obtener una gran cantidad de información «necesaria» sólo con lo que se duplica.

—¿De qué se enteró respecto a este proyecto de las «Inteligencias Múltiples», Blake? —preguntó Lequeu.

—Me enteré del nombre de la persona que lo dirigía.

—¿Cuál es?

—William Laird.

—¿Y dónde está ahora Laird?

La pregunta le salió del fondo de la garganta, y Blake se dio cuenta de que esto era lo que Lequeu más temía.

—No lo sé —respondió Blake—. Poco después del incendio que supuestamente mató a Linda, y sin duda mató a alguien que se parecía a ella, él desapareció. Ni siquiera se molestó en dimitir. Encontré su biografía oficial; era esquemática y ambigua, pero contenía algo que me llamó la atención. Laird era miembro de una sociedad filantrópica.

—¿Sí?

—Los Tappers.

—¿Conoció alguna vez a William Laird, Blake?

—No.

—Lo imaginaba. Si le hubiera…

Pero en ese momento Blake giró el hombro para golpear a Pierre en la entrepierna. Dejó la silla y empujó a Pierre con toda su fuerza contra la pila. Pierre se dobló con dolor, pero fue lo bastante rápido como para levantar la frente y defenderse de los brazos de Blake. Pero éste no iba tras la cara de Pierre; pasó de largo y agarró una botella de desatascador del estante de encima de la pila de acero. Golpeó la frágil botella de cristal contra el borde de la pila con toda la fuerza que pudo reunir, aunque Pierre tiró de él hacia atrás para impedirlo. Blake mantenía apretados con fuerza los ojos y la boca, y contenía el aliento; se tapó la cara con la camisa. Pierre se dio la vuelta mientras Blake se agachaba. Pierre gritó repentinamente.

Lequeu aullaba de dolor y se aferraba la garganta. La lejía y el producto cáustico, al reaccionar en la pila, habían producido una densa nube de gas de cloro en la habitación, abrasándoles los ojos, la piel, las membranas mucosas, los pulmones.

Blake se dirigió hacia la puerta con los ojos cerrados. Casi consiguió llegar a ella, pero Lequeu extendió un brazo y el inyector rozó el hombro de Blake cuando tropezó a su lado corriendo a ciegas. Blake dejó tras de sí dos cuerpos incapacitados jadeando y retorciéndose en el suelo.

El neuroestimulante era real. Antes de llegar a la calle, Blake balbuceaba de modo incontrolable. Corrió por la calle Jacob, con lágrimas en los ojos, mientras mantenía un abrupto monólogo espontáneo.

—… Pierre Gatito, deberían llamarte, todo músculos artificiales gracias a la máquina de hacer ejercicio, nunca has tenido un día de trabajo auténtico en tu vida…

Blake tenía intención de ir directo a la Comisaría de Policía, pero sabía que tardaría horas en hablar con cordura. Hasta entonces, tenía que ir a algún sitio donde nadie prestara atención a su súbito ataque de logorrea.

Se encaminó a los muelles que había llegado a conocer tan bien, donde en una tarde soleada como ésta, bajo los castaños, podría encontrar a uno o más de sus antiguos colegas vagabundos arengando a los transeúntes, quienes hacían todo lo que podían para fingir que no oían nada.

Mientras, seguía diciendo tonterías:

—Y en cuanto a ti, Lequeu, ¿quién es tu sastre? Deberías decirle que probara otra línea de trabajo…

—Francamente, Mademoiselle…

—Soy inspectora, teniente.

—Ah, sí —dijo el oficial de Policía, metiéndose un dedo en el interior del cuello alto y rígido del uniforme—. Inspectora…, Troy. De todas maneras, respecto a este «apreciado papiro»…, el director ha admitido que jamás se habría notado la falta del rollo de no haber sido porque el lamentable incidente con el guarda, obligó al personal del museo a llevar a cabo una concienzuda búsqueda y el inventario de la zona en la que este hombre, Guy, había trabajado.

Estaban sentados en el pequeño y atestado despacho del teniente, en la Comisaría de Policía de la Ile de la Cité. A través de la sucia ventana que estaba detrás del teniente, Sparta podía ver los castaños llenos de hojas y los tejados abuhardillados de los apartamentos de la margen derecha, en el extremo lejano del Sena.

—¿Cómo fue atacado el guardia? —preguntó Sparta.

—Con una dosis mínima de tranquilizante, aplicado con gran pericia vía dardo hipodérmico en el cuello.

—Una zona peligrosa.

—Aquí está el dardo. —Levantó una bolsa de plástico que contenía un diminuto filamento de metal—. Casi microscópico. Habría podido perforar la arteria carótida sin producir graves daños aunque, de hecho, no pinchó cerca de la arteria. En mi opinión, Monsieur «Guy» sabía exactamente lo que hacía. Lo que no sabemos es por qué lo hacía. ¿Puede usted ayudarnos, inspectora?

—Lo único que puedo decirle es que «Guy» es un agente encargado de la investigación de un grupo conocido como los prophetae del Espíritu Libre… o al menos así eran conocidos hace varios siglos. No sabemos cómo se llaman en la actualidad. No hemos tenido noticias de Guy en más de cuatro meses.

—Pero usted está aquí —señaló con sequedad el teniente.

—Recibí un mensaje cifrado pidiéndome que me reuniera con… Guy… en el Louvre.

—¿Dice que estaba encargado de una investigación? —El francés moreno y de pelo gris la miraba con suspicacia profesional, y con lo que ella había aprendido a reconocer como la predisposición endémica del flic de París—. ¿De qué naturaleza era esta investigación? ¿Quiénes son estos llamados Espíritus Libres?

—Lamento profundamente que, como representante de la Junta de Control Espacial, no esté autorizada a decir más —indicó Sparta fríamente—. He acudido a usted porque es evidente que nuestro hombre trató de llamar la atención, pues de lo contrario no le habría dado al guardia oportunidad de reconocerle.

—Es posible —dijo el teniente. No mencionó que la posición del cuerpo dormido del guardia indicaba que le habían disparado el dardo cuando el ladrón ya había escapado.

—Y porque esperaba que ustedes podrían proporcionar alguna pista respecto a la importancia de este papiro.

—En cuanto a eso, sólo puedo repetir: el papiro tiene poco valor intrínseco.

—¿Pondría alguna objeción a que yo visitara el Louvre personalmente?

—Como es natural, los asuntos oficiales de la Junta Espacial tienen prioridad sobre nuestros asuntos locales —respondió el teniente, invitándola a hacer lo que decía.

—Muy bien; tenga la amabilidad de prepararme una comunicación con la Central de la Tierra —dijo ella, aceptando el ofrecimiento.

Se miraron fijamente. Luego, con un suspiro casi imperceptible, el teniente alargó la mano hacia su anticuada consola de fonoenlace.

Sin embargo, antes de que sus dedos llegaran al teclado, la consola sonó. Él vaciló, y luego apretó la tecla de conexión.

—¿Qu’est-ce que c’est?

—Pour l’Inspecteur, Monsieur. De la Terre Centrale.

El teniente alzó la vista hacia Sparta.

—Al parecer nos ahorran esa molestia.

Le entregó el auricular.

—Aquí Troy —dijo Sparta.

—Troy —dijo una voz grave.

—Comandante —dijo ella, sorprendida—. ¿Cómo ha…?

—Eso no importa. Te llamo desde una infocabina del Quai d’Orsay.

—Otra vez fuera de la oficina —dijo ella con sequedad—. De todas maneras, tengo información importante referente a nuestro amigo…

—Tendrá que esperar, Troy. Lamento interrumpir tu diversión, pero acabo de recibir una comunicación de la Central. Ha ocurrido algo.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En la Luna.