Tercera parte
PROBLEMAS DE TRES CUERPOS

9

A un noventa por ciento del trayecto desde la Tierra a la Luna, en la estación de transbordo L-1, un agrónomo llamado Clifford Leyland iniciaba el tramo final de su viaje desde la colonia espacial L-5 hasta la Base Farside. Cliff realizó una última parada antes de subir a la lanzadera automática que le llevaría a la superficie lunar.

Fuera del muelle de la estación había una pequeña cabina, suficientemente grande para una persona. Entrabas allí, te quitabas la ropa y dejabas que los sensores te olfatearan, te palparan y te sacaran fotografías en cuatro diferentes longitudes de onda de radiación. Entretanto, tú soplabas en el tubo, un espectrómetro de masa por cromatografía de gas. Todo esto, sin contar el rato que tardabas en desvestirte, duraba unos cinco segundos. Si estabas limpio, te permitían volver a ponerte el traje espacial.

Las drogas eran un problema en L-1. No un problema de salud, sino un problema administrativo. El ochenta por ciento de todos los viajeros que iban a la Luna o volvía de ella, pasaban por la estación de transbordo L-1. También lo hacía la mitad de la carga. Las drogas eran muy populares en la Luna, especialmente entre los mineros y los técnicos de radiotelescopio, estacionados en la Base Farside. El aburrimiento tenía algo que ver con ello. Como sugirió una vez un bromista británico —y era tan cierto respecto a las minas de hielo de la Luna como a las minas de carbón inglesas— si buscabas una palabra para describir la conversación que se mantenía en las minas, aburrida era la que acudía a los labios.

Las diez primeras drogas del hit parade de la Luna, cambiaban constantemente al ir apareciendo productos más nuevos y mejores para producir euforia en el sugestionable cerebro humano, inventados por químicos que trabajaban por su cuenta. La colonia espacial de L-5 iba a la cabeza en la invención y elaboración de productos químicos hechos en casa, en parte debido a la demanda local, y en parte debido a que sólo había un cuello de botella entre L-5 y la Luna, L-1, mientras que todo lo que se enviaba desde la Tierra tenía que efectuar dos o más transbordos.

En cuanto a las autoridades de Farside y Cayley, las principales bases lunares, había quien decía que eran menos que diligentes en actuar contra el tráfico. Se decía, extraoficialmente, que algunas sustancias ilícitas aumentaban la productividad, al menos a corto plazo, y sin duda estimulaban la economía local; ¿y a cuánta gente perjudicaban realmente? De manera que la tarea de hacer cumplir la ley recaía en el personal de seguridad de L-1.

Ese personal estaba formado por una sola persona, un hombre llamado Brick. Tenía tendencia a estar irritado, y hoy no había dormido.

—Adelante —murmuró a Cliff, y le hizo una seña de que pasara por el control de seguridad sin molestarse en mirar las pantallas.

Cliff, que había efectuado viajes frecuentes de ida y vuelta a L-5 en los últimos meses, siempre había estado limpio.

En el muelle, con la ropa en la mano, Cliff se encontró con el otro pasajero que le había dicho que le acompañaría en la cápsula hasta Farside, una astrónoma rusa que regresaba de un permiso en el Transcáucaso.

—¿Eres Cliff? —le preguntó—. Soy Katrina, Me alegro de conocerte… disculpa un momento.

Katrina acababa de salir de la cabina de inspección y todavía se estaba vistiendo. No se molestó en girarse mientras Cliff se apresuraba a ponerse los pantalones y la camisa. Ella se tomó su tiempo para subirse la cremallera del mono sobre la piel desnuda; luego, le ofreció la mano y sonrió.

Él le estrechó la mano. Por un momento rodaron torpemente en el aire en la bahía sin gravedad. Él se aclaró la garganta y finalmente susurró:

—Encantado, estoy seguro.

La mayoría de hombres habrían quedado encantados al ver por primera vez a Katrina Balakian —era una rubia alta y de piernas largas, con unos impresionantes ojos grises de brillo malévolo— pero Cliff se puso nervioso al instante. No sólo porque ella era un par de centímetros más alta que el delgado inglés, sino también por el hecho de que Cliff había estado demasiado tiempo lejos de su esposa, y la piel morena de Katrina y aquella franca mirada, eran un desafío inesperado a su consciencia. Apenas pudo murmurar las frases apropiadas cuando subían a la pequeña cápsula y se acomodaban en ella.

El lanzamiento se produjo minutos más tarde, y durante treinta horas la cápsula cayó hacia la Luna en una larga y suave parábola. Cuando se acercaba el final del viaje, Cliff salió de la litera de aceleración en la que había pasado casi todo el tiempo desde que salieron de L-1, profundamente dormido. Katrina se removía soñolienta en la suya.

Les habían prescrito un medicamento para dormir, pues las autoridades sólo ponían objeciones a la automedicación; drogar a los viajeros del espacio era práctica común, ya que era evidente que les beneficiaba.

Cliff atisbó a través de la ventanilla triangular y contempló cómo el paisaje subía a gran velocidad.

—Siempre me desagrada esta parte —dijo su colega, rígida en su litera, ahora con los ojos abiertos de par en par. Ellos dos y el equipaje ocupaban casi todo el espacio de la cápsula, aunque en teoría estaba diseñada para acomodar a tres pasajeros—. Una vez lo observé. Empieza subiendo de prisa como un enorme pastel de barro. Siempre me parece que vamos a pasar de largo de la base.

Un conductor de lanzadera de mando visual que intentará ver el camino para aterrizar en la Luna, podría apañárselas en Nearside, cuyas grandes llanuras oscuras y cuyos terrenos elevados, serpenteantes Y con cráteres habían producido, hacía tiempo, una imagen indeleble en la memoria humana, pero Farside era un laberinto sin rasgos distintivos para todos, salvo para los Pilotos más experimentados. Farside tenía cráteres espectaculares, claro, pero se encontraban esparcidos de manera regular por el hemisferio, y todo el espacio que quedaba entre ellos estaba lleno de otros cráteres, cráteres dentro de cráteres, hasta el límite de la visibilidad.

—Tu llegaste aquí mucho antes que yo. Creía que te habrías acostumbrado —dijo Cliff.

—Sí, pero tú viajas más. La aventura no está hecha para mí.

Éste era el sexto viaje de Cliff a la superficie lunar en el pasado medio año, y por primera vez consiguió localizar su destino antes de que la lanzadera automática le dejara encima.

—Ya veo el monte Tereshkova. En el horizonte, a la izquierda.

—Si tú lo dices. Pero ¿cómo lo sabes?

Finalizaba un largo día lunar. Por la noche, las luces de la Base Farside se habían visto; por el día, a menos que el sol se reflejara en los campos de girasoles metálicos que era la zona de antenas telescópicas, o las hileras de paneles solares que Proporcionaban casi toda la energía para la base, Farside casi se perdía en una monotonía de cráteres. Sin embargo, la base se encontraba dentro de uno de los pocos hitos reconocibles del terreno: la gran laguna llena de lava y rodeada de montañas conocida como el Mare Moscoviense, el Mar de Moscú, cuya existencia fue insinuada por primera vez en las sucias fotos devueltas a la Tierra, en 1959, por el Luna 3. La base se hallaba junto a las paredes montañosas, al oeste de la oscura llanura circular de doscientos kilómetros de ancho, a veintiocho grados norte de latitud y ciento cincuenta y seis grados oeste de longitud.

El otro puesto importante en la Luna, Cayley Base, se hallaba cerca del centro muerto de Nearside. En los primeros días, su situación ecuatorial había sido vital para ahorrar el preciado combustible; la mayor parte del tráfico, en el sistema Tierra-luna, todavía se centraba en el plano que cortaba ambos cuerpos y se extendía hacia las grandes colonias espaciales.

Cincuenta años antes, Cayley Base se había construido como mina a cielo abierto, Los mineros excavaban el polvo lunar rico en metal, formaban con él bloques compactos y después lo enviaban con una catapulta electromagnética a una estación de transbordo de L-2, detrás de la Luna, y de allí a la creciente colonia espacial de L-5.

La Base Farside era diferente, y su posición descentrada en la parte posterior de la Luna, se adaptaba a las demandas. La oscura lava del suelo del Mare Moscoviense escondía cuevas de agua helada —minas de hielo—, el recurso más apreciado de la Luna. Las elevadas paredes del enorme cráter y la propia Luna, aislaban la base de la radiocontaminación del espacio de la cercana Tierra, y cien radiotelescopios alzaban sus reflectores hacia el cielo en una continua búsqueda de inteligencia extraterrestre.

Cuando Cliff sintió el sólido golpe de los retrocohetes bajo los pies, Katrina chilló, un chillido de niña que salió de modo incongruente de su cuerpo de amazona, y en aquel momento los dos sintieron su propio peso por primera vez en varios días. La cápsula automática redujo velocidad al deslizarse sobre la llanura dirigiéndose a la base. Cliff permaneció sobre los pies atisbando por la ventanilla.

La característica más notable de Farside era el conjunto circular de más de cien reflectores de radiotelescopios de doscientos metros, que cubrían treinta kilómetros cuadrados del suelo del cráter. Hacia el borde de este círculo perfecto discurría una línea tangente, la catapulta electromagnética de la base, de cuarenta kilómetros; cuando entraron, Katrina y Cliff volaron casi paralelos al dispositivo de lanzamiento. Dos puntos blancos señalaban las cúpulas que eran el centro habitado de la base, y al lado de ellas se encontraba el campo de aterrizaje. Más allá del campo se extendía una llanura cuadrada de paneles solares.

El dispositivo de lanzamiento de Farside había sido construido para lanzar no sólo los bloques de polvo de diez kilos, sino también vehículos espaciales desde la Luna, vehículos como el que Cliff y Katrina utilizaban, cápsulas lo bastante grandes como para contener a tres personas con equipaje y manutención o, sujeta, una tonelada de carga. Después de un pesado viaje de dos días hasta L-1, las cápsulas se proveían de tanques de combustible atados con correas y eran reenviadas, frenando su caída mediante la combustión de abundante oxígeno de la Luna con hidrógeno, este último más raro y más caro.

Cuando el retrocohete descendió sobre la pista de aterrizaje de polvo, la radio de la cabina crepitó:

—Unidad cuarenta y dos, sois Leyland y Balakian, ¿verdad? La mierda esa estará detenida durante veinte minutos, Leyland, así que puedes conectar la unidad de compuertas y guardar tu traje O-DOS. Balakian, aquel tractor de la pista es para ti.

Los retrocohetes se pararon y la lanzadera bajó el último medio metro que le faltaba para llegar al suave suelo. Katrina suspiró melodramáticamente y se soltó las correas.

—En el tractor hay mucho espacio. ¿Quieres venir?

Cliff sacó una gran caja de plástico de la red de la carga.

—Gracias. Yo…

—Soy tan encantadora, ¿no? —Katrina pestañeó.

Cliff sonrió.

—De veras. No me importaría poner los pies en el suelo… o lo que aquí hace las veces de suelo.

—¿Qué llevas ahí, otro ramo de aves del paraíso para el Gran Paseo?

—Brotes de arroz. La mejor cepa de G baja de L-5. Desde que llegó de China el nuevo contingente, parece que la demanda ha ido en aumento.

Se encendió una luz amarilla, avisándoles de que cerraran sus cascos. El sencillo diseño de la cápsula no desperdiciaba nada en una cámara de aire; cuando ambos pasajeros tuvieron cerrados los cascos, Katrina tecleó en el ordenador y una bomba aspiró el aire de la cabina y lo introdujo en botellas de conservación. Cuando se alcanzó todo el vacío que era posible alcanzar, la pequeña escotilla a presión se abrió. Katrina se deslizó a través de la abertura circular y Cliff lo hizo tras ella.

La sección inferior de la cápsula estaba rodeada por un módulo de combustible incorporado en forma circular; el retroceso de la cápsula asomaba por el interior del círculo. Cliff y Katrina descendieron por la estrecha escalerilla hasta el suelo, tres metros más abajo.

El polvo lunar del campo de aterrizaje estaba surcado por extrañas ondas de huellas de neumáticos, que se entrecruzaban formando círculos confusos. Un tractor de grandes ruedas se acercaba a ellos desde la formación de antenas, como una lancha motora sobre la estela de un barco, dejando también ella una estela. El tractor se detuvo al lado de la lanzadera provocando una nube de polvo que pronto se depositó.

Cuando apareció la luz verde en la escotilla trasera del tractor, Katrina la abrió e hizo entrar primero a Cliff. Después entró ella y cerró la escotilla tras de sí.

—Hola, Piet —dijo Katrina por el intercomunicador del traje—. ¿Te han rebajado a conductor de tractor durante mi ausencia?

—Muy divertido —gruñó el hombre.

—Éste es Cliff —presentó Katrina—. Le he dicho que le dejarías en Mantenimiento.

—¿Por qué no? Como has dicho, no soy más que un simple conductor.

—Piet en realidad es analista de señales —dijo animadamente Katrina—. Mi nuevo camarada, Cliff, es agrónomo. Cliff Leyland, Piet Gress.

Gress se giró en el asiento para tender una mano derecha enguantada. Cliff se la estrechó.

—Encantado —dijo.

Gress murmuró algo parecido. Apretó el acelerador y el tractor se puso en marcha con brusquedad, arrojando a Cliff y a Katrina el uno contra el otro en la parte trasera del tractor, la cual no estaba acolchada.

—Veo que tu famoso tío vuelve a ser noticia, Piet —dijo Katrina cuando recuperó la compostura.

—¿De veras?

—Tú, claro, nunca pierdes el tiempo mirando el vídeo. —Se volvió a Cliff—. Su tío es Albert Merck.

Cliff se interesó cortésmente.

—¿El arqueólogo? ¿El que rescataron de la superficie de Venus hace unas semanas?

—El mismo. El que tiene las ideas más definidas respecto a los extraterrestres.

—¿Ha traducido lo que encontraron en Marte? —preguntó Cliff.

—¡Qué si lo ha traducido! —gritó Katrina. Los intercomunicadores transmitieron, dolorosamente, con el mismo volumen en los oídos de todos—. Claro que lo ha hecho. Y es una traducción de lo más completa y larga. Como dices tú, la «última voluntad y testamento» de una civilización agonizante.

—Puedes ahorrarte la ironía, Katrina —dijo Gress—. Eso fue hace mucho tiempo. Era un comienzo. Elaboró varias hipótesis útiles.

Katrina se echó a reír.

—Traducir un texto que está en una lengua desconocida, por no decir extraterrestre, requiere algo más que hipótesis. Pero los que sabemos algo de análisis de frecuencias…

—Quienes quizá conocen bastante menos las lenguas naturales.

—Por favor, no me interpretes mal, Piet. Me alegro de que le salvaran, la vida a tu tío. —Se volvió a Cliff—. Es tradición familiar. El tío de Piet excava el pasado e imagina que lee mensajes en viejas botellas, mientras Piet mira hacia el futuro, ansioso por descifrar el primer mensaje de las estrellas.

—Habrá una —dijo Gress sencillamente.

—Si tu tío está en lo cierto, ya lo hubo, pero te lo perdiste —replicó Katrina—. Tu Cultura X murió hace mil millones de años.

Gress volvió la cabeza y miró a Cliff.

—No debes hacerle mucho caso. No es tan cínica como pretende.

—No soy cínica en absoluto —dijo Katrina—. Soy realista. No importa, con estos telescopios tan caros nosotros estamos consiguiendo algo en astronomía, mientras que vosotros perdéis el tiempo escuchando un fonoenlace vacío.

El tractor se acercaba de prisa a una de las dos grandes cúpulas de la base central. Un anillo de compuertas del tamaño de un vehículo rodeaba la base de la cúpula, y Gress se dirigió hacia la puerta abierta más cercana. Cuando el tractor cruzó la polvorienta abertura, la escotilla se cerró automáticamente detrás de ellos. De la pared salió un tubo a presión que ajustó sus deteriorados labios de policaucho que rodeaba el borde de la escotilla trasera del tractor. Éste pasó unos momentos robando aire de la cúpula; al notar la presión, la escotilla se abrió de golpe. Los ocupantes abrieron sus cascos.

—Gracias otra vez —dijo Cliff—. ¿Os veré en el Paseo?

—A mí seguro que sí —dijo Katrina—. Pero a él no. Se pasa todo el tiempo libre tratando de extraerle significado a las señales de las novas y otras cosas así.

Piet Gress se encogió de hombros, como para decir que no valía la pena replicar a las opiniones distorsionadas de su colega.

Como por impulso, Katrina cogió a Cliff por la manga.

—Antes de que te vayas…

—Sí…

—Estoy pensando en invitar a unas cuantas personas a mi casa más tarde. Para celebrar que he regresado sana y salva. ¿Vendrás? Es tan agradable hacer nuevos amigos…

—Gracias, yo… será mejor que diga que no. No he dormido demasiado bien durante el viaje de regreso.

—Pásate un rato. Por favor. —Miró de reojo—. Tú también estás invitado, Piet.

Cliff la miró. Sus ojos claros eran asombrosos. Él había intentado no admitirlo durante los dos últimos días, desde que el azar les había puesto juntos en la misma lanzadera. Se encogió de hombros.

—Me quedaré despierto unas horas por ti.

—Es una promesa, Cliff —dijo ella—. Hacia las siete, entonces. —Cuando se apartó, se había producido un sutil cambio en la expresión de ella, que ahora tenía un destello de triunfo.

Cliff se introdujo en el tubo. Miró hacia atrás. Piet Gress le hizo un brusco gesto de despedida; Katrina seguía mirándole fijamente con sus ojos conmovedores.

Cuando Cliff llegó a la puerta interior, el chirriante mecanismo chocó, resolló y soltó el tractor. A través de la ventanilla de grueso cristal de la compuerta, Cliff observó al tractor salir al día lunar y dar la vuelta, dirigiéndose hacia el distante grupo de antenas. Lamentó su falso coqueteo. Al fin y al cabo, era un hombre felizmente casado.

El gran tractor avanzaba veloz al lado del lanzador lineal, hacia los distantes radiotelescopios.

—Buena actuación —murmuró Gress———. Ten cuidado de no exagerar.

Katrina bostezó ruidosamente, sin hacerle caso.

—¡He dormido un día entero! Estoy llena de energía.

—¿De verdad querías invitarme a tu fiesta? —preguntó Piet Gress.

—No seas tonto. Tú ya has tenido tu oportunidad conmigo. Más de una vez.

—No sé si sentir lástima de ese pobre hombre o envidiarle.

—Si tuvieras imaginación, Piet, le envidiarías. Pero ya decidimos que no sabes lo que te pierdes. Él es bastante mono, ¿no crees?

Gress rezongó algo y se concentró en la conducción. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Vas a mantenerme en suspenso eternamente?

—Muy bien, ya que estás tan impaciente… —Su tono se hizo más serio—. La noticia no es exactamente ideal.

—¿Qué sector?

—Como sospechábamos, el que está programado que investiguemos a continuación —respondió ella—. Crux.

Condujo en silencio un momento.

—Pareces alegrarte bastante —dijo con acritud—. ¿Te interesa de verdad el objetivo real de esta operación? ¿O tu interés es puramente astrofísico, como no dejas de decirle a todo el mundo que quiera escucharte?

Katrina dijo con amabilidad.

—Me interesa, Piet. ¿No te excita saber que estamos tan cerca de nuestra meta? ¿Todos nosotros?

—Crux, entonces. —Su voz estaba llena de frío cansancio—. No puedo decir que no estuviera preparado.

—Claro que estás preparado. No te preocupes, todo irá bien.

Cliff Leyland se sacó el casco y se lo puso bajo el brazo. Con la mano derecha cogía fuertemente la gran cartera que había traído con un esfuerzo considerable, desde L-5. Introdujo la cartera en una ranura de la pared y esperó a que terminara la inspección pasiva. Un segundo más tarde se abrió la puerta interior de la compuerta y Cliff penetró en el interior de la cúpula. Eso era todo: en Farside no existían los registros corporales.

Las dos grandes cúpulas eran las estructuras más antiguas de la base. En un principio había albergado a los obreros de la construcción y la maquinaria de éstos pero en cuanto fue posible la gente se trasladó bajo tierra. La cúpula en la que Cliff se hallaba ahora era un garaje, hangar y taller de reparaciones para equipamiento grande; era un hervidero de hombres y mujeres ocupados en reparar coches lunares estropeados, transformadores defectuosos, tramos de la Vista del lanzador que necesitaban reparación. El resplandor y los destellos de los sopletes proyectaban extrañas sombras en el interior curvado de la cúpula, un lugar más frío que su gemelo, que había sido convertido en zona de recreo y jardín y, por tanto, estaba lleno de plantas lo bastante fuertes como para resistir la radiación a nivel de la superficie, la cual podía ser intensa donde no había atmósfera que interceptara el viento solar y el bombardeo constante de los rayos cósmicos.

Cliff caminó hasta la parada de trolebús más cercana. Al cabo de pocos segundos llegó uno de los coches abiertos, produciendo un monótono pitido de advertencia, y Cliff subió a bordo sentándose al lado de una pareja de mineros de hielo a los que reconoció, pero los cuales no le habían sido presentados. La Base Farside no era grande, pero en una población de casi mil personas, la mayoría de ellos adultos, los recién llegados pueden seguir siendo extraños durante mucho tiempo.

El trolebús avanzó zumbando por un corredor ancho y bajo de grava compacta lunar color gris, pasando por delante de corredores laterales más pequeños que conducían a dormitorios, oficinas, comedores, campos de juego, restaurantes, teatros, salones de reunión… La mayor parte de la base era así, enterrada cinco metros bajo tierra, bien protegida contra las energías fortuitas del espacio natural. En cada parada subía y bajaba gente, algunos con traje espacial, la mayoría en mangas de camisa. Los mineros de hielo se apearon cerca de sus habitaciones; Cliff prosiguió hasta la estación de agronomía.

Cuando bajé del trolebús, un hombre en mono de técnico de transporte le esperaba.

—¿Es usted Leyland? Tengo un cargamento de materia seca y negra para usted.

—¿Ah, sí? ¿Cómo sabía que yo estaría aquí?

—No se haga el gracioso —dijo.

Cliff no reconoció al tipo aunque, mientras firmaba la conformidad en el albarán, el hombre estuvo mirándole fijamente. Era joven y tenía el cabello oscuro y abundante, y la sombra de una barba oscura bajo la piel transparente de la bien afeitada mandíbula. No parecía un técnico de grado medio.

Cliff le devolvió el albarán y se volvió para marcharse.

—Eh. ¿Tiene algo para mí? —susurró el hombre con urgencia.

Cliff se giró.

—¿Qué?

—¿Tiene algo?

—No, que yo sepa —respondió Cliff, perplejo.

—Vamos, hombre… Usted es Cliff Leyland, ¿no?

—Sí.

El hombre echó la cabeza hacia atrás, boquiabierto e incrédulo.

—Leyland, ¿no recuerda una pequeña conversación que sostuvimos en el salón un par de días antes de marcharse a L-5? Iba usted a buscar a un amigo de unos amigos míos.

—Ah —exclamó Cliff con el rostro gélido—. Eras tú. Tienes un aspecto diferente con este mono de trabajo.

—Ahórrese la comedia, amigo, y limítese a darme la mercancía.

—He reflexionado sobre la proposición. Me he decidido en contra.

La incrédula boca estuvo a punto de abrirse más esta vez, antes de cerrarse de golpe.

—¿Que qué?

—Ya me has oído. Diles a tus amigos, quienesquiera que sean, que he pensado en su propuesta y me he decidido en contra.

—¿Sabe lo que está diciendo, amigo?

El rostro de Cliff se iluminó de ira.

—Sí, creo que sí, amigo.

El tipo parecía sinceramente preocupado.

—No, amigo, ¿sabe lo que esto significa?

Cliff avanzó un paso.

—Oye, quiero que te vayas de aquí ahora mismo. Mantente lejos de mí. Diles a tus amigos que tampoco se me acerquen. O te entregaré.

—Vamos, amigo…

—No tienes que preocuparte por nada si te mantienes apartado de mí. No repetiré nada de lo que me has dicho, pero no quiero que nadie, nadie en absoluto, vuelva a plantearme, ese tema.

—Amigo, no sabes lo que pides…

—Vete. —Cliff se volvió.

—Oh, amigo, oooh… —Las palabras sonaron casi como un canturreo: El obrero de transportes parecía trastornado como si llorara la pérdida de un amigo. Echó una última mirada herida a Cliff y se alejó despacio, dejando junto a la puerta el cargamento de tierra vegetal.

Cliff le observó alejarse; después, atravesó la puerta doble de Agronomía, y entró en las brillantes cuevas cuadradas de los invernaderos experimentales. Que otro se ocupara de la tierra que no había solicitado.

Para cuando hubo plantado los delicados brotes de la nueva cepa de arroz, eran las cinco de la tarde; Cliff se dio cuenta de que estaba hambriento. Ordenó sus cosas y fue al comedor que utilizaban los otros solteros y separados. Era un lugar lujoso en comparación con las instalaciones similares de la Tierra, con diferentes niveles, reservados e iluminación indirecta, y comida preparada soberbiamente aunque fuera servida en una barra de cafetería. Cliff comió solo, en una mesa para cuatro; el mantel y las velas, las paredes de terciopelo y brocado, la gruesa alfombra meticulosamente limpia, el techo de madera de pino rojo y la luz cálida, sólo sirvieron para recordarle a Cliff que se encontraba atrapado bajo tierra en un mundo extraño.

Después de la apresurada comida se fue al cubículo que compartía, y redactó unas cartas para que fueran enviadas por radioenlace a Myra y los niños. Habría hablado con ellos por vídeoenlace si hubiera podido permitírselo, pero los recursos de la familia eran limitados. Así que, con gran dolor, escribió las palabras que serían transmitidas en fragmentos, fragmentos que serían reagrupados en la unidad de fax del apartamento que Cliff y Myra poseían en El Cairo…

«Mi querida Myra. He realizado con éxito otro viaje de ida y vuelta a L-5. Allí han desarrollado una cepa de arroz de alto rendimiento que les ha dado buen resultado, y nosotros vamos a probarlo aquí. El viaje transcurrió sin incidentes, aunque debo admitir que después de tantos viajes como éste, sigo sin acostumbrarme a los cambios. Me siento solo como siempre. Te quiero y ruego para estar pronto con vosotros. Mi amor también para nuestro nuevo hijo, como sólo tú puedes darlo. Con todo mi amor, Clifford…»

Y en la segunda parte del mensaje:

«¡Hola, Brian y Susie! Tengo muestras de polvo lunar de muchos sitios, Brian, y también muchas rocas que he intercambiado con personas que han estado en otras partes de la Luna, algunas de las cuales puedes ver desde donde vives, cuando hay luna llena, aunque no puedas ver el lugar donde vivo ahora. Susie, cuando pueda venir a casa, que será pronto, te traeré un poco de seda lunar, que la hacen unos gusanos de seda que viven en la Luna y es diferente de todo lo que hay en la Tierra. Os quiero mucho a los dos, y no tardaremos tanto tiempo como parece en estar juntos de nuevo. Cuidad de vuestra madre. Os quiero. Papá».

Cliff Pulsó la tecla de envío y se recostó en la silla. Debería meterse en la cama. Sin duda estaba suficientemente cansado, si tenía que ser sincero consigo mismo. Tenía la piel gris, estirada como un pergamino desde los pómulos hasta la barbilla. Pero le había Prometido a Katrina que iría un rato a su fiesta. Y a decir verdad, cansado como estaba, no tenía sueño. Con tanto ir y venir entre Puntos extraños en el espacio, realmente ya no sabía qué hora era.

También le preocupaba otra cosa. Le preocupaba sentirse tan distante de su familia. Le preocupaba no poder pensar en el recién nacido con los sentimientos que un padre debería experimentar. Le preocupaba el estar permitiéndose ser algo más que simplemente cordial con Katrina… permitirse ser arrastrado. Probablemente sería mejor parar antes de empezar, pero…

Se levantó de la silla y entró en el pequeño cuarto de baño. Se salpicó la cara con agua, agua que cayó con lentitud y se aferró a su piel hasta que él la apartó con el secador de manos. Se miró al espejo. No se había molestado en afeitarse el último día de su largo viaje desde L-5. Tenía la piel pálida como la mayoría de habitantes de la Luna, quizá incluso un poco más gris, ya que a la piel blanca se sobreponía la melanina de varios años, producto de un profundo bronceado en el Sáhara descolorida ahora. No obstante, seguía siendo un apuesto hombre de treinta y cuatro años, delgado y con el pelo oscuro, de aspecto pulcro y movimientos precisos hasta el remilgo. Se entretuvo un buen rato con la máquina de afeitar, hasta que la piel le quedó reluciente.

Sacó del armario una chaqueta de plástico, se la puso y salió de la habitación.

Había que recorrer un largo trayecto en trolebús subterráneo para llegar al conjunto de antenas, donde vivían y trabajaban los astrónomos; Cliff efectuó el viaje en silenciosa contemplación. Casi antes de darse cuenta se encontró ante la puerta del apartamento de Katrina Balakian. Hizo una breve pausa, tomó aliento y llamó.

La puerta se abrió y apareció ella con una amplia sonrisa en los labios.

—Cliff. —Llevaba un vestido negro ceñido y corto, hasta medio muslo; un collar de aluminio y obsidiana descansaba sobre su pecho suave y bronceado artificialmente. Con sus largas uñas le cogió la crujiente manga y le hizo entrar.

Cliff se encontró en otra habitación iluminada con velas. Aquí las velas ardían con más brillo porque el aire era rico en oxígeno —el oxígeno era barato y el nitrógeno, caro—, pero una habitación iluminada con velas era tan sugerente aquí como en cualquier otra parte. Una botella de Luna Spumante se mantenía fresca en un cubo sobre el aparador, junto a sólo dos vasos.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Cliff.

—Es demasiado temprano para el grupo con el que salgo. Dame la chaqueta. —Ya estaba detrás de él, retirándosela de los hombros—. ¿Puedo servirte una copa?

—La verdad es que estoy bastante cansado… Esta noche será mejor que beba soda.

—Prueba esto. —Quitó el tapón a presión del vino espumoso—. Garantía de que no tendrás resaca. —Sirvió una copa y se la ofreció. Él vaciló aceptándola finalmente.

Animada, se sirvió ella, levantó su copa y la hizo chocar con la de Cliff.

—¿Lo ves? Se te puede convencer —dijo.

Él probó el vino, ácido y chispeante.

—Es bueno.

Cliff no estaba acostumbrado a esta bebida burbujeante. Sus hábitos eran sencillos, aunque tenía que admitir que no era del todo por elección suya. Se dio cuenta de que tenía la vista fija en los grandes ojos grises de Katrina.

Echó un vistazo al apartamento, el doble de grande que el que compartía él con otro soltero temporal. De las paredes colgaban grandes hologramas en color, de lugares donde ella había trabajado anteriormente. Había una buena fotografía de los cilindros gemelos de L-5, tomada a cinco kilómetros de distancia con una Tierra llena saliendo detrás de ellos; también había una fotografía del Conjunto de Abertura Sintética de las estepas de Khaaki.

¿Qué había hecho con las sillas? El único asiento al parecer era el sofá. «Realmente no debería estar aquí», pensó Cliff al sentarse.

Un momento más tarde Katrina se hallaba al lado de él casi rozándole la rodilla con la suya propia e inmovilizándole con aquellos ojos hipnóticos. Al parecer conocía muy bien su efecto.

—¿Has estado en L-5? —preguntó Cliff.

Ella sonrió y decidió interpretar su papel un poco más.

—Fue mi primera misión fuera de Novo Aktyubinsk. Ayudé a instalar las antenas ULB del espacio profundo. Y de alguna manera conseguí quedarme en el espacio.

—¿Las primeras antenas ULB? —Trató de parecer impresionado—. Debió de ser un reto, en aquellas condiciones. La estación ni siquiera estaba a medio construir, ¿no?

Ella le puso una mano sobre la rodilla.

—No hablemos de trabajo, Cliff. Gracias por venir.

—Bueno, gracias por invitarme —dijo él, sintiéndose torpe. Se movió para mirarla de frente, lo cual tuvo el efecto de convertir su rodilla en una barrera entre ellos. Katrina apartó los dedos con suavidad.

—Háblame de ti —dijo—. ¿Dices que has estado seis meses entrando y saliendo de aquí, y no nos habíamos encontrado nunca? Yo no he estado fuera tanto tiempo. ¿Cómo has conseguido evitarme?

—En realidad, no lo he hecho. Sinceramente, nunca te había visto.

La sonrisa de Katrina se hizo más amplia.

—Entonces, ¿tan fácil es pasarme por alto?

—Claro que no. Lo siento. La verdad, nunca sé qué decir. Quizá porque en realidad no sé qué hago aquí.

Ella no hizo caso de este comentario y bebió un sorbo de champaña.

—¿Echas mucho de menos la Tierra?

Él asintió.

—Echo de menos el Nilo… —Quería decir que echaba de menos a Myra y a sus hijos, pero por alguna razón esas sencillas palabras no le salieron—. El proyecto del Sáhara. Sólo por su escala…, pasarán uno o dos siglos antes de que podamos experimentar esa clase de renovación del paisaje en cualquier otra parte, excepto en la Tierra.

—Marte es un desierto tan grande como todo el suelo de la Tierra, y reclamarlo… Yo digo que allí es donde el hombre y la mujer socialistas ganarán su independencia. —Se echó a reír—. ¿Lo ves?, después de todo me has hecho hablar de trabajo. O de política, que es peor. —Bebió otro sorbo.

—¿Piensas trasladarte a Marte?

—Tal vez aquello me gustaría. Ya te he dicho que no soy aventurera, pero hay cosas que merecen una aventura. Ser astrónoma, sí. Aún más, ser algún día pionera de la ciencia en tierras nuevas. —Los ojos le brillaban a la luz de las velas—. Déjame decirte una cosa, Cliff: es difícil pertenecer siempre a la minoría. Como mujer, me refiero. No soy del tipo ama de casa. Tampoco soy una de tus monjas cristianas, pero la manera como los hombres importunan a las mujeres en estos sitios… esperan que elijamos a uno de ellos sólo para mantener alejados a los demás. —Se levantó rápidamente, un movimiento común en la poca gravedad, dejando el vaso detrás del sofá—. Lo siento, te estoy poniendo nervioso.

La mirada de Cliff había quedado cautivada al vislumbrar los muslos de Katrina, largos y firmes, bajo la falda.

—¿Por qué lo dices? —Carraspeó para aclararse la garganta.

Ella le miró.

—No eres el tipo de hombre al que le gusta que le digan que es difícil resistirse a él.

Cliff suspiró.

—Katrina, sabes muy bien que estoy…

—Que estás casado, que tienes hijos pequeños y que amas a tu familia. Sí, sí, ya me lo has dicho. Eso me gusta.

—Bien, mmm…, tú también eres muy atractiva, la verdad. Es decir…

Ella se le acercó y le hizo poner en pie, sin esfuerzo. Apoyó la cabeza en su hombro. Los senos de la joven rozaban el pecho de Cliff.

—Nada de complicaciones. Un día de estos yo me iré a Marte, y tú regresarás al Sáhara. Entretanto, podemos ser muy discretos. Y las largas noches no serán tan largas como serían.

—Oye, yo… —Cliff enrojeció—. Tus amigos estarán a punto de llegar.

Ella rio suavemente.

—Esta noche no hay amigos, Cliff. Tú eres el único.

—Pero has dicho…

—Tranquilízate, ¿quieres? Hablemos un minuto.

Él la cogió de los brazos y retrocedió.

—Creo que no tenemos nada de que hablar.

—Cliff…

—Lo siento. Lo siento de veras. Estoy enamorado de mi esposa, creo. Quiero decir que no es esto lo que siento, pero… Katrina, eres una mujer realmente hermosa. Lo único que ocurre es que no quiero complicarme la vida…, de la manera que tú sugieres.

Ella esbozó una amplia sonrisa.

—De acuerdo. Entiendo…, el mensaje. No te enfades. Siéntate, termínate la copa. Relájate. —Levantó ambas manos—. Mantendré las zarpas quietas.

—Creo que… Gracias de nuevo. Debo irme. —Cruzó la habitación y cogió la chaqueta de donde ella la había colgado.

Su sonrisa se desvaneció.

—¿Eres tan cándido como aparentas?

—Supongo que sí. —Cliff se dio cuenta de que todavía tenía la copa en la mano—. Lo siento, ¿podrías…? —Se la entregó; luego se puso torpemente la chaqueta—. Bueno, oye…

—Piérdete, ¿quieres?

Arrojó la copa al suelo con toda la fuerza, la suficiente para elevarse ella misma a uno o dos milímetros del suelo alfombrado. Gotitas de líquido salpicaron la habitación. La copa chocó despacio; intacta, rebotó en el aire.

Cuando la copa cayó suavemente al suelo, la puerta se cerraba tras de Cliff. Katrina se encogió de hombros y recogió la copa. En pocos minutos reordenó el apartamento; no quedó rastro de que hubiera tenido visita.

La mente de Cliff estaba tan confusa y llena de culpabilidad, mezclado todo ello con el deseo frustrado, que no se dio cuenta de que dos hombres le seguían hacia el corredor principal. Este sector se encontraba lejos de los bulliciosos pasillos de la base central. Los techos eran bajos, las paredes gruesas, y no había nadie cerca.

Cliff giró en otra esquina. Ellos también. Apretó el paso, hasta caminar lo más de prisa que podía sin correr realmente. Cuando les oyó avanzar a grandes zancadas hacia él, intentó correr.

Llegaron hasta él en cuestión de segundos. Estos hombres estaban acostumbrados a la Luna; sus movimientos eran rápidos y precisos, a diferencia de los torpes esfuerzos de Cliff por no perder el equilibrio. Uno de ellos le cogió por el cuello de la chaqueta y tiró de él. El otro le dio una fuerte patada en las corvas y Cliff cayó. El primero le tapó la cabeza con la chaqueta. Su forcejeo era débil, ineficaz; sus gritos aterrados quedaban amortiguados. Los hombres le arrastraron como un saco de patatas, y le llevaron tras las puertas de acero de una subestación de servicios públicos.

Al principio ninguno de ellos dijo una sola palabra. Empezaron a golpearle: uno mantenía inmovilizado a Cliff sujetándole los codos hacia atrás, mientras otro le daba puñetazos en el estómago. Cuando el primer hombre se cansó, cambiaron de lugar. Evitaron escrupulosamente golpearle en las zonas donde era probable que aparecieran cardenales.

Por fin, dejaron caer al suelo a Cliff. Éste permaneció inmóvil, sintiendo náuseas.

—La próxima vez que te pidamos que hagas algo para nosotros, no digas que no —dijo uno de ellos entre jadeos. Sacudió los brazos y los hombros, para relajar los músculos; estaba extenuado—. O será lo último que digas.

Entonces Cliff perdió el conocimiento. Pero la voz de su torturador le quedó grabada en la memoria.