8

Sparta subió con cautela la estrecha y maloliente escalera que conducía al apartamento de Blake Redfield, en la City de Londres. En el viaje desde Manhattan había tomado todas las precauciones para eludir la persecución, lo cual consistió en una pose de inocencia. No había intentado llamar a Blake, ni por intercomunicador personal ni por fonoenlace público. Había efectuado los preparativos del viaje con toda la discreción posible; después lo cambió todo en el último minuto, empleando dos días en un viaje que habría podido realizar en una tarde. Todo esto sería un juego de niños para la gente del comandante si la seguían, pero no se atrevía a probar nada más original.

Londres, a finales de verano, no era mejor que Manhattan. Ese día, el aire estaba muy saturado de humedad, pues había empezado a llover. Calada hasta los huesos, Sparta llamó a la puerta de Blake.

No obtuvo respuesta. Sparta escuchó, y después pasó la mano levemente sobre las jambas. La detuvo sobre el teclado alfanumérico de la anticuada cerradura magnética, analizando las pautas del campo. Al cabo de unos segundos, guiada por la intuición, había descifrado la larga combinación: CH3C6H2NO23246. Era muy característico de Blake, muy fácil de predecir y por lo tanto, muy estúpido por parte de él, era la fórmula química de la TNT, sin las subindicaciones, los paréntesis y las comas.

Los dedos de Sparta bailaron sobre el teclado. Vaciló antes de abrir la puerta. Blake no era estúpido, por supuesto. Blake era de los que avisarían a los visitantes inesperados y, en caso de que éstos ignoraran el aviso, les dejaría una pequeña tarjeta de visita. Un grano o dos de TNT o, más probablemente, nitroglicerina, ese tipo de cosa. Sparta acercó la nariz a la cerradura y olfateó.

No había rastro de ningún producto químico menos corriente que el aceite industrial. No había señales de que la puerta hubiera sido utilizada recientemente; bajo los infrarrojos, estaba más fría que el aire del ambiente.

Pero la última persona que había tocado el pomo de esta puerta no era Blake. Al inconfundible aroma picante de Blake se sobreponía el de alguien a quien Sparta no reconocía. Una mujer.

Quizá se tratase de su casera. Quienquiera que fuese, ahora no se encontraba dentro. Sus huellas estaban heladas —tenían más de una semana, dedujo Sparta—, y el persistente olor de perfume, que se filtraba por la rendija que formaba la puerta al no encajar bien en su antiguo marco, era rancio y tan débil, que sólo Sparta o alguien con su sensibilidad podía detectarlo. No obstante, Sparta se metió las manos en los bolsillos y extrajo un par de guantes de polímero muy finos y transparentes. Alguien había entrado en el piso de Blake desde la última vez que él había estado allí, y ese alguien podía regresar. Sparta no tenía intención de dejar huellas de su propia visita.

Empujó la puerta con suavidad y dio un paso atrás cuando se abrió. No hubo fuegos artificiales.

Atisbó con cautela en la sala de estar de Blake. Nunca había estado allí. Su ansiosa curiosidad amenazaba con echar a perder las precauciones, pero Sparta percibió la corriente de los cables de los sensores de presión debajo de la alfombra que cubría el suelo de roble barnizado y advirtió, montados en los rincones de las molduras del techo, los detectores de movimiento, invisibles para cualquier otra persona.

Sparta levantó los brazos para captar las pautas de las ondas. Por un instante su estómago ardió, y tres rápidos estallidos desarmaron las alarmas de Blake. Dejando su bolsa de viaje fuera, Sparta entró con cautela en la habitación.

A la izquierda había un mirador dividido por una columna, al que daba sombra un gran olmo. La fuerte lluvia hacía susurrar las hojas del olmo. La pálida luz verde de última hora de la tarde se filtraba a través de los cristales manchados de lluvia, y proporcionaba al interior del piso el aspecto líquido de un acuario.

Las paredes de la habitación estaban cubiertas de estanterías con libros; éstos se asemejaban a ladrillos irregulares colocados en vertical, y sus lomos parecían un espectro descolorido que iba del marrón rojizo al azul pizarra. Había álbumes de chips de libros recientes y libros más antiguos grabados en disco y en cinta, y un número impresionante de libros auténticos, de papel, tela y cuerpo, muchos de ellos desmenuzándose dentro de las fundas de plástico transparente, y otros en excelente estado.

Las partes de las paredes no cubiertas por estanterías con libros, estaban pintadas con esmalte de color crema y llenas de páginas de manuscritos enmarcadas, y de óleos europeos de principios del siglo XX.

Sparta recuperó su bolso de viaje y lo dejó dentro, cerrando la puerta con gran cuidado. Recorrió las silenciosas habitaciones. Blake vivía bien con los honorarios que recibía por su trabajo de asesor, por no mencionar los cuantiosos ingresos de un fondo fideicomisario; con ellos podía dar rienda suelta a su pasión de coleccionista, y a su afición a los muebles chinos y las telas orientales.

Los ojos de ella recorrieron superficies y texturas, sondeando las oscuras rendijas. Sus oídos escucharon más allá de la de frecuencia humana, por debajo del umbral de la perceptibilidad del ser humano. Su nariz olfateó para descubrir indicios de productos químicos. Si había algún engañabobos, o transmisores o receptores ocultos en la habitación, ella los descubriría.

Blake había dejado su apartamento al menos dos semanas Atrás, quizá mucho antes. No había señales de que las circunstancias de su partida fueran inusuales. Pero las huellas de aquella mujer visitante, presentes en todas partes, eran más recientes, aunque sólo por unos cuantos días; en ningún sitio las huellas de él se sobreponían a las de ella.

Miró en el dormitorio. La cama estaba hecha con sábanas limpias y el armario estaba lleno de trajes, camisas y zapatos de todo tipo, desde zapatillas de cuero negras hasta botas altas de lunares. Blake era presumido, pero Sparta no tenía manera de saber si faltaba algo en este amplio guardarropa. Observó que la mujer había registrado las cosas de Blake.

En el armario del cuarto de baño no faltaba nada: el cepillo de dientes estaba en su lugar, y también la afeitadora, y los estantes estaban llenos de desodorantes, cremas para después del afeitado y otros artículos.

También aquí había estado la mujer, después de haberse marchado Blake.

El frigorífico contenía un paquete de seis cervezas checoslovacas —la afición a la cerveza fría confirmaba que Blake, a fin de cuentas, era americano— pero no había huevos, leche, verdura u otros alimentos perecederos; sólo un poco de queso seco y un frasco de mostaza. La cocina estaba inmaculada. No había platos sucios en el fregadero. El conducto de reciclado no se había utilizado durante una semana. O bien Blake había planeado su partida, o bien alguien había limpiado después de marcharse él.

El porche trasero —en realidad, un pequeño rellano cerrado—. Había sido convertido en taller; a través de la única ventana, Sparta pudo ver una hilera de jardines traseros con muros de ladrillo, bien cuidados y de clase media. Filas de botellas de productos químicos, etiquetadas con pulcritud, revestían la pared junto a una mesa que no estaba precisamente pulcra; la superficie de ésta estaba llena de sobras de sustrato microelectrónico. Había rastros de numerosos compuestos con base de nitrógeno, y salpicaduras de metal solidificado sobre la superficie de trabajo, de fibra de carbono. Todos los restos estaban fríos.

En un rincón del pequeño taller, junto a un pequeño lavadero, se encontraban las tuberías de cobre del apartamento de Blake y las de los pisos de encima Y de debajo del suyo. Pero Blake no se lavaba la ropa aquí. El dispositivo redondo de metal fijado en el extremo del grifo era un ordenador principal, un supermicro más pequeño que el filtro de agua al que estaba incorporado. El ordenador procesaba la complejificación y descomplejificación de enzimas artificiales; el aparato se calentaba tanto cuanto funcionaba a pleno rendimiento, que necesitaba un flujo constante de refrigerante.

La visitante de Blake había hecho girar el grifo, y había jugado con el mando a distancia que había sobre el escritorio de Blake. Sparta se preguntó si había tenido acceso a la memoria del ordenador.

Sparta abrió el grifo del agua fría. Se quitó el guante de la mano derecha e introdujo sus púas en los accesos de la parte posterior del teclado. En una fracción de segundo había franqueado el competente sistema de seguridad del ordenador, y las entrañas informacionales de éste empezaron a rebosar, más rápido que la humeante agua que ya se vertía en la pila. Por una trampa que se soltó en el sistema de seguridad de Blake —y varias que todavía no lo habían hecho— Sparta supo que ningún intruso había logrado el acceso.

La pantalla plana se iluminó. Cualquiera que observara a Sparta habría visto a una mujer mirando hipnotizada un revoltillo de números sin sentido, letras y gráficos confusos que se repartían por toda la pantalla, pero ella no los veía; los datos entraban directamente en sus estructuras nerviosas.

El pequeño ordenador tenía tanta capacidad que ella tardó varios segundos, sólo para leer el directorio de los programas y archivos que guardaba. Había programas basados en los conocimientos para el análisis químico, algunos de ellos relacionados con gases venenosos, explosivos, corrosivos, incendiarios y cosas parecidas, y otros relacionados con el análisis de papeles y tintas. Había programas potentes para modelar las complejas interacciones de las ondas de choque, problemas tan complicados que demostraban que el interés de Blake por hacer explotar las cosas, era algo más que una afición malévola.

Los archivos más grandes eran bibliografías. A Sparta no le habría sorprendido que estuvieran reseñados allí todos los libros que se sabía que habían sido impresos en inglés durante los últimos trescientos años.

Pero un archivo minúsculo le llamó la atención. Su nombre era LÉEME.

Sparta sonrió. Blake conocía a Sparta como pocas personas. Una cosa que sabía de ella era que podía reventar cualquier ordenador casi sin esfuerzo, aunque no sabía cómo lo hacía y ella no tenía intención de decírselo. Estaba segura de que LÉEME iba dirigido a ella.

Sin embargo, LÉEME resultó ser ilegible. No es que fuera inaccesible, sino que no contenía nada excepto una lista de números aparentemente sin sentido. Los números estaban ordenados en grupos: 311, 314, 3222, 3325, 3447, 3519…,en total ciento dos grupos, ninguno de ellos de menos de tres números o de más de seis, y ninguno repetido. Los primeros grupos empezaban con el número 3, los siguientes con el 4 y así sucesivamente, en orden numérico creciente. Los últimos grupos comenzaban con el 10.

Sparta sonrió nuevamente. Reconoció lo que era aquella lista y al instante la introdujo en su propia memoria.

Así que Blake quería jugar al escondite. Volvió a ponerse el guante, desconectó el ordenador de Blake, y dejó el taller de éste tal como lo había encontrado. Se dirigió rápidamente, y en silencio, hacia la habitación principal del apartamento, moviéndose como una sombra en la oscuridad cada vez más profunda, sonriendo con satisfacción.

Fuera, la lluvia seguía tamborileando sobre las hojas del olmo. La luz era más verdosa.

Acercando la nariz a los libros de los estantes, Sparta pudo inhalar el olor residual de las manos que los habían tocado, de los aminoácidos y otros productos químicos que eran tan característicos de cada individuo como sus huellas dactilares. Sólo Blake había manipulado las fundas de plástico que los protegían; Blake y, en algunos casos, la mujer misteriosa.

La mujer sólo había manipulado unos cuantos libros. Había sacado algunos de aquí y de allá, aparentemente al azar; a diferencia de Sparta, era evidente que no tenía ni idea de lo que buscaba.

Sparta buscaba un libro concreto. Blake le había dejado un mensaje escondido en un libro, un libro que sabía que Sparta reconocería como único, de una manera que nadie más podría hacerlo. La lista de números que había en LÉEME era una clave de libro.

Había un libro que les había llevado a ambos a Puerto Hesperus, y les había servido para volver a presentarse: un ejemplar de la primera edición de Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence, una impresión privada y de un valor fabuloso. En los estantes de Blake no había ningún ejemplar de ninguna versión de Los siete pilares de la sabiduría, pero en el pasado habían compartido otros muchos libros, cuando ambos eran niños en SPARTA. Entre la colección de libros de los siglos diecinueve y veinte que poseía Blake —novelas, memorias, diarios de viaje, ensayos y cartas literarias—, uno de ellos resultaba una anomalía, una anomalía que sólo alguien que conociera íntimamente la colección de Blake, o que hubiera formado parte de SPARTA, reconocería.

Lo sacó del estante y lo miró. El ojo impreso en la cubierta la miró a su vez. A lo largo de los más de cien años pasados desde que había sido publicado, el rojo brillante de la cubierta se había transformado en rosa pálido, pero el título era visible claramente a través del plástico: Estados de ánimo. La teoría de las inteligencias múltiples, de Howard Gardner. Era la exposición de un psicólogo genial, de lo que él llamaba «una nueva teoría de las competencias intelectuales», y había influido en una gran manera en los padres de Sparta, cuando éstos concibieron el proyecto SPARTA.

Sparta sacó el libro de su funda de plástico, estudió la cubierta durante un momento y después, con cuidado, lo abrió. Sonrió al ver la dedicatoria. «Para Ellen». Era una Ellen diferente en un siglo diferente —una Ellen real, a diferencia de la Ellen Troy ficticia—, pero a ella no le cabía duda de que Blake quería que se lo tomara como cosa personal.

Sí, ahora se hallaba en el estado de ánimo apropiado.

Pasó al primer capítulo: «La idea de las inteligencias múltiples». Empezaba así: «Una joven pasa una hora con un examinador…» Sparta conocía bien el párrafo, una breve parábola de una joven cuyos talentos diversos se resumen en un sólo número, un C. I. La fuerza del argumento de Gardner y del programa que los padres de Sparta habían creado, era elevar el índice de C. I.

La primera página de este capítulo era la número tres del libro. Y la primera letra de la primera línea era una U. Era la letra a la que le había dirigido LÉEME. El primer grupo de números de LÉEME era 311, que significaban página 3, línea 1, letra 1. El siguiente grupo de números de LÉEME era 314; la enviaba a la cuarta letra de la misma línea, que era una J.

El siguiente grupo de LÉEME era 3222, que podía interpretarse como página 3, línea 2, letra 22, o también como página 3, línea 22, letra 2, o incluso como página 32, línea 2, letra 2. El aumento constante de los dígitos iniciales indicó a Sparta que Blake había utilizado la forma más sencilla de la clave, tomando cada letra de manera seriada. Así, el primer dígito o los dos primeros siempre serían el número de página, de la página 3 a la página 10. El segundo o los dos segundos serían la línea de la página, y el restante o los dos restantes indicarían la situación de la letra en la línea.

En este sistema había pocas probabilidades de ambigüedad, pero era una mala práctica, porque esa regularidad revelaba al instante la existencia de una clave en un libro, incluso a un criptoanalista aficionado. Si el mensaje oculto hubiera estado en lenguaje llano, la clave se habría resuelto en gran parte sin saber siquiera en qué libro se encontraba.

El mensaje no estaba en lenguaje llano. Cuando, al cabo de unos segundos de concentración y de pasar páginas, Sparta hubo descifrado el último grupo, 102749, el mensaje completo de 102 letras era éste:

uitrkcfkocbrefraakavagcqfncqstrpbraucqfncqstso

fycqitdusttifysdmtdpocuiraakgbtrefdhwhqabyfkpdoxqc

pmfdbrlarthpmolmxr

Sparta no se sorprendió. De hecho, era lo que esperaba. La invitación de Blake, escrita en inglés, para jugar al escondite, le había impuesto la condición de «jugar limpio». El lenguaje cifrado Playfair era uno de los más famosos de la historia.

Aunque un criptoanalista supiera que un mensaje estaba cifrado en Playfair, el texto era excesivamente difícil para descifrarlo sin la clave. Pero Sparta ya la tenía. La clave para conocer todo movimiento de Blake en este juego del escondite, era la experiencia común de ambos, compartida en SPARTA.

Con la clave sustituyó mentalmente un cuadro del alfabeto Playfair:

S P A R T

B C D E F

G H IJ K L

M N O A U

V W X Y Z

Rompió la cadena de las letras cifradas del libro, formando pares, y rápidamente realizó la transformación. El primer par de letras era ar. Ambas letras estaban en la misma línea y por tanto, no había más que hacer que sustituir cada una de éstas por la que tenía a su izquierda de modo que, la primera pareja de letras del mensaje de Blake, era PA.

Con el siguiente par debía procederse de la misma forma y por tanto el resultado fue RA.

El tercer par era kc; la línea del cuadrado que contenía la letra K, interceptaba a la columna que contenía la c: la letra que había en esta intersección era la H. La línea que contenía la C, interceptaba a la línea que contenía la K, y la letra resultante de dicha intersección era la E. La tercera pareja del mensaje era HE.

Los pares de letras de la clave que se encontraban en la misma columna, se sustituían por las letras que cada una tenía encima. Pronto, Sparta, tuvo el texto de Blake:

PA RA HE LE ND ES DE PA RI SX SI EN CU EN TR AS ES TO EN CU EN TR AM EZ EN LA FO RT AL EZ AB US CA ND OL AP RI ME RA DE CI NC OR EV EL AC IO NE SN EC ES IT AR AS UN GU YA.

Después de eliminar las letras de sobra, el mensaje decía: PARA HELEN DESDE PARÍS SI ENCUENTRAS ESTO ENCUÉNTRAME EN LA FORTALEZA BUSCANDO LA PRIMERA DE CINCO REVELACIONES NECESITARÁS UN GUYA.[2]

Sparta se rio con placer. Blake la estaba llevando a una alegre caza, y esta vez las pistas eran un poco menos obvias. Volvió a meter Estados de ánimo en su funda protectora y lo restituyó al estante. Se acurrucó en el gran sillón de cuero rojo de Blake y miró a través de la ventana la lluvia que caía, las hojas en perpetuo movimiento y las sombras que se formaban en las ramas del olmo, mientras reflexionaba acerca del enigma.

PARA HELEN DESDE PARÍS. ¿Por qué Helen en lugar de Ellen? Porque Helena de Troya era de Esparta… y París era su amante.

¿Dónde se encontraba esa FORTALEZA en la que se suponía que lo encontraría? Seguro que no en Troya, en la colina de Hissarlik cerca de los Dardanelos; dos siglos después de que Heinrich Schliermann devastara las ruinas de la antigua Troya dejando lo que habían hallado expuesto a las inclemencias del tiempo, las torres de Ilión se desmoronaron y se convirtieron en un informe montón de barro. Compartían así el destino de casi todos los asientos antiguos que los impacientes arqueólogos habían dejado desprotegidos en los siglos XIX y XX.

El mito de Troya no tenía nada que ver con esto. Blake no se aplicaba a sí mismo el nombre de París, sino que se refería a que se encontraba en París.

Como la Bastilla había sido destruida, la fortaleza de París, comenzada a finales del siglo doce, tenía que ser el Louvre. Blake estaba en el Louvre, buscando LA PRIMERA DE CINCO REVELACIONES. Sparta había oído hablar de la gente que buscaba revelaciones, o la ilustración, o lo que fuera, pero parecía extraño buscar cinco de ellas. ¿Y por orden?

Buscó con los ojos las antiguas Biblias que descansaban en un estante bajo de la librería de Blake. Al cabo de un momento se levantó de la silla y abrió uno de los pesados libros, pasando páginas hasta que encontró el Libro de la Revelación, capítulo cinco, versículo uno. En la traducción que había elegido, la Biblia de Jerusalén, el versículo decía: «Vi que en la mano derecha del que se sentaba en el trono había un rollo con escritura en el anverso y el reverso y que estaba sellado con siete sellos». Una nota a pie de página explicaba que el rollo era «un rollo de papiro en el que están escritos los mandatos de Dios, hasta ahora secretos». Parecía dudoso que Blake fuera tras los mandatos secretos de Dios, pero podía muy bien ser que estuviera buscando un papiro de la amplia colección de antigüedades egipcias del Louvre.

Pero si Blake se hallaba en París, trabajando en la colección egipcia del Louvre, ¿por qué ella necesitaría un GUYA para encontrarle? ¿Por qué estaba GUYA mal escrito?

Quizá en algún momento del proceso de Cambiar una letra por otra, contando tediosamente letras diminutas en un libro grande y anotando todos esos números, Blake había cometido un error. Pero el sistema Playfair hacía improbable una sustitución accidental en este caso, pues en el cuadrado alfabético basado en la palabra clave SPARTA, la letra y y la letra i no se encuentran en la misma línea o en la misma columna. Así pues, no podía haber confundido la una por la otra bajo ninguna de las reglas de transformación, que cambian el par ya por xr, como había descubierto Sparta, sino que habrían convertido el par ia en dx.

Así que, o bien Blake se estaba haciendo el listo, o bien le estaba diciendo algo. Ella sabía que no sería capaz de colocar la última pieza del rompecabezas en su sitio, si se quedaba allí sentada en el sillón. Sparta se levantó de un salto. Pasó tres minutos cerciorándose de que el apartamento de Blake quedaba exactamente tal como lo había encontrado; luego recogió su bolsa de viaje, volvió a instalar las alarmas y salió, apresurándose para coger el siguiente magneplano hacia París.

No tenía manera de saber que ya llevaba una semana de retraso.

Una semana antes de que Sparta abandonara Londres, Blake pasó la noche en un armario de París…

El amanecer se filtró por debajo de la puerta del armario con una débil luz grisácea. A través de la delgada madera, Blake oyó ruido de pasos y una maldición entre dientes. Bostezó y sacudió la cabeza con vigor. Hacía dos horas que estaba despierto, y antes había dormitado a intervalos entre las escobas y las bayetas. Tenía hambre y sueño, y estaba envarado. Deseaba tomar una taza de café bien cargado.

También estaba nervioso. Había esperado, hasta cierto punto, que Ellen apareciera y le sacara de este aprieto, pero al parecer tendría que pasarlo.

Abrió la puerta y salió con cuidado del armario, con un tubo de decapante, y un puñado de trapos y cepillos. Llevaba un largo guardapolvo azul lleno de manchas de pintura. Con la cabeza baja, jugando nerviosamente con la mano que sujetaba la lata de diluyente, se unió a los demás pintores y carpinteros que se dirigían hacia el almacén.

Era un lunes por la mañana; el Louvre estaba cerrado al público, sólo podían entrar los estudiosos, los obreros y el personal.

Bon matin, Monsieur Guy —alguien le dijo.

Matin —rezongó él.

No miró al hombre. Seguramente era el capataz con el que se habían «arreglado» las cosas, el hombre al que habían sobornado —chantajeado, o aterrorizado— para que no advirtiera que había un hombre de más en su equipo.

Los obreros bajaron la amplia escalera de piedra arenisca. Delante de él iban cinco hombres y mujeres, vestidos todos ellos como él, con batas azules. Les seguía un guardia de seguridad, un caballero de cabello gris, con un anticuado uniforme negro que brillaba a causa del prolongado uso. Cruzaron un resonante pasillo del sótano, continuando tres de ellos hacia salas donde montones de cuadros almacenados se cubrían de polvo. Blake y los otros entraron en una habitación larga y de techo bajo, equipada con antiguas bombillas incandescentes que ardían con luz amarilla debido a la baja corriente. En el centro de la habitación había hileras de pesados armarios de madera. De las deslucidas paredes colgaban descoloridas litografías de ruinas egipcias.

Tras unos minutos de refunfuñar y remolonear, los obreros iniciaron su tarea de eliminar de la madera tres siglos de barniz ennegrecido. Blake dejó que sus compañeros trabajaran lejos de él, en los distantes rincones oscuros de la sala de archivos.

El capataz no le hizo caso.

Transcurrió una hora, y Blake se fue quedando atrás. A nadie le preocupaba realmente el trabajo; nadie lo consideraba necesario. El gobierno había dado autorización, y algún burócrata se había ocupado de que llegaran los fondos, incluso hasta las criptas más profundas del Louvre.

Los otros concentraban su esfuerzo en el fondo de la habitación, y Blake permanecía en el suelo, medio oculto por las hileras de grandes armarios de roble. Blake alzó la mirada del sucio zócalo. El aburrido guardia de seguridad se encontraba en algún punto del pasillo.

Blake se arrastró por un pasadizo entre los armarios. Encontró el cajón que Lequeu había sugerido, el segundo de arriba. Lo abrió. Allí, apoyados sobre algodón, en unas bandejas de cartón que se desmenuzaban, sin otra protección, había una docena de rollos de papiro. Con toda la rapidez y el cuidado que pudo, desenrolló cada uno de ellos lo suficiente como para determinar si coincidían con la reproducción que conservaba en su memoria.

Ninguno lo hacía. Cerró aquel cajón y probó el siguiente. Abrió los cajones de todo el armario sin tener éxito.

Blake atisbó nervioso por encima del armario. Sus compañeros seguían haciéndole caso omiso. Se agachó de nuevo, y trató de decidir si probaba con el armario de la derecha o con el de la izquierda. ¿O acaso Lequeu se había confundido de pasillo? Era como preguntarse qué hacer con un número de teléfono equivocado: probablemente sólo había un dígito erróneo, pero ¿cuál?

Sin ninguna razón especial, Blake eligió el armario de la izquierda y empezó con el mismo cajón. Clavada en la tela al lado de uno de los rollos, el tercero a partir de la izquierda, había una anotación marchita hecha con plumilla de acero, que identificaba su procedencia: près de Heliopolis, 1799. Las esperanzas de Blake renacieron.

En 1801, el Ejército inglés, después de un asedio de tres años, al fin desembarcó tropas en la costa de Egipto y obligó a las fuerzas de Napoleón a rendirse. El Hombre del Destino había partido hacía tiempo, dejando entre las antiguas ruinas, las ruinas de su sueño de un nuevo imperio egipcio bajo la bandera de la Revolución Francesa. También dejó atrás el magnífico Instituto de Egipto, sus filas de estudiosos y su magnífica colección de antigüedades, reunidas en el curso de tres años de intensa adquisición en el valle del Nilo. Las condiciones de la rendición indicaban que los ingleses se quedaban con todo, incluida la joya de la corona, la entonces indescifrada Piedra de Rosetta.

Los franceses trataron de conservar la Piedra afirmando que era propiedad personal de su comandante, el general Menou, y no entraba en las condiciones de la rendición, pero los ingleses no quisieron saber nada. La Piedra de Rosetta, junto con el resto del botín, fue enviada al Museo Británico, donde todavía permanece, «un glorioso triunfo de las armas británicas», como expresó el comandante británico.

No obstante, los británicos, magnánimos, permitieron que los franceses conservaran fragmentos de piedra tallada y pintada, y muchos rollos antiguos. El destino de estos tesoros desechados, fue salir también de la tierra donde habían sido creados, algunos para ser exhibidos en esa acumulación de trofeos gloriosos que es el Louvre, y otros para languidecer en cajones en el sótano, sólo accesibles a determinados estudiosos y a las termitas.

Blake desenrolló con gran cuidado el frágil pergamino, e inmediatamente supo que había encontrado lo que buscaba. El rollo no habría llamado la atención a ningún investigador fortuito. Contenía unos dibujos geométricos, pero no se trataba de un texto de geometría. Había referencias a Ra, el dios del sol, pero no era un texto religioso. Había fragmentos de lo que seguramente eran historias de viaje, pero no era una obra de geografía.

El rollo estaba lleno de lagunas, y el texto que sobrevivía era un rompecabezas.

Sólo un miembro de los prophetae habría reconocido lo que era. Blake no era matemático o astrónomo profesional, pero tenía altamente desarrolladas sus inteligencias visual y espacial. Siguiendo la sugerencia de Catherine, había pasado sus horas libres estudiando mapas del cielo nocturno, y había deducido que la pirámide delineada en este rollo, si hubiera sido construida durante la era en que pintaron el papiro, habría señalado hacia una constelación del hemisferio sur del cielo, no muy por encima del horizonte, una región que los egipcios sólo podían haber visto a finales de verano.

Blake cogió el papiro de su lecho de tela, se abrió la bata, se levantó el fino jersey y deslizó el rollo en la bolsa de lona que llevaba bajo el brazo izquierdo. Se abrochó la bata, y después cerró el cajón. Volvió a su trabajo.

A las diez, los obreros se tomaron un descanso. Blake fue al lavabo que se encontraba en el pasillo, y cuya puerta era visible desde la puerta de la sala de papiros. El guardia no le prestó atención. Blake pasó de largo del lavabo, giró y subió la escalera sin hacer ruido.

Pasó por delante del armario en el que había estado toda la noche. Subió otro tramo de escaleras, cruzó suelos de madera, pasó por delante de esfinges pensativas y sarcófagos de piedra, por delante de estatuas de piedra caliza pintada, que representaban a escribas como aquél que había pintado, con su pincel untado de tinta negra, el rollo que él llevaba encima.

Entró en las galerías de altas ventanas del palacio y echó una mirada por encima del hombro hacia la gran escalinata, hacia Niké: la auténtica Niké de piedra desplegando sus pétreas alas, avanzando sobre un molde en fibra de vidrio, del trirreme que residía donde ella misma debería residir, en Samotracia.

La reja de hierro negra que impedía el paso a través de las altas puertas, llevaba la «N» imperial con la corona de laurel, pero la había colocado allí un Napoleón posterior, más burgués. Un guardia con bigote, que podía haber sido hermano del del sótano, estaba hablando por el intercomunicador: problema en famille.

—Abra, por favor. Tengo que coger una cosa de mi bicicleta.

El guarda le miró con irritación y siguió hablando mientras abría la verja de hierro. Las puertas principales ya estaban abiertas en esta húmeda mañana de verano. Blake las cruzó y se detuvo. Se volvió y miró al guarda, perplejo. Realmente no esperaba que fuera tan fácil; ¡podía irse de allí tranquilamente y nadie sabría jamás que faltaba algo!

Esto podía sentar muy bien a Lequeu y al resto de los Atanasios, pero no formaba parte del plan de Blake. Permaneció quieto un momento.

Después, le gritó al guardia que seguía hablando por el intercomunicador:

Toi! Stupide!

El guardia se giró enojado. Blake dejó que le viera bien y después le lanzó al cuello un dardo con tranquilizante con el arma en miniatura que llevaba atada a la muñeca derecha.

Se alejó rápidamente, dirigiéndose hacia las Tullerías. Al girar en la esquina y quedar fuera del alcance de la vista, se despojó de la bata y la arrojó a un cubo de basura.

Blake cruzó el río sin prisa. Dio un par de vueltas perezosas por St. Germain des Prés, antes de regresar a la calle Bonaparte y subir la escalera de las oficinas de Editions Lequeu. Llamó a la puerta dos veces, con brusquedad.

Entrez.

Blake hizo girar el pomo y entró. Lequeu le miró desde su escritorio, elegante como siempre con una camisa azul claro y pantalones de lino. Lequeu parecía distraído. Los ojos enfocaban algo fuera de la ventana.

—Lo tengo —dijo Blake.

—Fantástico —dijo Lequeu con indiferencia.

Blake se levantó la camisa manchada de sudor y sacó con gran cuidado el papiro de la bolsa. Lequeu no hizo ningún movimiento en dirección a él por lo que Blake avanzó y dejó el rollo sobre la mesa de Lequeu, con la actitud más ceremoniosa y correcta que pudo.

Lequeu lo miró durante un momento, y después conectó el intercomunicador.

—Catherine, ¿quieres venir, por favor? —Miró a Blake—. Ahora que pienso en ello, será mejor que me devuelvas el lanzador de dardos.

Blake se desató la pequeña arma de la muñeca y la dejó sobre la mesa. Lequeu la cogió y jugueteó con ella hasta que Catherine llegó. Ésta se dirigió directamente al escritorio. Blake se apartó y la observó.

Inclinada sobre el papiro, su silueta se perfilaba contra la difusa luz de las altas ventanas. Con destreza y precaución desenrolló los primeros centímetros del rollo. Levantó la vista hacia Lequeu.

—¿Puedes leerlo?

Él bajó los ojos y empezó a recitar:

—«Es el sumo deseo del faraón que este escriba ponga por escrito la conversación de los mensajeros de dios encubiertos… para honrarle. Por la mañana, mientras el calor de Ra estimulaba nuestros corazones, los mensajeros de dios encubiertos…, desde el hogar de Ra…, la cortés invitación del faraón llegó a su divina persona, aportando dádivas de oro y tela fina, y esencia y vino, en grandes jarras de vidrio transparente como el agua y duro como el basalto»… esta parte está bastante estropeada…, «la cortés invitación del faraón…, más allá de los pilares del firmamento. Y demostraron con muchas manifestaciones del arte del observador… estrellas guiadas por… viaje para honrar al faraón…», y así sucesivamente. Es el papiro auténtico —dijo Lequeu—. Toma, vete.

Sin decir nada, Catherine enrolló el papiro y salió rápidamente de la habitación. Blake sintió una punzada de alarma.

—¿Qué va a…? —empezó a decir, pero Lequeu le interrumpió.

—Estaba seguro de que mi fe en ti no era equivocada —dijo Lequeu, mirándole directamente por primera vez—. Pero nadie con tus numerosos campos de experiencia se habría equivocado, ¿verdad Monsieur Blake Redfield?

Al salir Catherine alguna otra persona había entrado en la habitación. Blake se volvió. Pierre, por supuesto, enorme e impasible. Había varias maniobras que Blake podía utilizar para resistirse a lo inevitable, pero le pareció mejor ahorrar su fuerza para cosas con más posibilidades.

—Es hora de que tengamos una larga charla, Blake, amigo mío —dijo Lequeu.

Blake se volvió a él y esbozó una amplia sonrisa.

—Claro.

Le hicieron bajar en el ascensor. Pierre le cogía del brazo; Lequeu se mantenía a distancia, cauteloso. Los contactos silbaron levemente al descender la máquina.

El sótano estaba vacío. Personal e «invitados» habían recibido la orden de encontrar algo que hacer durante el día.

Pierre condujo a Blake a su antiguo cubículo y lo empujó dentro bruscamente. La puerta se cerró dando un golpe detrás de él.

Blake conocía bien aquel lugar; lo había estudiado en detalle cuando vivía allí. Pero nunca había pensado que se vería de nuevo en él, y sabía que esta vez no saldría hasta que ellos decidieran permitírselo.