Dos semanas más tarde, tras un viaje rápido de quince días en un cúter de la Junta Espacial, Sparta viajaba en una lanzadera hacia la atmósfera de la Tierra. La nave espacial salió de su capa de ionización caliente y penetró en un cielo que parecía un salón de baile de color azul claro con el piso de mármol.
Sparta atisbó a través de la ventanilla de pasajeros. «Podrían decirse unas cuantas cosas de la Tierra», pensó. Era más grande que Puerto Hesperus y tenía más árboles, aunque había en ella menos espacio vital bueno per capita. Era más fresca que Venus y más cálida que la mayoría de lugares del sistema solar, y tenía un aire que se podía respirar… la mayor parte del tiempo. Pero a medida que la lanzadera descendía velozmente hacia la masa de nubes, éstas, que parecían mármol lechoso, cambiaron para adoptar la apariencia de nata montada flotando en café poco fuerte; la capa de smoq se elevaba con rapidez, impidiendo la visibilidad.
La insignia de Sparta y sus órdenes le permitieron pasar rápidamente por la aduana. En veinte minutos estuvo en un magneplano, cruzando los humeantes pantanos de Jersey camino de Manhattan. Sus torres brillaban en la oscuridad como la Ciudad Esmeralda.
Manhattan, en agosto, ponía a prueba el afecto que cualquier humano viajero del espacio sintiera por el mundo de origen. No es que la primera ciudad de Norteamérica fuera sucia o ineficaz; eso no habría sido más tolerado en el Manhattan del siglo veintiuno de lo que lo fue en el Disney World del siglo veinte. Era la estación del año, la latitud, el clima natural del lugar lo que lo convertía en un baño de vapor de finales de verano.
La civilización lo empeoraba: en la costa este de Norteamérica, igual que en todo el Globo, la contaminación del aire seguía siendo la misma que en el cuarto siglo de la revolución industrial, a pesar de la energía «limpia» procedente de los reactores de fusión, y las estaciones orbitantes de microondas solares. Muchas naciones pequeñas todavía dependían del carbón y el petróleo y, en todas partes, las chimeneas de las fábricas seguían arrojando carbono a la atmósfera. La luz del sol penetraba, pero el calor re-radiante de la Tierra quedaba atrapado; las temperaturas globales subían, en un invernadero planetario no diferente del que había derretido y agotado Venus mil millones de años antes.
Esta tarde no había mucha gente en las calles del centro de la ciudad; todo el mundo permanecía en el interior donde el clima era poco natural y la temperatura —tradicional por el verano en Manhattan— era casi glacial. Calcúlese la pérdida de energía de todo ese intercambio de calor, conviértase en su equivalente en carbono de desperdicio, y obsérvese el circuito de alimentación positivo: obsérvese a la Tierra tratando de imitar a Venus.
Sparta, que bajó fresca del magneplano gracias al aire acondicionado, estaba ya empapada de sudor y aturdida antes de cruzar las puertas giratorias, que daban al vestíbulo de mármol de las oficinas en la Tierra de la Central de Control de la Junta Espacial. Dentro, se estremeció involuntariamente. Sólo había estado una vez en este edificio —el antiguo edificio de las Naciones Unidas, que daba al East River—, el día en que el comandante la había enviado a Puerto Hesperus.
En aquella ocasión también había venido directamente de Newark, donde había estado trabajando clandestinamente en los muelles del puerto de lanzaderas, como agente de la rama A & I (aduana e inmigración). Aquella vez, cuando por fin había logrado encontrar al comandante, éste llevaba su uniforme de la marina y ella un mono de estibador. No había podido quitárselo hasta que estuvo camino de Venus. Pero esta vez ella llevaba uniforme de la marina, con la intención de encontrarse con él en igualdad de condiciones… aunque las axilas de la camisa de estambre azul mostraban manchas negras de sudor.
Subió en ascensor hasta la cuadragésima planta. Mostró su distintivo al sargento que estaba apostado ante la puerta del comandante.
—Troy. Vengo a ver al comandante.
—Está en la sala de deportes —dijo el sargento, una flaca mujer rusa con el cabello rubio—. Cuarenta y cuatro pisos más abajo. Pregunte en información.
—Esperaré aquí hasta que termine —dijo Sparta.
—Troy, ¿verdad? Tiene especial interés en verla, en cuanto llegue… «no importa lo que esté haciendo», ha dicho. —El sargento le sonrió. Era de esa clase de personas que disfrutan con los problemas de los demás—. Sería mejor que bajara, inspectora.
Cuando salió del ascensor, en el sótano, Sparta tuvo que detenerse un momento para calmar su estómago rebelde. El gimnasio subterráneo apestaba a sudor y hongos, y el aire estaba lleno de vapor en el que el frío del aire acondicionado se mezclaba con el calor de las saunas, de la piscina y de la sala de vapor.
El encargado del vestuario le señaló la dirección de la piscina. Sparta caminó por el corredor, pasando por delante de pistas de squash y de juego de pelota cuyas paredes de cristal rezumaban humedad condensada, y en las que hombres y mujeres se abalanzaban a las paredes, intentando mantener en el aire unas pequeñas pelotas de goma negra y azules. El pasillo enlosado giraba a la derecha y daba a la piscina.
Las paredes del fondo de la enorme habitación quedaban empañadas por el vapor; los pilares y terrazas de ésta estaban pavimentadas de modo opulento con mosaico azul y dorado. Cuerpos femeninos y masculinos, desnudos, chapoteaban en el agua azul química; sus voces resonaban reflejándose en las duras paredes. Sparta caminó con cuidado por el borde de la piscina, atisbando en la neblina. La luz doradoazulada era difusa, procedente de todas partes al mismo tiempo, y la visión aumentada de Sparta le resultaba inútil.
Oyó detrás de sí ruido de pasos producido por unos pies descalzos y mojados, y se volvió viendo a un salvavidas vestido sólo con una toalla blanca ceñida alrededor de la musculosa cintura.
—No puede quedarse aquí vestida, inspectora. El vestuario está fuera, a la derecha.
—¿Puede buscarme al comandante…?
—Nosotros no buscamos a la gente —dijo él, interrumpiéndola—. Fuera.
El gran vestuario se encontraba lleno de hombres y mujeres que se estaban poniendo o quitando la ropa, aprovechando la hora del almuerzo para hacer un poco de ejercicio en lugar de comer. Sparta encontró un armario desocupado. Su uniforme ya se había ablandado a causa del vapor, y los pliegues que con tanto cuidado había arreglado ya se habían rendido. Se quitó la ropa, la colgó, y reprogramó la cerradura del armario.
De nuevo en la piscina, se zambulló en el agua, desnuda igual que los demás pero consciente de su desnudez, a diferencia de ellos, aun cuando sabía que lo extraño de su cuerpo no era visible desde fuera. Nadó despacio en la niebla, manteniendo la nariz a uno o dos milímetros del agua, buscando al comandante. Recorrió toda la longitud de la piscina olímpica en el carril destinado a los que iban despacio, sin agotarse. Cuando se acercaba al otro extremo, vio los ojos azules del comandante brillar en la neblina. Tenía las manos unidas detrás de la cabeza, y los codos apoyados en el saliente que había en la orilla del agua, para no hundirse.
Sparta nadó hasta que estuvo a un metro de él, y después flotó chapoteando.
—Comandante.
—Troy, has tardado.
Su voz, de acento canadiense, era ronca casi como un susurro, y su rostro enjuto tenía más arrugas de lo que correspondía a sus años. La piel mostraba dos tonos caoba quemada en las muñecas y del cuello hacia arriba, y un bronceado rojizo en todas las demás partes que ella veía, incluso bajo el agua. Había estado utilizando lámparas de ultravioletas en un intento de igualar su color, pero era difícil disimular aquella quemadura que producía el espacio profundo.
—¿Qué voy a hacer contigo, Troy?
«Oh, oh —pensó ella—, parece que volveré a Newark, después de todo».
—Estoy aquí para averiguarlo, señor.
—No eres sincera conmigo.
—¿Señor?
—¿Crees que te dejé en Puerto Hesperus sólo para que cuidaras a un par de arqueólogos?
—No, porque la oficina de la Junta Espacial necesitaba personal.
—Me sorprende que creyeras esa excusa.
Sparta chapoteó hasta la pared y apoyó un codo en el saliente.
—Al parecer, tampoco usted es sincero conmigo, señor.
—Te envié a Puerto Hesperus para que investigaras el incidente del Star Queen. Para cuando tú terminaste, teníamos otro par de cadáveres, un barco naufragado, un agujero en la estación y uno de nuestros hombres convertido en vegetal humano. Después de todo el alboroto, pensé que era hora de que yo hiciera algunas investigaciones por mi cuenta. Sin que tú estuvieras por allí para editarme las fichas. —La miró de soslayo—. Uno de tus muchos talentos particulares.
Ella no dijo nada. Negar que con frecuencia había reescrito su biografía, adelantándose un poco a las comprobaciones de seguridad y otras averiguaciones, sería una tontería.
El comandante se pasó la mano por un mechón de pelo gris; en cada cabello relucía una perla de humedad condensada.
—De modo que me entrevisté con tus antiguos jefes, tus antiguos profesores en la escuela de comercio, de la escuela secundaria. Ninguno de ellos reconoció tu holograma.
—No fui una estudiante memorable.
—Pero algunos recuperaron la memoria cuando les mostré tus transcripciones. O al menos eso dijeron. Entonces lo intenté con tus padres.
—Murieron.
—Sí, eso dice el certificado de defunción. Fui a esa funeraria de Long Island. Nadie lo recordaba pero, claro está, también tenían archivos. Y las urnas están en el nicho.
—Las incineraciones son rutinarias, creo.
Sparta miraba fijamente el agua. Sus recuerdos eran diferentes de lo que fingía, pero no mucho: sus padres realmente habían sido incinerados, por decirlo de alguna manera, si lo que le habían contado a ella era la verdad.
—Encargué un análisis químico de las cenizas —dijo el comandante—. Algunas personas pedirían disculpas por ello, pero creo que entiendes por qué tuve que hacerlo.
—Podría decir que lo entiendo —dijo ella—, o podría decir que me irrita. —Pero no tanto, pensó, como cuando tuve que adquirir esas cenizas humanas auténticas—. ¿Efectuó toda esa investigación personalmente?
—En efecto. Me obligó a estar muchas horas fuera de la oficina.
—¿Puedo ver los resultados?
—¿Te detendría si te dijera que no? —Su arrugada cara se contrajo al esbozar una sonrisa de depredador—. En realidad, no tendrás acceso a mis resultados, porque no están en el sistema. Están aquí. —Se dio unos golpecitos en el cráneo.
Ninguno de los dos dijo nada durante medio minuto. Ambos parecían concentrados en el movimiento del agua, en los gruñidos y las salpicaduras de los nadadores que pasaban al lado de ellos, por los carriles contiguos.
—¿Has oído hablar alguna vez del proyecto SPARTA?
—Sí, he oído hablar de él —dijo Sparta—. Hace unos años leí algunas cosas acerca de ellos, cuando trabajaba en la Policía de inmigración.
—¿Qué sabes de SPARTA?
—Bueno, se trataba de un proyecto para la evaluación y el entrenamiento de los recursos de aptitud específica. Era un programa educativo que debía desarrollar inteligencias múltiples: lenguas, matemáticas, música, habilidades sociales, etcétera. En Puerto Hesperus conocí a un tipo que había estado en el proyecto.
—Blake Redfield.
—Eso es.
—El experto en libros antiguos.
—Exactamente.
—¿No habías conocido antes a Blake Redfield?
Sparta soltó el aliento, formando pequeñas ondas en el agua bajo la nariz.
—Tengo buena memoria, comandante…
—Una memoria extraordinaria —dijo él.
—… y sí, cuando le vi en Puerto Hesperus, supe que le había visto antes. Hace dos años intentó ligar conmigo en una esquina de la calle, aquí, en Manhattan. Me siguió un par de manzanas. Le perdí de vista.
—¿Qué ocurrió con SPARTA? —Oí decir que había desaparecido. Las personas que lo dirigían murieron en un accidente de aviación.
—Aproximadamente al mismo tiempo que el señor y la señora Troy de West Quoge, Nueva York, morían de un accidente de coche.
—No doy mucha importancia a las coincidencias sin sentido —dijo ella—. ¿Por qué me ha hecho venir hasta aquí, señor?
—Quería saber si eras una mujer real. De todos modos lo pareces. —Pareció estar examinándose los dedos de los pies, un metro y medio bajo el agua—. Está bien, esto es lo que quiero que hagas. Quiero que te sometas a un reconocimiento físico en la clínica de aquí. Ya lo he arreglado; sólo yo veré los resultados. Después quiero que te tomes Un poco de tiempo libre. Unos días de permiso. Vete adonde quieras. Me pondré en contacto contigo cuando te necesite.
—¿A cualquier parte?
—En la Tierra, quiero decir.
—Gracias. Con mi sueldo, daré una vuelta por la parte baja de Manhattan.
—Gastos pagados… dentro de lo razonable. Guarda las facturas.
—Lo haré.
—He pensado que quizá te gustaría estar con Blake Redfield en Londres.
—¿Por qué iba a querer hacerlo? —Le miró fijamente con la expresión más vacía de que fue capaz.
Unos ojos azul zafiro en un rostro de caoba ajada la miraban fijamente también.
—Porque creo que te gusta ese tipo, por eso.
Levantó las rodillas y se dio impulso empujándose con los pies contra la pared de la piscina; se alejó nadando con un estilo crowl muy poco elegante.
Ella le observó desaparecer en la neblina. ¿Qué pretendía con sus investigaciones particulares, con todas esas preguntas nada ingenuas referentes a Sparta y a Blake?
Ella se resiste a nuestra autoridad
William, es una niña
Él podía ser uno de ellos. Podía haber hecho que le encargaran a ella la investigación de lo del Star Queen; sin duda se había tratado de un montaje. Pero si sabía quién era ella, ¿por qué avisarla? ¿Por qué someterla a revisión? Si él sabía quién era ella, lo sabía todo.
O sea que no era uno de ellos, pero tal vez estuviera tras ellos. Podía sospechar que ella lo era. O que Blake lo era. O podía ser simplemente que sintiera curiosidad.
Sparta era una anomalía, de eso no cabía duda, a pesar de su intención de mantener un perfil de aptitudes bajo. Fuera lo que fuese lo que el comandante pensaba, Sparta estaba segura de que la seguirían allá adonde fuere, a pasar sus días de permiso.
Media hora más tarde, Sparta se presentó en la clínica de la trigésimo quinta planta. No sabía qué buscaba el comandante; ni ella misma sabía todo lo que debería tener que esconder. Pero estaba acostumbrada a los reconocimientos médicos.
Las clínicas le resultaban más amistosas de lo que habían sido en otro tiempo, un poco más civilizadas. Te inscribías en la ventanilla, tomabas asiento en la sala de espera y ojeabas el último Smithsonian en la videoplatina de sobremesa. Cuando te llamaban, pasabas veinte minutos yendo de una habitación a otra, sin quitarte nunca la ropa y sin que te pincharan nunca con una aguja, y después ya habías terminado. Para obtener los datos que tomaban sin producir ningún dolor, en el siglo anterior habría sido necesaria una semana de ultrajes y turbación en la Facultad de Medicina de Harvard.
Los técnicos seguían recogiendo diversos fluidos corporales para analizarlos, pero la mayoría de pruebas y de los tratamientos no implicaban grandes máquinas, ni medicamentos nauseabundos, ni inyecciones dolorosas o incisiones traumáticas. Los aparatos de diagnóstico, que pesaban toneladas cuando fueron inventados, ahora eran apenas más grandes que un sillón de dentista, gracias a superconductores de temperatura ambiente y magnetos de alto campo de densidad. Gracias a superordenadores miniaturizados, también eran altamente exactos.
En una habitación, un formador de imágenes magnético efectuaba un par de pases por tu cuerpo, mostrando en detalle las estructuras anatómicas, y revelando también las químicas internas. En otra habitación, una enfermera te entregaba un sabroso cóctel radioopaco; en cuestión de segundos penetraba en la corriente sanguínea y mostraba la fina estructura del sistema circulatorio —en todas partes, incluso en el cerebro— a unos rayos X estimulados procedentes de un tubo de radiación que el técnico pasaba por encima de ti. En una tercera habitación te servían otro cóctel; éste contenía una mezcla de isótopos unidos a enzimas adaptadas que, una vez en el interior del cuerpo, se agrupaban para esbozar el sistema nervioso antes de morir produciendo un estallido de radioemisiones. Podía determinarse la química de la sangre sin sacar una cantidad visible de sangre… pero aún tenías que orinar en un frasco.
Los superordenadores se ponían inmediatamente a trabajar con los datos, construyendo capas de imágenes de grano fino, columnas de números, curvas de gráficos; representaciones de estructuras, funciones y objetivos… y de patologías, si las había.
Las máquinas no podían ser engañadas por completo, pero algunas pruebas podían evitarse. A no ser que una persona se quejara de artritis, o padeciera algún otro problema específico, las yemas de los dedos no solían someterse a examen. Sparta nunca había mencionado sus púas hechas con un inserto de polímeros; si las descubrían, tenía preparada una historia acerca de una operación cosmética de precio reducido. Al fin y al cabo, estas púas se habían puesto de moda en ciertos círculos.
Además, Sparta poseía un grado de control sobre su metabolismo que habría asombrado a sus examinadores. Sabía convencerles de que era alérgica a las sondas químicas más sensibles, y en cuanto al resto, el truco consistía en comprender lo que los técnicos esperaban encontrar y dárselo, con la suficiente variación de la norma para persuadirles de que no estaban examinando un muñeco de prácticas.
No toda la anatomía no convencional de Sparta tenía que esconderse. Su ojo derecho era un macrozoom funcional, no debido a un cambio detectable en la estructura del propio ojo, sino a manipulaciones celulares del nervio óptico y la corteza de asociación visual. Su sentido analítico del olfato, su visión infrarroja, su oído templable se debían igualmente a un recableado neuronal, no a una reconstrucción que pudiera detectarse. Su memoria eidética sólo implicaba cambios en los transmisores neuroquimicos del hipocampo, que no eran accesibles a la diagnosis corriente.
Sólo sus habilidades con los números implicaban un cambio perceptible en la densidad del tejido del cerebro anterior. Una y otra vez, los fascinados médicos se habían convencido de que el bulto que había justo debajo de la frente de Sparta, a la derecha de donde los hindúes y los budistas sitúan el ojo del alma, era un tumor. Pero repetidas pruebas neurológicas no habían mostrado ningún efecto aparente sobre su percepción, los procesos superiores o la conducta, y el «tumor» no había experimentado ningún cambio en varios años; si se trataba de un tumor, evidentemente era benigno.
A una escala mayor, las láminas de estructuras poliméricas bajo el diafragma no podían ocultarse, sólo explicarse. El «accidente» que había sufrido a los dieciséis años servía para tal fin. Las láminas poliméricas eran sustituciones de tejido experimental, necesarias debido al trauma abdominal, y tenía cicatrices para demostrarlo. En el esternón llevaba una grapa, para unirle el pecho que había quedado destrozado. Las costillas y los brazos estaban ensartados con injertos de hueso artificial, de un tipo de cerámica experimental.
Al fin y al cabo, ¿quién habría pensado siquiera en preguntar si estas estructuras mal acabadas eran realmente baterías, un oscilador, unas antenas de microondas bipolares…?
Sparta sospechaba que la razón de que sus explicaciones fueran tan persuasivas, era que las personas que habían implantado los sistemas reales habían tenido buen cuidado de disfrazarlos. Ella había adoptado la historia que le había sido destinada, aunque no podía recordar haberla ensayado nunca.
Media hora después de haber entrado en la clínica, la abandonó. Habría podido tener los resultados al cabo de una hora, si el comandante no lo hubiera prohibido. Sparta no sabría si había logrado engañarles otra vez, a menos que él quisiera decírselo.
Tomó un anticuado tren subterráneo para ir hasta el apartamento que compartía con otras dos mujeres. Hacía meses que no había visto a ninguna de ellas, y pocas veces lo había hecho anteriormente. Cuando ella llegaba no se encontraban en casa. Apenas echaba un vistazo a la casa antes de irse directamente a su dormitorio. Estaba pulcro como lo había dejado, sin plantas, las paredes desnudas, la cama hecha; sólo una fina capa de polvo en todas las superficies duras y un pequeño montón de correo bajo la lámpara de lectura de su escritorio, insinuaban que había permanecido fuera durante meses. El correo era publicidad; arrojó todo el montón a la basura.
Cinco minutos más tarde había preparado nuevamente bolsa de viaje y abandonado el apartamento. No tenía ni idea de cuándo regresaría.
De nuevo se encontraba en la plataforma subterránea, ahogándose de calor, preparada para coger el autobús supersónico transatlántico para ir a Londres…
Quería ver a Blake. Pero no quería ver a Blake. Le gustaba Blake. Tenía miedo de Blake. Tal vez estaba enamorada de Blake.
Se odiaba a sí misma cuando se ponía así, cuando su cerebro no hacía más que pensar tonterías. Se hallaba en una situación difícil. Quería averiguar qué había sido de sus propios padres, y era posible que Blake hubiera descubierto algo. Quería vengarse por lo que le habían hecho a ella. También quería sobrevivir. Unos meses en Puerto Hesperus, siendo sólo policía, y su convicción había empezado a disolverse.
Quizás el comandante tenía razón. Quizá realmente necesitaba un descanso.
El antiguo tren subterráneo entró en la estación con gran ruido, brillante su pintura amarilla. Sparta entró en el limpio vagón. Estaba vacío salvo por una pareja joven vestida con elegancia; a juzgar por los lustrosos cuadernos de notas negros que sostenían sobre las rodillas, regresaban de sus clases en la Universidad de Nueva York.
O quizá la seguían a ella.
Sparta se sentó al lado de las puertas, al fondo del vagón. Se echó la chaqueta sobre los hombros y se puso a cavilar. El comandante la había acorralado. No tenía otra opción más que ir hacia Blake, descubrir lo que él tenía que decirle. Estar con él.