Repentinamente, «Guy» estaba en la calle otra vez. Le habían dado una tarjeta de identificación, y crédito suficiente para comprar ropa y alquilar una habitación. Incluso le tenían preparado Un empleo, como mensajero en bicicleta eléctrica. Se esperaba que se presentara a los grupos de discusión semanales, que se celebraban en la misma habitación del patio pero, aparte de eso, era libre.
Era una prueba, por supuesto. ¿Qué haría con su libertad? ¿Cuánto habían logrado atarle a ellos?
Blake convirtió a Guy en un aprendiz modelo. Imitaba el estilo de Pierre y llevaba una chaqueta negra de cuello alto y pantalones negros ceñidos. Vivía en una pequeña chambre de bonne, en Issy, e iba a trabajar cada día moviéndose veloz por las atestadas calles, en su bicicleta eléctrica, como una sombra negra silenciosa, salvo por los frecuentes bocinazos. Pasaba su tiempo libre en las librerías y museos, dedicándose a un nuevo pasatiempo. Siempre llegaba temprano a las discusiones semanales. Evitaba el contacto con nadie que no fuera de los Atanasios, personalmente o a través del fonoenlace.
En la primera reunión semanal, la cara de Salomé y la de Lokele le eran familiares, pero el resto eran extraños. No sabía qué se había hecho de sus otros compañeros, y le pareció que era mejor no preguntar.
—Hola, Guy —murmuró Catherine aquella misma noche; pero no le miró. Esperó a que él se sentara y después, ella, se sentó lejos. Cuando repitió esta conducta en la siguiente reunión, él le preguntó por qué le esquivaba.
—Ten paciencia —respondió ella—. Pronto te llamarán para una gran empresa —sonrió débilmente—, y si tienes éxito, te prometo que estaremos unidos para siempre…
Una noche, dos meses después de haber llegado a París, Blake entregó un paquete de medicamentos a una farmacia de la Decimosexta. El serio farmacéutico le dijo que esperara, entró un momento en su despacho y después salió con un sobre.
—Para ti.
Blake cogió el sobre sin hacer ningún comentario y esperó a abrirlo hasta que hubo recorrido unas cuantas manzanas. La nota decía: 5.00 horas, mañana por la mañana, La Ménagerie, Jardins des Plantes. Solo.
A finales de verano la luz penetra en París mucho antes de que salga el sol. Y el cielo, hacia el este, era de un verde manzana pálido tras la cúpula del Sacré Coeur. En el oeste, el borde de la luna llena iba descendiendo tras el oscuro follaje de los viejos y enormes árboles del Jardin des Plantes.
Las puertas de la Ménagerie estaban cerradas, pero cuando Blake encadenaba su bicicleta a la verja de hierro, vio que un hombre salía de la pequeña garita; a juzgar por su tamaño y su manera de andar, se trataba de Pierre. Las puertas se abrieron con un chirrido y Blake entró.
El zoo era pequeño y antiguo, construido por reyes en un romántico pasado; las jaulas eran de caprichoso hierro forjado, y las casas de los animales estaban construidas imitando cascotes y barro amontonado entre ramas de árbol disformes. El efecto tenía que ser primitivo, exótico. Edificios bajos de ladrillo con techumbres de tejas se alzaban a la sombra de grandes castaños y falsos plátanos.
Blake siguió a su tenebroso guía pasando por delante de una estatua de bronce de un joven negro en actitud de saltar, vestido como un indio, tocando la flauta de Pan para encantar una serpiente. La estatua llevaba la inscripción: «Age de Pierre». La Edad de Piedra. Quizás el taciturno Pierre había sido inspirado por ésta; sin duda el nombre le cuadraba. Pierre se detuvo al lado de la estatua y le entregó a Blake lo que parecía una bolsa de terciopelo.
—Ponte esto.
Era una capucha. Blake se la pasó torpemente por la cabeza y Pierre tiró de ella hacia abajo hasta los hombros. En la total oscuridad, Blake quedó sensibilizado al instante a los sonidos y olores del zoo. Cerca, unos pájaros chillaban formando una sobrecogedora cacofonía de granja y jungla. Felinos que gruñían acechaban en sus jaulas, esperando con impaciencia su comida de la mañana.
Blake pensó en la pantera de Rilke, entorpecida su voluntad tras mil rejas… y más allá de las rejas, ningún mundo.
Pierre cogió a Blake por el brazo y le hizo caminar. Blake pisaba con toda la audacia que podía. Caminaron un buen rato, en silencio. El camino de asfalto formaba una ligera pendiente, hacia abajo, hacia arriba, y otra vez hacia abajo. La temperatura del aire bajó cuando entraron en un bosquecillo. Blake notó una leve brisa. El camino era ahora de grava, y Blake pudo imaginar que se trataba de piedra caliza desmenuzada. Los olores de los animales se alejaron. Se olía a hierbas; reconoció el aroma de la salvia y el tomillo, pero el resto era como una bolsita de polvo aromático. Y un poco más tarde, percibió el fuerte perfume de los pinos mediterráneos.
—Entra.
Un coche eléctrico, aparcado en algún lugar… Blake entró, y el vehículo se puso en marcha con un suave murmullo, y se alejó a poca velocidad. El viaje duró quizá veinte minutos. Blake no sabía si Pierre seguía con él o no.
El coche se detuvo.
—Sal —Pierre aún estaba con él— baja. Escalera empinada. Sigue bajando hasta que yo te lo diga.
Los escalones eran de ladrillo o posiblemente de piedra, algo liso y frío. Pierre soltó el brazo de Blake, pero oyó el ruido de sus pasos cerca de él, detrás. Dos series de pasos resonaban en las paredes de un túnel, como si estuvieran descendiendo a una vieja estación de metro.
Al principio el aire era frío, pero después de unos cien escalones de esta aparentemente interminable escalera, Blake sintió que el aire se hacía más cálido. A lo lejos, una pesada puerta se cerró.
El calor era seco; el aire se hizo más caliente. Un susurro distante se convirtió en un suspiro firme, y después en un vibrante rugido. Blake siguió caminando a paso regular, pero de pronto dio un traspiés al dejar caer su peso sobre un suelo llano. Pierre no le había prevenido de que la escalera se terminaba.
Blake aguardó un momento, esperando notar la mano de Pierre en el brazo; pero no notó nada. El calor opresivo y el rugido como de alto horno, le habían impedido oír la silenciosa partida de Pierre.
Blake se quitó la capucha y la arrojó al suelo.
Se hallaba rodeado de una luz azulada, en la base de una torre redonda de cemento, grande como un silo. La parte más elevada resultaba invisible en la oscuridad de aquella altura. Detrás de él se encontraba la escalera por la que había bajado, un oscuro pasaje, infranqueable ahora a causa de una reja que lo cerraba.
El silo era un pozo de ventilación. Un viento cálido, procedente de arriba, soplaba hacia el enorme portal de piedra que tenía enfrente; a través de él, una luz anaranjada fluctuaba en una sala hipóstila, de columnas que formaban manojos de cañas de papiro. A ambos lados de la abertura se erguían grandes estatuas sentadas. Eran estatuas de estilo egipcio, pero cada una tenía tres cabezas de chacal: una fusión dieciochesca de Anubis y Cerbero, imaginativa, anacrónica, pero imponente.
A la débil luz azulada que se filtraba en el pozo, pudo descubrir unos jeroglíficos tallados en el dintel de piedra. Gracias a la habilidad que había adquirido recientemente para leer egipcio, reconoció que éstos no tenían ningún sentido o, como mucho, eran arcanos. Sin embargo, grabada debajo de los jeroglíficos, en el centro, había una inscripción en francés: Ne regardez pas en arrière. No mires atrás.
Avanzó lentamente. Mientras se acercaba al umbral, de las fauces de los chacales brotaron llamas, y una voz grave atronó haciendo temblar el aire:
—El que sigue esta ruta, solo y sin mirar atrás, quedará purificado por el fuego, por el agua y por el aire; y si puede dominar el miedo a la muerte, abandonará el seno de la tierra, verá la luz de nuevo y merecerá ser admitido en la sociedad de los más sabios y los más valientes.
Blake oyó esta solemne invocación medio temeroso y medio divertido; temeroso porque se preguntaba hasta dónde estaban dispuestos a ir los Atanasios para «purificarle», y divertido al ver que aquéllos tenían el humor de burlarse de sí mismos. Aquellos sentimientos y aquellas frases floridas, al igual que la arquitectura, estaban sacados de la época de la Ilustración.
Penetró ostentosamente en la sala de columnas. Sus pasos eran osados, pero tenía los nervios tensos.
El calor y el estruendo aumentaron. En el otro extremo de la sala había una entrada con una puerta doble de hierro forjado, cuya ornamentación era tan tupida que poco podía verse a través de los insterticios, salvo un fuerte y fluctuante resplandor anaranjado. Las puertas calientes olían a fragua; al irse acercando, Blake pudo descifrar una palabra grabada en los espacios vacíos del trabajo de hierro, radiante de una luz color naranja que, según se dio cuenta, era un muro distante de llamas: Tartarus.
Otro paso. Las puertas gimieron y se abrieron y Blake, olvidando su actitud, jadeó al ver lo que se le ofrecía a la vista. Tenía ante sí un enorme pozo cubierto por una cúpula, lleno de llamas. El suelo era un lago circular de fuego, de veinte metros de diámetro; en el centro del lago se erguía una estatua de bronce, la figura de un hombre con barba, en actitud de dar un paso, con las piernas separadas, el brazo izquierdo hacia adelante y el derecho levantado verticalmente. En cada puño sostenía un rayo. De los ojos y la boca le brotaban chorros de fuego; la cara mostraba una expresión horrible. Sin duda se trataba del dios Baal.
La inmensa cámara estaba llena de humo y llamas. Éstas lamían los muros de ladrillo, que se curvaban como los muros de un horno y se elevaban quince metros hasta una amplia galería circular. Oleadas de humo negro eran arrojadas al aire, más allá de un anillo de fuego que había en el borde de la galería; en el ápice de la cúpula, en lo alto, una chimenea aspiraba el humo y mantenía vivas las llamas.
Blake permaneció durante un largo minuto contemplando la escena. Después, las puertas de Tartarus chirriaron de nuevo y empezaron a cerrarse. Él se apresuró a cruzarlas.
El calor era mortal. Por el olor, Blake juzgó que las llamas eran alimentadas por queroseno altamente volátil. El aire caliente que le venía por la espalda administraba oxígeno sin cesar a la parte inferior del horno, y la mayor parte del calor era arrastrado a la cámara superior y salía por la chimenea; pero sabía que no podía permanecer mucho rato allí sin caer víctima del exceso de calor.
No había ningún camino en torno de las paredes, que eran un muro de fuego hasta el borde del lago encendido. No existía ningún puente para cruzar el lago. Ante él sólo había los seis anchos escalones de ladrillo que conducían a las llamas flotantes.
El tejido de plástico de la ropa de Blake ya se estaba reblandeciendo con el calor. Se la quitó.
Desnudo, bajó los dos primeros escalones. El fuego resultaba atroz. Sabía que no podía seguir. Retrocedió, corrió hacia adelante y saltó…
… tan alto y tan lejos como pudo, envolviendo con los brazos las piernas encogidas y escondiendo la cabeza. Saltó a las llamas como una bala de cañón.
El lago era profundo, y las salpicaduras que produjo al zambullirse desparramaron las llamas; inmediatamente salió a la superficie en busca de aire. Utilizando la técnica que, por necesidad, había sido utilizada por los marineros náufragos y los aviadores caídos, nadó a través del fuego: tomaba aliento y se sumergía, nadaba por debajo del agua, y apartaba el líquido encendido que flotaba cuando salía a la superficie para coger aire. Lo único que podía suponer era que no existía ninguna salida.
La luz debajo de la superficie era una danza fantástica de ondulantes sombras anaranjadas, apenas lo bastante brillantes para ver las paredes de ladrillo bajo el agua. Blake dio la vuelta completa al lago tan rápido como pudo, evitando agotarse, y se encontró de nuevo en el punto de partida; no había visto ni asomo de abertura en la pared, ni siquiera un desagüe.
Quedaba la isla del centro, el pedestal de la estatua del dios del fuego. Blake avanzó hacia allí, desdibujándose su cuerpo en la vacilante luz submarina, aspirando aire con fuerza cada vez que salía a la superficie. Al acercarse a la estatua, sintió una corriente ligera que subía hacia la superficie, y una corriente más fuerte que circulaba hacia ésta, un metro más abajo. Blake emergió otra vez. Unas tuberías colocadas en el borde del pedestal de ladrillo vertían agua limpia al lago, creando una zona de agua clara. Podía esperar allí y recuperar el aliento, aunque de la boca de la estatua, que escupía llamas, caían gotas de combustible ardiendo que le chamuscaban el pelo y le levantaban ampollas en los hombros.
Tomó aliento y se sumergió. A un metro de la superficie había unos desagües con rejas en la obra de ladrillo, suficientemente anchos como para pasar los hombros. Probó dos de las rejas, pero estaban fijadas con cemento. La tercera se abrió al tocarla.
Blake emergió detrás de la estatua, evitando la lluvia de fuego. Respiró hondo, pensando en lo que tenía que hacer.
Como mínimo, tendría que nadar diez metros por debajo del agua antes de llegar a la orilla del lago. Se preguntó si el desagüe sería lo bastante grande como para recorrerlo a nado, o si dentro estaría bloqueado u obstruido. Si nadaba hasta el borde y allí se encontraba con una barrera, ¿tendría fuerzas suficientes para regresar?
Blake echó una mirada en torno al horno encendido, ennegrecido de hollín por el humo de siglos. Miró más allá de la estatua de bronce, hacia arriba, hacia la bóveda alta como una catedral llena de humo aceitoso y llamas. Todo esto no había sido construido para ahogar a los posibles iniciados de un modo miserable, invisible. Si tenía que ser sacrificado, sin duda le esperaba algún final más espectacular. Con este razonamiento, se decidió.
Cuando la cabeza le zumbaba debido a la hiperventilación y tuvo los pulmones llenos de aire, se sumergió.
La corriente le arrastró hacia el desagüe. Se dio un fuerte golpe en la cabeza cuando el desagüe giró con brusquedad y se enderezó. Blake se aferró a los lados pero eran resbaladizos a causa de las algas. Ni siquiera podía utilizar los brazos, pues el tubo de ladrillo era demasiado estrecho. Agitó los pies como si fueran aletas y mantuvo las manos a los lados, siguiendo la corriente lo mejor que pudo. En algunos momentos se encontraba en la oscuridad total. Los pulmones le dolían de un modo insoportable, pero sabía que le quedaban aún largos minutos antes de que realmente le faltara el oxígeno. Sacó los dedos para seguirse por la pared del desagüe, con la esperanza de medir su avance.
Para su sorpresa, vio que se precipitaba a través del desagüe como un delfín en el mar. No había sido capaz de sentir la veloz corriente que le aspiraba hacia adelante, cada vez más deprisa. El agua se hizo más fresca…
… después fría, y después dolorosamente fría, casi helada. Los tobillos y las muñecas le palpitaban de dolor. Los dientes eran como piedras congeladas en la dolorida mandíbula.
Se golpeó un hombro con la pared al tropezar con otra curva de la tubería. Un torrente de burbujas le alcanzó. Proveniente desde lo alto se derramaba una luz azulada.
Fue expelido al aire, pero cayó de nuevo al agua fría.
Se hallaba en otro lago, éste de un helado azul. Irregulares muros viscosos de color blanco azulado le rodeaban, perdidas sus cimas en brillantes nubes de espesos vapores de condensación. La abertura de la fuente que le había arrojado fuera tenía la forma de una gran jarra de bronce, cogida por los brazos de otra estatua colosal: una náyade tallada en mármol, lo suficientemente más grande que el dios del fuego como para empapar a éste completamente: La Source.
Blake tenía tanto frío que no podía mantenerse quieto. Nadó de costado a gran velocidad alrededor de la base de la estatua, examinando su nueva prisión. No parecía haber ninguna manera de salir, salvo, posiblemente, escalar las paredes, y el final de éstas resultaba invisible en lo alto. Pero sabía que tenía que salir del agua antes de que se evaporaran las últimas fuerzas que le quedaban.
Nadó a un lado y se dio impulso para salir. Las paredes eran de cemento húmedo —las habían moldeado y pintado para que parecieran la cara de un glaciar— apenas más cálido que el hielo que imitaban. Pero había salientes y hendiduras, suficientes para permitirle trepar a las nubes.
Cuando empezaba a subir el falso peñasco, oyó un rugido tembloroso y el sonido de grandes motores que latían rítmicamente, lentos al principio, y después con un tempo creciente. Aquel sonido le recordaba algo, pero no podía situarlo. Después se dio cuenta de que se trataba del sonido de una anticuada máquina de vapor. La tecnología de esta cámara, la cámara de las aguas, era un siglo más avanzada que la tecnología de la cámara del fuego.
En el mismo momento recordó que las máquinas de vapor, al principio, eran utilizadas como bombas para aspirar el agua de las minas inundadas…
Un reguero de agua descendía a su lado por la pared. Se encontraba quizás a tres metros sobre la superficie del lago helado. Levantó la vista y le cayó a la cara una salpicadura de agua fría. Mientras se aferraba a la pared con una mano y se secaba el agua de los ojos con la otra, un gran chorro de agua que cayó de arriba le empapó. Levantó la vista otra vez, y vio torrentes de agua blanca que brotaban de la parte superior de todas las paredes. Apenas tuvo tiempo para agarrarse a una rendija, para apretarse con fuerza contra el muro. Después quedó empapado. El agua le golpeaba los hombros, le golpeaba la cabeza, le resonaba en el cerebro. Todo su peso dependía del brazo y puño derechos, y los dedos desnudos del pie izquierdo, que se aferraban a un pequeño saliente. Tenía que salir de la cascada de agua o abandonar y caer de nuevo al lago. Afianzándose para protegerse de las toneladas de agua que caían cada minuto palpó, a ciegas, en busca de otro punto donde aferrarse. Encontró un áspero nudo de cemento, y los dedos de los pies alcanzaron otro saliente. Con cuidado transfirió su peso al otro lado. El agua que caía era densa y cegadora. Repitió este cauteloso proceso, avanzando de lado otro medio metro. Los aguijonazos del agua sobre la cabeza y los hombros parecieron disminuir.
Otro lento paso lateral y se encontró en una niebla de gotitas de agua, que ya no absorbían la fuerza plena del derramadero. En los siguientes metros, sobre él, una especie de tejadillo de cemento cortaba la cascada de agua y la hacía caer a ambos lados. Blake miró a su alrededor y vio que caía agua por todas partes, agua que salía de las nubes de debajo del tejado. El lago era un caldero hirviente, glacial.
Aunque era extraño, su nivel permanecía constante. Blake sintió un escalofrío de respeto por los diseñadores del ingenioso sistema hidráulico de este laberinto, que funcionaba con la misma eficacia que siglos atrás, cuando fue construido.
Prosiguió su ascensión, cambiando de lugar, lentamente, los dedos de las manos y de los pies. Más de una vez se agarró con precariedad al cemento mojado, después de resbalarle el pie o de que sus dedos engarfiados amenazaran con soltarse. Después de media hora de ascender, temblando, se encontraba a veinte metros sobre el lago; incluso la enorme estatua central parecía diminuta y distante.
Se introdujo en la brillante neblina. Por todas partes había luz blanca que se filtraba a través de la niebla, pero él no podía ver más allá de su propio brazo. A tientas, llegó al final del cemento desnudo; el risco por el que había trepado acababa en un borde afilado como un cuchillo. Por encima de éste, una lisa lámina de agua se derramaba sobre el borde invisible del muro.
Palpó la pared por debajo del agua que caía. La mano derecha encontró una hendidura; metió la mano en ella y flexionó el brazo. La mano izquierda halló una protuberancia; se impulsó para izarse. El agua se derramaba profusamente sobre los brazos y los hombros de Blake. Casi nadaba en sentido vertical, un salmón gigantesco que iba contracorriente. Sus pies encontraban salientes muy pequeños, suficientes para poder apoyarse y elevarse hasta otro punto de agarre para las manos, una vez y otra y otra…
Después, repentinamente, se halló sobre el borde de las cascadas, tumbado. La fuerza del agua amenazaba con hacerle caer, pero buscó a tientas puntos donde afirmarse con las manos y los pies, y se fue arrastrando mientras el agua le envolvía y le penetraba en los ojos y la nariz.
Cesó el estruendo de las grandes bombas. El agua se escurrió velozmente. Blake se encontró tumbado en un canal de piedra erosionada a causa de estas inundaciones repentinas que había sufrido durante siglos. El canal recorría la circunferencia del recinto cilíndrico, bajo un techo saliente con grandes claraboyas que imbuían de luz la neblina. En lo alto, brillaba el sol.
Oyó un silbido que ascendía, y un sonido aflautado más bajo. Apareció el viento. La niebla se agitó y formó zarcillos en los que, por un momento, le pareció ver formas humanas. Se puso de pie. A ambos lados de la pared curvada había enormes tuberías de desagüe abiertas, de las que había brotado el agua. Ahora descargaban aire cálido. Este aire era como un bálsamo después del agua helada; pronto la piel de Blake estuvo seca, aunque el pelo le seguía goteando. La brillante niebla se desvaneció al fin.
El risco desnudo le había llevado cerca de la única salida de la cámara de las aguas, un túnel arqueado, lo bastante grande como para poder ponerse de pie. Blake entró en el túnel y trepó por la corta y abrupta pendiente. El camino era fácil a lo largo de unos cuantos metros. Después, terminaba bruscamente.
Había penetrado en la cámara de aire.
Había estado en el interior de las nubes, y ahora se hallaba sobre ellas. A diferencia de las otras habitaciones, ésta no tenía paredes salvo las que había inmediatamente a su lado, lisas y lustrosas, que se curvaban por debajo de él hacia la invisibilidad como el interior de una gigantesca campana de cristal. Unos pocos metros más abajo se extendía el paisaje de nubes: cirros y altocúmulos en movimiento, a todo lo ancho hasta un horizonte lejano. En el este, de ser el este auténtico, el sol había salido y enviaba rosados arroyos de luz que iluminaba las oscuras torres de cúmulo-nimbos.
La ilusión de espacio ilimitado era perfecta; la tecnología de esta cámara había dado un salto hasta principios del siglo veintiuno.
Un rayo atravesó un lejano nubarrón. Retumbó el trueno distante. El viento se hizo más fresco. Blake permaneció desnudo en el umbral de una puerta que daba a la tormenta, como el que se prepara para saltar desde el trampolín más alto. Se preguntó qué se esperaba de él ahora. A menos que alguna máquina voladora o algún gran pájaro se elevara a través de las nubes, no se le ocurría ninguna manera de avanzar.
El viento arreció. Le azotaba el cabello y lo hacía tambalear, empujándolo fuera del borde donde se hallaba. Se puso sobre las manos y las rodillas y retrocedió a gatas, de cara al viento. Era un viento fuerte y constante, tan constante como la ráfaga de un túnel gigantesco de aire.
Una vez, cuando Blake era pequeño y un huracán de finales de verano azotó Nueva York, le llevaron a la azotea del rascacielos para que sintiera los ochenta nudos del viento, protegido en los brazos de su padre. Este viento era más fuerte.
El paisaje de nubes siguió moviéndose con serenidad y majestuosamente; las nubes eran criaturas insustanciales de luz, a las que no afectaba la columna de aire material que ascendía a gran velocidad. Las palabras de la invocación resonaron en la mente de Blake: «… si puede dominar el miedo a la muerte, abandonará el seno de la Tierra…»
Entonces supo lo que se esperaba que él hiciera.
Gateó hacia atrás y se alejó del borde. Una vez más trató de convencerse de la cordura de sus anfitriones, o al menos de su sentido de lo práctico. Levantó los brazos y avanzó corriendo. Se zambulló desde el borde lo más lejos que pudo.
Lanzarse desde estas alturas no era una de sus aficiones. Se desplomó dando vueltas, golpeando en vano el aire con los brazos y las piernas. El viento le rugió en los oídos y las nubes se elevaban a su paso a una velocidad aterradora; en su caída atravesó una capa de cirros, descendió al azar hacia brumosos estratos, se vio a sí mismo ir a la deriva hacia los márgenes de una nube de tormenta en forma de hongo.
Sus instintos atléticos vinieron en su ayuda: extendió y curvó los brazos, y enderezó y separó las piernas. De pronto se encontró deslizándose como el gran pájaro que él había esperado que fuera a salvarle, aunque el rugido del viento le recordaba que su velocidad, a través del viento vertical, seguía siendo de más de cien nudos.
Escudriñó las nubes que había debajo. Ahora subían más despacio; pero todo era una ilusión. ¿Desde qué distancia había caído en realidad? ¿Cuánto faltaba para llegar al suelo? ¿Qué había allí abajo, además de las aletas giratorias de una turbina gigantesca?
Debajo de él, se abrió un gran cañón de nubes, de paredes negras de lluvia. Mientras descendía suavemente y penetraba en el cañón aéreo, vio lo que le parecieron pájaros volando en espiral en una corriente ascendente. Pero no eran formas de pájaro. Con un sobresalto se dio cuenta de que eran formas humanas. Se remontaban hacia él, con los brazos abiertos.
Se trataba de los iniciados que se habían ido antes que él. Se elevaban y se zambullían a su lado, sonriendo felices. Reconoció a Bruni, a Lokele, a Salomé, a Leo, a otros, que se precipitaban y daban vueltas en el aire, desnudos.
Blake se dio cuenta de que él también sonreía. A fin de cuentas, esto no estaba tan mal; de hecho, era divertido. Se dirigió hacia Lokele, que ascendía con rapidez. En el último momento Blake se desvió e intentó agarrarse a la mano que Lokele le tendía, pero calculó mal… y atravesó el cuerpo del hombre. Lokele siguió sonriendo.
Los voladores eran tan ilusorios como las nubes. Blake se recordó a sí mismo su situación auténtica. Estaba suspendido en un vasto túnel de viento. No sabía dónde se encontraban las paredes o el suelo, y no tenía ni idea de cómo iba a salir.
Otra figura desnuda se precipitó desde las nubes de arriba; esta vez no se trataba de un iniciado, sino de un adepto. Era Catherine. Volaba hacia él, sonriente, con las manos extendidas. Él observó su imagen, impasible, notando su realismo.
Ella le tocó la mano. Un roce palpable. Era auténticamente real. Sin dejar de sonreír, indicó a Blake con una seña que le siguiera. Giró y se zambulló en los flancos negros del nubarrón más cercano.
Él se zambulló tras ella. Mientras volaba en la nube, la lluvia le rozaba la piel y la luz se desvaneció. Un momento más tarde Blake chocó con una superficie ondulada que cedió bajo el peso de él como un seno enorme. Rebotó en el aire, pero el rugido del viento formó una hendidura y Blake cayó de nuevo sobre el tejido. Se dio cuenta de que estaba adherido a una enorme red de malla fina. En la oscuridad, gateó sobre sus blandos pliegues. Sintió bajo los pies unos cojines de aire más firmes, y después una superficie dura. El sonido del viento se desvaneció con el gemido agonizante de los grandes rotores.
Se hallaba en una virtual oscuridad, y los oídos aún le zumbaban debido al viento. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio la figura de Catherine al frente, delineada por una débil luz azul. Ella le hizo señas, y después giró sobre sí misma y se alejó.
Aguzando la vista, él la siguió. Cuando recuperó el oído fue consciente de otro sonido: el trémolo de una sola nota tocada al órgano.
Mientras caminaba, aparecieron puntos de luz en la oscuridad, infinitamente lejos, arriba y abajo y a cada lado. La superficie dura y lisa sobre la que caminaba era invisible, no producía ningún reflejo. La figura de Catherine, delante de él, era una silueta negra en contraste con las estrellas. La esfera celestial no era una profusión de estrellas al azar, sino un verdadero mapa del cielo; constelaciones del plano galáctico formaban un arco en lo alto, Vela, Crux, Centaurus…
La nota del órgano aumentó de volumen, se convirtió en un acorde que crecía, y era enfatizada por instrumentos de cuerda, de viento y de madera que palpitaban, siguiendo todos ellos la única nota dominante. El sonido llenaba todo el espacio, y era tan rico y dilatado que el pecho de Blake reverberaba como si se tratara del sonido prolongado del silbato de un barco.
De la distante oscuridad emergió una figura, vestida con una vaporosa túnica blanca, que avanzaba lentamente hacia ellos sobre un suelo formado por el espacio vacío. Detrás de ella aparecieron una docena de personas o más, con sencillas túnicas blancas, y detrás de ellas otras doce, y después otras cien.
La etérea sinfonía se convirtió en melodía. Blake sonrió al comprender el tópico y lo acertado de la elección; quizá tenían sentido del humor, al fin y al cabo. Se trataba del movimiento final de la Sinfonía número 3 de Saint-Saëns, la sinfonía de órgano: un himno gozoso, militante en su gozo. Las trompetas atronaban, el piano murmuraba como agua en movimiento, las cuerdas se encumbraban triunfantes.
El hombre de la túnica blanca, que encabezaba la procesión, hizo un gesto afirmativo a Catherine y pasó al lado de ésta; ella se unió a la fila que le seguía y le entregaron una túnica para cubrirse el cuerpo.
El hombre que iba en primer lugar era Lequeu. Se acercó y se detuvo. Sus ojos oscuros miraron a Blake con simpatía; una sonrisa se dibujaba en su refinada boca. Sin decir una sola palabra, levantó una túnica que llevaba doblada sobre el brazo y se la ofreció a Blake. Éste dio un paso al frente y dejó que Lequeu le colocara la túnica sobre los hombros.
—Bien venido, mi joven amigo —dijo entonces Lequeu. Alguien que estaba detrás de él le pasó un cáliz de bronce que ceñía una copa tallada en amatista, y se lo ofreció sosteniéndolo con ambas manos—. La poción de Mnemosyne. Para ayudarte a olvidar tu vida anterior. Aquí todo está bien.
Blake la cogió y se la bebió sin vacilar. No sabía más que a agua fresca.
—Bien venido al santuario de los iniciados, los satisfechos —anunció Lequeu, en voz alta para que lo oyeran todos; su voz rica era cálida y estaba llena de orgullo.
En lo alto estalló una estrella, inundando el espacio con una cascada de luz. En el fuerte resplandor que le sucedió, todas las demás estrellas desaparecieron. Cientos de voces rieron y lanzaron vítores, y Blake se sintió rodeado y palmeado por manos alentadoras. Cuando las luces aparecieron de nuevo, vio que se hallaban dentro de un modesto vestíbulo neoclásico más bien feo, cuyas paredes de piedra arenisca eran resaltadas sólo por unas columnas dóricas. Una cosa hacía del vestíbulo algo insólito: el fondo estaba dominado por la estatua de una Atenea con yelmo, entronizada, que se elevaba casi diez metros hasta el techo. Blake miró el gigante de bronce con momentánea confusión, antes de confirmar que el pedestal sobre el que se asentaba la diosa de la sabiduría, en realidad era un órgano. El siglo veintiuno había importado brevemente la Galaxia a este vestíbulo dieciochesco, pero la suprema tecnología del pasado conservaba su lugar.
Blake miró hacia los rostros sonrientes que se acercaban a él y le rodeaban. Ahí estaba el auténtico Leo, la auténtica Salomé, el auténtico Lokele, la auténtica Bruni, llenándole todos ellos de felicitaciones, sinceramente felices de verle; quizás, incluso, un poco locamente felices de verle. Alguien le puso un vaso de vino en la mano.
Sus sentidos ya zumbaban. El agua de la copa era algo más que agua, y algo más que alcohol había encendido su sistema nervioso. Sonrió eufóricamente a los que le sonreían eufóricamente a él. Sus compañeros de iniciación hablaban de los viejos tiempos. Los veteranos hablaban de tiempos más antiguos, relatando sus propias experiencias y lo que los archivos revelaban de los ritos de iniciación de la época en la que el palacio subterráneo de la sociedad secreta era nuevo. Blake dedujo que había hecho ni más ni menos lo que se esperaba de él; la preselección de la sociedad era muy concienzuda. Quedó fascinado por las leyendas de soluciones originales, las historias de errores drásticos.
El tiempo transcurrió en medio de una confusión. Blake retuvo el vago recuerdo de que se había encontrado con Catherine en una habitación a oscuras, sin nada entre ambos más que unas sábanas de hilo y después, nada en absoluto.
Posteriormente, Blake apenas recordaba haber llegado a entrar en el aire crepuscular del desierto Jardin des Plantes, cuyas puertas habían sido cerradas cuando él entró y estaban cerradas otra vez. ¿Cuántas horas, cuántos días había estado bajo tierra? Mucho menos podía recordar haber regresado a casa, a su habitación alquilada de Issy, en su bicicleta eléctrica. Sólo recordaba haber sido convocado al despacho de Lequeu cuando despertó de lo que debía de haber sido un largo sueño.
—Ah, Guy, qué bien que hayas sido tan rápido. Por favor, toma asiento.
Lequeu, elegante como nunca, con pantalones de lana grises y camisa de algodón a cuadros pequeños, estaba sentado en el borde de su escritorio, con la actitud informal de costumbre. Se llevó un dedo a la oreja y presionó levemente.
—Catherine, reúnete con nosotros, por favor.
Ella entró desde el despacho contiguo, formal con su falda de plástico verde que le llegaba al suelo. Llevaba un maletín grande y estrecho.
—Guy, todo iniciado tiene el honor de servir en aquel campo para el que esté más cualificado —prosiguió Lequeu—. Tú posees una combinación única de talentos (habilidad física, rapidez, e intrepidez, por supuesto, como todos nosotros), pero también estás dotado para las lenguas antiguas, como he tenido el privilegio de observar. El progreso que has realizado con los jeroglíficos es notable. Y también eres un excelente…, actor. —Lequeu hizo un gesto de desaprobación—. Lo digo como cumplido. Quiero que trabajes con Catherine y conmigo en uno de nuestros proyectos especiales.
—Claro, ¿cómo puedo ayudar? —dijo Blake.
—Hay miles de papiros en el sótano del Louvre que han sido vistos una o dos veces por los estudiosos pero nunca publicados —dijo Lequeu—. Algunos no aparecen en los catálogos de la expedición de Napoleón ni de ninguna otra expedición posterior. Algunos como éste —señaló la reproducción de un rollo de papiro que Catheríne había extraído del maletín—, son vitales para nuestra misión. Nuestra tarea consiste en localizarlos y trasladarlos a un lugar seguro.
—¿Trasladarlos? —preguntó Guy. Echó una mirada curiosa a la reproducción.
—Para salvarlos del moho y la podredumbre —respondió Lequeu—. Y para que puedan ser devueltos a sus legítimos herederos. Quiero que te familiarices con esta reproducción para que puedas reconocer el original cuando lo veas. Podemos darte una idea aproximada de dónde está situado, pero tendrás que encontrarlo tú mismo.
Blake se inclinó sobre el grabado que Catherine había extendido sobre la mesa. Consistía en numerosos dibujos triangulares junto con unas prolijas anotaciones.
—¿Qué se supone que es esto? Tiene toda la apariencia de ser las instrucciones para construir una pirámide.
—En parte estás en lo cierto —dijo Lequeu—. Las pirámides en realidad eran modelos de los cielos, y una de sus funciones era actuar como observatorios. Este papiro, al parecer, da instrucciones para construir una pirámide modelo, la cual podía ser utilizada para situar un lugar determinado en el firmamento egipcio.
—¿Qué lugar?
—No estamos seguros —dijo Catherine, hablando por primera vez—. Esta copia tiene muchos errores, pero si el original está intacto, podré reconstruir un mapa de las estrellas a partir de la información que contiene.
Blake la miró con curiosidad.
—¿Tú eres matemática?
Ella miró a Lequeu, quien sonrió levemente.
—Como he dicho, Guy, todos poseemos múltiples talentos.
Tú tendrás que practicar varios de los tuyos para localizar el original de este papiro.
—¿Y cuando lo encuentre? —preguntó Blake.
—Bueno, entonces —dijo Lequeu— lo robarás.
Blake apenas titubeó antes de asentir.
—Será un honor para mí ayudar de la manera que pueda, señor.
—Buen chico —dijo Lequeu, y comenzó a dar a Blake los detalles de cómo debía efectuarse el robo.
A la tarde siguiente, Blake cruzó el Pont des Arts vestido como un turista corriente, con intención de visitar el Louvre. Su propósito era explorar el lugar donde iba a desarrollar la misión que emprendería al cabo de pocas semanas. Dentro de la atestada antesala del famoso museo, se detuvo ante una cabina de información pública y efectuó una rápida transmisión a su casa de Londres. Tenía que ser rápido; el uso prolongado del ordenador de su hogar requería que se refrigerara su procesador central, y no había manera de poder hacerlo desde lejos.
La colección particular de Blake contenía un libro del que ayer había encontrado una copia en chip, en la Bibliothèque Nationale, De ella sacó una lista de números. Lo que transmitió a su ordenador fue esa lista.
Después pidió a su ordenador que enviara un faxgrama de una frase a Puerto Hesperus, con el código del remitente en clave: «Juguemos al escondite…»
Blake creía que había sido discreto. También suponía que ya no era vigilado por los Atanasios. Ambas suposiciones eran erróneas.