París, cuatro meses antes: tras el vidrio biselado de un escaparate con el marco de latón, la cálida luz acariciaba unos fragmentos amarillentos de papiro. El rollo egipcio desplegado sobre el terciopelo marrón estaba muy deteriorado, con los bordes desmenuzados y algunas mellas; pero una escritura hierática pintada en tinta de color negro brillante y rojo vino, fluía por él con gracia caligráfica. En sus bordes estaban pintadas miniaturas de músicos y bailarinas desnudas, estilizadas y vivaces a la vez.
Una tarjeta escrita a mano clavada en el terciopelo identificaba el rollo como una variante de la XII Dinastía de la Canción del arpista: «La vida es breve, oh hermosa Nefer. No te resistas, deja que aprovechemos la hora fugaz…» El papiro no era tan raro como suelen ser estas cosas, ni suficientemente inusual para un museo, pero sin duda era lo bastante especial para merecer el elevado precio que pedía el vendedor.
Era extraño, entonces, que el hombre que lo examinaba con tanta atención a través del cristal, no fuera uno de los turistas ricamente vestidos o los hombres de negocios con trajes de seda que paseaban por esta calle de galerías y salones de decoración en la tarde estival. No era uno de los estudiantes flacos y con cara de hambre de las cercanas escuelas técnicas y distantes aulas de la Sorbona; él tenía más hambre que ellos.
Tenía las mejillas hundidas bajo los altos pómulos de lo que en otro tiempo debía de haber sido un hermoso rostro euroasiático. Tenía la mandíbula cubierta de un vello oscuro, y su cabello negro, con matices castaño rojizos y brillante por la grasa, era de una extraña longitud, aunque no lo bastante largo para la coleta que le brotaba en la parte de atrás del sucio cuello. La camisa estaba hecha trizas y los pantalones de plástico eran demasiado ajustados y demasiado cortos, más parches mal pegados que tejido original, con agujeros donde no debía haberlos. Su grotesca figura —que se balanceaba sobre unos zapatos de tacón alto y empeine alto, su flaca cintura ceñida por una tira de tubo de neopreno amarillo— era la de un bufón astroso.
Al propietario de la «Librairie de l’Egypte» no parecía divertirle. Varias veces había levantado la vista de sus pedazos de piedra y rollo, sus estuches de escarabajos sagrados y amuletos, para encontrar los ojos de aquel tipo hambriento que le miraba fijamente, mientras hombres y mujeres bien vestidos, posiblemente clientes potenciales, miraban de soslayo, y pasaban con demasiada rapidez por delante de la puerta abierta de la tienda. Y esto había ocurrido cada noche, a esta hora, en los últimos tres días. El propietario decidió que ya era suficiente.
—Váyase —dijo—. Váyase de aquí.
El mendigo miró pomposamente a su alrededor.
—¿Esta acera es suya, mon cher?
—¿Quiere sentarse en ella? Vamos, circule. Rápido, rápido.
—Trou de balle, toi. —Reanudó su calmada inspección del papiro.
La carnosa cara del propietario enrojeció; apretó los puños. No dudaba de que podía hacer caer a ese tipo de sus ridículos tacones altos con una rápida bofetada, pero la expresión burlona del rostro del mendigo le detuvo. ¿Por qué arriesgarse a que le denunciaran? En cinco minutos, los flics se llevarían a este tipo al refugio de trabajo, sin decir nada.
Se volvió bruscamente y entró en su tienda cerrando la puerta tras de si. Llevó la mano al intercomunicador que tenía en el oído.
El vagabundo le observó y sonrió; luego, sus ojos oscuros miraron de soslayo a la mujer que había estado contemplando el espectáculo, desde la esquina de la rue Bonaparte. Habían contemplado el espectáculo dos días, ella y su amigo. Él era un tipo con cabello largo y chaqueta de plástico negro, con aspecto de encontrarse a gusto en un cuadrilátero de boxeo.
La gente que paseaba al atardecer llenaba la estrecha rue Jacob de lado a lado, como una marea de humanidad elegante. Aparte del ocasional balido de la bocina de algún vehículo, ningún ruido de tráfico interrumpía el suave murmullo, así que fue fácil oír la sirena de la Policía, cuando aún se encontraba a una manzana de distancia, abriéndose paso. Dentro de la «Librairie de l’Egypte», el propietario se apartó la mano de la oreja y miró con desprecio al mendigo.
Una mano le tocó en la manga; él se apartó de un salto y se tambaleó, haciendo una mueca y gruñendo:
—No me toque.
—No se asuste. No pasa nada.
Era la mujer. De cerca, su altura era impresionante. Tenía la cara bronceada y redonda, con los pómulos altos de los eslavos y los ojos grises almendrados bajo unas cejas invisiblemente finas. El pelo, rubio muy claro, lacio y suelto, le llegaba hasta la cintura; llevaba un vestido blanco de algodón. Era musculosa y tenía las piernas muy largas, y poseía una belleza voraz, realzada por unos labios que parecían hinchados de chuparse los incisivos ligeramente salidos.
—Podemos ayudarle.
—No necesito su…
—Podemos ayudarle.
—No necesito su…
—Casi están aquí. —Señaló con su redonda barbilla hacia la luz azul que se acercaba a toda velocidad por la calle de paredes estucadas y ventanas cerradas con persianas; la sirena de la Policía sonó otra vez, más cerca, impaciente con la multitud—. Podemos ayudarle mejor que ellos.
—¿Ah sí? ¿Cómo?
—Podemos darle de todo —dijo la mujer en voz baja; habló con urgencia y en tono íntimo, sólo para él—. Comida, un lugar donde vivir, amigos si los quiere… otras cosas. No tenga miedo.
Le tocó la manga, aferró el manchado tejido con las yemas incoloras de los dedos. Tiró con suavidad, y él dio un torpe paso al frente.
—No permita que se lo lleven —dijo ella—. Usted ha nacido para ser libre.
—¿Adónde vamos?
El compañero de la mujer, que hasta ahora había estado observándoles, inexpresivo, dijo:
—Conmigo. Quédese cerca.
Giraron y se introdujeron en la atestada calle. El hombre abría el camino y la mujer le seguía, sujetando el brazo del mendigo con más fuerza, los dedos sorprendentemente fuertes en torno al codo mientras le guiaba.
Cuando el coche de la Policía se detuvo enfrente de la Librairie de l’Egypte, una, multitud de curiosos lo rodeó de inmediato. Entretanto, a media manzana de allí, el fugitivo y sus salvadores penetraron en un patio, junto a la rue Bonaparte, y lo cruzaron presurosos para llegar a una puerta esmaltada en negro. Una placa de latón indicaba que se trataba de las oficinas de Editions Lequeu. El hombre la abrió empujándola y los tres entraron rápidamente.
El estrecho vestíbulo estaba pavimentado con mármol gris. A la derecha había una serie de altas puertas dobles, firmemente cerradas; en una, una tarjeta grabada en un pequeño marco de latón decía: «Société des Athanasians». A la izquierda, una escalera redondeada se curvaba en tomo al pozo de un ascensor, que permanecía abierto. Entraron en él, cerraron la reja y esperaron en silencio mientras la cabina de doscientos años de antigüedad, ascendía; cuando pasaba por cada planta canturreaba suavemente, sonando sus chirriantes contactos eléctricos como la llamada de una paloma.
—¿Dónde estamos? —preguntó el mendigo con irritación.
—Vamos al registro —respondió la mujer—. Después, le daremos algo de comer.
—Preferiría algo de beber —replicó él.
—Eso no nos importa. Primero déjenos darle de comer.
Se detuvieron en la planta superior. El hombre de la chaqueta negra abrió la reja y dejó que salieran los otros dos pasajeros; después cerró e hizo bajar el ascensor, cumplidas al parecer sus tareas.
La mujer condujo su carga hasta el final del pasillo, donde había una puerta abierta. Entraron en un despacho de techo elevado, revestido de estanterías con libros. Unas altas ventanas se abrían a un balcón; la torre de Saint Germain des Prés quedaba bellamente enmarcada por unas cortinas de encaje.
—Ah, aquí está nuestro estudiante.
El hombre se hallaba cómodamente apoyado en la esquina de un escritorio estilo imperio, balanceando un lustrado zapato en el extremo de una pierna vestida de pana. Tenía unos cincuenta años, estaba bronceado, y llevaba una elegante camisa de punto, blanca.
—¿Y cuál es su nombre?
La mujer respondió:
—Me temo que no hemos tenido tiempo de presentarnos.
El mendigo miró al hombre de hito en hito.
—¿Me llama usted, estudiante?
—Es usted estudiante de antigüedades egipcias, ¿no es cierto? Ha estado examinando los pobres objetos del escaparate de nuestro amigo Monsieur Bovinet con tanta pasión estas últimas tardes…
El mendigo parpadeó. Una expresión perpleja le cruzó el rostro, borrando la beligerancia.
—Tienen algo —murmuró.
—¿Le dicen algo, quizá?
—No sé leer esa escritura.
—Pero le gustaría saberlo —dijo el hombre mayor, confirmando lo que no se había dicho—. Porque usted cree que oculta algún secreto, algún secreto que podría salvar su vida, liberarle.
La expresión del mendigo se endureció.
—¿Qué sabe usted? No me conoce.
—Bueno… —La sonrisa del hombre fue seductora y muy fría—. Tiene razón, por supuesto —se echó hacia atrás y dio una palmada a las teclas de un ordenador—. No conocemos su nombre. Y si vamos a inscribirle, lo necesitaremos, ¿verdad?
El mendigo le miró fijamente con suspicacia. La mujer, cuya mano no había soltado el brazo del hombre, se acercó un poco a él, estimulándole.
—Soy Catherine. Éste es Monsieur Lequeu. ¿Cómo se llama usted?
Dijo abruptamente:
—Me llamo Guy.
—No se preocupe, Guy —dijo Lequeu—. Todo irá bien.
A diferencia de las tácticas de pesca con red que otros pescadores de hombres han empleado desde la antigüedad, Lequeu y los Atanasios eran sumamente selectivos. No les interesaba nadie con más de treinta años, nadie muy enfermo, nadie con alguna incapacidad física o mental aparente, ni nadie que hubiera llegado tan lejos con las drogas o la bebida que fuera probable que sufriera algún daño orgánico. No les interesaba el arrepentimiento, y apenas la necesidad. Los Atanasios hacían prosélitos no tanto como un pescador pesca, sino como un ranchero compra becerros. Si el negligente disfraz de Blake hubiera sido demasiado persuasivo, habrían podido pasarle por alto por completo, y Monsieur Bovinet, de la Librairie de l’Egypte, podría no haberse molestado en alertar a Lequeu antes de llamar a la Policía, movimiento que tuvo el efecto deseado de obligar a Blake a efectuar una elección rápida, o eso pensaban los Atanasios.
Lo primero que hicieron por él los salvadores de «Guy», después de alimentarle, darle un vaso de vino bastante bueno y acompañarle a una habitación del sótano de paredes de piedra caliza, con una cama, un armario y una muda de ropa, fue escoltarle hasta una clínica cercana para que se sometiera a un concienzudo reconocimiento médico. Los técnicos le trataron con esa especial arrogancia parisina a la que Blake tenía que acostumbrarse cada vez que visitaba París, pero rápidamente le declararon buey de primera clase.
Después vinieron largos días en los que fue huésped mimado de los Atanasios, días que pasó conociendo al personal y a sus compañeros, a quienes denominaban también «huéspedes». Había otros cinco invitados en los dormitorios del sótano: dos mujeres y tres hombres. Uno haría seis semanas que se encontraba allí, y otro sólo unos días. Blake dedujo que el sótano era una zona de estancia temporal; después de un cierto período de tiempo, uno era designado para cosas más grandes…, o volvía a las calles.
Cada huésped tenía un cubículo separado en el sótano de techo bajo. En un extremo del estrecho pasillo había una ducha y un retrete, y en el otro extremo, una cocina y un lavadero. Se invitaba a los huéspedes a que se ofrecieran voluntarios para ayudar a efectuar el trabajo. Al principio Blake se negó; quería ver qué pasaría si no trataba de congraciarse con ellos. Nadie pareció molestarse. Al comenzar la segunda semana, empezó a realizar su parte de trabajo en el lavadero. Esto también era aparentemente normal, y las únicas observaciones eran simples «gracias».
Las comidas se servían en la gran habitación de la planta baja, cuyas ventanas daban al patio. La comida era buena y sencilla: verduras, pan, pescado, huevos, de vez en cuando carne. La gente que trabajaba en los otros edificios que daban al patio se cercioraba de esta manera, con un simple vistazo al interior, de que los Atanasios atendían a su meritorio trabajo de alimentar al hambriento.
En la misma habitación cada mañana y cada tarde, después de lavar los platos, se desarrollaban «discusiones» dirigidas por miembros del personal; discusiones muy parecidas a las sesiones de terapia de grupo, excepto que el único propósito que indicaban era el de permitir que los huéspedes se conocieran. Blake no fue presionado para contar de si mismo más de lo que él quisiera.
Al principio, Catherine nunca estaba lejos de Blake, aunque el afable Lequeu había desaparecido de la vista. Blake contó a otros tres miembros del personal: el hombre corpulento que había efectuado su rescate de la Policía, que se llamaba Pierre, y otros dos hombres, Jacques y Jean, quienes, junto con Catherine, dirigían las discusiones o se sentaban para hacer compañía a uno o más de los huéspedes. Todos rozaban los treinta años. A Blake no le cabía duda de que todos ellos utilizaban nombres supuestos.
Quizá los huéspedes también lo hacían. Sin duda alguna «Guy» lo era.
Vincent era el que llevaba más tiempo allí; era austriaco, un autodenominado trovador que a duras penas se ganaba la vida tocando la guitarra clásica y el karroo de nueve cuerdas en diversos restaurantes del Quartier, cantando lo que creía que los dueños esperaban oír, pero especializado en las canciones folklóricas de los trabajadores que habían construido las grandes estaciones espaciales.
—Mi sueño es ir al espacio algún día —dijo Vincent—, pero las corporaciones no me llevarán.
—¿Has pedido plaza para los programas? —le preguntó alguien.
—Como he explicado, no me atrevo, por las cosas que hay en mi pasado…
—No lo sabemos, Vincent, no nos lo has contado.
Blake escuchó a Vincent hablar de sus sueños. Y Se dio cuenta de que era un seductor, tan bien acorazado detrás de su encanto que por mucho que se le hablara no se llegaría a él. Probablemente por eso se encontraba aún en la antesala del programa. Blake se preguntó cuánto tiempo más estaban dispuestos a darle los Atanasios.
Salomé procedía de una granja cerca de Verdún. Era una chica morena y fuerte que había tenido su primer hijo a los catorce años, se había casado a los dieciséis Y había tenido otros tres hijos, pero nunca había encontrado tiempo para la educación. Su madre tenía ahora a los niños; Salomé, veintiún años, se ganaba la vida en las calles de París.
—¿Cómo?
—Haciendo lo que tengo que hacer.
—¿Robas?
—Cuando tengo que hacerlo.
—¿Duermes con hombres?
—Sólo si me parece que es lo que tengo que hacer.
Y, soñando con entrar en el teatro, Salomé escribía una obra; tenía un manuscrito de páginas estropeadas que se ofreció a leerles. Su estilo inteligente y agresivo en la conversación, no se transmitía a las páginas. Nadie criticó su trabajo, pero con el transcurrir de los días Salomé describió un cambio en sus metas: de escribir obras de teatro (admitió que existía el impedimento de que no leía muy bien), a ayudar a difundir la obra benéfica de los Atanasios.
Salomé había llegado al programa sólo unos días antes que Blake. Éste no se sorprendió cuando, dos semanas después de que él llegara, ella se marchara; sabía que ya la habían ascendido.
—Admito que cuando os acercasteis a mí, hacía cuatro días que no comía. Estaba empezando a tener alucinaciones. —El que hablaba era Leo, un danés delgado y listo, un trotamundos y escritor de diario, que enviaba largas cartas radiadas a sus amigos de todo el mundo siempre que podía pagarlo, y que había llegado a París después de cruzar a pie el Norte de África.
—Debería preocuparme el hecho de que no estoy preocupado, pero ¿qué puedo hacer? —Ofreció a todos una radiante sonrisa.
Blake comprendió que Leo tenía un problema de ego; éste no era tan grande como él fingía que era, y Leo dependía absolutamente de que le rescataran sin cesar. Leo probablemente respondería pronto a los procesos del grupo, pero si era o no la clase de material que los Atanasios buscaban, aún estaba por ver. De todos los huéspedes, Leo era el único que no tenía una meta para el futuro. Sostenía que era feliz con su vida, tal como era.
Lokele era alto y musculoso, un negro del África Occidental al que habían traído a los suburbios de París cuando era niño. Sus padres habían muerto en la epidemia de gripe de 2075…
—Y entonces encontré a mucha, mucha gente agradable, pero nunca se quedaban el tiempo suficiente para poder conocerles —dijo, sonriendo—, así que empecé a pegarles para impedir que se fueran corriendo —hasta que al final acabó en un campo de rehabilitación después de haber sido condenado por robo y asalto. Los Atanasios le habían recogido una semana después de su liberación, tras una semana de búsqueda infructuosa de trabajo, cuando el hambre y la desesperación y la determinación de permanecer lejos del refugio de trabajo, le estaban tentando a robar otra vez.
Lokele estaba lleno de talento y destreza. Necesitaba educación. Necesitaba socialización. Su familia Y su cultura habían sido destruidas; la burocracia le había abandonado. Blake se preguntó si los Atanasios recogerían los pedazos y cómo lo harían.
Bruni era alemana, rubia y de anchos hombros. Durante los dos últimos años había vivido en Amsterdam porque el refugio de trabajo de allí implicaba poco o ningún trabajo, pero se cansó y se trasladó a París.
—¿Te gustaría contar a los demás huéspedes cómo te conocimos, Bruni?
—Aquel Proxeneta intentó forzarme a trabajar para él, pero me negué.
—¿Dijiste «No, gracias»?
—Le rompí el brazo.
—¿Y cuando sus corpulentos amigos intentaron ayudarle?
—Les rompí las rodillas. —Lo dijo sin humor, con los brazos cruzados y mirando al suelo fijamente.
De hecho, los Atanasios la habían arrancado de la Policía, la cual pensaba que estaba actuando contra un tumulto.
La ira de Bruni era frenada por un fiador de resorte y en las discusiones, a veces, explotaba soltando insultos y obscenidades. Pero estaba muy claro lo que Bruni quería; quería simple amor. Blake se preguntaba cómo iban a dárselo.
Y cuando le llegó el turno a Guy…
—Soy de Bayona, el País Vasco. Mis padres hablan la lengua antigua, pero yo no la aprendí. No estaba mucho en casa, porque vivía con el circo. —El circo, como reveló la posterior confesión, era un carnaval barato que trabajaba en el norte de España y, mientras estuvo con él, Guy aprendió muchas maneras de engañar—. Era muy bueno diciendo la buenaventura, pero me arrestaron por ello en Pamplona, y tuve que pasar una semana en su asquerosa cárcel antes de que me devolvieran aquí. —Sus aventuras después de la deportación, al ir desde la frontera hasta París, eran complicadas pero no interesantes, afirmó, pero expresó un confuso deseo, inspirado por el birlibirloque pseudo— egipcio de su adivinación del futuro… he de aprender la verdadera lengua de los antiguos egipcios. Porque he oído decir que los vascos son descendientes de una colonia de egipcios…
Ante esta seria declaración, todo el mundo hizo un educado gesto de asentimiento cortés.
En los pocos días que Blake había pasado en el País Vasco antes de regresar a París, había preparado esta historia, inventada con todo el cuidado que pudo. Si los Atanasios se molestaban en comprobarla, encontrarían que existía realmente un pequeño carnaval de mala fama, con un adivinador «egipcio» clandestino —Blake había tropezado con ellos en un viaje previo al continente— que en la actualidad se encontraba en Cataluña, si se había ajustado a su flexible itinerario. Blake esperaba que las negativas acerca de la existencia de Guy, por parte de los miembros del circo, serían tomadas por cualquier interrogador como convenientes lapsos de la memoria.
Blake participó en estas discusiones durante dos semanas, interpretando su papel con toda la habilidad de que fue capaz, observando a los demás interpretar los suyos respectivos, fijándose en las técnicas de Jean, Jacques y Catherine. Los líderes del grupo tenían sus agendas, y Blake estaba impresionado por la unidad de propósito de los tres, la habilidad que poseían para dar forma a los temperamentos y talentos eclécticos de los huéspedes hacia el conocimiento de una meta común: la meta que Jack Noble había definido a Blake un año atrás como «servicio».
Cada noche, después de la cena, había clases. Tres noches a la semana eran para el grupo entero, y uno de los líderes hablaba de los objetivos y los métodos de los Atanasios. El lenguaje era suave; el mensaje, radical como había sido durante siglos: los humanos eran perfectibles, el pecado no existía, la sociedad justa —«o Utopía, o Paraíso, como a veces la llamamos»— era una cuestión de inspiración y de voluntad. El hambre sería erradicada, la guerra era una pesadilla que se desvanecía, Lo que se necesitaba era Inspiración. Voluntad. Servicio. La recompensa era la Libertad. El éxtasis. La unidad. La luz. Estos principios estaban en la antigua sabiduría de muchas culturas, pero una era la más antigua…
Otras noches de la semana había instrucciones privadas, que se llevaban a cabo en el cubículo de cada huésped o en uno de los despachos vacíos de Editions Lequeu, en el piso de arriba. Durante la segunda semana que Blake permaneció allí, el propio Lequeu reapareció y se ofreció para enseñarle a leer jeroglíficos. Un ofrecimiento que quizá se hizo por curiosidad, y que pronto se convirtió en algo serio cuando Lequeu descubrió a un alumno preparado y dotado.
Trabajaban en una pequeña sala de conferencias, desplegando sobre una gastada mesa los hermosos códices coloreados a mano y las holorreproducciones de esculturas murales. Lequeu no sólo conocía los sonidos, las sílabas, los ideogramas, sino que hablaba la lengua. Pero previno a Blake de que nadie sabía cómo sonaba en realidad.
—Los últimos hablantes nativos del egipcio antiguo fueron los coptos, los cristianos de Egipto —dijo a Blake—. Mucho me temo que hacia finales del siglo diecinueve todos habían muerto. ¿Quién puede decir qué transformaciones había sufrido ya su lengua?
Bajo la tutela de Lequeu, Blake pronto aprendió los sonidos de los textos en jeroglíficos, en la correspondiente escritura hierática, y en la posterior demótica.
—Guy, tiene usted talento —dijo, sonriendo—, y quizá pronto encontrará en los textos los secretos que místicamente ha adivinado que deben de existir allí.
Lequeu le decepcionó sólo en una cosa:
—Lo lamento, pero no existe ninguna conexión entre los egipcios y los vascos; sus antepasados llevaban viviendo en los Pirineos diez mil años, o tal vez más, antes de que se alzara la primera pirámide junto al Nilo.
Así, los Atanasios enredaron a Guy y a los otros en una red de dependencias: comida, ropa, refugio, amistad, trabajo cooperativo, la suave eliminación de las defensas del ego, la sutil sustitución de una meta común. No descuidaban nada. Antes de que Lequeu iniciara sus lecciones de jeroglíficos, las veladas de Blake habían sido administradas por Catherine; hacía sólo una semana que se encontraba allí cuando ella le anunció que la clase de la noche se celebraría en el cubículo de Blake. No llevó ningún libro.
La lámpara amarilla de lectura, junto a la litera, daba relieve a los bloques de piedra caliza en bruto que formaban la pared exterior del sótano. El cabello de Catherine brillaba bajo aquella luz; su ajustado vestido le moldeaba la bien formada figura, hasta que empezó a quitárselo.
Blake no pudo fingir aversión, ni siquiera sorpresa. Pero cuando los ojos grises de Catherine y sus gruesos labios descendieron hacia él, cuando el frío y experto cuerpo de ella se unió al suyo, Blake sintió un escalofrío de rabia que se convirtió en tristeza. Él amaba a otra mujer, que le apreciaba profundamente, pero que nunca le había permitido nada más que un beso de niño.
Al cabo de tres semanas de permanecer como huésped de los Atanasios, Catherine dijo a Guy que le habían elegido para aprender los misterios más profundos.