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Surgió de la oscuridad como un remolino, una rueda catalina de sombra, no fuego, y con ella las voces:

Ella podría ser la mejor de nosotros

Se resiste a nuestra autoridad

William, es una niña

Resistirse a nosotros es resistirse al Conocimiento

Mientras la rueda giraba, las voces reverberaban en sí mismas, aumentando hasta convertirse en alarido. El corazón de Sparta latía con violencia, sacudiéndole las costillas y el colchón sobre el que se encontraba.

Tenía la cara aplastada contra la almohada; abrió un ojo. Un hedor extraño le llenó la nariz, el olor de una verdura fresca que se estaba agriando y que se convirtió en el olor de un gato.

Pedazos de curva negra, pedazos de látigo negro,

pedazos de mancha negra, moviéndose y cambiando…

un tigre moviéndose a través de la alta hierba.

Se incorporó, aterrorizada, Y abrió la boca para gritar; luego ahogó el grito no articulado. Tenía la piel viscosa de sudor. El corazón le traqueteaba como una bomba seca.

Recuperó el control de la respiración: el pulso disminuyó. La visión del ojo derecho dejó de desenfocar y enfocar, y la rueda catalina que giraba se deshizo. Luego, el hedor imaginario desapareció, y quedaron con Sparta los olores conocidos de la cabina. Por encima del olor, que llenaba toda la estación espacial, a herrumbre, aceite lubricante y sudor humano, se percibía el perfume de ceriflores.

La ceriflor, un pompón de estrellas aterciopeladas de color rosa, emitía su olor sólo por la noche. La noche aquí era arbitraria, pero para Sparta ahora era mitad de la noche. La enredadera de ceriflores se adhería al techo formando espesos verticilos, producto de la poda ingrávida por la que era famoso Puerto Hesperus; la enredadera había crecido en microgravedad bajo una fuente de luz programada y en constante movimiento.

En su cabina del anillo A, el peso de la enredadera y el de Sparta eran los normales en la Tierra. Si el corazón de Puerto Hesperus era un jardín fantástico, el resto de la estación espacial poseía el mismo encanto que un acorazado. El anillo principal A, sobre la esfera del jardín, albergaba a la mayor parte de los trabajadores de mantenimiento de la estación, operarios del muelle, controladores del tráfico interplanetario, y demás personal de servicio. El alojamiento temporal de Sparta se encontraba en el Cuartel de Oficiales Visitantes de los barracones de la patrulla. Salvo si surgía otra emergencia como la que la había llevado a la superficie de Venus, esta noche sería la última que pasaba en la triste habitación de plástico y acero.

Al pensar en eso se dio cuenta de otra cosa que con frecuencia había acudido a su mente en los últimos meses. Echaba de menos a Blake Redfield, le echaba de menos con algo que rozaba la obsesión, le echaba de menos más aún porque hacia tanto tiempo que no tenía noticias suyas. Y después, un mensaje trivial, sin firmar y sin asomo de afecto: «Juguemos al escondite otra vez».

Exhausta, pero sin esperanzas de poder dormir, Sparta apartó la sábana y salió de la cama. Algo había ocurrido: la pesadilla no había surgido de la nada. Por un momento, permaneció quieta en el centro de la habitación y escuchó…

La vibración de las paredes de acero le trajo el zumbido eléctrico, el chillido metálico, la sumersión y succión hidráulica de la estación que giraba sin parar; su oído interno filtró fácilmente estos sonidos para recuperar las toses humanas, los gemidos y las risas, las voces alzadas con pesar o con entusiasmo. La vida en Puerto Hesperus transcurría con normalidad. La mayoría de los trabajadores que se alojaban en el sector de Sparta estaban profundamente dormidos; sus turnos de día no comenzaban hasta tres horas más tarde. El resto se encontraba trabajando con la eficiencia de siempre.

Arriba, muy cerca, los controladores de las cosmonaves, en la cúpula de control de tráfico, seguían la pista a los cientos de pequeños satélites robot y naves que llenaban el espacio circundante. Sólo un buque interplanetario se hallaba cerca, un cúter de la Junta Espacial que en seis horas debía alcanzar el perímetro de radiación. A bordo iba el remplazo de Sparta, y ella misma estaría a bordo cuando éste regresara a la Tierra.

En el otro extremo de la estación, a dos kilómetros de distancia —el extremo que siempre señalaba hacia abajo, directamente hacia el centro de Venus— la Corporación Minera Ishtar y la Empresa Minera para la Prosperidad Mutua Dragón Azul, estaban ocupadas trabajando como de costumbre. Estas compañías rivales eran la base económica de la estación, su razón de ser. Veinticuatro horas al día enviaban y recibían las grandes lanzaderas con minerales, y dirigían los enjambres de insectos metálicos que exploraban la superficie de Venus en busca de metales preciosos.

Sparta siguió escuchando…

No oyó a nadie en el corredor de la cabina. Pasando su corteza visual a infrarrojos, examinó la oscuridad del apartamento inferior. No vio más que los circuitos de pared encendidos; ningún ser vivo había pasado por allí durante la última hora.

Sus sentidos químicos no le informaban de nada fuera de lo corriente.

Se obligó a relajarse. No estaba en peligro. Nada externo la había despertado, nada externo había causado la pesadilla. Otro fragmento de su memoria naufragada y sumergida se había desprendido y había aflorado a la superficie.

Los signos…, las rayas del tigre del sueño estaban hechas de signos. Poco tiempo atrás había soñado con signos, pero no podía recordar dónde, o lo que había soñado.

Se acercó a la única ventana de la habitación. La pesada persiana de acero era del tipo antiguo, y se hacía funcionar mediante una manivela. Despacio, le dio unas vueltas. Cuando la persiana se enrolló, la luz de Venus inundó la cabina y la redondez de la esfera del verde jardín apareció ante ella, acabando en un horizonte artificial a un kilómetro de distancia.

Mientras contemplaba aquel pequeño mundo de cristal y acero, sintió el dolor de cabeza que en las últimas semanas la había estado torturando. Se llevó los pulgares a los extremos de la mandíbula y hacia la parte de atrás del cuello, dándose un masaje en la nuca con las yemas de los dedos. Eso la alivió un poco. Sparta se acercó al armario y se vistió.

Se puso unos pantalones negros brillantes que le ceñían las piernas y les daba el aspecto del plástico; cerró las costuras de los tobillos sobre unas botas negras con rebordes. El corpiño era ajustado y alto, de vinilo negro. Sparta llevaba la ropa como una armadura.

Miró hacia la pantalla de la pared, fijándola con su mirada azul oscuro. El mando a distancia de la pantalla se encontraba sobre la mesilla de noche, a dos metros. Sparta estiró los brazos y curvó las manos en un antiguo símbolo de bendición; pero no se trataba de ninguna bendición: debajo de su corazón, las estructuras construidas en el diafragma chispearon y cobraron vida. Por la extraña trama de «alambres» cerámicos con mezcla que se intercalaban en sus huesos circuló corriente eléctrica. El estómago le ardió…

… y la pantalla de la pared se iluminó con una imagen.

Buen truco, hacer que las cosas funcionaran a distancia; estaba aprendiendo a hacerlo con más facilidad. Con los brazos alzados aún, dirigió otro rayo de intención a la pantalla; la imagen pasó hacia delante, y luego se pasó. Sparta bajó los brazos. La imagen grabada era una de las que Forster y Merck habían traído de la superficie, una de las mejores.

La película que se desarrolló en la pantalla era como una película de reconocimiento aéreo desde una aeronave de vuelo bajo, una aeronave que sobrevolaba columnas de tanques o tal vez hileras de fábricas; complicadas estructuras a una altura uniforme sobre la llanura. Sparta escuchó la voz y observó la imagen por el rabillo del ojo, y se imaginó que la proyectaban ante un público compuesto por pilotos de bombarderos en una cabaña de Quonset, recibiendo las instrucciones finales para su misión. La iluminación de la imagen grabada —una sola luz fuerte desde abajo— engañaba al cerebro y cambiaba la profundidad por la altura y se interpretaba mal la escala. Las columnas e hileras eran inscripciones, examinadas por un gran objetivo angular, líneas y más líneas de caracteres tallados profundamente en una placa de metal.

Eran los signos que estaban pintados en el pellejo del tigre del sueño.

Desde la pantalla, una voz atronó en las sombras: la voz del profesor Forster, fuerte y amenazadora, recitando hechos que había que afrontar.

—Creo que admitirá mi colega el profesor Merck, que en todos los ejemplos hallados en este emplazamiento, hemos establecido firmemente la dirección de la escritura ni estrictamente de izquierda a derecha, como había insistido Birbor basándose en el fragmento marciano, ni estrictamente de derecha a izquierda, como ha supuesto Suali en base a lo que sólo él conoce; ni siquiera, para aquéllos de ustedes que hayan sacado ya alguna conclusión, en zigzag como ara el buey, de un lado a otro. No se trata de nada de esto. ¿Alguien quiere aventurar alguna conjetura respecto a lo que es?

Fuera de la pantalla se oyó un murmullo nervioso; el público invisible no de pilotos de bombarderos sino de sabuesos de la pantalla, se habían reunido para contemplar las imágenes que aparecían en las pantallas murales en el confort de un salón de Puerto Hesperus. Sparta había estado allí, tan interesada como los demás en ver lo que ella había ayudado a salvar. Alguien dijo:

—¿De arriba abajo?

La respuesta de Forster fue burlona.

—Si no puede encontrar tres marcas en cualquiera de estos textos o de la placa marciana que estén alineados verticalmente, joven, desconcertará a toda una generación de estudiosos.

Se oyeron risas nerviosas, pero Forster las interrumpió.

—¿Alguna otra sugerencia? Miren otra vez.

Sparta miró su propia pantalla mientras cogía la chaqueta. La imagen había sido grabada por un objetivo de control remoto que se hacía funcionar desde el interior del rover del arqueólogo; la cámara en vuelo bajo daba vueltas y descendía en picado, y ametrallaba las columnas de signos. Sparta lo había visto al instante, la primera vez que había observado la grabación: la escritura alternaba las columnas…

—La dirección de la escritura en todas estas inscripciones alterna las columnas; la columna de la izquierda invariablemente se lee de izquierda a derecha, y la columna de la derecha invariablemente se lee de derecha a izquierda —dijo Forster—. Y lo que es más interesante, las columnas opuestas contienen textos prácticamente idénticos. Algunos de ustedes pueden considerarlo desafortunado, en el sentido de que reduce a la mitad la cantidad de texto único de que disponemos para trabajar, pero miremos el lado positivo. La redundancia es una protección contra el error, y nos ayudará a llenar las lagunas.

Sparta cerró la solapa de su chaqueta blanca brillante, ancha en los hombros y estrecha en la cintura; el cuello alto le protegía la nuca. Abrió un cajón y empezó a meter el resto de su ropa en la bolsa de lona. Faltaban ocho horas para que el cúter llegara a la bahía, y se precisarían otras tantas horas para informar de la misión antes de que pudiera decir adiós a Venus. Estaría preparada, esperando.

Hacer el equipaje debería haber sido fácil, pero la naturaleza ansiosa de Sparta lo hacía difícil. Viajaba con pocas cosas, y llevaba sólo una bolsa en la que era difícil meter la ropa doblada. Y, como poseía memoria eidética de cada fallo anterior, de cada fea arruga resultante de esta falta de perfección, donde otra persona remilgada habría pasado un minuto volviendo a doblar cada prenda, Sparta pasaba cinco.

Detrás de ella, la escena cambió y se vio a Forster en el podio de la sala de conferencias; la débil bombilla del atril arrojaba una luz amarilla que daba un aspecto fiero a su rostro barbudo.

—Ahora me gustaría señalar lo que el análisis estadístico de los recientes hallazgos nos ha revelado acerca del sistema de signos de la Cultura X.

Sparta se concentró en la tarea de hacer el equipaje; recordaba perfectamente el discurso de Forster. El análisis estadístico de los textos no descifrados —cuántos caracteres y cuántas combinaciones de caracteres aparecen con qué frecuencia, y en qué contexto— había sido una ciencia exacta pero laboriosa desde el siglo diecinueve. Desde la invención de los ordenadores electrónicos a mediados del siglo veinte, se había hecho mucho más exacta y cada vez menos laboriosa y ahora, a finales del siglo veintiuno, la maquinaria era tan compacta, los algoritmos tan precisos y rápidos, que el análisis estadístico podía efectuarse incluso mientras los textos eran desenterrados de la roca y la arena en la que habían permanecido ocultos durante milenios.

—Quienquiera que inscribió estas tablillas utilizó cuarenta y dos signos distintos, tres más de los que ya conocíamos a partir del fragmento marciano. Dentro de un momento el profesor Merck presentará su interpretación de los datos. Por ahora, diré que estoy convencido de que veinticuatro de estos signos son letras alfabéticas, que representan sonidos. De los restantes dieciocho, al menos trece son simples números. Por supuesto, es imposible saber si los signos alfabéticos corresponden a «vocales» o «consonantes», tal como nosotros entendemos estos términos, porque nadie puede adivinar de manera responsable la anatomía productora del habla en los seres que elaboraron esta escritura.

¿Un alfabeto? ¿Un sistema de números? El análisis estadístico podía revelar unas cuantas cosas, pero por sí mismo no podía revelar la existencia de un alfabeto. Forster estaba especulando.

—En conclusión, permítanme observar que la naturaleza del emplazamiento sigue siendo un enigma. Sólo estuvimos allí unas horas, tiempo suficiente para ver que el complejo de cuevas era extenso Y artificial. Los seres que lo construyeron lo llenaron con cientos de objetos. Muchos eran reconstrucciones (o es posible que fueran especímenes perfectamente conservados, momias) de animales que nos resultan extraños por completo, como han visto ustedes. Pero los que lo hicieron no nos dejaron ninguna representación de sí mismos; ni pinturas, ni esculturas, ni documentos. Al menos, nada que nosotros hayamos reconocido como tal. —Forster hojeó sus notas, y después, bruscamente, se volvió—. Mi distinguido colega, el profesor Merck, presentará ahora sus puntos de vista.

En la pantalla, el agradable rostro de Merck, con su expresión ligeramente distraída, sustituyó al de Forster. A Sparta le gustaba Merck; parecía mucho menos un furioso egotista que el pequeño Forster. A un hombre alto como Merck le resultaría más fácil ser educado, al no haber tenido que esforzarse para hacerse valer.

Tímido, e incluso indeciso como su actitud sugería que era, las ideas de Merck acerca de la llamada Cultura X eran seguras: los signos no eran alfabéticos, eran ideográficos, aunque algunos probablemente se doblaban como las sílabas. Merck había escrito extensamente acerca del probable significado de los signos e incluso había intentado efectuar un análisis parcial del contenido —los medios de comunicación lo habían interpretado al instante como una «traducción»— de la placa marciana, la cual había sido objeto de una gran controversia. Pero por muy vocinglera que fuera la pequeña comunidad de xenoarqueólogos al discutir los méritos del análisis de contenido de Merck, la mayoría de ellos estaban de su lado en la cuestión de la naturaleza de los signos: eran ideogramas.

Ninguno de estos temas era de interés urgente para Sparta. ¿Por qué había soñado con esos signos? Probablemente porque había arriesgado su vida para recuperarlos. No tenía por qué ser más complicado.

Miró la pantalla con el ceño fruncido, alzó los brazos y le dio la señal de que se oscureciera, borrando la imagen de Merck.

Se concentró en su equipaje durante otros diez minutos. Cuando se convenció de que no conseguiría hacerlo mejor, cerró la bolsa. Su ojo derecho enfocó los eslabones micromecánicos del cierre, una cremallera miniaturizada hecha de cadenas de polímeros generados por microbios.

Cada broche y corchete era como un garabato: unidos, producían el cierre, un significado oculto. Desunidos, se abrían a… ¿qué? Arqueología de la ropa para lavar. La evidencia de su estilo de vida. En este emplazamiento la evidencia era escasa, y el estilo de vida parco.

Entonces acudió a su mente un pensamiento extraño. Creía —aunque no podía estar segura— que había soñado con los signos extraños antes de haberlos visto. Más extraña aún era la irracional convicción de que sabía cómo se pronunciaban las letras de aquel alfabeto ultraterreno, pero no conseguía que los sonidos afloraran a la consciencia.

Ocho horas más tarde, la sirena de aviso de lanzamiento ululaba mientras Sparta llegaba a la compuerta de seguridad. La reluciente proa del cúter dominaba la vista tras la amplia abertura de cristal negro de la compuerta.

Una simple docena de naves blancas, con la banda azul y la estrella dorada de la Junta de Control Espacial, eran los frágiles enlaces de las delgadas cadenas de autoridad desde la Tierra a las colonias aisladas de los planetas, lunas, asteroides y estaciones espaciales. Propulsados mediante antorchas de fusión, los cúteres iban adonde y cuando tenían que ir, a la aceleración que precisaran para llegar allí. Cada puesto de la Junta Espacial acumulaba combustible para la antorcha en enormes tanques de deuterio y litio congelado, y un cúter podía dar la vuelta en el tiempo que tardaba en llenar sus propios tanques de carga propulsora.

En la Tierra necesitaban nuevamente el cúter que había traído repuestos a Puerto Hesperus. Cuatro horas después de haber entrado suavemente en la parte de alta seguridad de la bahía de embarque de Puerto Hesperus, había cargado lo que necesitaba para el viaje de regreso.

Sparta aún tuvo unos minutos para despedirse de la única amistad que había hecho durante su estancia allí. Flotaron ingrávidos en la microgravedad.

—Voy a echarte de menos, Vik.

—Eso dijiste la última vez —dijo el rubio eslavo agriamente—. Antes de que te pillara el intercomunicador.

—Me he quitado el intercomunicador, por si acaso alguien lo intentaba de nuevo. Esta vez realmente me voy de aquí.

—Si vas a Leningrado…

—Te enviaré un holograma. Lo más probable es que me envíen de nuevo a los muelles de Newark.

—Ahórrate la falsa modestia.

—Eres un tipo duro, Proboda.

Él le tendió la robusta mano y ella le ofreció sus finos y fuertes dedos.

—Si no te mantienes en contacto, te consideraré el lacayo de los imperialistas —capitalistas que siempre he sospechado que eras— murmuró él.

Sin soltarle la mano, Sparta le atrajo hacia sí y con cuidado le abrazó.

—Te echaré de menos —bien equilibrados el afecto y la cautela—, ateo comunista totalitario. —Bruscamente, lo soltó y se alejó flotando—. No dejes que Kitamuki te moleste.

—Será un auténtico incordio. Sin duda pensó que ella sería el capitán.

—El nuevo parece competente. Él la mantendrá a raya. —Sparta lo vio encogerse de hombros y dijo—: Lo siento. Hablaba por hablar.

La sirena de lanzamiento ululó de nuevo.

Ella asintió; luego, se volvió y se, dirigió de cabeza hacia el tubo de la cámara de aire.

Justo antes de desaparecer en el largo pasillo, Proboda la llamó.

—Y dale recuerdos a nuestro amigo Blake.

Ella lanzó una mirada perpleja por encima del hombro. ¿Era tan evidente lo que sentía por Blake?