La cápsula que la contenía se abrió. Ella avanzó dando traspiés sobre seis temblorosas patas hasta un muro de piedra.
Sus patas traseras la soportaron mientras estiraba las patas delanteras con púas para agarrar la parte superior del muro. La piedra blanda se derrumbó en la garra de pinza. Buscó apoyo y se elevó, rechinando sus inestables articulaciones. Se detuvo para extender las alas, para mirar a su alrededor y probar el aire con las ondeantes antenas. Le llegó un aroma a huevos podridos. Tonificante.
La atmósfera era como vidrio grueso, clara, bañada de luz roja. Ella hizo girar la cabeza blindada de un lado a otro, pero no pudo ver muy lejos; el horizonte se desvanecía en la luz difusa. Sus antenas descendieron, y captó sensaciones del terreno que tenía enfrente. Más adelante, según le informaron estos otros sentidos, grandes riscos se elevaban hacia el cielo resplandeciente.
Sus garras de titanio descansaban levemente sobre la tierra que formaba una costra, y cuya superficie endurecida era fría al tacto. En sus partes vitales latía litio líquido que fluía a través de las venas de sus delicadas alas de acero inoxidable mezclado con molibdeno, llevando el calor de su cuerpo con la misma suavidad que la leve transpiración en un día de abril.
Había salido de su crisálida a la mañana de un largo día venusiano.
No obstante las patas largas y delgadas, las antenas y las alas radiantes, no era un insecto de metal de dieciséis toneladas, sino una mujer.
—Dragón Azul, ¿me captas?
Hubo una demora de medio segundo en la comunicación mientras la señal era enviada a Puerto Hesperus y regresaba.
—Adelante, inspectora.
—Estoy avanzando hacia el lugar.
—Te tenemos —dijo la voz del controlador de la lanzadera de Dragón Azul—. Tu lanzadera ha descendido noventa metros al oeste del punto de aterrizaje previsto. Lo siento. Dirígete cuatro grados a la derecha de tu actual rumbo y continúa durante aproximadamente tres punto cinco kilómetros hasta que llegues al pie de los riscos.
—Está bien. ¿Algún cambio en su situación?
—Nada desde la señal de las cero cinco; ni del rover ni de los MVTP. Vienen algunos MVTP de la Base Dragón; hora de llegada prevista, dentro de cuarenta minutos.
—Informaré cuando establezca contacto. Acabo, por ahora.
Habían transcurrido casi dos horas desde la última señal de la expedición encallada. Veinticuatro horas antes habían aterrizado en la Base Dragón, y se habían dirigido hacia su objetivo en un rover como el de Sparta. Pronto habían efectuado el primero de lo que prometía ser una serie de descubrimientos triunfales. Ahora el triunfo se había olvidado. El desafío era sacarles de allí vivos.
Sparta inició su camino con cautela por un canal poco profundo. Mucho tiempo atrás, esta llanura había relucido con una película de agua; sobre ella, mareas casi imperceptibles habían avanzado y retrocedido suavemente. Ahora era una lámina de tierra arenisca de color naranja, con la superficie llena de incrustaciones debidas a la corrosión. A Sparta le produjo una sensación curiosa poner los pies sobre la corteza putrefacta de la roca, levantando nubes de polvo al avanzar.
Nada aparente se interponía entre los sentidos naturales de Sparta y el mundo a través del cual se movía. Los ojos del rover de siete metros de largo, eran sus ojos —o podrían haberlo sido— y miraban directamente en la densa atmósfera de Venus a través de unas lentes de diamante que abarcaban un campo de visión de trescientos sesenta grados. Las seis patas y garras articuladas eran suyas —incluso las dos que crecían en la sección media— y la piel de acero inoxidable y el esqueleto de titanio eran suyos. El reactor nuclear —palpable de modo muy realista en el abdomen de Sparta— generaba el calor de una buena cena.
La mujer real, de complexión menuda, con los músculos de una bailarina, estaba sentada en la parte delantera del vehículo dentro de una doble esfera de aluminiuro de titanio, una especie de campana de buzo con una escotilla superior y ninguna ventana. Pero la realidad artificial generada por ordenador en la que se hallaba inmersa la persuadía de que era una criatura desnuda, nacida en este planeta. Para moverse, se obligaba a hacerlo. Dentro de su casco hermético, unos rayos láser seguían los movimientos de sus ojos. Unos indicadores de tensión microscópicos, encajados en el ajustado traje de control, vigilaban y ampliaban los movimientos de su cuerpo.
El sonido circundante, la proyección retinal y el tejido ortotáctico del traje —doscientos transductores de presión, cien elementos de recuperación de calor, mil sinapsis químicas por centímetro cuadrado— reproducían una sensación viva del mundo exterior.
Inevitablemente, en la traslación se perdía algo. Para la frágil hembra humana que se encontraba dentro de la campana, la temperatura exterior —casi setecientos cincuenta grados Kelvin, suficiente para templar metales tipo— se reducía a la de una mañana cálida. El aire externo era casi bióxido de carbono puro, combinado con algunos gases raros, pero en el interior de la campana, respiraba una conocida mezcla de oxígeno y nitrógeno. La presión exterior —noventa atmósferas de la Tierra, suficiente para aplastar a un submarino— se hacía neutra. Incluso se había corregido la distorsión de la refracción de la densa atmósfera, para que la corteza visual humana registrara un mundo plano, que le resultara familiar, en lugar de un mundo redondeado. Pero su horizonte no estaba más que a unos cientos de metros; de no ser por el radar y el sonar, Sparta habría viajado a ciegas.
En veinte minutos llegaría a su destino, donde la playa de mil millones de años terminaba contra los riscos, y la boca de un antiguo cañón desembocaba en el mar desaparecido. Una vez dentro del cañón, sabría si los hombres del Rover Uno estaban vivos o muertos.
Venus es un planeta asombrosamente redondo y rocoso, una esfera de casi el tamaño de la Tierra, y su grado de rotación es de una lentitud de doscientos cuarenta días terrestres; no presenta ningún saliente en su ecuador. A diferencia de la Tierra, que posee una media docena de continentes flotantes, los enormemente elevados Andes e Himalayas, los arrecifes en mitad del océano y las fosas abisales, casi todo Venus es duro y liso como una pelota de billar…
… con unas cuantas excepciones sobresalientes. Una de ellas es Ishtar Terra. Se trata de uno de los dos «continentes» del planeta, y está emplazado en el lado oriental junto al Monte Maxwell, un gran volcán protector más elevado que el Everest. Toda la masa de tierra elevada, apenas tiene el doble de tamaño que Alaska, y está situada aproximadamente en la latitud correspondiente a ésta; las curvas del Norte y el Oeste también están rodeadas por montañas, menos espectaculares que Maxwell, mientras que la mayor parte del continente está ocupada por la llana Meseta Lakshmi.
Ahora Sparta conducía su rover de seis patas hacia los escarpados flancos sudeños de la Meseta Laloslami. Cuanto más rápido se desplazaba, más confianza sentía. El camino la condujo a través de una serie de cráteres de impacto, poco profundos, cuyos abruptos bordes hacía mucho tiempo que se habían derretido como masilla, a causa del calor. La cuesta seguía subiendo, puntuada por restos de terraplenes tallados por las olas, restos de la playa que se había ido ensanchando continuamente al secarse el océano poco profundo del planeta, bajo el calor de un invernadero atmosférico. Mientras Sparta ascendía por la playa y trepaba por los terraplenes, retrocedió en el tiempo hasta aquella época en que el océano había tenido su mayor extensión, cubriendo todo Venus salvo los dos pequeños continentes y unas cuantas islas dispersas.
La enorme onda de un estallido sacudió la campana de presión, y unos momentos más tarde la tierra vibró violentamente y la máquina quedó de rodillas. Alrededor de Sparta, el paisaje se elevó y rugió; unas olas rítmicas de terreno pasaron a gran velocidad y lentamente se extinguieron, dejando a su paso una estela de polvo rojo.
Las explosiones eran truenos que llegaban a gran velocidad, en la atmósfera sumamente conductiva, desde una corona de rayos que habían estallado en torno a la cima del monte Maxwell, a trescientos kilómetros de distancia y a una altura de once kilómetros. El terremoto simultáneo procedía de las entrañas de la tierra, y continuaba la violenta erupción que había comenzado tres horas antes.
—Rover Dos, aquí Dragón Azul. Te estamos viendo en los riscos. La boca del cañón está a medio kilómetro a tu derecha.
Súbitamente, apareció una pendiente volcánica negro rojiza en el brillante resplandor del borde del horizonte. Sparta viró a la derecha…
… y sintió la primera señal de preocupación, una renuencia en la segunda articulación de la pierna delantera derecha. Detenerse no serviría de nada. Podía continuar con cinco patas si era necesario. O con tres.
Ayudó al miembro con problemas, manteniéndolo alejado del suelo, pero cuando llegó a la boca del cañón, cinco minutos más tarde, vio que era inútil: había fallado un cierre, y el lubricante de la articulación se había calentado. Se libró de éste, dejándolo atrás como un palo abandonado. Dejó arriba la pata delantera superviviente y entró en la boca del cañón sobre las cuatro restantes.
Serpenteando entre paredes de roca que se estrechaban y que estaban cubiertas de una capa oscura de brillo metálico, en otro tiempo un impetuoso curso de agua… milenios de inundaciones recurrentes habían esculpido moldura en estas paredes desérticas; pero de eso hacía mil millones de años, y la roca calentada se había combado como un vientre obeso, ocultando las finas capas de creta y carbón que habrían indicado «vida» a las cámaras de cualquier sonda que pasara por allí.
De todas maneras, había aparecido evidencia de vida pasada cuando los robots de exploración, controlados a distancia, pacían en la superficie de Venus. En los carbonatos cálcicos dispersos, las pizarras y lechos de carbón, aparecieron una docena de fragmentos, no más, de entre la piedra: una docena de fragmentos en veinte años de exploración, pero fueron más que suficiente para encender la imaginación humana. Aquellos pedazos de obras habían sido reconstruidos de cien maneras por sobrios expertos, de mil maneras por soñadores menos inhibidos. Nadie sabía en realidad qué aspecto habían tenido los organismos o cómo habían vivido, y las probabilidades de averiguarlo algún día parecían escasas.
Entonces, unos meses atrás, un robot de exploración había encontrado una cueva en el acantilado de este cañón…
Sparta rodeó un saliente rocoso y se detuvo, bloqueado el paso por un reciente alud de piedras desde lo alto del acantilado. Las pálidas facetas de roca expuestas eran asombrosamente brillantes y duras en contraste con el acantilado ennegrecido y corroído.
—Dragón Azul, aquí Troy.
—Entre, inspectora. —Puerto Hesperus ahora estaba más cerca; el retraso de la radio apenas era más que una pausa vacilante.
—El lugar está enterrado por un derrumbamiento. El radar de un metro de alcance indica que debajo están el rover y un MVTP. Infrarrojos débiles, bajo flujo del reactor, deben estar en parada automática. Probablemente se les han roto las aletas de refrigeración. Hay movimiento en la campana. Voy a sacarles.
—Un momento, inspectora.
Empezó a arañar el montón de roca con la pata delantera en buen estado.
—Inspectora Troy, nuestros instrumentos nos indican que la pata delantera derecha ha dejado de funcionar. El controlador de la estación de lanzamiento aconseja no arriesgar el miembro delantero que le queda. ¿Me recibe?
Otro rayo chasqueó en el éter. Unos momentos más tarde el trueno sacudió el rover.
—Rover Dos, por favor, confirme recepción.
Ella les oía con claridad, igual que ellos oían su respiración fácil, y leían sus datos vitales.
—Vale más que ahorremos el aliento —dijo ella.
La pata delantera que le quedaba arrancaba con eficacia los bloques de basalto y toba solidificada. Los múltiples motores de las articulaciones gemían sin cesar, ruidosamente en la densa atmósfera. El polvo se elevaba en aquel aire espeso formando una especie de remolino de barro. Sparta cavó un par de metros y después tuvo que retroceder, para apartar los escombros. Cuanto más penetraba en el montón de tierra, más se arriesgaba a quedar enterrada ella misma. En Mercurio, en Marte, en la Luna de la Tierra, en cualquier asteroide de las lunas exteriores, habría sido diferente; pero Venus era hermana de la Tierra. Un bloque de basalto en Venus pesaba casi lo que habría pesado en la Tierra.
—Troy, aquí Dragón Azul. Los robots MVTP de la Base Dragón no están más que a veinte minutos de tu posición. —La Base Dragón era el complejo robótico de procesamiento de minerales, y la estación de la lanzadera en las alturas de la Meseta Lakshmi—. Retroceda, por favor. Deje que los robots hagan el trabajo pesado.
—Buena idea —dijo ella—. Lo dejaré cuando lleguen.
—Inspectora Troy… —empezó a decir el controlador. Desistió.
Sparta comenzó a sudar. Parecía natural que con tanto esfuerzo sudara. Salvo que lo único que ella hacía era proporcionar la voluntad, no efectuaba el trabajo. ¿Por qué el aire se estaba calentando? ¿Les ocurría algo a los termopermutadores del traje RA? Pulsó el botón para ver el interior… ningún problema evidente. A menos que ocurriera algo con el sistema de refrigeración interno del propio rover.
Esta máquina, junto con su gemela, había sido construida para la primera exploración tripulada de Venus un cuarto de siglo antes. Los dos insectos gigantescos de acero habían aterrizado con éxito en el planeta, en lanzaderas redondeadas, Y los dos habían sido recuperados. Pero cuando los abrieron, encontraron abrasados vivos a los ocupantes de uno de ellos.
Aprendieron la lección: la exploración y explotación de Venus fue asumida por robots controlados a distancia. Ésta era la primera misión, en las últimas dos décadas, que había autorizado una presencia humana en la superficie. La mayor parte de los tres meses anteriores había sido dedicada a revisar y retocar los dos rovers, y preparando una lanzadera para acomodar en ella a seres humanos.
Se habían corregido todos los problemas conocidos.
El brazo de titanio de Sparta aflojó otra pierna Y con el siguiente golpe aferró el montante trasero izquierdo del Rover Uno. El derrumbe de rocas había aplastado las patas traseras del aparato así como sus alas. Los hombres de su interior se hallaban vivos gracias a un sistema refrigerante superconductor que mantenía metal líquido en movimiento a través de los serpentines al rojo-blanco que rodeaban la esfera de presión.
Con cautela, con toda la rapidez que le fue posible, Sparta extrajo los cascotes que habían quedado enfrente del rover, dejando al descubierto un lado de la brillante esfera de la campana de presión. Los serpentines de refrigeración seguían funcionando, pero las antenas del rover se habían doblado bajo el peso de las rocas. Sparta hizo las conexiones acústicas con el exterior de la campana para establecer comunicación.
La escena que vio era completamente distinta. La campana de presión del Rover Uno se abrió de repente, y fue como si estuviera viéndola directamente desde donde se encontraba sentada. Dentro de la campana había tres hombres: el piloto, inclinado hacia adelante y completamente cubierto por un traje AR negro brillante y un casco, iguales que los que llevaba ella y, detrás de él, dos hombres en mono de trabajo. Era evidente que estaban entumecidos, pero todos parecían encontrarse bien de salud.
—Ohayo gozaimas, Yoshi. Dewa ojama itashimasu.
El piloto rio.
—De nada, Ellen. Visítanos cuando quieras.
Como él llevaba un casco AR, era el único de los tres que podía verla, aunque todos podían oírla a través de los enlaces acústicos.
—Al fin has llegado —dijo el más bajo de los dos pasajeros, mirando malhumorado en dirección a Sparta.
Era un hombre menudo de ojos brillantes, de cincuenta y tantos años, un gallo atrapado en una jaula: el profesor J. Q. R. Forster. Creía en la autoridad natural, y no dudó en hablar en nombre de los tres:
—Es vital que comuniquemos nuestros descubrimientos a Puerto Hesperus sin tardanza.
«Lamento llegar tarde», pensó Sparta. Pero dijo:
—Lamento que se haya interrumpido su trabajo, profesor. —Al piloto le dijo—: El armazón está roto en la parte de atrás de la campana, Yoshi. Para sacaros de ahí tendremos que arrastraros de nuevo a la lanzadera. Será mejor que nos sentemos y esperemos a que lleguen los robots MVTP.
—Me parece que tenemos un escape de fluido refrigerante. La temperatura aquí dentro ha subido un par de grados en los últimos diez minutos. —Sólo la voz ronca de Yoshimitsu indicaba lo que él pensaba del problema.
Eso recordó a Sparta la incomodidad que ella misma sentía.
—Esperad un momento. —Abrió su casco y olió el aire del interior de la campana de presión. Ozono. Si no hubiera llevado el traje hermético lo habría percibido antes.
—Voy a reajustar las conexiones otra vez. —Sparta desconectó las conexiones acústicas, interrumpiendo los enlaces de sonido y visión. Para ella y Yoshimitsu, ambas esferas de presión se hicieron opacas de nuevo.
El ozono explicaba el exceso de calor corporal, pero ¿qué explicaba la presencia del ozono? Se quitó el guante ortotáctico de la mano derecha. De debajo de las uñas bien recortadas brotaron púas hechas con una inserción de polímeros formadores de quitina. Las introdujo en la abertura auxiliar de entrada/salida del ordenador maestro del rover.
Las púas de inserto de polímeros no eran corrientes entre los inspectores de la Junta Espacial. Éste era otro de sus secretos, igual que el nombre por el que se hacía llamar, que nadie más conocía.
La búsqueda de datos de la red sensora interna del rover le llevó una fracción de segundo, mucho menos que el diagnóstico del propio rover. Apartó sus púas de la consola y las escondió; después, se colocó de nuevo el guante ortotáctico. Con la pata delantera de titanio que funcionaba del rover, volvió a instalar los enlaces acústicos: la campana del Rover Dos se hizo transparente otra vez.
—Ahora os veo mejor —dijo; era una mentira piadosa—. Al parecer yo también tengo un problema: chispas en un compresor, y por alguna razón los limpiadores no se ocupan del ozono. A este ritmo voy a envenenarme en veinte minutos. Me parece que será mejor sacaros de ahí y salir corriendo.
—Rover Dos, por favor escuche esto. —La voz del controlador de la lanzadera sonó con urgencia en ambos rovers. Ahora Puerto Hesperus se encontraba directamente sobre ellos, hacia el sur, pasando por la misma longitud que la meseta Lakshmi—: Su vehículo está averiado. Abandone el lugar inmediatamente y regrese a la lanzadera. Los robots MVTP llegarán en diez minutos para ayudar al Rover Uno.
—Tus pasajeros están chorreando sudor —dijo Sparta a Yoshimitsu.
—Bien —dijo él—. Los MVTP son muy eficaces para sacar rocas, y eso es lo importante.
—Será mejor que empecemos ahora —dijo ella.
—Facilitará la vida a todo el mundo si se atuviera a las normas —dijo malhumorada la voz de Dragón Azul.
—Échame una mano, Yoshi —pidió Sparta.
—¿Qué parece un brazo entero?
El segundo pasajero del Rover Uno, el hombre alto de cabello rubio y cejas espesas, había escuchado con paciencia la conversación sin hacer ningún comentario, pero ahora dijo:
—Quizá no sea un buen momento —sugirió con timidez— pero si alguien tuviera la amabilidad…
—No interfiera, Merck —le recriminó Forster—. Están sustituyendo el miembro estropeado del rover de ella por uno de los nuestros.
La conjetura de Forster era acertada. Sparta y Yoshimitsu estaban insertando la pata delantera derecha del rover aplastado en el receptáculo vacío del de Sparta. Era un receptáculo seco que incorporaba únicamente conexiones de control y que no requería lubricación, diseñado para trasplantes urgentes de miembros como en este caso, a temperaturas muy elevadas y en la atmósfera más seca que se pueda imaginar.
Los dos pilotos tenían una visión excelente el uno del otro, tan clara como dos cirujanos ante la mesa de operaciones. Pero un observador exterior, habría visto los dos rovers en cuclillas cabeza contra cabeza como una pareja de mantis ciegas. Un insecto reluciente estaba medio aplastado, ofreciendo nerviosamente al otro una pata delantera articulada con la esperanza de que, quizá, le perdonaran las partes vitales…
—Está bien, la pata está dentro y funciona. Tira de la clavija de cierre y os sacará de ahí.
—La clavija está fuera.
Pero el sacrificio fue en vano, pues la mantis que ahora tenía dos patas delanteras, de repente agarró la cabeza del otro insecto y lo izó. La redonda cabeza del segundo insecto salió por entero.
—Ya os tengo —dijo Sparta.
Cuando tiraron de la clavija de cierre del suelo de la campana, todas las conexiones de la fuerza motriz del Rover Uno, sensores externos y sistemas de protección de la vida a largo plazo, quedaron cortadas y selladas. Ahora Yoshimitsu estaba ciego, su traje AR resultaba inútil. Con la ayuda de filtros recirculantes, los tres habitantes de la campana normalmente dispondrían de seis horas de vida, quizá un poco más.
Sparta retrocedió con gran cautela y salió de la trinchera que había excavado en el montículo de tierra, manteniendo la esfera en lo alto hasta que estuvieron lejos del derrumbamiento. Después, con toda la rapidez que le fue posible, giró y regresó por donde había venido, sosteniendo a los supervivientes delante de sí como si se tratara de un huevo.
La decisión de Sparta, de no esperar, demostró ser sensata ya que, unos segundos más tarde, la tierra empezó a temblar y mil toneladas de roca se desplomaron por el arrecife al cañón que habían dejado atrás. Sparta no se molestó en radiar un mensaje a Puerto Hesperus para confirmar que ella tenía razón.
La carga que llevaba no le estorbaba la visión. La realidad artificial se ajusta con más facilidad que la de cualquier otro tipo, de manera que Sparta se limitó a sintonizar sus sensores para mirar a través de la esfera de presión que llevaba delante, dejando sólo una especie de doble exposición, o presencia fantasmal, para asegurarse de la salud de los habitantes de la campana.
Estallidos de fuego de cañón de los distantes rayos, la perseguían mientras recorría a gran velocidad el serpenteante canal entre las paredes de roca. Cuando las olas del suelo llegaron, unos segundos más tarde empezaron a caer piedras a través de la espesa atmósfera que la rodeaba, pero Sparta consiguió llegar ilesa a la boca del cañón. La carrera final a través de la llanura debería haber sido fácil.
A mitad de camino hacia la lanzadera, un temblor masivo hizo ondear la tierra como una sábana al viento. El súbito movimiento ascendente de la roca al chocar con la atmósfera aplastó al rover. Las patas medias de Sparta recibieron la mayor parte de la fuerza; una se dobló debajo de éste. Un instante después, el seno de la ola pasó, y la succión atmosférica tiró de la esfera de presión arrebatándola de las garras de Sparta.
Ella arrojó la pata media que le resultaba inútil y avanzó corriendo sobre el terreno que subía y bajaba. La campana rebotó frente a ella, golpeando un borde, un saliente, otro borde. Dando saltos, la atrapó. Hizo girar la esfera para ponerla de pie y la equilibró. Cuando estaba restableciendo las conexiones de comunicación, reparó en el chorro de litio fundido procedente de una rotura en los serpentines de refrigeración.
Sparta descubrió que su pata trasera izquierda también estaba inutilizada. La dejó caer allí mismo.
Los pasajeros de la campana estaban amontonados en el suelo detrás del asiento del piloto. El cabello rubio de Merck estaba manchado de sangre, que brotaba de un corte en la parte superior de la frente. Forster parecía seriamente perturbado, aunque no se le veía lastimado; se frotaba la barbilla. Yoshimitsu iba atado con correas, y parecía impasible.
—Se os han roto los serpentines —dijo—. Nos quedan unos diez minutos para que se haya perdido todo el refrigerante. Ataos. Voy a arrastraros hasta la lanzadera.
Merck levantó la vista, confundido, llevándose la mano a la cabeza ensangrentada.
—¿Es realmente esen…?
—¡Hazlo, Albert, si quieres salvarte! —le espetó Forster.
Forster se había quitado el cinturón del mono de trabajo y lo estaba utilizando para atarse al respaldo del asiento del piloto.
Merck, tras un momento de confusa indecisión, hizo lo mismo. Los dos pasajeros se agazaparon en el suelo mientras Sparta daba la vuelta a la campana, la cogía con los antebrazos y empezaba a arrastrarla por el erosionado paisaje.
Sparta radió un sucinto mensaje a Dragón Azul. La estación espacial ya se deslizaba por la curva del planeta; la retardada respuesta que llegó no era más que un simple acuse de recibo.
El avance de Sparta era lento. Le faltaban dos patas y tenía que impedir que la esfera rodara y aplastara más sus serpentines de refrigeración. El huevo dejaba un rastro sangriento al ser transportado: un débil chorro de metal fluía del serpentín roto, brotaba al rojo vivo y se enfriaba rápidamente convirtiéndose en salpicaduras de plata líquida sobre la roca.
Observando la Proporción de la pérdida, Sparta pudo estimar con gran precisión cuándo el volumen de litio en los serpentines sería demasiado bajo para combatir el calor de la atmósfera. Cuando llegara ese momento, la temperatura interna de la campana aumentaría catastróficamente, carbonizando a los ocupantes en cuestión de minutos.
—Vamos bien. Estaremos en el interior de la lanzadera dentro de cinco minutos —dijo a los hombres de la esfera.
Le quedaban menos de dos minutos cuando la lanzadera apareció a la vista en el corto horizonte detrás de ella. Sabía que no iba a conseguirlo, no al paso que iba. Tenía que maniobrar la campana por encima del saliente que bloqueaba parcialmente las puertas del hangar de la lanzadera, cerrar y sellar las puertas detrás de ellos, refrigerar y despresurizar el hangar…
Sparta cayó en un trance, pero pasó tan de prisa que ningún observador lo habría notado. En un milisegundo su cerebro propuso y analizó media docena de posibilidades y eligió la menos improbable. Salió del trance y obró según su decisión sin vacilar… y sin avisar.
Giró violentamente, colocando la esfera en posición delante de ella. Se afianzó sobre un trípode formado por las patas que le quedaban, y utilizó la cuarta para alejar de ella la campana. Ésta rodó hacia el hangar abierto como un enorme balón de fútbol…
… pero con una lentitud exagerada por la sensación de tiempo retardado que tenía Sparta. Sabía el poco tiempo de que todos disponían, pero en ese breve lapso había que hacer todo lo que fuera posible. Dirigió un rayo compacto de ondas de radio hacia la lanzadera que esperaba, dándole instrucciones de que cerrara las puertas del hangar e iniciara la refrigeración y despresurización de emergencia. Vio que los serpentines de refrigeración de la esfera estallaban y arrojaban reluciente litio al suelo al tiempo que ésta saltaba por encima del saliente y se precipitaba a las fauces aún abiertas de la lanzadera. Las puertas ya se estaban cerrando, y se cerraron con un golpe mientras se producía una explosión de vapor fuera del hangar: el producto de reacción del refrigerante de emergencia al caer en cascada desde los tanques de la lanzadera a la atmósfera caliente y seca.
La lanzadera siguió expeliendo vapor a alta presión durante medio minuto después de que las puertas del hangar se sellaran. Sparta examinó la escena con los sentidos que le quedaban. La vista le podía indicar muy poco, y el radar rebotaba en la piel metálica del cono truncado; aunque tenía contacto por radio con los sistemas robóticos de la lanzadera, no lo tenía con los hombres del interior de la campana. El sonar era la única fuente de información buena, y escuchó con atención los golpes y siseos, los silbidos y los latidos de la bomba le indicarían si alguno de los sistemas vitales de la lanzadera se había roto, si los hombres del interior de la campana se encontraban vivos y conscientes y eran capaces de liberarse ellos mismos de su apretada prisión…
Finalmente, oyó el sonido inconfundible de la escotilla de la campana de presión al abrirse.
—Lanzadera, aquí Rover Dos. Ponme en comunicación, por favor.
—Hecho —respondió la voz del robot de la lanzadera.
—Yoshi, ¿me oyes?
—El señor Yoshimitsu está momentáneamente indispuesto —contestó una voz áspera, inconfundible por su acento británico; el profesor Forster seguía teniendo el control… de sí mismo, si no de los acontecimientos—. Puede que le interese saber que todos nosotros hemos sobrevivido sin sufrir daños graves.
—Me alegra saberlo, profesor. Ahora, ¿serían tan amables, usted y sus compañeros, de despejar el hangar para que yo pueda subir a bordo…, antes de que otro temblor de tierra se me trague?
—Nos ocuparemos de eso.
Cuando la escotilla de su rover se abrió en la humeante y represurizada bodega de la lanzadera, Sparta descubrió el rostro amablemente triste de Albert Merck que la miraba.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, estoy bien —respondió ella, saliendo por la estrecha escotilla ayudada por la mano que él le ofrecía. Al lado de éste, en la pasarela, Sparta examinó el rostro triste de aquel hombre, y reparó en la sangre seca que tenía en el cabello y en el cardenal que tenía en un pómulo.
—¿Hay más?
—¿Además de esto? —Se llevó los largos dedos al cráneo y a la mejilla—. Me duelen mucho unas costillas, pero no tengo nada roto, me parece. El señor Yoshimitsu se ha llevado la peor parte. Se ha hecho un esguince en la muñeca. Me temo que yo le he dado una fuerte patada. O quizá he caído sobre él.
Sparta echó una mirada en torno al hangar. Los restos de la esfera de presión del Rover Uno, quemados y mellados, descansaban apoyados en la pata del puente-grúa. El Rover Dos, con el reactor parado, se hundía torcido sobre cuatro patas descentradas. Las bombas aspiraban el refrigerante de emergencia que había caído al suelo y lo introducían de nuevo en los tanques.
—Un desastre. Es una vergüenza que no pudiéramos salvar nada de su excavación.
—Ningún objeto material, por supuesto, y es una pena —dijo Merck—. Pero tenemos análisis químicos y registros holográficos guardados en los ordenadores del rover. Suficiente para mantenernos ocupados.
—¿Me echaría una mano para cerrar esta maquinaria? Me sentiré más segura cuando volvamos a estar en órbita.
Unos minutos más tarde subían a la cabina provisional del Piloto. Yoshimitsu estaba acostado en la litera de aceleración con el brazo izquierdo en un cabestrillo. Forster estaba inclinado sobre el piloto herido, vendándole el brazo muy apretado contra el pecho.
—¿Estás bien, Yoshi?
—Un poco doblado —dijo, riendo. Su largo cabello negro le caía sobre los ojos oscuros—. Me burlaba de las historias que cuentan acerca de tu suerte, Ellen. No lo haré más.
Forster se enderezó y examinó a Sparta.
—La inspectora no parece ser de las que dependen de la suerte.
—Sólo cuando todo lo demás falla —respondió ella—. Yo diría que todos somos afortunados.
—¿Por qué la han enviado a usted en lugar de a uno de los pilotos regulares? —preguntó Forster.
—Porque yo he insistido —respondió ella—. Su expedición le deberá a Dragón Azul un montón de dinero por este viaje en la lanzadera tripulada. Ellos se imaginan que no pueden pagar. Pensaron que les costaría menos sacarles con robots MVTP y hacerles subir en una lanzadera con robots.
—Tendré que hablar con ellos muy en serio. Nuestros gastos están asegurados por el Comité para la Herencia Cultural, por no mencionar los depositarios del Museo Hesperiano…
—No he discutido con ellos —dijo Sparta—. He invocado la ley interplanetaria.
—Entiendo. Pero ¿por qué está usted aquí, inspectora? Es decir, su trabajo es la detección, ¿no?
—Además de las otras muchas cortesías que Dragón Azul ha prestado a su expedición, han donado los servicios del señor Yoshimitsu, uno de sus mejores pilotos de lanzadera. Ninguna de las otras dos personas expertas en el uso de estos antiguos rovers, estaba disponible para este viaje.
—Creo que te refieres a que ninguna de ellas se ofreció voluntaria —dijo Yoshimitsu con voz suave—. Y los jefes no lo ordenarían.
—Gommen nasai, Yoshimitsu —san.
Sparta inclinó la cabeza haciendo una reverencia respetuosa. Atado a su sillón, bajó la barbilla tratando de devolverle el saludo.
—Entiendo. —Porster quedó callado, reflexionando—. Y ¿cuándo recibió usted el entrenamiento para utilizar estos vehículos especializados?
—Por el amor de Dios, Forster, deja de interrogar a esta mujer —dijo Merck, ruborizado el rostro por la turbación—. Acaba de salvarnos la vida.
—Soy muy consciente de eso —replicó Forster—. Y de verdad estoy agradecido. Simplemente quiero entender lo que está pasando, eso es todo.
—Poseo… un talento especial para esta clase de cosas —dijo Sparta.
—Deberíamos hablar de ello más tarde —sugirió Yoshimitsu—. Nuestra siguiente ventana de lanzamiento está llegando rápido.
Media hora más tarde, la lanzadera ojival despegó de la superficie de Venus, elevándose velozmente entre las nubes, abriéndose paso a través de vientos huracanados de lluvia de ácido sulfúrico, produciendo rayos malignos a su paso, elevándose de modo regular a través de capas cada vez menos densas de humo producido por el bióxido de sulfuro hasta que, al fin, llegó al espacio limpio y rodeó los brillantes anillos y la verde esfera del jardín de Puerto Hesperus.