«Juguemos al escondite otra vez, si estás de humor y prometes jugar limpio…»
Blake Redfield y la mujer que se hacía llamar Sparta, aunque otros la conocían como Ellen Troy, llevaban mucho tiempo jugando al escondite. Casi siempre se había escondido ella, como en aquella ocasión, más de dos años atrás, en que lo había llevado al Gran Conservatorio Central, de Manhattan, y había desaparecido en una selva tropical domesticada. Era la primera vez que él la veía desde que eran adolescentes, y la había reconocido de inmediato a pesar de que iba muy disfrazada. También fue el momento en que comenzó a buscarla más en serio.
Al intentar seguir las huellas de su pasado oculto, empezó por el principio, con el programa conocido como SPARTA. Éste, m proyecto para la evaluación y el entrenamiento de recursos de aptitud específicos, había sido el sueño de dos psicólogos, el padre y la madre de Sparta —en aquella época Sparta se llamaba Linda— quienes creían que toda persona poseía una serie de «inteligencias» o talentos innatos, que podían desarrollarse hasta un punto que muchas personas considerarían prueba de genio. Pero para los padres de Linda no había nada mágico en el genio o los procesos que llevaban a él; era una cuestión de supervisión entrenada y de un ambiente de aprendizaje cuidadosamente controlado. Durante mucho tiempo, el proyecto SPARTA sólo tuvo a la propia Linda para demostrar sus metas y métodos. Los logros de la chiquilla fueron tan espectaculares, que sus padres consiguieron fondos y más solicitudes. Cuando aún era un niño pequeño, Blake se encontraba entre los primeros nuevos estudiantes.
Pero el proyecto SPARTA se disolvió unos años más tarde, cuando sus fundadores murieron al estrellarse el helicóptero en que viajaban. A la sazón Blake y la mayoría de los demás alumnos eran adolescentes, y se separaron para acudir a diferentes universidades y escuelas superiores de todo el mundo. Sin embargo, Linda había desaparecido dejando tras de sí tan sólo vagos rumores de que sufría una enfermedad mental que la incapacitaba.
Blake se convirtió en un joven apuesto, heredando de su padre la fuerte mandíbula y la amplia boca irlandesa, y de su madre china los pómulos altos y los brillantes ojos castaños de un Mandarín. Unas cuantas pecas sobre la nariz y un reflejo rojizo en el lacio cabello negro le salvaban de tener un aspecto demasiado diabólico.
Sus intereses eran variados, pero ya de joven había adquirido fama por su conocimiento de los libros y manuscritos antiguos. Tan apreciada era su experiencia, que con frecuencia era contratado como asesor por bibliotecas, salas de subasta y comerciantes. Cuando tenía poco más de veinte años, aceptó una oferta de la oficina de Sotheby’s en Londres.
Este pasatiempo de Blake le proporcionaba una base excelente para investigar cualquier tema, no sólo libros antiguos. Por eso, cuando de manera inesperada se encontró con Linda en Manhattan —y vio que ella no deseaba ser reconocida— decidió averiguar más sobre los orígenes del proyecto SPARTA que él había dado por supuestos. Se encontró frente a demasiadas coincidencias interesantes como para dejarlo correr…
La última noche que Blake pasó en Manhattan antes de trasladarse a Londres, sus padres celebraron una fiesta en su honor. Eso fue la excusa; Blake no conocía a ninguno de los asistentes, aunque les reconoció por los anuncios de propaganda de la sociedad. Quizá fue la manera no demasiado sutil de sus padres, de decirle que esperaban de él algo más que la pasión por los libros antiguos.
Blake raras veces bebía alcohol, pero en atención a sus padres llevaba en la mano un vaso lleno de carísimo Chardonnay que habían sacado en su honor. Pasó gran parte de la velada de pie junto a las ventanas, contemplando la noche, mientras los invitados a la fiesta se arrullaban y charlaban detrás de él. Los Redfield eran propietarios de un ático en la planta ochenta y nueve de un edificio de apartamentos en el Battery, con una pared de vidrio orientada al sur que daba al viejo puerto de Nueva York. Mucho más abajo, en el oscuro puerto, se veían grupos de luces de las segadoras gigantes que flotaban en una alfombra de algas que se extendía hasta la costa de Jersey; la superficie mate de las algas estaba cortada por sendas rectas de agua negra.
—¿Es usted el señor Redfield, el hijo?
Blake se volvió y dijo con agrado:
—Me llamo Blake.
Se pasó el vaso de vino a la mano izquierda y le ofreció la derecha.
—Soy John Noble. Llámame Jack. —El hombre, de figura corpulenta y pelo rubio muy corto, iba vestido con un traje a rayas—. Tenía ganas de conocerte, Blake.
—¿Cómo es eso?
—SPARTA. Tus padres estuvieron realmente orgullosos cuando fuiste admitido. Oí hablar mucho de tu espectacular progreso. —Los ojos negros de Noble eran como dos botones brillantes y duros sobre sus altos pómulos—. Francamente, quería ver cómo eras.
—Aquí estoy. —Blake extendió los brazos—. Espero no decepcionarle demasiado.
—Así que estás en el negocio de los libros.
—Por decirlo de alguna manera.
—¿Tienes intención de ganar mucho dinero con ello?
—Apenas.
—¿El programa SPARTA produjo otros estudiosos como tú?
—No he mantenido contacto con los otros. —Blake examinó un momento a Noble y decidió arriesgarse. Antes de que Noble pudiera hablar, dijo—: ¿Pero por qué no me lo dices tú, Jack? Tú eres un Tapper.
Noble hizo una mueca con expresión reflexiva.
—Has oído hablar de nuestra pequeña organización.
Los Tappers eran un grupo filantrópico que se reunían una vez al mes para cenar en clubes privados de Washington y Manhattan. Nunca admitían invitados y nunca hacían públicas sus actividades.
—Patrocinasteis a varios de los niños de SPARTA, ¿verdad?
—No sabía que fuera de conocimiento general.
—Por ejemplo, patrocinasteis a Khalid —dijo Blake. Los padres de Blake y sus amigos pertenecían a algunos de los mismos clubes (la primera coincidencia que Blake había descubierto), así que sabía que el objetivo de los Tappers era descubrir y estimular a los jóvenes talentos en las artes y las ciencias. El estímulo adquiría la forma de becas y otras ayudas no especificadas. Sin embargo, ningún joven aspirante podía solicitar ayuda a los Tapper. Descubrirlos era prerrogativa de la organización—. ¿Qué se ha hecho de Khalid?
—En realidad, es una próspera joven ecologista que está en el «Proyecto de formación de tierra en Marte», del que soy uno de los directores.
—Bien por Khalid. ¿Por qué tengo la sensación de que me estás pinchando, Jack? ¿No te parece bien coleccionar libros?
—Eres un joven brusco —dijo Noble—. Yo también lo seré. SPARTA era una empresa muy noble, pero al parecer ha producido a pocos como Khalid: personas interesadas en efectuar un servicio público. Me preguntaba por tus perspectivas en ese sentido.
—SPARTA estaba pensado para ayudar a la gente a vivir empleando todo su potencial, para que pudieran elegir por sí mismos.
—Una receta del egoísmo.
—También servimos a los que sólo están sentados y leen —dijo Blake con impertinencia—. Aceptémoslo. Jack, tú y yo no tenemos que preocuparnos por el pan que comemos. Tú hiciste tu fortuna vendiendo agua en Marte; si no ocurre ningún desastre, yo heredaré la mía. Los libros son mi afición. Hacer el bien con los Tappers es la tuya.
Noble meneó la cabeza una vez, con gesto vivo.
—Nuestro propósito es un poco más serio. Creemos que el mundo, todos los mundos, pronto se enfrentarán a un reto sin precedentes. Nosotros hacemos lo que podemos para prepararnos para ese acontecimiento, para descubrir al hombre o a la mujer…
Blake se inclinó hacia él de un modo imperceptible, más relajado, con una expresión de franco interés. Era uno de los trucos conocidos por los adeptos socialmente, uno de los trucos que había podido aprender en SPARTA.
Y casi funcionó, antes de que Noble se recobrara.
—Bueno, estaba a punto de aburrirte —dijo—. Por favor, discúlpame, de verdad te deseo la mejor suerte. Me temo que debo irme.
Blake observó al hombre alejarse apresuradamente. En un rincón de la sala, su padre alzó una ceja en gesto interrogativo; Blake le sonrió animado.
Interesante intercambio. Jack Noble sin duda había confirmado la sospecha de Blake de que los Tappers no eran lo que parecían. Mediante discretas preguntas a sus padres y a los amigos de éstos, Blake ya había recopilado la lista de la docena de hombres y mujeres que actualmente se encontraban en los registros de los Tappers, y había investigado sus antecedentes. Las circunstancias y ocupaciones eran muy variadas —un educador, un magnate industrial, un conocido director de orquesta sinfónica, un psicólogo del conocimiento, un médico, un neurocientífico— pero tenían en común algo más que su interés por estimular a la juventud, y esto también parecía una extraña coincidencia: todos los Tappers habían tenido antepasados que abandonaron Inglaterra en el siglo XVII, después de haber sido arrestados como «Ranters».
Blake prosiguió sus investigaciones cuando se trasladó a Londres. En la sala de lectura donde Karl Marx había escrito Das Kapital, Blake tropezó con una información preocupante referente a los Ranters.
Bajo el gobierno de Cromwell, según un observador perturbado, «las herejías caen sobre nosotros como un enjambre, como las orugas de Egipto». Especialmente perniciosos eran los Ranters, que se concentraban en Londres y se dedicaban a causar tumultos, embriagarse y gritar obscenidades, así como frases que parecían inocentes pero que poseían algún significado especial para los iniciados, como por ejemplo «todo está bien». Los Ranters despreciaban las formas tradicionales de religión y declaraban extáticamente y en voz alta que Dios se hallaba en todas las criaturas y que toda criatura era Dios. Igual que sus contemporáneos los Diggers, los Ranters creían que todas las personas poseían el mismo derecho a la tierra y la propiedad, y que debería haber una «comunidad de bienes». No sólo compartían los bienes y los inmuebles. «Somos puros, dicen, y por tanto todas las cosas son puras para nosotros: el adulterio, la fornicación, etc…»
Las autoridades actuaron con dureza. Algunos Ranters murieron en prisión. Otros, se arrepintieron. Algunos, empujados a esconderse, adoptaron idiomas secretos y, clandestinamente, siguieron haciendo propaganda y reclutando gente. Otros, como es evidente, partieron hacia el Nuevo Mundo.
Su legado era el de una herejía suprimida salvajemente que había persistido en Europa desde el primer milenio, conocida en su apogeo como la Hermandad del Espíritu Libre, cuyos adeptos se hacían denominar prophetae. Los grandes temas de esta esperanzada herejía eran la libertad, el amor, el poder de la humanidad; podían encontrarse expresiones explícitas de sus sueños en los libros proféticos de la Biblia, escritos ocho siglos antes de Cristo, y repetidos en el Libro de Daniel, en el Libro de la Revelación, y en otros muchos textos oscuros. Estas visiones apocalípticas predecían la venida de un salvador sobrehumano que elevaría a los seres humanos al poder y la libertad de Dios, y establecería el Paraíso en la Tierra.
Pero los miembros del Espíritu Libre eran impacientes con las visiones; querían el Paraíso ya. En el norte de Europa, repetidamente se alzaban en revuelta armada contra sus amos feudales y las autoridades de la iglesia. El movimiento fue aplastado en 1580, pero no erradicado. Estudiosos posteriores pudieron investigar sus conexiones —por influencia, si no como culto vivo— con Nietzsche, con Lenin, con Hitler.
Por lo que sabía de los Tappers, Blake sospechaba que el Espíritu Libre seguía vivo, no sólo como idea sino como organización, tal vez muchas organizaciones. Los Tappers estaban en contacto con otros iguales que ellos en otros continentes de la Tierra, en otros planetas, en las estaciones espaciales, las lunas y los asteroides.
¿Con qué fin?
SPARTA tenía algo que ver con esa finalidad. La mujer que se hacía llamar Ellen Troy había tenido algo que ver con esa meta. Pero los intentos que Blake había realizado para saber más, a través de los métodos ordinarios de investigación, habían tropezado con un muro en blanco.
Existía en París una sociedad filantrópica conocida como los Atanasios, cuya labor consistía en alimentar a los hambrientos, o al menos a unos cuantos de ellos que eran seleccionados. La misma dirección de París albergaba una pequeña compañía editora especializada en libros de arqueología, desde trabajos eruditos hasta tomos de sobremesa llenos de hologramas en color de ruinas, una lista que se remontaba hasta las glorias del antiguo Egipto. En la junta de la compañía, que se denominaba Editions Lequeu, se encontraba uno de los Tappers.
Blake se olió otra conexión: el nombre Atanasio significaba «inmortal» en griego, pero también había sido el nombre de uno de los primeros estudiosos de los jeroglíficos, el sacerdote jesuita Atanasio Kircher. Cuando el trabajo para Sotheby’s llevó a Blake a la Biblioteca Nacional de París, utilizó la excelente oportunidad para efectuar un poco de investigación privada…
Blake paseaba por las amplias aceras del Boulevard Mich. Las anchas hojas verdes de los castaños se abrían como manos con cinco dedos sobre su cabeza; la brillante luz del sol se filtraba en las profundas sombras bajo los árboles. La luz tenía un matiz verdoso. Mientras caminaba, reflexionaba sobre sus opciones.
Las universidades urbanas atraen a gran cantidad de personas sin hogar, y la Universidad de París nunca había sido una excepción. Se aproximó a él una mujer, vestida con andrajos, de unos treinta años quizás, y arrugada como una manzana pasada, pero hermosa no mucho tiempo atrás.
—¿Habla inglés? —le preguntó ella en dicho idioma, y después, también en inglés—: ¿Habla alemán?
Blake le puso unos billetes de color en la mano y ella se los metió con gesto rápido en la cintura de la falda.
—Merci, monsieur, merci beaucoup. —Y en inglés otra vez—: Pero guarde la cartera, señor, los africanos le robarán. Las calles están repletas de africanos, tan negros como son, tan grandes, debe protegerse…
Blake pasó por delante de la terraza de un café donde otra mujer, tiznada su cara infantil y desgreñado el cabello, entretenía a los clientes con una imitación de Shirley Temple, bailando The God Ship Lollipop con energía demoníaca. La gente le arrojaba dinero, pero ella no se marchó hasta que hubo terminado su desventurada actuación.
Un africano corpulento se acercó a Blake y le ofreció venderle un ornitóptero de plástico a cuerda.
Una hilera de hombres entre veinte y treinta años, con barba, la cara morena salpicada de ampollas rojas reventadas, estaban sentados en la acera y descansaban apoyados en la verja de los jardines de Luxemburgo. No le ofrecieron ni le pidieron nada.
Blake llegó a Momparnasse. En el horizonte, sobre los tejados centenarios de la ciudad, se elevaba un anillo de altos edificios que encerraba el centro de París como una empalizada. El muro de cemento y cristal cortaba el paso a la poca brisa que corría, aprisionaba el aire fétido del verano en el estancado Sena. A su alrededor, el eterno tráfico de París era como un torbellino, más silencioso y con menos humo ahora que todos los vehículos eran eléctricos, pero igual de rápido y agresivo que siempre; había un constante chirrido de neumáticos, acompañado de los gemidos y relinchos de las bocinas al intentar los conductores apartarse unos a otros, e interceptarse el paso sólo mediante el ruido y la furia. París: la ciudad de la luz.
Blake dio media vuelta y volvió por el mismo camino. Esta vez el africano no trató de venderle ningún ornitóptero. Shirley Temple iniciaba un nuevo espectáculo, más abajo en el bulevar. La mujer con la cara arrugada se acercó a él de nuevo, en blanco su memoria.
—¿Habla inglés? ¿Habla alemán?
Blake sabía lo que tenía que hacer a continuación: tenía que encontrar la manera de ingresar en el Espíritu Libre. Aunque los Tappers conocían demasiado bien a Blake Redfield, había otras ramas de ese culto internacional que no sabían quién era; la juventud sin hogar de Europa era un recipiente profundo de almas maleables. Después de pasar tres días en París, no le cabía ninguna duda de que las Editions Lequeu y la Sociedad Atanasia eran la misma organización. Los Atanasios podrían considerar que un hombre abandonado que sentía fascinación por las cosas egipcias era una pieza especialmente atractiva.
Antes de que Blake pudiera ejecutar su plan, tenía que regresar a Londres para terminar un trabajo…
Habían transcurrido casi dos años desde que Blake viera a Ellen Troy en el Gran Conservatorio Central. En una subasta de Sotheby’s, Blake había accedido a representar a un comprador de Puerto Hesperus, en la que resultó ser una puja con éxito para adquirir una valiosa primera edición de Los siete Pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence. Después, mientras transportaba el libro a Puerto Hesperus, el buque Star Queen había sufrido un accidente fatal.[1]
Cuando Blake se enteró de quién había sido nombrado para investigar el incidente, inmediatamente encargó un pasaje para Venus; fingió que lo hacía para vigilar la seguridad de la propiedad de su cliente, pero en realidad lo hizo para ver al inspector de la Junta Espacial que llevaba el caso del Star Queen, la propia Ellen Troy. Esta vez Blake hizo que a ella le fuera imposible esquivarle.
Así, en Puerto Hesperus, en aquella sala del transformador del huso central de la esfera del jardín, Blake pudo, por vez primera, compartir con su antigua compañera de escuela, Linda, la asombrosa información que tenía.
—Cuanto más estudio este tema, más conexiones encuentro y más lejos se remontan —le dijo Blake—. En el siglo XIII, se les conocía como adeptos del Espíritu Libre, los prophetae; pero cualquiera que sea el nombre que hayan utilizado, jamás han sido erradicados. Su meta siempre ha sido el bien. La perfección de esta vida. Supermán.
Pero cuando Sparta le preguntó por qué habían intentado matarla, Blake sólo pudo conjeturar que era porque había aprendido más de lo que tenía que aprender.
—Creo que supiste que SPARTA era más que lo que tus padres proclamaban…
—Mis padres eran psicólogos, científicos —protestó ella.
—Siempre ha existido un lado oscuro y un lado claro, un lado negro y un lado blanco —replicó él.
Cuando Blake se vio obligado a dejar a Sparta en Puerto Hesperus para regresar a la Tierra, se fue con la renovada determinación de infiltrarse en el «lado oscuro» del Espíritu Libre, lo antes posible…
Eso había sido cuatro meses antes. Sparta no había sabido nada de él desde entonces; hasta que recibió aquel breve y enigmático mensaje en un momento en que se encontraba demasiado atareada como para ocuparse de ello.