Primera parte
A LA BÚSQUEDA DEL TIEMPO PERDIDO

1

Sparta cerró los ojos, se estiró en la bañera y dejó que la barbilla rozara la línea del agua. En el umbral del sonido, el agua siseaba. En las pestañas se le condensaban pequeñas gotitas de agua; unas burbujas invisibles le hacían cosquillas en la nariz. En el aire flotaba un leve olor a sulfuro.

La formulación química exacta de los minerales en el agua se le apareció de manera espontánea en la mente; cada día cambiaba, y hoy la mezcla del agua imitaba los baños de Cambo-les-Bains, en el País Vasco francés. Sparta analizaba sin darse cuenta el ambiente allí adonde iba. Era un reflejo.

Flotaba con facilidad, ella pesaba menos, y el agua también, de lo que habrían pesado en la Tierra. Se encontraba muy lejos de la Tierra. Los minutos transcurrían y el agua caliente la mecía y la aletargaba mientras saboreaba la noticia que había estado esperando durante tanto tiempo y que no había recibido hasta ese día: las órdenes del cuartel general de la Junta Espacial que le indicaban que su misión aquí había concluido y que la reclamaban en la Central de la Tierra.

—¿Es usted Ellen? —La voz era suave, tentativa, pero cálida.

Sparta abrió los ojos y, entre el vapor, vio a una mujer joven, de pie, desnuda salvo por la toalla que le envolvía la cintura. Llevaba el lacio cabello largo recogido en un moño.

—¿Dónde está Keiko?

—Keiko hoy no ha podido venir. Soy Masumi. Si le parece bien, le haré yo el masaje.

—Espero que Keiko no esté enferma.

—Se trata de un asunto legal sin importancia. Me ha pedido que me disculpe por ella, con toda sinceridad.

Sparta escuchó la voz dulce de la mujer. No oyó más que la simple verdad. Se levantó de la bañera. Su tersa piel, sonrosada por el calor, brillaba a la luz filtrada procedente de la terraza. La luz difusa se derramaba sobre su figura menuda de bailarina, sobre sus pequeños senos, sobre su estómago y abdomen planos y sus esbeltos y duros muslos.

El cabello rubio despeinado, empapado donde había estado sumergido, le caía liso hasta la línea de la mandíbula; lo llevaba cortado de forma tal que demostraba poco interés por la moda. Sus gruesos labios estaban siempre separados, probando el aire.

—Tome, una toalla —dijo Masumi—. ¿Le gustaría ir a la terraza de arriba? Todavía nos queda una hora de luz de Venus.

—Sí, claro.

Sparta siguió a la mujer por delante de la hilera de humeantes bañeras y escaleras arriba hasta la azotea, secándose el agua de los hombros y de los senos mientras caminaba.

—Disculpe un momento, por favor. Olvidaron entrar las mesas antes de la última lluvia.

Masumi hizo caer el agua que cubría la mesa para masajes y la secó, mientras Sparta permanecía de pie junto a la barandilla baja, eliminando las últimas gotas de agua que le quedaban en los costados y las pantorrillas.

Contempló el paisaje de casas y jardines de Puerto Hesperus que se extendía más abajo. Los tejados planos descendían de forma escalonada, como los tejados de una aldea griega en una empinada ladera; cada casa poseía su patio interior con árboles de cítricos y plantas con flores. En la parte inferior de la colina se encontraban las calles principales de la ciudad, y entre ellas había jardines de exótica vegetación y elevados árboles, pinos gigantescos y abetos, altos álamos y amarillos ginkoes. Estos famosos jardines, diseñados por Seno Sato, eran lo que convertía a Puerto Hesperus en destino que merecía una visita turística.

Las calles y los jardines ascendían curvándose hacia la izquierda y la derecha y se unían muy por encima de la cabeza de Sparta. Detrás de ella y a ambos lados, una enorme concavidad hecha de tablillas de vidrio se elevaba y abarcaba las casas y los árboles en un único globo. A medio kilómetro en el cielo cercado, un huso metálico hacía girar esta esfera de vidrio y metal, plantas y gente; alrededor del reluciente huso, el poblado globo giraba dos veces por minuto.

A la derecha de Sparta, la luz del sol se derramaba en el interior de la esfera. A su izquierda, un arco de Venus relucía como un escudo pulido; las blancas nubes del planeta no mostraban ningún detalle, parecían no moverse, aunque eran arrastradas por vientos supersónicos. Sobre la cabeza de Sparta, el sol rivalizaba con el reflejo de Venus: un millón de reflejos, uno en cada tablilla, que giraban en torno al eje de Puerto Hesperus.

La estación de órbita elevada tardaría otra hora en pasar sobre el hemisferio iluminado y entrar en la noche. Según el sol natural, los días de Puerto Hesperus sólo duraban unas horas, pero la gente creaba su propio tiempo.

—¿Querría que trabajara algo en particular? —preguntó Masumi—. Keiko mencionó que tenía frecuentes dolores de cabeza.

—Parece que tengo mucha tensión en la base del cráneo.

—Si hace el favor de tumbarse…

Sparta se tumbó sobre la mesa con la mejilla apretada contra la almohadilla. Cerró los ojos. Oyó que la mujer se movía cerca de ella, preparando las cosas: el aceite, las toallas, el taburete en el que se subiría cuando tuviera que llegar a la parte inferior de la espalda de Sparta desde arriba. Con su agudo oído, Sparta oyó el casi inaudible ruido que hacía el oloroso aceite al verterse sobre las manos de Masumi, oyó el ruido más fuerte que hizo Masumi al golpearse con viveza las palmas de las manos y calentar el aceite…

El calor de las palmas de las manos de Masumi se quedó suspendido a dos centímetros de los hombros de Sparta; luego descendió con fuerza y haciendo vibrar la musculatura… A medida que transcurrían los minutos, los fuertes dedos y el dorso de las manos se hundían en los músculos de la espalda de Sparta en toda la longitud de su tronco, desde los hombros hasta las nalgas, y hasta los hombros otra vez, y por los brazos hasta los dedos vueltos hacia arriba y ligeramente curvados.

Allí Masumi vaciló. Detenerse en este momento al efectuar un masaje, justo después de un comienzo fuerte, no era propio de una masajista alerta y preparada… pero Sparta estaba acostumbrada a ello y esperó la pregunta.

—¿Se hizo alguna herida?

—Un accidente de tráfico —murmuró Sparta con la mejilla apretada contra la mesa—. Cuando tenía dieciséis años. Hace casi diez. —Era una mentira repetida tan a menudo, que a veces olvidaba que lo era.

—¿Injertos de hueso?

—Algo así. Refuerzos artificiales.

—¿Tiene sensibilidad?

—Por favor, no te preocupes —dijo Sparta—. Keiko suele apretar a fondo. Me gusta.

—Muy bien.

La mujer reanudó su trabajo. Los repetidos largos golpes de las manos de Masumi sobre la piel desnuda de Sparta le hicieron entrar en calor; se sintió hundirse cálidamente en la mesa acolchada, bajo el cálido sol, la calidez reflejada de Venus y la calidez circulante de la gran esfera de la estación espacial. Bajo las hábiles manos de Masumi, no tardó mucho en quedar absolutamente relajada.

Los párpados de Sparta se abrieron al sentir una aguda punzada de dolor, cuando los dedos de Masumi presionaron un nudo que tenía en el hombro derecho. Bajo la insistente presión de los dedos de la masajista, los músculos tensos de Sparta poco a poco fueron aflojándose… no sin la cooperación voluntaria de ésta. Y cuando por fin el nudo se deshizo, sintió una desacostumbrada oleada de emoción…

Ella podría ser la más grande de todos nosotros

Se resiste a nuestra autoridad

William, es una niña

Resistirse a nosotros es resistirse al Conocimiento

Un gruñido se escapó de los labios separados de Sparta. Masumi prosiguió su trabajo, sin efectuar ningún comentario. Bajo los efectos del masaje profundo de los tejidos, la gente a menudo aliviaba de manera involuntaria momentos de angustia pasada; dejar resurgir esos recuerdos formaba parte del proceso.

Sparta había aprendido pronto esa lección poco después de su primera visita al espacio; era la razón por la que se había acostumbrado al estilo de masaje de Keiko. Las manos expertas de Keiko no sólo le habían aliviado el dolor del cuerpo, sino que le habían permitido ahondar más en sus recuerdos enterrados, igual que Masumi hacía ahora.

Recuerdos y mentiras. Falsos recuerdos.

Las voces que oía eran las voces de las personas que habían tratado de borrar todos sus recuerdos. Habían intentado arrancárselos con un cuchillo. No querían que recordara lo que le habían hecho. No querían que recordara a sus padres, que ni siquiera se preguntara qué había sido de ellos. Y al final, no habían querido que viera. Habían hecho todo lo posible para matarla; lo habían intentado una y otra vez.

Un médico compasivo había reparado todo lo que había podido, pero cuando actuó ya habían transcurrido varios años.

Las capacidades somáticas de Sparta habían sobrevivido. Podía hacer cosas que no recordaba haber aprendido a hacer. Habían interferido en su cuerpo de un modo que sólo comprendía parcialmente. En su memoria quedaban muchos hechos de antes de la intervención, pero sólo unos fragmentos de después; las cosas se le aparecían en momentos extraños, en contextos extraños. No obstante, sabía que no quería ser lo que había sido.

Sparta adoptó un nuevo nombre, una nueva identidad, un nuevo rostro.

Después, ellos se enteraron de quién era y de dónde se encontraba.

Ella no sabía quienes eran, excepto uno de ellos, que ahora se hallaba incapacitado de modo permanente y no representaba un estorbo y otro, al que más temía y odiaba. Sparta no sabía si lo reconocería cuando conviniera.

Las manos de Masumi se hundieron de nuevo en sus hombros. Sparta flotaba en el dolor y se dio cuenta de que empezaba a tener sueño. Cerró los ojos. Oyó unas voces animadas —en inglés, árabe, japonés, ruso, voces de niños algunas de ellas— que venían de lejos, de las bulliciosas calles que flanqueaban los jardines de Sato.

Otro recuerdo acudió a su mente, éste de menos de un año. La primera vez que había puesto los ojos en los hermosos jardines de Sato se encontraba escondida en la sala del transformador dentro del huso central, atisbando a través de una reja. No se encontraba sola. Con ella estaba un hombre que la había perseguido y hallado, con quien no había hablado desde su vida anterior, en quien no confiaba pero quería hacerlo. Su nombre era Blake Redfield; era casi de su edad y, como ella, había sido elegido para los experimentos, aunque a él no le habían hecho lo que a ella. Ocultándose de enemigos aún desconocidos en la sala del transformador, Blake le había contado lo que sabía del pasado de ella, del proyecto SPARTA que les había unido y del que ella sacó su nombre secreto. En aquella ocasión habían escapado de sus perseguidores, pero se hallaban lejos de estar fuera de peligro.

Pasó casi una hora pensando en Blake, pensamientos que alternativamente agradaban y asustaban a Sparta. Cuatro meses atrás, Blake la había abandonado para regresar a la Tierra, advirtiéndole que no tendría noticias suyas durante un tiempo, pero negándose a decirle por qué. Sparta no había sabido nada de él desde…

Masumi levantó las manos y dijo:

—Ahora descanse un momento. Cuando se sienta cómoda dese la vuelta.

Después de efectuar una larga y profunda inspiración, Sparta se puso de espaldas. Por un momento, como siempre, se sintió terriblemente expuesta.

Masumi estaba detrás de su cabeza y se la sostenía con ambas manos, moviéndola con suavidad de un lado al otro, estirándole los músculos del cuello y efectuando un lento masaje hasta los hombros.

Cuando sus manos pasaron al pecho y las costillas de Sparta, ésta abrió los ojos con involuntario temor. Bajo su diafragma había estructuras artificiales que eran sensibles al tacto. Sparta hizo esfuerzos para relajarse, para dejar que las manos de Masumi se desplazaran sobre los músculos oblicuos de su abdomen, procurando que no se revelara su extraño interior.

Las manos experimentadas de Masumi percibieron su tensión y apenas rozaron la superficie del estómago de Sparta, bajando hasta los muslos. Sparta dejó escapar un suspiro inaudible y cerró los ojos para ver planetas y soles que giraban, los árboles de los jardines que crecían al revés y de lado.

Muchos minutos más tarde, las manos de Masumi abandonaron el cuerpo de Sparta. Masumi cubrió suavemente los ojos cerrados de la joven con el extremo de la sábana y dijo:

—Relájese un rato antes de levantarse. Duerma, si quiere.

Sparta escuchó a Masumi recoger sus cosas y alejarse sin hacer ruido. Ella permaneció tumbada tranquilamente, notando una corriente de aire fresco procedente de las ventanas a medida que el sol iba desapareciendo a un lado y el disco de Venus se convertía en una medialuna. Puerto Hesperus se estaba acercando al límite de iluminación.

Sparta vio mentalmente el universo que giraba. Las estrellas se transformaron en pedazos de cristal coloreado, moviéndose sobre sí mismas y cambiando de forma mientras giraban y caían de un modo tan regular e infinitamente variable como los copos de nieve o las figuras de un caleidoscopio. Los colores se hicieron cada vez más brillantes, y cada vez giraban más y más deprisa…

Sparta dormía. Los colores que giraban se desvanecieron y los fragmentos de cristal que revoloteaban se convirtieron en hojas danzantes, un ciclón de otoño que la absorbía hacia su vértice. Ella se aferraba, presa del vértigo, a la balsa que caía. Las paredes del túnel giratorio eran rayos de luz verde y sombra negra, no acuosos y resbaladizos sino infinitamente abiertos, con un millón de mirlos volando a través del cielo verde de un amanecer de primavera.

Miró hacia abajo, se vio obligada a mirar hacia abajo, dentro del embudo, a causa de la inclinación de la balsa a la que se aferraba. El ojo del vórtice se desvanecía con tanta rapidez como ella caía hacia él; había una oscuridad infinita hacia la que descendían los infinitamente numerosos mirlos, acompañados de un coro resonante de estridentes chillidos, mezclándose la negrura de estos con la oscuridad, y reverberando sus gritos en sus propios cuerpos blandos.

La oscuridad se calentó y los gritos aumentaron: Rrrr, rrr, rrr, rrra, rraa, raaa, rrre, rree

Los mirlos que giraban empezaron a desintegrarse y sus pedazos a unirse. La negrura, abajo, era púrpura y palpitaba como un corazón. Una infinidad de pedazos de curva negra pasaba volando, pedazos de látigo negro, pedazos de mancha negra, que resbalaban por la espiral de argonauta hacia el corazón que ahora empezó a brillar como un ladrillo caliente.

Y el estallido del coro hierático: RRRREEE RRRREH

Y los signos que giraban, formaban hilos de luz negra y se ensartaban como abalorios. El corazón infinito, abajo, se elevó a través de la escala de color mientras las gargantas del coro se henchían: UHHHHHHH, SSSSS, IIIII, YUHHHHH, MMMMM, JUIHHHHH, THEHHH

Los signos que giraban eran signos, y los hilos con abalorios emitían sonidos, al ser tragados y convertidos en cenizas por el corazón que se había convertido en un feroz ojo del color del sol, un ojo hacia cuya boca ella se acercaba a la velocidad de un meteoro.

El coro de signos estaba en todas partes, y cada signo caía para ser consumido como un copo de nieve primaveral en el turgente campo blanco de sol palpitante, arrojando su esencia con una vibración cuando expiraba: QUEEEE, EEERRR

Ella se hundió en el fuego. Estaba helado. Los explosivos gemidos y rugidos sin sentido adquirieron de pronto significado: «QUE HERMOSA ERES, EN EL HORIZONTE ORIENTAL…» Un golpe de tambor rugió y ahogó el coro.

Sparta despertó sobresaltada, latiéndole el corazón con violencia.

Una galaxia de luces de color la rodeaba en la oscuridad arqueada; Puerto Hesperus se remontaba a través del hemisferio oscuro de Venus. La silueta de una masa más oscura se destacaba en el crepúsculo, acercándose a ella con la mano extendida…

… entonces Sparta, sobrecogida de temor, bajó de la mesa, agazapándose, desnuda, en las tablas de detrás, preparada para luchar.

—Oh, señorita, lo siento muchísimo. —Era Masumi, vestida con una túnica de algodón azul oscuro. Les he dicho que no podían molestarla, pero han dicho que se trata de una emergencia.

Sparta se asustó; el corazón seguía latiéndole con violencia. Cogió el intercomunicador que Masumi había dejado en el vestuario, y se lo llevó al oído.

—Aquí Troy.

—Comunicado oficial de la Junta: tenemos un problema en la superficie. El monte Maxwell está en erupción. Ve a Dragón Azul, ASAP.

Diez minutos más tarde se encontraba en la sala de control de la Empresa Minera para la Prosperidad Mutua Dragón Azul, escudriñando las pantallas de vídeo que, en lugar de mostrar vistas de la superficie de Venus, estaban llenas de nieve electrónica.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sparta al hombre que se hallaba ante la consola.

—Acabábamos de establecer contacto, cuando todo se ha desconectado. Al principio hemos pensado que era el relámpago de la erupción; pero se trata de algo más que simples parásitos atmosféricos. No podemos captarlos a través de ningún canal.

—¿Los MVTP?

—Lo mismo. No cogemos nada.

—¿Cuánto hace que estáis en PS?

—La pérdida de señal se ha producido hace trece minutos.

—¿Qué habéis hecho?

—Hemos pedido robots MVTP adicionales a la Base Dragón.

—Eso tardará mucho.

La respuesta de Sparta fue instantánea. Los robots MVTP —robots Mineros de Venus para Trabajos Pesados, autopropulsados y dirigidos por control remoto desde Puerto Hesperus— eran enormes escarabajos de metal que, aun a su elevada velocidad máxima sobre la superficie tosca del planeta, tardarían horas en recorrer aquella distancia.

—Tenemos que ir.

—Yo no puedo tomar esa decisión —dijo el controlador.

—No tienes que hacerlo —dijo Sparta—. Carga el Rover Dos en la lanzadera tripulada e indica al control de lanzamiento que esté preparado.

El controlador se volvió para protestar.

—El CEO ha dado órdenes explícitas…

—Dile a tu CEO que me remiré con él en la bahía de lanzamiento de la lanzadera. Quiero tener preparado un piloto de rover y quiero que la secuencia de prelanzamiento esté en marcha cuando llegue a la sala de preparación, ¿entendido?

—Como usted diga, inspectora Troy. Pero ni siquiera la Junta Espacial puede ordenar a un piloto de rover que baje si no quiere.

—Habrá algún voluntario —dijo ella.

Mientras flotaba por el ingrávido corredor central de Puerto Hesperus hacia las instalaciones de la lanzadera de la estación espacial, su intercomunicador sonó suavemente:

—Aquí Troy.

—Comunicado oficial de la Junta, inspectora. Acabamos de recibir un faxgrama dirigido a usted. ¿Lo quiere ahora?

—Adelante.

—Después del código, el texto dice: «Juguemos al escondite otra vez, si estás de humor y me prometes jugar limpio». Eso es todo. No lleva firma. El remite está en clave.

—Está bien, gracias.

Sparta no necesitaba saber de dónde procedía el faxgrama. Con su habitual inoportunidad, Blake Redfield había elegido este momento para reaparecer. Quería jugar. Pero ahora ella no tenía tiempo para el juego del escondite.