PRÓLOGO

Dare Chin no era un hombre nervioso, pero esa noche estaba irritable. La causa principal era aquella maldita placa, la infame placa marciana. Había sido descubierta diez años atrás, en algún lugar cerca del borde del casquete polar norte; nadie sabía exactamente en qué lugar, porque el tipo que la había encontrado quiso mantenerlo en secreto. Y lo había logrado, hasta que voló por los aires en un accidente que sufrió al perforar.

La placa era un fragmento de aleación, pulido como un espejo, del tamaño de un plato, con una serie de líneas con símbolos indescifrables grabadas en ella. Su descubrimiento y autenticación habían mostrado que unos seres que sabían escribir —todo el mundo suponía que las inscripciones eran escritura, aunque nadie lo había demostrado— rondaban por Marte desde mil millones de años antes de que los humanos evolucionaran en la Tierra.

En este momento, la placa se encontraba en el piso de abajo del Ayuntamiento, lugar donde había permanecido la mayor parte de los últimos diez años. No era una copia, como habría sido lo sensato, sino el objeto real, único en el universo, que se supiera, y por tanto de un valor verdaderamente incalculable. La explicación que se daba para exponer el objeto original en lugar de una copia, era que se trataba de una de las atracciones que llevaba turistas a Marte, y, de todos modos, ¿quién iba a robarlo?

Esa noche, Chin se quedó hasta tarde para custodiar la placa. Tenía cosas mejores que hacer, o, al menos, otras cosas que hacer. Chin era el ayudante del alcalde de Labyrinth City, la colonia más grande de Marte, una ciudad que necesitaba agua, en un planeta donde la poca que había pasaba directamente del hielo al vapor en una atmósfera seca y enrarecida, una ciudad cuyos habitantes necesitaban respirar oxígeno en un planeta donde la presión atmosférica era menos del uno por ciento de la de la Tierra, y necesitaban estar calientes en un planeta en el cual, durante las olas de calor, la temperatura ascendía a cinco grados centígrados bajo cero, una ciudad que necesitaba deshacerse de las aguas fecales en un planeta donde no existían microorganismos naturales para digerirlas.

Además de enfrentarse con estos problemas diarios de la infraestructura de la ciudad, sus administradores tenían que gobernar a un ingobernable grupo de residentes que no podían mezclarse, de los cuales una tercera parte la constituían ciudadanos permanentes, los gamberros de la clase trabajadora; otra tercera parte estaba de paso y la formaban, principalmente, turistas; y una última tercera parte era flotante y consistía en tipos como torres de marfil, científicos, y agresivos miembros del Consejo de los Mundos.

El montón de copias duras, amarillas, que había sobre el escritorio de Dare Chin, habría conducido a cualquier administrador que creyera en la perfectibilidad de la humanidad —como se suponía que creía él, ya que era miembro con carné del Partido Interplanetario de los Trabajadores Socialistas— a la ira, las lágrimas, la depresión suicida o a las tres cosas. Los gamberros locales, en una proporción de dos hombres por cada mujer, se emborrachaban y se herían unos a otros cada fin de semana. Los turistas eran engañados cada día, robados o mortalmente insultados. Los científicos y burócratas, que se suponía que poseían la mejor de las educaciones, tenían la moral de los gatos salvajes y pasaban sus horas libres intercambiando esposas, compañeras e hijos.

Tomemos el caso de la ficha de espera que tiene, ahora, un matrimonio de tres entre una geóloga, una hidróloga y un hidrólogo: rompían porque la estancia de la geóloga para el Proyecto de Formación de Tierra en Marte había concluido, su contrato no había sido renovado y quería embarcar hacia la Tierra llevándose a su hija consigo… Ella había dado a luz a la niña que era producto de la fusión de gametos entre ella y la otra mujer; el esposo y «padre» legal no había aportado nada genéticamente, pero apoyaba a su colega hidróloga en la lucha por la custodia; a ellos dos aún les quedaban dos años de contrato de trabajo. Chin deseaba que todos pudieran regresar a Estrasburgo, de donde procedían, y se pelearan allí.

Pero como había contratos de por medio, tenía que tomar una decisión administrativa antes de que el caso pasara al tribunal civil de la Estación de Marte. Entretanto, cuatro personas infelices pasaban otra noche juntos en la maraña de cristal verde de Labyrinth City. Chin esperaba que todos salieran vivos de allí. En este momento tenía que pensar en otras cosas más urgentes.

La rubia alta que le estaba mirando con furia desde el otro lado de su escritorio, no lo hacía más fácil. Tenía la complexión delgada y vigorosa de los que llevaban mucho tiempo en Marte, y una red de finas arrugas alrededor de los ojos que indicaba que pasaba mucho tiempo aguzando la vista para ver a lo lejos. Llevaba el traje presurizado de polilona marrón estándar, con el casco colgado informalmente del cinturón.

—Esta noche no puedes ponerme excusas, Dare —decía la mujer, a un volumen cercano al grito.

—Cualquier noche menos hoy.

Él y Lydia Zeromski habían sido amantes durante casi los tres últimos años; eso, según su experiencia, era todo el tiempo que duraba la paciencia de una mujer.

—Esta noche —dijo ella—. Mañana me marcho de viaje. ¿Voy a tu casa cuando regrese? ¿O me despido de ti antes de marcharme?

Él se levantó y se acercó a ella, con las manos abiertas en ademán de súplica.

—Lydia, entre nosotros no ha cambiado nada. Pero no intentes presionarme en este momento. Tengo una tonelada de trabajo. Además de tener que preocuparme del tipo de abajo.

—¿Ese gordo?

—Ha sacado del estuche nuestro pedazo de metal más venerado…

—Y tienes miedo de que se le caiga y le haga una abolladura.

—Sí, claro. —Chin suspiró exasperado. La placa marciana era más dura que el diamante, más dura que cualquier material que los humanos supieran fabricar, como todo el mundo bien sabía; abollarlo no era un problema—. Vete de aquí. Hablaré contigo antes de que te marches.

—Olvídalo.

Se puso el casco, un movimiento tan practicado como ponerse unas gafas de sol. Se detuvo en el umbral de la puerta y le lanzó una última mirada furiosa, pero no dijo nada. Mientras se daba la vuelta y se alejaba rápidamente, cerró la placa frontal del casco.

Chin oyó sus pasos en el corredor mientras descendía la escalera hasta la planta baja. Se quedó mirando el oscuro pasillo al que daba su despacho, intentando ordenar sus pensamientos.

El rostro pequeño de Chin era atractivo; tenía el cabello negro y los ojos oscuros, y una boca grande y firme, ahora con el gesto torcido. Era un hombre alto, con una complexión esbelta por naturaleza, que se mantenía delgada —igual que la de Lydia— por veinte años de vida a un tercio de G. Era la complexión típica de los marcianos porque, si bien era fácil llevar masa de sobra a pocas G, era innecesario e incluso podía ser peligroso acarrear mucha grasa y músculo de más.

A través de la pared exterior de cristal, Chin observó una linterna en la calle barrida por el viento; el resplandor amarillo de la linterna de un patrullero osciló a través del cristal verde, como los órganos fosforescentes de algún pez del fondo del mar. Mientras la observaba, la luz reanudó su lento movimiento. Chin consultó su reloj: las veinte cero ocho. La vieja Nutting era regular como un reloj de cesio.

Volvió a su escritorio y se sentó. Se recostó en la silla, levantando la vista para mirar a través del techo de cristal, hacia la vasta sombra de la bóveda de piedra arenisca que se arqueaba en lo alto. Más allá del techo de piedra natural brillaban diez mil estrellas, inmóviles: puntos brillantes y duros en la noche marciana.

¿Qué tenía que hacer con Lydia? Esta pregunta le había atormentado la mayor parte de los tres años en que habían sido íntimos. Ella era más joven que él, y era una mujer apasionada y exigente. Él era un hombre que se sentía más viejo de lo que aparentaba —la gente envejece despacio en Marte, debido a la baja gravedad, siempre que permanezcan fuera del alcance de los ultravioleta— pero a pesar de su aparente madurez, era un hombre aún inseguro de sus deseos y necesidades…

Mentalmente se pellizcó. Esta noche tenía que apartar de su mente sus asuntos personales. Tenía que decidir qué hacer con la información que acababa de obtener.

Sacó las hojas amarillas del fax de debajo del montón de papeles donde las había escondido cuando oyó entrar a Lydia, inesperadamente. Los datos le saltaron a la vista. Los hechos eran interesantes, pero faltaban las conexiones cruciales; Chin sabía lo suficiente acerca de pruebas, para saber lo que se necesitaba ante un tribunal y lo que se necesitaba para tomar una decisión administrativa, y los documentos que tenía ante sí no eran suficientes para ninguna de las dos cosas. Pero existían otras vías de acceso a la justicia.

Poco después de haber llegado a Marte, años atrás, Chin, igual que otros muchos novatos, había conseguido ser engañado con un contrato de trabajo. Lab City, a la sazón, era un lugar más pequeño y más tosco, poco más que un campamento de construcción —no es que ahora no se diera aún el mismo tipo de situación— y un abogado barato le había dado algunos consejos.

—No te molestes en convencerme de que tienes derecho. Eso te lo acepto sin discusión —dijo el abogado—, pero cobrar una liquidación es otra cosa. ¿Hasta dónde estas dispuesto a llegar?

—¿A qué se refiere?

—¿A hacerles creer que estás loco?

—¡Loco!

—Tan loco como para pegar a alguien. O como para incendiar algo. O como para destruir algún equipo costoso. ¿Me captas?

Para diversión de Chin, resultó innecesario litigar o llevar a cabo sus amenazas, así que pareció estar dispuesto a ir lo bastante lejos. Como administrador, había aprendido a considerar esta especie de estrategia paralegal como el «método personal».

Había llegado la hora de utilizar el método personal con Dewdney Morland. Chin salió de su despacho y bajó la escalera hasta la planta baja.

Morland se encontraba de pie, bajo la bóveda, inclinado sobre sus instrumentos. Estaba de espaldas a Chin; las luces de trabajo, colocadas sobre trípodes, se unían a los focos elevados para envolver a la placa marciana y al propio Morland en un círculo de brillante luz blanca. Dewdney Morland, doctor en filosofía, había llegado a Marte una semana antes, precedido de certificados de la Comisión Cultural del Consejo de los Mundos. Las dos últimas noches, cuando el Ayuntamiento cerraba, Morland había instalado su equipo y trabajado hasta el amanecer. Tenía que trabajar de noche debido a que sus instrumentos ópticos eran sensibles a las mínimas vibraciones, como por ejemplo las pisadas…

—¿Qué demonios pasa?

… cuyo temblor ahora hizo que Morland levantara la vista y se girara con enfado.

—¡Usted! ¡Mire lo que ha hecho, Chin! Veinte minutos de grabación estropeados.

La única respuesta de Chin fue una mirada de disgusto rayana en el desprecio.

Morland era un hombre desaliñado, de aspecto pálido y poco saludable, barba irregular y cabello rubio pegajoso que hacia meses no se cortaba; unos mechones se rizaban sobre el cuello de su costosa chaqueta de tweed, la cual hacía tiempo que había perdido su forma. Aquellos bolsillos abultados, Chin lo sabía, contenían una pipa y una bolsa de tabaco desmenuzado, la parafernalia de un hábito que la gente que vivía en ambientes controlados consideraba no sólo ofensivo, sino extraordinariamente arcaico.

—Primero aquella mujer que entra aquí como una tromba, y ahora usted —chilló Morland—. ¿Qué se necesita para que lo entiendan sus cerebros provincianos? Necesito silencio absoluto.

En el suelo, al lado de la silla de Morland, Chin vio una cartera abierta; por lo que podía ver, contenía unas cuantas copias en fax y restos de comida.

—¿Quiere hacer el favor de apartarse, doctor Morland?

—¿Qué ha dicho usted?

—Por favor, hágase a un lado.

—Oiga, ¿quiere que consiga una orden prohibiéndole venir a este recinto mientras estoy trabajando? Puedo arreglarlo rápidamente, se lo aseguro. El edificio ejecutivo del Consejo de los Mundos está a pocos pasos de aquí.

Chin se inclinó hacia delante y su expresión se endureció.

—¡Muévase, gordo —bramó—, antes de que le parta su estúpida cara!

Era una convincente exhibición de furia homicida; Morland retrocedió.

—Esto… eh… mañana informaré de esto a la comisión —dijo de modo entrecortado, mientras se apartaba con rapidez de la vitrina—. Lo lamentará, Chin…

Chin le hizo caso omiso y avanzó para examinar la placa. Ésta descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo, reluciendo bajo los rayos de luz que convergían en ella. El fragmento plateado había sido separado de una pieza más grande por un golpe de fuerza inimaginable, pero nada que le hubiera ocurrido en los mil millones de años transcurridos había dejado en ella el más mínimo arañazo. La perfecta superficie en la que Chin observaba ahora su propio rostro, demostraba que no se trataba de una copia de metal o de plástico, y cuando respiró encima de ella y vio que su aliento turbio oscurecía su reflejo, supo sin tocarla que no era un holograma. Era el objeto real.

Morland seguía gritándole.

—Seguro que sabe, claro —dijo con todo el veneno que pudo reunir—, que incluso la condensación de su inmundo aliento sobre esa superficie hace completamente inútil todo el trabajo que he realizado esta noche. Tendré que esperar horas hasta que…

Chin se irguió.

—Cierre la boca.

—No pienso cerrar…

—He estado hablando de usted con algunas personas, Morland. Ayer, con el Musée de l’Homme —dijo Chin interrumpiendo a Morland—. Con la Universidad de Arizona esta mañana. Hace una hora, con el Museo de Antigüedades Supervivientes de Nuevo Beirut.

Chin sostenía los faxgramas amarillos ante la cara de Morland.

Morland, por primera vez desde que Chin había entrado en la sala, dejó de hablar y miró las hojas con cautela. No pidió leerlas.

—Está bien, Chin. Detesto su conducta primitiva pero ahora, al menos comprendo su patética excusa —dijo con más calma—. Me gustaría recordarle que las penas por libelo están bastante especificadas en el Código Uniforme de…

—No voy a molestarme en decirle nada a nadie respecto a usted, Morland —dijo Chin con frialdad—. Está usted en Marte. —Señaló con la cabeza hacia la pared de cristal más próxima—. Detrás de esa pared no hay suficiente oxígeno. La temperatura de esta noche es de cincuenta grados centígrados bajo cero. Nuestros tubos de presión requieren mantenimiento constante, y de vez en cuando tienen fallos. Si eso sucediera cerca de usted, tendría que coger su traje presurizado…, lo ha traído, ¿verdad? —Chin ya se había fijado en que no lo había hecho—. ¿No? Muchos visitantes cometen ese error; a veces es el último que cometen. Y aunque lleve consigo su traje, no siempre se puede estar seguro de que no tenga algún punto de fuga. Cuando vuelva a ponérselo, tal vez quiera examinarlo con cuidado. —Chin empujó con el pie la cartera abierta de Morland, sin molestarse en mirarla. La cartera era suficientemente grande para contener la placa, para ocultar una copia, para esconder un proyector de hologramas miniatura, y quién sabía qué otros hábiles dispositivos submicroscópicos—. Espero que me haga caso. No tengo ningún interés en difamarle. Sólo quiero darle unos consejos expertos.

Chin dio la espalda a Morland y salió de la sala. Esperaba que Morland le gritaría, amenazándole o protestando. Pero Morland no dijo nada. Quizás el hombre realmente había captado el mensaje.

Lydia Zeromski necesitaba estar sola para lo que iba a afrontar, así que selló su casco y salió directamente a la noche helada.

Labyrinth City se extendía a su alrededor, una confusión de cristal. Pero en el Hotel Interplanetario de Marte, a su derecha, que se erguía en el borde del acantilado, la única iluminación procedía de las débiles lámparas de los tubos de presión y las luces nocturnas de los edificios a oscuras, cientos de pequeñas esferas de luz que relucían tras el cristal verde.

Lydia se detuvo y se giró. Vio a Morland claramente, dentro de la cúpula central del Ayuntamiento, iluminado como un paciente en un quirófano. Estaba inclinado sobre la placa, absorto, al parecer, en su estudio. Muy por encima de la cúpula, el resplandor de sus luces se reflejaba en la piedra arenisca arqueada que cobijaba la ciudad de arriba. Intentó ver a Dare en su despacho; la luz estaba encendida, pero ella no vio movimiento en el segundo piso.

Lydia se alejó, y caminó hasta llegar al borde del acantilado. Allí esperó, atisbando en la oscuridad. La ciudad de abajo descendía como un puñado de cristales por la ladera del acantilado. Entre sus empinadas escaleras y casas apiñadas, y el resplandor rojo de las tabernas que cerraban a altas horas de la noche, una única linterna amarilla se movía con ligeras sacudidas: la vieja Nutting se apresuraba a efectuar su ronda.

La mente de Lydia estaba tan ocupada, que apenas vio el conocido panorama, iluminado por las estrellas, que se extendía frente a ella: los enormes acantilados de Noctis Labyrinthus, el Laberinto de la Noche. A la media luz, las franjas de estratos de piedra arenisca roja y amarilla quedaban reducidas a tiras negras y grises, con alguna ocasional capa delgada de blanco brillante. Lo blanco era hielo, hielo permanente, el agua enterrada que llenaba el Laberinto con ligeras nubes sublimadas en las mañanas más cálidas, el agua que hacía que Marte fuera habitable, y de la que dependían toda su vida y su comercio.

Espectaculares agujas y arcos de roca se delineaban contra un cielo lleno de duras estrellas azules; cientos de agujas, ordenadas como un ejército en filas desiguales, marchando con los hombros erguidos hacia un horizonte que debería estar cerca pero se perdía en una suave bruma como una pintura en tinta china, una bruma de polvo microscópico suspendido. Lydia permaneció en silencio, sin moverse apenas, mientras el viento agitaba la fina arena que la rodeaba.

Gradualmente se fue dando cuenta de que había otra figura de pie, observando el cielo, recortada sobre el resplandor del Interplanetario.

Lydia conocía a aquel hombre; incluso desfigurado bajo un traje presurizado, la figura alta y airosa de Khalid Sayeed era fácilmente reconocible. Estaba contemplando el horizonte lejano donde, entre las estrellas, brillaban dos luces más potentes. Una de ellas se movía hacia el horizonte del este y avanzaba poco a poco sobre el fondo fijo; era la Estación de Marte que giraba bastante arriba sobre el planeta y captaba la luz del Sol. La otra también giraba, pero se movía demasiado despacio para que su movimiento fuera evidente en una sola noche: era el planeta Júpiter.

Lydia creyó saber qué miraba Khalid; no Júpiter, sino algo que se encontraba más lejos de ese planeta, lejos y oscuro e invisible, pero que se iba acercando a Marte cada día.

Un movimiento le llamó la atención. La compuerta principal de la entrada del hotel se abrió y, por un momento, un grupo de turistas quedó dibujado sobre el fondo del vestíbulo, riendo sin que se oyera su risa dentro del tubo de presión. Se apiñaron unos instantes, confusos por el alcohol, y luego encontraron una intersección que conducía a la ciudad de abajo. Lydia se marchó de allí, pero no antes de ver que el director del hotel seguía al grupo.

Wolfgang Prott era un hombre al que Lydia odiaba, un seductor untuoso que tenía la sensatez de permanecer alejado de las mujeres del lugar, pero raramente estaba sin una turista colgada de su brazo. Sus romances duraban lo mismo que un viaje organizado de duración media.

Labyrinth City era una ciudad pequeña, y la gente que vivía en ella se conocía entre si demasiado bien. Intentaban reírse de ello, pero a veces era difícil hacer lo que uno quería o tenía que hacer, pues todo el planeta estaba mirando por encima del hombro.

Dare Chin regresó a su despacho y llamó por el intercomunicador a las oficinas de la patrulla. No quería correr ningún riesgo. Su primera prioridad había sido hacer saber a Morland que se hallaba vigilado, pero eso sólo era cierto en parte; ahora Chin iba a intentar engatusar a los patrulleros locales, para que proporcionaran una protección decente a la placa hasta que Morland se encontrara fuera del planeta.

Había marcado dos dígitos del código de tres cuando oyó algo abajo.

Chin dejó de teclear el código de la patrulla, salió rápidamente al pasillo y se dirigió hacia la escalera. Bajó muy despacio, sin hacer ruido, esperando pillar desprevenido a Morland.

Al bajar el último escalón, se detuvo en seco, sorprendido por lo que vio. Abrió la boca para hablar…

… pero Dare Chin ya había pronunciado sus últimas palabras.

Transcurrió una hora. La ciudad soñolienta quedó en silencio. Júpiter seguía brillando, pero la Estación de Marte se había puesto en el horizonte oriental. Nadie miraba hacia el Laberinto, donde la luna Fobos se arrastraba sobre el borde del arco que protegía la ciudad, siguiendo a la Estación de Marte en su recorrido por el firmamento. No había nadie allí para ver el haz de fuego blanco que salió con ímpetu de lo alto del acantilado.