EPÍLOGO, POR ARTHUR C. CLARKE

El escritor de ciencia ficción sensato prefiere operar en las galaxias muy lejanas, y remontándose mucho en el tiempo, para estar a salvo de las críticas, como el chiquillo que en una ocasión le dijo a Ray Bradbury que tenía un satélite moviéndose en la dirección contraria. («Así es que le pegué»).

Sin embargo, por una mala medición del tiempo, esta novela se desarrolla prácticamente en la puerta de al lado y mañana por la tarde. Los desesperados intentos de persuadir al editor Byron Preiss para detener la cuenta atrás durante un año más o menos, no han servido de nada. Para cuando estas palabras aparezcan impresas, Paul y yo quizá nos hayamos tenido que comer algunas.

¿Cómo podía yo soñar cuando escribí El juego del escondite, en 1948, que cuarenta y un años más tarde un robot ruso iría dando saltos por la superficie de Fobos, igual que el personaje de mi historia? (Como en el caso de todo pronóstico de misión espacial, esta frase debe ir acompañada de «Si todo va bien»). A principios de 1989 —probablemente cuando yo esté leyendo las pruebas de este libro, maldita sea— dos sondas espaciales llegarán a Fobos, y una de ellas habrá dejado caer un pequeño «Rover» que explorará el pequeño mundo dando saltos de veinte metros, efectuando una serie de mediciones científicas en cada aterrizaje. (Me sentiré muy turbado si, en el curso de sus paseos, encuentra un gran monolito negro).

Cuando fue descubierto Fobos, en 1877, no sólo quedó anticuada la teoría de Tennyson de «los polos nevados de Marte, que carece de lunas», sino que se presentó a los astrónomos un fenómeno que nunca habían visto. La mayoría de satélites orbitan a su planeta primario a una distancia considerable, de una manera bastante pausada; nuestra propia Luna tarda casi treinta veces más tiempo en dar la vuelta a la Tierra, de lo que la Tierra tarda en darla sobre su propio eje. Pero aquí se trataba de un mundo en que el «mes» era más corto que el «día». Marte gira alrededor de su propio eje en veinticuatro horas y media (para gran comodidad de los futuros colonizadores, que necesitarán efectuar ajustes menores en sus relojes y ritmos circadianos), sin embargo, Fobos gira a su alrededor en sólo siete y media.

En la actualidad, estamos acostumbrados a los satélites artificiales que realizan tales hazañas, como salir por el Oeste y ponerse en el Este, pero el comportamiento de Fobos resultó sorprendente para los astrónomos de finales del siglo XIX. También fue un premio para los escritores como Edgar Rice Burroughs; ¿quién puede olvidar la veloz luna interior que iluminaba los antiguos lechos marinos de Barsoom?

Fobos no se mueve muy velozmente, y habría que observarlo durante algún tiempo para comprobar que se mueve. Y es una pobre fuente de iluminación; no sólo su tamaño aparente es una fracción de nuestra Luna, sino que es uno de los objetos más oscuros del sistema solar, que refleja tanta luz como un pedazo de carbón. En verdad, puede que esté hecho en gran parte de carbono, y en conjunto guarda un gran parecido con el núcleo del cometa Halley, tal como reveló una flotilla de sondas espaciales en 1987. No sirve de gran cosa, por tanto, durante las frías noches marcianas, avisar a los viajeros de que se acercan «thoats», buscando a quién devorar.[2]

Aunque pequeño —un elipsoide maltrecho cuya dimensión más larga es inferior a treinta kilómetros—, Fobos puede estar destinado a desempeñar un papel importante en el futuro de la exploración espacial. Después de la Luna, puede ser el siguiente cuerpo celestial en conocer visitantes humanos, pues es una base ideal para el reconocimiento de Marte.

Tal vez el primer escritor que sugirió esto fue Laurence Manning, uno de los primeros miembros de la «American Rocket Society». En The Wreck of the Asteroid (Wonder Stories, 1932), sus exploradores aterrizaron primero en Fobos y se lo pasaron muy bien dando saltos en su gravedad de aproximadamente una milésima la de la Tierra. Hasta que uno de ellos saltó demasiado, alcanzó la velocidad de escape, y comenzó a caer, sin poder evitarlo, hacia la superficie de Marte…

Es una bonita situación dramática, que el autor explotó todo lo que pudo. La tripulación tuvo que efectuar un despegue de emergencia y correr tras su descuidado colega, con la esperanza de atraparle antes de que produjera otro cráter en Marte.

No me gusta estropear la diversión, pero eso sencillamente no podría ocurrir. Por muy pequeña que sea (unos veinte metros por segundo, en comparación con la de la Tierra de once mil doscientos), ni siquiera un saltador olímpico podría alcanzar la velocidad de escape de Fobos, en especial con el estorbo que representa el traje espacial. Y aun en el caso de que lo hiciera, no correría el peligro de caer en Marte, porque seguiría teniendo la velocidad orbital de Fobos de ocho mil metros por segundo. Su insignificante aportación muscular no tendría prácticamente ninguna importancia en el asunto, por lo que seguiría moviéndose en la misma órbita que Fobos, pero desplazado unos kilómetros. Y después de una revolución, volvería a estar en el mismo punto de partida…

Si el lector desea más detalles, le remito a Júpiter V (en Reach for Tomorrow), que tiene lugar en lo que fue, en los días anteriores al Voyager, el satélite más interior de Júpiter, llamado ahora Amaltea. Caer en Júpiter sería un destino mucho más espectacular que caer en Marte; pero es aún más difícil. («Si todo va bien», la tan aplazada Misión Galileo demostrará este hecho en 1995).

El juego del escondite no es el único relato mío que trata de Fobos; en Las arenas de Marte (1954), lo convertí brutalmente en un minisol (mediante una tecnología cuidadosamente no especificada), para mejorar el clima de Marte. Ahora se me ocurre que fue una prueba para hacer estallar Júpiter en 2010: Odisea dos.

Poco después de la aparición de El juego del escondite, otro escritor de ciencia ficción, británico, me preguntó con recelo: «¿Has leído el relato de C. S. Forester titulado “Brown on Resolution”»?

«No —le respondí, con sinceridad—. Me temo que nunca he leído los libros de Homblower. ¿De qué trata?».

Bueno, al parecer, ese tal Brown era un marino británico en la Primera Guerra Mundial, armado sólo con un fusil, que consiguió mantener a raya a un crucero alemán desde sus diversos escondrijos en una pequeña isla rocosa. (Una historia bastante similar, una guerra más tarde, fue llevada a la pantalla con Peter O’Toole como protagonista. En La guerra de Murphy, el héroe se enfrentaba con los alemanes; pero como era irlandés, habría sido más feliz peleando contra los británicos).

Lamento decir que todavía no he leído la historia de Forester, y me perdí la oportunidad de discutir con él acerca de «Brown» cuando, en una ocasión, cenamos juntos en el magnífico Comedor Pintado del «Royal Navy College» de Greenwich. Fue una lástima, ya que me habría dado la oportunidad de citar una de mis frases favoritas: «El talento pide prestado; pero el genio, roba».

Décadas antes de que la nave espacial Viking nos ofreciera las primeras vistas tomadas de Fobos de cerca, era evidente que un pedazo grande de roca sólo unas cuantas veces más grande que Manhattan, no podía poseer ni traza de atmósfera, y mucho menos albergar vida alguna. No obstante, a menos que mi memoria me haya traicionado por completo, me parece recordar que, en una ocasión, Burroughs hizo invadir Marte por habitantes de Fobos. La imaginación es incapaz de representar la economía —por no mencionar la ecología— de semejante microcivilización. Una vez más, me temo que ERB no se había documentado[3]. No obstante, Fobos fue definido bastante espectacularmente en la agenda del SETI (Search for Extra-Terrestrial Inteligence, Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre). En los años sesenta, el astrofísico ruso, Iosef Shkovski —más conocido por el público general debido a su colaboración con Carl Sagan en el libro del SETI Inteligencia en el Universo (1966)— hizo una sugerencia extraordinaria acerca del pequeño mundo, basada en la observación de que cae lentamente hacia Marte.

Jamás he decidido cuán en serio se tomaba Iosef su teoría; era un hombre con bastante sentido del humor —el cual necesitaba para sobrevivir como científico judío en tiempos de Stalin (y mucho después)—, pero su argumento era el siguiente:

El lento descenso de Fobos se debe al mismo efecto que finalmente hace bajar los satélites artificiales hacia la Tierra, el efecto de frenado de la atmósfera. Un satélite compuesto de material denso sobrevivirá mucho tiempo; uno con poca masa por volumen descenderá mucho más de prisa, como demostró el globo ECHO, y más tarde el SKYLAB, que, esencialmente, era un tanque de combustible vacío.

Partiendo de las cifras de resistencia al arrastre, Iosef calculó que la densidad de Fobos tenía que ser muy inferior a la del agua.

Eso sólo podía significar que estaba vacío…

Bueno, parecía poco probable que la Naturaleza pudiera crear un mundo vacío de varias decenas de kilómetros. Fobos debe de ser una estación espacial, construida, presumiblemente, por marcianos. Por esto, añadió otro científico, no queda ninguno. Se arruinaron construyéndola.

Las fotos del Viking mostraron que Fobos es, sin lugar a dudas, un objeto natural, pero la superficie presenta algunas peculiaridades desconcertantes. Una gran parte está cubierta de surcos paralelos de varios metros de ancho, de modo que tiene el aspecto de un campo labrado a escala gigantesca.

No puedo evitar recordar que, cuando el astrónomo italiano Schiaparelli dio a conocer, en 1877, que había «surcos» en Marte, eligió la desafortunada palabra «canales» para describirlos. Qué cantidad de problemas causó la mala traducción; y cuánto habría disgustado a Percival Lowell saber que sus queridos canales ahora resulta que no están en Marte, sino en el pequeño Fobos.

ARTHUR C. CLARKE

Colombo, junio de 1988

P. D.: Lamentablemente, Fobos 1 se ha perdido, a medio camino de su misión; se le envió una instrucción incorrecta que hizo que se cerrara completamente la emisión, sin esperanzas de recuperarla. Me duele mucho por el programador causante de ello, que tiene que hacer frente a la ira de sus colegas, que han perdido años de trabajo.

Diré, de paso, que algo similar ocurrió con el Mariner 1, la primera de la serie de sondas espaciales americanas que al fin exploraron Venus, Mercurio y Marte. Se perdió poco después de despegar, porque se había omitido una coma de una línea de programación.

Cruzo los dedos al pensar en Fobos 2. Cuánto me alegro de tener solamente que escribir acerca de estas máquinas, no hacerlas funcionar…

Colombo,

10 de octubre de 1988