EPILOGO

Así, la placa marciana fue devuelta a Marte. Dos años más tarde

En una finca rural al Sudoeste de Londres, un elegante hombre de mediana edad, con atuendo de caza, atraviesa el bosque otoñal. A su lado, no lejos, se encuentra su anfitrión, un caballero de más edad, Lord Kingman. Esbeltas escopetas descansan en los brazos de los dos hombres; la caza es escasa pero variada —tres gallos lira, cuatro conejos y un par de pichones— y, en contra de los negros presagios de sus colegas, los perros de ambos siguen vivos, buscando con ansia a través de la maleza aromática, más adelante que ellos.

Nada en el hombre más joven, cuyos amigos íntimos le llaman Bill, traiciona la complejidad de sus pensamientos o la ambigüedad de sus sentimientos respecto a esta ocasión. Para todo el mundo, podría ser sólo otro aristocrático cazador inglés que ha salido el campo a cazar un poco.

En cuanto a Lord Kingman, con su leonina cabeza de pelo gris, resulta una figura aún más imponente de hombría madura. Hasta el momento, ha visto la ardilla gris.

La ardilla ve a los hombres en el mismo momento. Quizá sabe que está señalada para la ejecución inmediata como consecuencia del daño que ha producido en los árboles de la finca; quizá ya ha perdido a sus seres queridos bajo el arma de Kingman. Cualesquiera que sean sus razones, no pierde tiempo observando sino que de tres saltos llega a la base del árbol más cercano y desaparece tras él.

El efecto que produce en Kingman es electrizante; su arma se eleva rápidamente como si los perros hubieran levantado un faisán. Mantiene el arma apuntando a esa parte del tronco donde espera ver reaparecer a la ardilla, y comienza a dar vueltas alrededor del árbol, muy despacio, con gran cautela.

Los perros deben de estar acostumbrados a esto; inmediatamente se marchan y se colocan entre los helechos, descansando la barbilla sobre las patas, desde donde miran a Kignman con aire resignado y esperan a que se desarrolle el drama.

Bill, por su parte, no puede más que permanecer fuera de la línea de fuego de Kingman, lo más silencioso posible, mientras da vueltas con él.

La cara de la ardilla aparece un momento por encima del borde de su escudo protector, a tres metros del suelo, y Kingman dispara instantáneamente; luego, prepara la escopeta y apunta otra vez con una serie de movimientos rápidos y practicados —es un excelente tirador—, pero no dispara, pues su objetivo ha desaparecido. Cae un poco de serrín del arañazo en la corteza donde había estado la cabeza de la ardilla (ha producido bastante más daño al árbol del que habría hecho la ardilla, piensa Bill), pero no cae ningún cuerpo a tierra.

Sin embargo siguen dando vueltas, Kingman con su arma preparada, esperando; mas no vuelven a ver a la ardilla.

Kingman está muy pensativo mientras regresan por el prado hacia la magnífica casa antigua.

—¡Esa rata de árbol! —exclama con repentina vehemencia.

Siempre las llama ratas de árbol, ha confiado antes a Bill, porque la gente es demasiado sentimental para tolerar la caza de las preciosas ardillas.

—Me ha recordado una experiencia muy extraña que tuve hace dos años.

Bill está seguro de que sabe lo que va a contarle, y no quiere oírlo. Las circunstancias de Kingman son delicadas, pero Bill no puede hacer nada por él —o eso diría si se le preguntara—, y espera que Kingman no le ponga en la posición de negarse a lo que le pida el anfitrión.

Le salva, de momento al menos, la aparición de otros dos tiradores, Jurgen y Holly, que acaban de aparecer por el otro lado de la casa. Los dos cazaban en la mitad occidental de la finca mientras Bill y Kingman lo hacían en la oriental. A juzgar por el aspecto de las cosas, el Oeste estará desprovisto de pájaros durante años; Jurgen, gritando un alegre saludo, blande lo que parecen varias generaciones de una familia de aves en otro tiempo populosa, atadas en grupos por las patas.

Holly tiene un aspecto elegante e impecable con los pantalones de montar de piel de gamo y una blusa de seda blanca. Lleva una chaqueta plateada colgando al brazo, y dos de los sabuesos de Kingman caminan pisándole los talones. Quizás ha entregado sus piezas a Jurgen para que se las lleve, o, quizá, simplemente, las ha dejado donde han caído, prefiriendo no ensuciar su atuendo.

Porque la chaqueta de caza de Jurgen está cubierta de sangre y plumas; eso y la fiera sonrisa que atraviesa su rostro le hacen parecer el cruel cazador, lo cual es, aunque no suele cazar en los bosques. Grita a Kingman con lo que él cree que es el habla británica de la clase alta, demasiado alegre y con fuerte acento alemán.

—Simplemente maravilloso, Lord Kingman, este lugar. Muy amable de su parte invitarnos.

Kingman mira a su compañero, con expresión de disgusto.

—No es nada —murmura, con lo que Bill sospecha que quiere decir que, si de él dependiera, no tendría nada que ver con el maldito Jurgen y los de su clase. Pero Kingman ya no rige su propio destino—. Demos esto a la cocinera.

—Yo me voy arriba —dice Holly—. Hasta la tarde.

Hace un gesto de despedida con dos dedos y sube la curvada escalera de piedra que lleva al amplio porche trasero; Jurgen la sigue, mirando descaradamente sus cimbreantes caderas.

Kingman deja los perros con el cuidador, y entra en la casa por la puerta de la cocina; él y Bill entregan sus víctimas a la señora McGrath, quien las recibe sin demasiado entusiasmo —tener que limpiar todas esas aves—, y luego se separan.

Bill sube lentamente la ancha escalinata para ir a sus habitaciones. Consulta su reloj. La reunión de trabajo está fijada para las seis de la tarde; una cuestión exploratoria esta primera tarde, aplazando hasta mañana las elecciones difíciles. La cena tiene que ser a las ocho. A pesar de sus defectos como estratega, reflexiona Bill, Kingman sabe hacer las cosas de una manera civilizada.

Antes que nada está la ceremonia, por supuesto. Hay pocos lugares mejores para ello; el santuario de Kingman, aunque pequeño, es uno de los más antiguos sobrevivientes de la Sociedad Atanasia. Los anteriores, del Continente, fueron destruidos en los Terrores. El techo abovedado muestra la Cruz Estrellada, en lámina de oro sobre azul; y es una ejecución notablemente exacta, dado que los europeos no estaban familiarizados con los firmamentos del Sur cuando se construyó esta cripta.

Jurgen lee la dedicatoria. Los extraños se sorprenderían al ver cómo brilla la inteligencia del hombre a través de su torpeza, cuando se encuentra en manos del Conocimiento. Finalmente, todos pronunciaron las Palabras de Afirmación. —«Todo estará bien»— y bebieron del cáliz, en este caso, una vasija de hierro, una pieza hitita que es la joya de la colección de Kingman.

Se cambiaron de ropa para ponerse un atuendo corriente y se reunieron en la biblioteca, bajo estantes de roble llenos de libros impresos auténticos, encuadernados en cuero repujado. Además de los cuatro cazadores —Kingman y Bill vestidos de tweed, Jurgen con algo que parecía un traje de vaquero americano, y Holly de nuevo vestida de blanco, esta vez con un prístino sari de algodón, como una maharani—, los otros miembros del comité ejecutivo presentes son Jack y Martita.

Jack, que tiene aspecto de luchador que está envejeciendo, va vestido como un banquero de Manhattan. Martita es pálida por naturaleza, igual que Holly es morena, y, como ella, busca producir el máximo efecto por contraste. En esta ocasión viste un atuendo de lana áspera que resalta su fino cabello rubio.

Aunque el traje de Martita es paramilitar, su combatividad es auténtica.

Hemos avanzado un poco desde los desastres de los dos últimos años, pero no lo suficiente —anuncia, mientras el mayordomo trae bebidas—. Nuestro programa, en gran parte tu programa, Bill, pero corrígeme si me equivoco —le lanza una mirada llena de malicia—, fracasó patéticamente en su ejecución, por muy sensato que pareciera en su momento.

—No me parece necesario enumerar viejas desgracias. Todos las conocemos bien —replica Bill, demasiado tenso. ¿Hay algo menos digno que la dignidad ofendida?

Martita no abandona.

—Creo que una revisión a fondo de nuestra situación podría beneficiarnos a todos…

—Por amor del Conocimiento, ¿por qué crees que estamos aquí? —gruñe Bill.

—… para evaluar cualquier nuevo plan con objetividad esencial —termina ella.

—Quítatelo de la cabeza, querida —dice Jurgen, mirando abiertamente sus espléndidos pechos.

Martita no le hace caso.

—Fracasamos en nuestro primer intento de crear un intermediario…

—Bueno, eso es historia muy vieja —murmura Bill.

—… y los últimos esfuerzos no han sido probados.

—Lo serán pronto —replica Bill—. Con tiempo suficiente.

—Hemos fracasado en ocultar la identidad de la estrella hogar —prosigue ella—, y hemos fracasado en mantener la confidencialidad de los textos sagrados.

—En cuanto a la identidad de la estrella hogar, nuestros temores no tenían fundamento, pero no se puede acusar a nadie —dice Jack, directo como de costumbre—. Nadie sabe exactamente dónde está y nadie lo sabrá, al menos hasta que se produzca una señal.

—Ésa no es la cuestión a la que se refiere —interviene Holly.

Su serenidad autosatisfecha puede llegar a molestar; y en algunas ocasiones, reflexiona Bill, lo ha llevado a él al borde de la violencia. De todas maneras, es una persona lógica.

—La cuestión es nuestro fracaso, un costoso fracaso que ha llamado la atención hacia lo que esperábamos ocultar.

—Estoy de acuerdo con Jack —dice Jurgen—. La estrella hogar se las está arreglando bastante bien para mantenerse oculta por sí misma.

—E inmediatamente después, la debacle de los textos… —prosigue Martita; pero deja la frase sin terminar.

Nadie llena el silencio.

Un ángel elige ese momento para pasar. El ángel de la muerte, sin duda.

Algunos les llaman el Espíritu Libre. Otros les llaman Atanasios. Su intento de destruir todas las copias existentes de lo que el público ha llegado a conocer como los escritos de la Cultura X —y de eliminar a todo el que pudiera ser capaz de reconstruirlos de memoria—, era un esfuerzo atrevido y necesario, y no era un completo fracaso. En el intento, Bill y sus compañeros aprendieron gran parte de lo que era necesario y que de otro modo quizá no hubiera salido a la luz.

Aprendieron de los textos mismos. Parte de lo que aprendieron se encontraba en el Conocimiento, pero parte no. Parte de lo que estaba en el Conocimiento había sido interpretado erróneamente.

A pesar de estos beneficios, reflexiona Bill, lo que perdieron por su aventura mal concebida era innegablemente mayor.

Kingman, que hasta ahora no ha aportado nada a la conversación salvo para dirigir el mayordomo con pequeños gestos de su leonina cabeza, habla de repente:

—Ha sido una experiencia extraña, muy extraña en verdad. Aquella maldita rata de árbol de esta tarde…, ¿te acuerdas, Bill? Me ha traído a la memoria…

Jurgen lo ve venir, como Bill anteriormente, e intenta impedirlo.

—Lord Kingman, los detalles particulares de su experiencia son muy aclaratorios, pero el orden del día imposibilita…

—Por supuesto, si prefieren que no… —Kingman se muestra claramente irritado.

—No, por favor —dice Bill de prisa, viendo una oportunidad donde antes sólo había visto turbación. Que Kingman contara su historia una vez más. Que todos ellos contemplaran de nuevo su debacle—. Martita ya ha rehecho el orden del día, me parece. O sea que, según tu sugerencia, querida —Bill le obsequia con la sonrisa más venenosa de que era capaz—, esforcémonos por aprender del pasado. —Se vuelve hacia Kingman—. Por favor, adelante. Cuéntenos qué relación hay entre una ardilla gris y el destino del más sagrado de los textos.

Kingman se ha suavizado un poco. Se acomoda en su sillón de cuero y, después de refrescarse con un sorbo de whisky, comienza a hablar con aire pensativo:

—No estoy seguro de tener todos los nombres, pero los momentos y lugares están suficientemente claros en mi memoria. La historia comienza en la Estación de Marte…

Los minutos transcurren con rapidez, y son ya casi las ocho. Los criados han aparecido en los umbrales sombríos de las puertas, callados pero esperando ansiosos recordar al grupo reunido que la cena está a punto de servirse.

Pero Kingman ha calculado bien el tiempo, y ahora está terminando su discurso.

—… y por tanto, nos vimos obligados a retirarnos. No teníamos elección. Era el único camino que nos quedaba, y el mejor.

Se produce un momento de silencio antes de que Bill hable.

—Una historia muy interesante, Rupert —dice—, y ahora entiendo cómo enlaza con esa ardilla. Allí estaba, con todo aquel arsenal, con una de las naves más potentes del sistema solar a sus órdenes, y una mujer desarmada en la superficie de una pequeña roca…

—Bill, realmente…

A veces, cuando la ira se apodera de Bill, éste no puede detenerse y yo…, él, quiero decir…, añade insultos innecesarios al daño merecido.

—¿Lo habrías hecho tan bien en su lugar? ¿Crees que habrías sido capaz de eludir…, no sólo eludir, sino hacer que se marchara… la mejor maquinaria y la mejor gente que el Espíritu Libre pudo reunir? ¿Cómo lo habrías hecho si tú hubieras sido la ardilla y ella el cazador?

Las arrogantes facciones de Kingman se aflojaron; el hombre palidece.

—Ella no es humana, Bill. —Se pone de pie, tenso—. A ti tenemos que agradecértelo.

Esto me pone en mi lugar. O eso yo… Bill, es decir… acepta.

Nuestro anfitrión —quiero decir, el anfitrión de Bill, de Bill y de los otros—, sale de la habitación con paso majestuoso, haciendo todo lo posible por mantener los hombros cuadrados a la manera militar apropiada.

Los demás que se encuentran en la biblioteca me miran con grados diversos de desaprobación. Sólo Jurgen es lo bastante vulgar como para reírse.

La mañana siguiente trae uno de esos días frescos de octubre en que, a pesar del sol perezoso, la neblina del ambiente da al paisaje la perspectiva plana de un cuadro oriental a tinta. Estoy disfrutando de la vista que se ve desde la terraza, cuando Kingman sale del edificio. Parece que verme le molesta.

—Rupert —digo—. Realmente no tenía intención de…

—Si me disculpas —dice, interrumpiendo mis excusas—, creo que volveré a intentarlo con esa rata de árbol. Quizás esta vez la cace.

Le contemplo largo rato, mientras él cruza a grandes pasos el húmedo césped y se introduce en el rojizo bosque. Finalmente desaparece al otro lado del valle poco profundo.

Unos minutos más tarde oigo el disparo. No el rugido de la escopeta de Kingman, sino el chasquido de una pistola.

Me quedo junto a la baranda de piedra, observando la brillante mancha de una hoja amarilla que cae al suelo, revoloteando, en el límite del distante bosque. Los otros salen de la casa uno tras otro.

—Pobre Kingman —dice Jurgen, ahogando una risita.

—Más le habría valido correr. Cuando supo que era… ella —dice Martita.

—La ficha que tenía de ella no era completa —digo yo—. Pero eso no era una excusa. Si hubiera actuado más de prisa, habría podido derrotarla.

—Supongo que quieres decir que no habríamos perdido el Doradus. Que la mitad de su tripulación no estaría muerta, y la otra mitad fugitiva.

Maldita Martita. Me niego a responder.

—Está claro que ella recuerda lo que le enseñaron —observa Jack—. El Conocimiento no se le ha borrado.

—No importa. Ahora somos impenetrables —digo, con toda la firmeza posible—. El Nuevo Hombre es indestructible.

Jurgen suelta un bufido.

—Eso ya lo habías dicho antes. Y estabas tan equivocado como Kingman. —Cuando está de muy buen humor, su risa misteriosamente se parece al rebuzno de un burro—. Realmente, Bill, si Kingman debe morir por un error tan insignificante, ¿por qué deberíamos dejarte vivir a ti?

—¿Dejarme vivir? —Doy la espalda a los campos y el bosque para mirarles a ellos—. Creo que podéis responder vosotros mismos a esa pregunta.

Hasta ahora, ellos no sabían cómo había planeado ocuparme de Kingman, o a quién había elegido para realizar el trabajo. Pero yo acababa de ver al hombre salir del bosque, motivo por el cual elegí ese momento para volverme hacia ellos. Sobre el fondo de hojas de otoño multicolores, el rizado cabello rojo del hombre y sus guantes de piel de cerdo, constituían una mancha inconfundible en el paisaje.

Me he vuelto porque quiero ver el semblante de todos ellos. Se encogen satisfechos, todos excepto Jack Noble, que ahora es mi hombre, ahora que se ha visto obligado a vivir en la clandestinidad como yo. El hombre naranja también es mi hombre, y todos lo saben.

Holly es la primera en recuperar su aplomo.

—Bueno, Bill, hacia Júpiter. —Tiene la audacia de sonreírme—. Pero ¿cómo sabremos que Linda no se nos adelantará, igual que hizo en Fobos?

Se me ocurren varias respuestas. La menos obscena encuentra voz antes que las otras.

—En realidad, querida, cuento con ello.