Fuera, en la zona desnuda de la cabeza de la tubería, el Krestel estaba a punto para el lanzamiento. A la luz de la mañana, vaporosas nubes naranja se retorcían sobre la superficie de sus tanques impulsores.
Dentro de la sala de operaciones de la zona de aterrizaje provisional, Blake estrechó la mano a Khalid.
—Cuando regreses, haremos una reunión —dijo Blake; luego, bajó la voz y añadió—: No puedo darte los detalles, pero puedo decirte una cosa: Ellen ha resuelto el caso.
—Entonces, puede que no estéis mucho tiempo en Marte, amigo mío.
—Te prometo que no permitiré que ella se marche antes de que tú regreses, pase lo que pase.
Khalid sonrió, y cerró sus brillantes ojos castaños recordando tiempos mejores.
—Confío en tu palabra. —Levantó la mirada y, a través de la ventana, vio a un impaciente miembro de la tripulación de tierra que hacía señas junto a la puerta abierta del avión espacial—. Tus anfitriones están ansiosos por partir hacia Labyrinth City. Quizá no deberías darles excusas para dejarte atrás.
Blake estrechó la mano de Khalid por última vez y se marchó. Cerró su traje de presión cuando cruzaba la puerta, y en menos de un minuto se dirigía a grandes pasos hacia el avión espacial que le esperaba.
El hombre de la tripulación empujó hacia la puerta y entró detrás de él, ayudándole luego a sentarse en la pequeña cabina del avión. Blake miró hacia la cabina del piloto, pero la puerta estaba cerrada. El tripulante de tierra se encargó de que Blake se atara bien en el asiento de aceleración; luego, se retiró rápidamente y ajustó las escotillas dobles de la cámara de aire detrás de sí.
El piloto no se molestó en utilizar el sistema de comunicación; el único anuncio del lanzamiento provino de la voz sintetizada del ordenador.
Medio minuto más tarde, los cohetes impulsores explotaron y el avión espacial arrancó rodando por la pista, y despegó bruscamente.
El avión se empinó de modo muy pronunciado. Blake se encontró mirando directamente arriba; el ángulo de ataque era demasiado empinado, y la aceleración, aplastante. Luego, con la misma brusquedad, cesó el ruido de los motores. El avión dio un brinco cuando los impulsores cayeron. Blake notó que un enorme peso abandonaba su pecho.
Ya no se sentía aplastado, pero sí desorientado por la ingravidez. Ésta no era la trayectoria de baja altitud hacia Labyrinth City… Blake se dio cuenta de que algo iba mal.
Antes de que él pudiera liberarse de su arnés de aceleración, la puerta de la cabina del piloto se abrió. Blake miró directamente al piloto, al que nunca había visto antes, y lo primero que advirtió fue el cañón de la pistola semiautomática, «Colt Aetherweight» de calibre «38», que le apuntaba a la nariz.
A continuación se fijó en el sonriente rostro del hombre que la sostenía, un tipo bajito con el cabello naranja rizado, que vestía una amplia chaqueta de vuelo que parecía de pelo de camello (valía mucho más de lo que un fontanero de clase seis ganaba en un año).
—No se moleste en levantarse, señor Redfield —dijo el hombre naranja—. En realidad, no hay sitio para usted. —El pulcro hombrecillo se permitió esbozar una sonrisa más amplia—. Todavía no, de todos modos.
Blake estuvo a punto de perder los estribos entonces, algo que le sucedía cuando se sentía como un idiota.
—Aquí, no se atreverá a apretar…
—Perdone que le desilusione —dijo el hombre naranja—, pero no existe ningún peligro para el casco de este frágil aparato. Le aseguro que si me veo obligado a disparar, la bala se detendrá en su corazón.
Sparta permaneció boca abajo durante un minuto entero, mirando detenidamente las parpadeantes lecturas que se agrupaban bajo la barbilla de su casco. El traje estaba intacto; Sparta no había sufrido ningún daño a causa de la explosión.
Cayó en un trance que duró un instante. Su ojo mental efectuó las ecuaciones diferenciales parciales que necesitaba para calcular la llegada del Doradus a las proximidades de Fobos: treinta minutos.
Se irguió y se levantó del polvo negro como el carbón, del Stickney. Atisbó por encima del borde del cráter. No se movía nada en la negra llanura.
El intercomunicador de su traje espacial de emergencia, aunque de corto alcance, era sensible a una franja inusualmente amplia del espectro de la radio; pero sólo oyó una cosa interesante, lo que parecía el espíritu de la Mars Cricket, aún en el aire y alejándose lentamente de Fobos, a la deriva, con el transponedor emitiendo señales con toda normalidad.
O sea, que el Doradus había enviado un señuelo para ocupar el lugar de la lanzadera. Incluso esa señal se desvaneció rápidamente. El alcance de su radio era en verdad muy limitado.
Sparta habría dado cualquier cosa por disponer de la sensibilidad de microondas que le había sido arrebatada cuando la bomba de impulsión explotó en el avión de Khalid; de tenerla, habría podido conocer la posición del Doradus y, si hubiera querido, habría podido emitir señales ella misma e intentar hacerles alguna jugarreta con sus sistemas electrónicos. Incluso, con sus propias estructuras internas, habría podido detectar la transmisión de corto alcance codificada del penetrador escondido.
Esas oportunidades ahora eran historias. Dentro de su traje estaba aislada de cualquier otro medio sensorial, y dependía de sus ojos. Pero eran unos ojos muy buenos.
Disponía de treinta minutos para localizar el penetrador y la placa que éste contenía, antes de tener que hacer frente de cerca al Doradus.
Mientras ponía el Mars Cricket en órbita, había calculado mentalmente el rumbo de vuelo probable del penetrador. El empuje del pequeño cohete de combustible sólido era más que suficiente para alcanzar la velocidad orbital de Fobos, que era dos coma kilómetros por segundo. El ladrón habría querido recoger la placa lo antes posible; eso significaba una órbita parabólica de gran energía. Lanzada desde algún punto próximo a Labyrinth City cuando Fobos se encontraba alto en el firmamento, la trayectoria del cohete habría sido casi vertical. Era de suponer que el impacto se encontraba en algún lugar de la mitad oriental de la luna, la mitad delantera.
Sparta se hallaba en el borde occidental de Stickney. Unos cuantos saltos largos pero cautos, la llevaron al interior del cráter de ocho kilómetros de ancho, y, unos minutos más tarde, al otro extremo. Mientras volaba, avanzaba hacia el punto submarciano de Fobos, el lugar de la luna sujeta a las mareas, que siempre miraba al planeta. Señalaba el primer meridiano de la pequeña luna; el penetrador estaría enterrado, con toda seguridad, en algún lugar dentro de los más de quinientos kilómetros cuadrados del accidentado hemisferoide.
Sparta se detuvo en el borde del Stickney, al lado de la torre de comunicaciones abandonada largo tiempo atrás, reluciente reliquia de la primera exploración humana de Marte. La pequeña cabaña que había en su base ostentaba una placa de bronce junto a la escotilla. «Hombres y mujeres erigieron aquí, por primera vez, una estructura permanente sobre un cuerpo fuera de la órbita de la Tierra». Era una distinción limitada —lo de «fuera de la órbita de la Tierra» era para excluir la luna—, pero no obstante merecida.
Mientras Sparta contemplaba el paisaje lleno de agujeros y de surcos dominado por la torre, percibió algo además del temor por su seguridad o la furia contra sus atacantes. Percibió alegría. Al fallar el Doradus en su ataque, la iniciativa había pasado a ella.
Marte ya estaba menguando visiblemente mientras Fobos avanzaba hacia el lado nocturno del planeta. Sparta podía distinguir las luces de una colonia aislada, muy a lo lejos sobre su cabeza, que brillaban débilmente en el crepúsculo de Marte. Todo lo demás era estrellas y silencio, y un horizonte desigual tan cercano que parecía que casi pudiera tocarlo.
Marte, en lo alto, era un reloj muy útil. Cuando estuviera medio lleno saldría el sol y, con bastante probabilidad, si no había salido todavía, el Doradus aparecería con él. La nave ya sabía o sabría pronto dónde se hallaba el penetrador enterrado, y bajaría un grupo para recuperarlo.
Sparta se echó a la espalda la bolsa de malla de las herramientas, y entró en la zona de peligro. El aterrizaje de un equipo de búsqueda no sería ningún problema; sería una oportunidad.
Desde su asiento de mando, el comandante del Doradus veía claramente, por encima de las cabezas del piloto y del ingeniero, la pantalla plana de alta resolución que se extendía a todo lo ancho del puente, y que mostraba una vista telescópica de Fobos aproximándose. Una nube de polvo, que lentamente iba ensanchándose, estaba suspendida sobre los restos de la Mars Cricket.
—¿Hemos recibido alguna señal del objetivo?
—Todavía no, señor. Aún estamos aproximándonos. El objetivo aún no se encuentra en el campo de visión.
El comandante apoyó la barbilla en la mano, pensativo.
Allí abajo, en algún lugar —con toda probabilidad en el hemisferio oriental—, se encontraba un juego de aletas de cohete medio enterrado, que sostenían una antena de radio delgada como un cable. El Doradus tenía que estimular el objetivo para que se revelara, enviando una transmisión codificada; tenían que situar su localización ópticamente con toda exactitud; y tenían que depositar en tierra a un grupo para que lo desenterrara y lo llevase a la nave antes de que el control de tráfico de la Estación de Marte empezara a preguntar qué estaba ocurriendo allí.
Otra cosa tenían que hacer antes de partir: tenían que encontrar a Troy y asegurarse de que no divulgaría ningún secreto.
La zona superficial de Fobos tenía más de mil kilómetros cuadrados. Si Troy había sobrevivido, se encontraba allí abajo esperando. Parecía prudente suponer que iba armada.
Teniendo en cuenta las armas que el Doradus acarreaba, algunos de sus colegas podrían encontrar superflua esta última consideración. El comandante esperaba no tener que explicarles nunca por qué eso no era así. En el curso ordinario de los acontecimientos, las armas de cinto y otras armas portátiles son de tanta utilidad en el combate espacial como los alfanjes y las ballestas, quizás aún menos. Un arma manual es algo peligroso a bordo de una nave espacial, o en una estación espacial —o en un aeroplano, da lo mismo—, pues es capaz de perforar la piel metálica que conserva el aire presurizado. Por esa razón, los revólveres estaban universalmente prohibidos en el espacio.
En realidad, el comandante del Doradus —bastante por casualidad y absolutamente en contra de las normas—, tenía una pistola Luger y cien ruedas de munición guardadas en su cabina; el arma era una reliquia de familia, heredada de un antepasado que había servido bajo el vizconde Montgomery de Alamein. En cuanto a la munición que iba con ella, bueno, las armas y la munición eran algo así como una afición del comandante. Y en ningún caso el dedo de un guante espacial encaja en el guardamonte de una Luger.
¿Cómo iría armada Troy? Salvo en la Tierra, el personal de la Junta de Control Espacial recurría sólo a tres clases de armas, y sólo en caso de necesidad imperiosa. En medios presurizados artificialmente, utilizaban armas que disparaban balas de goma; su impacto era suficiente para dejar inconscientes a las personas, pero sin dañar las estructuras vitales. Pero si se necesitaran armas de cinto en el vacío —en raras ocasiones ocurría—, se podría hacer uso de los rifles de láser, carecían de retroceso y, si se mantenían suficiente tiempo sobre el objetivo, podían agujerear la lámina de aluminio o incluso las diferentes capas de tejido y metal de un traje espacial. Pero los láseres agotaban sus cargas en cuestión de segundos; asimismo, eran grandes y de difícil manejo y, por lo tanto, inútiles en general.
Para el peor trabajo, la Junta Espacial entregaba escopetas. Las escopetas tenían la desventaja de impulsar hacia atrás al que disparaba, pero podían romper un traje espacial y, de cerca, el objetivo no presentaba problemas.
El Doradus llevaba tres escopetas modificadas para su uso en el espacio.
—¿Cuál es la situación del equipo que bajará a tierra?
Le respondió una voz desde el puente de la tripulación.
—Vestida y preparada, señor, en la cámara de aire principal.
El grupo estaba formado por dos hombres y dos mujeres, todos ellos veteranos del espacio y miembros devotos del Espíritu Libre.
—Preparen las escopetas —ordenó el comandante—. El grupo tiene que descender armado.
—Sí, señor.
—Señor —dijo el piloto—, hemos recibido la señal del objetivo.
Los altavoces emitían diferentes sonidos de telemetría, antes de lo esperado.
—¿En el hemisferio occidental?
—El cuadrante sudoeste próximo, señor. Al parecer, el cohete penetrador ha ido a parar un poco más allá del blanco.
El límite de iluminación de Marte era ahora una perfecta línea recta en lo alto, y casi en el mismo momento salió el Sol, no tanto como el trueno, sino como una salva de bombas atómicas. El sol parecía más pequeño aquí en la Tierra o Port Hesperus, pero al no estar filtrado por la atmósfera, era tan brillante que cegaba.
El filtro de la visera del casco de Sparta se ajustó al instante al resplandor. Ni rastro del Doradus en aquel horizonte tan brillante… Sparta buscó la sombra de una grieta cercana, uno de los peculiares canales lineales que cruzaban Fobos como los surcos de un campo labrado.
Fuera lo que fuese lo que había golpeado a Fobos con tanta fuerza como para crear el gran cráter de Stickney, casi había aplastado la luna, como una sandía golpeada con un mazo. Los surcos llenos de polvo que salían del Stickney, algunos de ellos de hasta doscientos metros de ancho, eran las cicatrices del encuentro: grietas en la corteza de la luna.
De rodillas en el polvo suave que llenaba la baja trinchera, Sparta atisbó por encima del borde y escudriñó el horizonte. Levantó la mirada y examinó el firmamento. Era reacia a salir a plena luz del sol, pues el Doradus, sin duda, estaría equipado con potentes instrumentos ópticos. Con su ojo derecho Sparta podía igualarlos, si sabía adonde mirar. Pero por ahora, no veía nada más que estrellas.
Elevó al máximo el volumen del intercomunicador del traje, pero sólo captó la estática de los canales corrientes. Volvió a bajar el volumen. A menos que mantuvieran silencio radial, el equipo que bajara a tierra tendría que comunicarse a través de los canales corrientes del intercomunicador de trajes. Para localizarlos, Sparta tenía que mantener su propio intercomunicador abierto, y ponerse a su alcance.
El Doradus ya debía de haber tocado Fobos. La gran nave no le tenía miedo; Sparta se ocultaba de ella, no ella de Sparta, y su tarea primordial ahora era recuperar el penetrador. Si Sparta no podía verlo desde su posición actual, era más probable que estuviera detrás de ella, que delante.
Podía quedarse allí sentada, expuesta a la luz del sol, o podía irse retirando con la línea límite de iluminación que señalaba el borde progresivo del amanecer. En un planetoide donde volar era fácil, también lo era ir al paso del Sol. Lanzándose con gran precaución en una trayectoria casi horizontal, Sparta empezó a circunnavegar su mundo.
Esta vez rodeó el Stickney hacia el Norte. La cada vez más estrecha medialuna de Marte salió y, mientras Sparta avanzaba, comenzó a hundirse de nuevo, hasta que tan sólo un gran cuerno se alzó enigmáticamente sobre las estrellas. Le fastidiaba no ver ninguna señal del Doradus. La nave estaba pintada del color blanco corriente, y dondequiera que se encontrara, por encima del horizonte, sería como un brillante faro.
Sparta se detuvo, hundiéndose instintivamente en la sombra más negra de un montecillo próximo. La duda asaltó los dictados de la lógica: ¿y si iba en dirección contraria? ¿Y si el Doradus la estaba siguiendo, rodeando la luna detrás de ella?
En aquel momento levantó la vista, y el corazón le dio un vuelco. Algo muy grande eclipsaba las estrellas casi verticalmente sobre su cabeza, y se movía con rapidez entre ellas. ¿Cómo había podido ella ir a parar justo debajo del vientre del monstruo?
En una fracción de segundo comprendió que la sombra negra que se deslizaba por el firmamento no era el Doradus, sino algo igualmente mortal; algo mucho más pequeño y que se hallaba mucho más cerca de lo que a primera vista le había parecido. Si había identificado correctamente su silueta, aquello que flotaba sobre Sparta era un misil de búsqueda y destrucción.
Sparta quedó paralizada. Con el interruptor de la barbilla del traje desconectó al instante todos sus sistemas de sostenimiento. Y con ellos el intercomunicador del traje. Si no se movía, si el misil pasaba de largo antes de que Sparta se viera obligada a tragar aire, la radiación infrarroja de los sistemas de sostenimiento de su traje espacial podrían pasarle inadvertidos.
Sparta sabía muy bien cómo mantenerse inmóvil y contener el aliento.
Si el Doradus utilizaba el tipo de misiles de búsqueda y destrucción utilizados por la Junta de Control Espacial —se suponía que eran armas absolutamente secretas, imposibles de comprar en el mercado abierto—, tenían ciertas limitaciones. A diferencia de los torpedos, estos misiles no aterrizaban sobre un objetivo específico. Estaban diseñados para avanzar lentamente, para permanecer a la espera, para detectar actividades programadas: la puesta en marcha de un motor direccional, el giro de una antena, el escape de vapor orgánico, o sea, las señales de vida en el espacio. Su principal órgano sensorial era un vídeo-ojo. Sólo cuando ese ojo podía identificar claramente un objetivo preprogramado, o detectar movimiento, o deducir una proporción de contraste anómala dentro del campo de visión, enfocaría sus otros sensores. Estos misiles de búsqueda y destrucción no daban lo mejor de sí cuando buscaban a una mujer escondida en una oscura jungla de rocas, una mujer que podía verlos a ellos antes.
Con un breve destello de sus reactores de dirección, el misil avanzó. Sparta conectó las bombas del traje y respiró otra vez.
El incidente confirmó su sospecha de que había algo que al Doradus le interesaba más que simplemente recuperar la placa; también necesitaba eliminarla a ella como testigo. Ahora hay más hombres en el tablero de ajedrez, pensó Sparta, y el juego es un poco más peligroso. Pero la iniciativa aún es mía.
El misil siguió avanzando hasta que su silueta desapareció en el cielo nocturno, hacia el Sudeste; como el misil viajaba casi en línea recta en el bajo campo gravitacional, pronto dejaría atrás a Fobos a menos que… Sparta esperó lo que sabía que ocurriría a continuación. Al cabo de un momento lo vio, el breve destello de los reactores de dirección: el proyectil giraba lentamente para volver en su trayectoria.
Casi al mismo tiempo, Sparta vio otro débil resplandor a lo lejos, en el rincón sudoeste del cielo. Se preguntó cuántas máquinas infernales estaban en acción.
Pensó en lo que sabía del Doradus; no había tantos cargueros en el espacio para que un oficial como ella no pudiera recordar los datos básicos de cada uno de ellos, aunque no poseyera una memoria aumentada. El Doradus había sido construido diez años atrás, en los Astilleros New Clyde, uno de los astilleros privados más antiguos y más respetados que orbitaban la Tierra. Era una nave de tamaño medio para ser un carguero, inusual sólo en un punto: tenía una proporción algo más elevada de masa combustible-carga de lo que era costumbre. La tripulación estaba formada por diez personas —lo mínimo y habitual eran tres—, pero como el Doradus estaba destinado específicamente a servir a las colonias que empezaban a prosperar en la zona principal, no era ilógico que sacrificara un poco de su capacidad de carga en beneficio de la velocidad, o que tuviera una tripulación lo bastante numerosa para ser autosuficiente cuando las instalaciones de atraque y manipulación de carga eran primitivas.
La historia de la nave, desde entonces, había transcurrido sin incidentes notables, aunque Sparta recordaba que su viaje inaugural lo había mantenido lejos de la Tierra durante tres años completos. Sparta se preguntó adonde había ido durante ese crucero, y en qué actividades había empleado el tiempo. No dudaba que un período considerable se había dedicado, en secreto, a convertir al Doradus en una nave pirata.
Aun con una tripulación tan grande, parecía improbable que el Doradus tuviera más de un oficial de control de artillería, cuyo ordenador tendría dificultades en seguir la pista simultáneamente a más de media docena de misiles de búsqueda y destrucción, en un área pequeña; el mayor reto, al trabajar con estos misiles, era impedir que chocaran unos con otros.
Sparta sí sería capaz de seguir la pista a tantos misiles si pudiera encontrarlos. Con un poco de suerte, eso no resultaría ningún problema; y, al mismo tiempo, encontraría al Doradus. No lejos de allí, el Doradus estaba emitiendo potencia de radio, en frecuencias a partir de un kilohertzio. Sparta conectó de nuevo el intercomunicador de banda ancha del traje, y comenzó a explorar el espectro con gran cautela.
Pronto encontró lo que buscaba: el ronco gemido de un transmisor de impulso, no lejos de allí. Captaba un subarmónico, pero era suficiente: el Doradus se había traicionado. Mientras la nave mantuviera un canal de datos abierto a sus misiles, Sparta sabría exactamente dónde se hallaba.
Avanzó con precaución hacia el Sur, escuchando el gemido del transmisor con sensibilidad superhumana, analizando lo que oía a la velocidad del rayo. Con una oscilación imperceptible a los oídos corrientes, la señal desaparecía y aumentaba alternativamente; la señal impulsada interfería consigo misma mientras Sparta avanzaba con respecto a la nave, y la anchura de las zonas de difracción le proporcionaban la velocidad relativa. Por la creciente potencia de la señal sabía que se acercaba al Doradus. Debería verlo…
… allí. El Doradus se hallaba justo encima del horizonte meridional, quizás a cinco kilómetros de la superficie, iluminados sus bordes por la luz de Marte.
Sparta adivinó que el Doradus había contactado con el cohete penetrador, y se mantenía en órbita sobre él, a una distancia suficiente como para que sus sensores ópticos y aquellos con otras funciones, pudieran rastrear la mayor parte del hemisferio sur de Fobos. El esquema le proporcionaba una ventaja: el equipo que bajara a tierra tendría que recorrer un largo trecho para llegar a la superficie.
Sparta tenía otra ventaja, debida no a la táctica del Doradus sino a la simple suerte. Era «invierno» en el hemisferio sur de Fobos; Sparta ya no tenía que preocuparse por el sol que giraba rápidamente, pues éste se había hundido bajo el horizonte del norte. En esa zona sería de noche durante mucho tiempo.
Sparta se instaló cómodamente en un sitio desde el que podía ver el carguero sobre el horizonte. Cuando el grupo bajara a tierra, los misiles —o la mayoría de ellos— tendrían que ser desactivados. Entonces, ella podría moverse.
No tuvo que esperar mucho.
El sonido del transmisor de control de los misiles, de repente, se quedó callado. Un momento más tarde, un brillante círculo se abrió en la esfera ocre del módulo de la tripulación del Doradus.
Con su ojo macrozoom enfocado sobre la cámara de aire, Sparta veía con tanta claridad como si estuviera flotando sólo a una docena de metros de allí. La escotilla redonda se abrió del todo, y cuatro figuras con traje espacial salieron rápidamente una detrás de otra. Sparta observó con interés que sus trajes espaciales eran negros, y que llevaban armas. Esa gente se tomaba muy en serio su piratería.
Los reactores de gas resoplaron, y los cuatro iniciaron su descenso.
Aprovechando todos los cráteres y montículos, Sparta avanzó rozando Fobos como un saltamontes en vuelo bajo. Volvió a sintonizar en su intercomunicador los canales de comunicación corrientes, y se vio recompensada con un breve siseo vocal: Diez grados a la derecha.
Una voz de mujer. Las figuras que se encontraban por encima de ella, negras siluetas recortadas sobre las estrellas, descendían en espiral como paracaidistas, en cámara lenta.
Cuando tocaron la polvorienta superficie, Sparta ya estaba en posición, boca abajo detrás de un enorme bloque de roca que relucía como el carbón. Se encontraba a menos de cien metros del punto de aterrizaje. Observó cómo tres de los miembros del grupo se abrían en abanico, tomando posiciones en un tosco círculo alrededor del cuarto, que desapareció tras el borde de uno de los grandes surcos de la luna.
Otra vez el intercomunicador; una voz de hombre: Hemos localizado el objetivo.
Transcurrieron casi cinco minutos sin que hubiera comunicación. Los tres miembros de la tripulación que montaban guardia, saltaban nerviosamente, alzándose uno o dos metros por encima del negro polvo con cada paso. Debajo del borde del surco, fuera del alcance de la vista, era de suponer que el cuarto miembro estaba cavando.
El siguiente paso lo tenía que dar Sparta. Calcular el tiempo era difícil.
Tenía el soldador de láser del equipo de herramientas preparado en sus brazos. El soldador no era un rifle ideal. Aunque tenía la potencia de un rifle, no estaba equipado para apuntar a distancia; el ojo derecho de Sparta le sirvió de mira telescópica. Y aunque un rayo láser se dispersa muy poco en el vacío del espacio, la óptica del soldador estaba diseñada para enfocar de manera óptima a pocos centímetros frente a su tambor.
Las reservas de potencia no le permitirían mantener un rayo en tres trajes espaciales distantes, uno después del otro, el tiempo suficiente para hacer un agujero importante en cada uno de ellos, pero Sparta no tenía ningún deseo de matar a nadie. Lo único que necesitaba era incapacitarles.
El objetivo está en mi poder. Regresamos a la nave.
Antes de que el hombre que había extraído la cabeza enterrada del penetrador pudiera reaparecer por el borde de la trinchera, Sparta disparó al guardián que estaba más cerca. Oyó el grito de la mujer a través del canal del intercomunicador.
El láser de Sparta había iluminado a la mujer durante una brevísima fracción de segundo, no su torso pero sí a través del cristal de su visera; antes de que éste pudiera reaccionar a la luz, el brillo de una docena de soles había explotado dentro de los ojos de la infortunada mujer.
Los otros vigilantes, instintivamente, trataron de volverse de espaldas; fue un error que les hizo girar de modo incontrolable. Sparta alcanzó a uno de ellos antes de que hubiera efectuado siquiera una vuelta completa; oyó un grito de mujer a través del intercomunicador.
El tercer vigilante, un hombre, agravó su error disparando la escopeta. Paradójicamente, el acto irreflexivo estuvo a punto de salvarle, ya que el hombre fue impulsado hacia las estrellas a causa del retroceso del arma. Sparta siguió apuntando durante dos atroces segundos mientras el hombre caía, antes de que la visera de éste quedara de cara a ella; era evidente que el hombre no se había dado cuenta del error de sus compañeros, pues no había oscurecido el cristal manualmente.
Él también gritó cuando la luz le estalló en la cabeza.
Equipo en tierra, adelante…
Nos atacan. Enviad misiles de busca y destrucción.
Sparta sonrió. Podía arrancar los ojos de un misil con la misma eficacia con que había cegado a los vigilantes. Calculaba que había media docena de misiles por allí. Comprobó la potencia que quedaba. Bueno, con tal de que no fallara ni una sola vez…
El hombre que ahora aferraba la placa marciana subió como un cohete de la zanja donde había estado escondido. Por casualidad o por su buen sentido, daba la espalda a Sparta; no podría cegarle. No obstante, Sparta apuntó el soldador de láser y disparó una carga sostenida.
Transcurrieron cinco segundos. Su objetivo se elevaba cada vez más sobre la superficie. Diez… se agotó el láser, y en el mismo momento el depósito de gas que el hombre llevaba a la espalda se sobrecalentó y explotó.
La fuerza de la explosión le arrojó violentamente hacia Fobos. Sparta ya había tirado el ahora inútil soldador de láser, y se lanzó hacia el hombre.
Ambos se acercaron con lenta precisión. El hombre estaba vivo, y seguiría vivo si el Doradus le rescataba mientras aún quedaba aire en su traje. Sparta estaba satisfecha de no haber asesinado a un hombre; por lo demás, su destino no le interesaba. Sólo le interesaba el precioso objeto que llevaba en su guante derecho.
Él la vio acercarse, pero no podía hacer nada más que retorcerse indefenso, sin ningún control.
¡Objetivo del misil conmigo! ¡Peligro de captura!
En el último instante, arrojó el reluciente espejo con toda su fuerza, lejos de sí. En su pánico, estuvo a punto de lanzárselo a ella, hacia la superficie de la luna. Sparta intentó agarrar la placa pero falló. Giró sobre sus pies y dio una patada al casco del hombre, lanzándose en la dirección de la placa que se alejaba, y esquivando ágilmente los guantes de él. Sparta se impulsó a máxima potencia con sus chorros de gas.
Los segundos transcurrían con interminable lentitud. Sparta atrapó la placa poco después de que ésta cayera sobre la superficie, levantando una nube de polvo negro como el carbón que quedó suspendido en el vacío. Sparta se lanzó desde la superficie con un brazo, como un buzo en el fondo del mar, y agarró el espejo antes de que rebotara y se alejara más. Con una explosión de sus chorros de gas, se dirigió hacia el cráter más cercano.
El tripulante que luchaba en vano tocó tierra unos segundos más tarde y rebotó en el espacio. Si el Doradus tenía algún interés en rescatar al grupo que había aterrizado, ese interés estaba subordinado al deseo de destruir a Sparta; y, al parecer, también la placa si era necesario. Sparta se había distanciado casi cien metros del tripulante, cuando llegó el primer misil de búsqueda y destrucción. El misil le encontró a él, no a ella, y explotó con furia.
Para entonces, ella se encontraba en un cráter del tamaño de un hoyo de protección. La metralla sembró el terreno que la rodeaba. Sparta oyó largos gritos en el intercomunicador, cuando los otros miembros del grupo fueron alcanzados por fragmentos del misil, rasgados sus trajes, derramándose su sangre y su aliento en el espacio.
Sparta sintió crecer en su interior la antigua ira, la rabia que sentía contra las personas que habían intentado matarla, las personas que habían matado a sus padres. Ella habría dejado vivir a los miembros de la tripulación. Ni siquiera la ceguera habría sido permanente en ellos. Su propio comandante les había matado.
Haciendo un esfuerzo reprimió la oleada de adrenalina. Volvió a conectar el canal de su intercomunicador a la frecuencia de mando de los misiles. Era un juego de niños el esquivar los misiles; lo único que tenía que hacer era permanecer en silencio e inmóvil cuando se encontraban cerca, y moverse con cautela cuando estaban lejos. ¿Durante cuánto tiempo podría el Doradus causar estragos en el espacio próximo a Marte? Tarde o temprano, la Estación de Marte sería alertada.
Entretanto, que el Doradus creyera que la había matado. Que alguien de la nave se atreviera a bajar para confirmarlo.
Antes de dejar la escena de la matanza, Sparta añadió una escopeta a su equipo.