15

Aquí la grabación, sintetizada en la voz de Wolfgang Prott.

«Si es usted lo que me imagino que es, inspectora, habrá encontrado esto: el arma que mató a Morland y a Chin, y el relato de un testigo de la escena unos segundos después de que les asesinaran.

»Espero que no encuentre estas cosas. No tendrán motivo para buscarlas a menos que yo, en persona, no se las haya dado. En ese caso, probablemente será porque esté muerto. Esto no es una posibilidad remota, por lo que tomo la precaución de grabar esto.

»Usted y yo tenemos el mismo enemigo. Me refiero a los prophetae del Espíritu Libre. Ellos le hicieron esas cosas que yo no entiendo del todo, esas cosas que le dan «tan buena suerte», y le habrán permitido encontrar mi escondrijo y este documento. A causa de esas mismas personas —no a través de medios directos, sino por necesidad—, me he convertido yo en lo que soy. No, no me disculparé por mi personalidad enfermiza; al fin y al cabo, he trabajado durante décadas para perfeccionarla.

»Oh, sí, realmente soy el odioso hotelero que parezco; el resumen de mi carrera mediocre es bastante exacto. Pero en mis horas libres, practico una…, llamémosle afición. No me refiero sólo a perseguir a las mujeres, aunque hago todo lo posible por dar esa impresión. Y, al parecer, lo consigo.

»Mi principal…, interés…, ha sido prohibir el comercio ilegal de fósiles y artefactos en Marte. Cuando llegué aquí, hace un año, este hotel que dirijo era un nexo para el contrabando. Ahora ya no.

»El contrabando todavía existe en Marte, claro está. ¿Cómo no iba a existir? Personas, por lo demás respetables (directores de museo y gente por el estilo), utilizan las excusas egocéntricas y etnocéntricas más extraordinarias para justificar su robo de objetos culturales; o apreciarlos mejor, o exhibirlos con más ventajas que sus propietarios. Pero estos tratos hipócritas ya no se efectúan en el «Hotel Interplanetario» de Marte. Los contrabandistas de Marte tienen que ser mucho más hábiles hoy en día que en la época en que yo llegué.

»Debido a mi interés por estos asuntos, estuve siguiendo la carrera de Dewdney Morland durante varios años antes de venir aquí; en realidad, varios años antes de que él mostrara interés por Marte.

»Morland poseía unas credenciales aparentemente legítimas, y sus antecedentes, aunque mediocres, no parecían más extraños que los de muchos estudiosos. Estudiaban temas que, a los ojos de los no iniciados, eran oscuros y no tenían relación entre sí, pero existía un tema plausible y respetable en sus herramientas utilizadas para darles forma. Sin embargo, fue poco antes de venir a Marte, cuando se interesó por la Cultura X.

»Hay…, había…, más o menos, tan sólo una docena de personas en todo el sistema solar, que afirmaban poseer experiencia en la Cultura X. Quizá fue una desgracia para Morland alardear de que les había conocido ya que él, y todos los demás salvo uno, el profesor Forster, ahora están muertos. Y Morland no era ningún experto.

»La cuestión respecto a Morland, que mucha gente no veía, era que los objetos valiosos solían desaparecer de los lugares en los que él realizaba su investigación. Investigó los huesos catalogados de Cromagnon en el «Musée de l’Homme» de París. Una semana después de finalizar su trabajo, se descubrió que había desaparecido una colección de valiosas películas etnográficas del siglo veinte. Afortunadamente, no se perdió ninguna información, pues las películas habían sido trasladadas, tiempo atrás, a medios más permanentes, pero los originales en acetato tenían un valor incalculable para los coleccionistas especializados. A la sazón nadie sospechó de Morland, y en realidad jamás se ha probado que existiera ninguna conexión.

»Un año más tarde, Morland trabajaba con artefactos de «Anasazi», en la Universidad de Arizona. Esta vez desapareció de las bóvedas un extraordinario conjunto de cerámica. Aquí sí se perdió una información valiosísima, pero aunque se realizó una amplia investigación, no pudo probarse nada. Dos años más tarde, cuando Morland visitaba Nuevo Beirut, los libaneses perdieron varios objetos únicos de joyería helenística en oro, pertenecientes al «Museo de Antigüedades». En este caso, el valor estético de los objetos superaba a su valor académico pero, no obstante, su pérdida fue muy importante y representó un gran golpe para aquella institución poco conocida.

»Comprenderá usted, sin dificultad, que cuando se roban objetos de esta clase, existen pocas probabilidades de que jamás vuelvan a ser vistos. Para un ladrón, deshacerse de un artefacto previamente desconocido es relativamente fácil, pero intentar vender uno que ya ha sido catalogado, si es bien conocido, invita al arresto inmediato.

»En consecuencia, los ladrones de objetos famosos casi siempre actúan por encargo; los objetos van directamente a los sótanos de los piratas, ricos pero discretos, que financian el trabajo y que disfrutan de ellos en privado.

»En el caso de Dewdney Morland, teníamos a un estudioso de categoría media e ingresos modestos, que tenía acceso a los museos de primera clase. Hay que decir que, ni siquiera frente a esto, era inabordable.

»Las estrictas leyes de la responsabilidad prohíben difundir acusaciones no demostrables, pero los rumores logran llegar a los que tienen que saber. La gente de los museos hablan entre sí, y algunos hablan conmigo. La noticia de que Morland había obtenido permiso para investigar la placa marciana, me puso los pelos de punta. Él nunca había sido tan estúpido como para robar lo que estaba estudiando, pero tal vez sus éxitos le habrían envalentonado.

»La placa marciana no estaba alojada en un museo junto con otros objetos valiosos; si tenía que ser robada, tendría que ser mediante un ataque directo. Yo no tenía nada más que mis sospechas, y no podía compartirlas con las autoridades locales sin delatarme. No obstante, le envié algunas insinuaciones a Darius Chin, anónimamente, y él prosiguió por su cuenta.

»Morland se alojaba en el hotel. Se produjo una lamentable confusión cuando traían su equipaje del puerto de lanzaderas, confusión que me permitió comprobar que no llevaba nada sospechoso, y que sus instrumentos eran exactamente lo que parecían, interferómetros y cosas por el estilo. Pero para compensar el error del hotel, me encargué de que le dieran una habitación mejor que la que tenía reservada, y de que se le diera atención personal muy de cerca.

»Morland no era un hombre agradable. Se mostraba rudo conmigo y con el personal, y trataba a todo el mundo con desprecio. Me resultaba difícil comprender cómo podía trabajar por la noche, pues se pasaba casi todas las tardes bebiendo. En verdad, la noche en que fue asesinado abordó al doctor Sayeed en el vestíbulo, con una actitud tan insultante, que algunos huéspedes se quejaron y el recepcionista le amenazó con echarle.

»Aguantarle era doblemente frustrante, porque parecía que si Morland no era inocente, era extraordinariamente listo. Los dispositivos ilegales que había dejado en su habitación, y que a veces conseguía poner sobre su persona, me informaban fielmente de los lugares adonde iba y de sus conversaciones. No había nada sospechoso en ninguna de sus acciones.

»De mala gana, decidí hacer amistad con ese hombre. Él había dicho que era un excelente tirador. Alardeaba de ello. Supongo que era cazador de ciervos y de otras especies controladas en la Tierra.

»Bueno, disparar es algo que yo practico desde hace años, es una especie de afición. Claro que en Marte no hay nada que cazar, pero el tiro al blanco es un deporte muy popular aquí, y me ofrecí para acompañar a Morland a la sala de tiro del hotel, y enseñarle a utilizar una pistola. Él se dignó aceptar.

»Me alegré al ver que, como era de suponer, al principio lo hacía mal; no estaba acostumbrado a la pistola, y tampoco lo estaba a la gravedad de Marte. Sus primeros diez o doce tiros no dieron en el blanco. Sin embargo, me sorprendió que hiciera tan rápidos progresos en poco tiempo. Incluso durante nuestra primera sesión, mostró un avance notable.

»Y desde el principio estaba obsesionado por vencerme. Cuando me preguntó si podría prestarle una de mis pistolas —como ve, son piezas bastante mejores que las que están a disposición de los invitados—, no supe negarme. Dijo que tenía intención de pasar las horas diurnas practicando, horas durante las cuales yo trabajaba y él no podía hacerlo.

»Aquel día, Morland no estuvo tan bien como para superar mi marca, pero se acercó mucho. Acordamos que lo repetiríamos y apostaríamos una botella de «Dom Pérignon». Debía de tener mucha confianza; para él, el champaña representaba una apuesta elevada, mientras que yo podía apropiarme de una botella de la bodega del hotel.

»Aquella noche, él y Darius Chin fueron asesinados.

»Yo estuve allí, inspectora.

»Pero ¡ay!, no a tiempo para impedir las muertes de aquellos dos hombres; mas sí para recoger el arma asesina, la que usted tiene ahora en la mano. Sí, es mi pistola, la que le presté a Morland.

»Ocurrió así: aquella noche, a última hora, tenía intención de detenerme en el «Salón Phoenix» para hablar con el encargado del bar, cuando vi lo que me pareció un fantasma, un hombre al que yo creía muerto desde hacía mucho tiempo. Pero es difícil confundir a ese hombre. Es de complexión pequeña, de gestos delicados, y siempre va vestido con ropas costosas; su cabello es rizado y de un brillante color anaranjado, y lo lleva siempre muy corto.

»Es uno de los pocos prophetae que puedo reconocer a simple vista, y el peor de sus asesinos.

»Yo acababa de volver de inspeccionar el sistema de calefacción. El hombre naranja abandonaba en ese momento el «Salón Phoenix». Se puso su traje presurizado en el guardarropa, y se mezcló con el grupo de huéspedes que se dirigían hacia la ciudad. Yo les seguí.

»Él no permaneció con los otros. Tengo experiencia en seguir a la gente, y conozco bien los tubos de presión de Labyrinth City. Pronto se hizo evidente que daba un rodeo para ir al Ayuntamiento.

»Me detuve para dejarle ir unos pasos más adelante. Como usted sabe, el único acceso al Ayuntamiento, a través de los tubos, parte del edificio ejecutivo del Consejo de los Mundos; esa zona está expuesta y bastante bien iluminada. Al cabo de uno o dos minutos, me acerqué tanto como me atreví.

»La compuerta a presión que daba al vestíbulo aún estaba abierta; es una puerta muy utilizada durante las horas de oficina y funciona en un ciclo lento. No vi movimiento alguno dentro del edificio, así que me dirigí hacia allí.

»En ese momento, sonó la alarma.

»Estuve a punto de dar media vuelta y correr, en lugar de quedarme allí para que me pillaran, pero me temí lo peor. Corrí hacia el extremo del corto corredor y entré en la cúpula central. Supongo que ya tiene idea de lo que encontré: esos horribles focos iluminando a Morland, que yacía en un charco de sangre. Y el cojín vacío donde, sólo unos momentos antes, había reposado la placa marciana.

»Entonces sonaron más alarmas, y noté una pérdida de presión; alguien había abierto una puerta exterior. Lo cerré todo herméticamente y corrí a través de la cúpula, por el ábside…

»Por poco no resbalé en la sangre de Dare Chin. Me bastó un vistazo para darme cuenta de que no podía ayudarle. Delante de mí, la puerta exterior estaba cerrándose. Corrí hacia ella.

»Volví a tropezar. Mi pistola estaba en el suelo, en la puerta.

»Si quería atrapar al asesino, no podía vacilar ni un segundo. Pero si no conseguía atraparle…, dejar mi propia pistola en el escenario del doble asesinato…

»Me incliné a recoger la pistola. Entretanto, la puerta a presión se cerró. Pulsé las teclas y esperé los segundos necesarios para que iniciara el ciclo otra vez y se abriera.

»Salí a la noche y eché a correr. Ahora el fugitivo era yo.

»¿El hombre naranja me había visto seguirle? ¿Sabía el hombre naranja quién era yo? Entonces yo no lo sabía, pero ahora me temo que la respuesta era afirmativa. ¿El hombre naranja sabía que yo había recuperado el arma que me incriminaba? Yo no lo sabía; ni siquiera sabía si él conocía el hecho de que el arma era mía.

»Pero era al hombre naranja a quien temía entonces, y es a él a quien temo ahora.

»Con gran cautela regresé al hotel. Dejé la pistola donde la ha encontrado usted, me quité el traje presurizado, y después tomé lo que esperaba que pareciera una tranquila copa en el salón. Era una coartada terrible, en realidad no era coartada. Podía haberme situado en la escena del crimen con gran facilidad. Pero, paradójicamente, eso no me preocupaba, pues había tenido tiempo de considerar que el robo de la placa marciana era demasiado importante para dejarlo en manos de los patrulleros locales, o incluso al destacamento de la Junta Espacial. Enviarían a alguien de la Central de la Tierra.

»Era a esa persona a quien yo quería ver, y cualquier cosa que me señalara a mí —la falta de coartada, por ejemplo—, me llevaría hasta esa persona más rápidamente.

»Transcurrieron dos semanas llenas de inútiles investigaciones por parte de la Policía local. Registraron este despacho, pero jamás sospecharon de este escondrijo que usted ha hallado con tanta facilidad. Hice todo lo que pude para parecer culpable.

»Si me hubiera usted arrestado el día en que llegó, habría podido contarle todo esto antes. No habría tomado la precaución de efectuar esta grabación.

»Ahora, esta precaución es necesaria. Ha estado usted fuera durante muchos días. Si no hablo con usted en el plazo de unas horas, me temo que será demasiado tarde. Hoy he vuelto a ver al hombre naranja, le he vislumbrado entre una multitud de turistas, en la terminal del puerto de lanzaderas.

»Una última cosa. Tenemos un conocimiento común, usted y yo. Usted le conoce como su jefe, su superior de la Junta de Control Espacial. Es más que eso, pero dejaré que sea él quien le cuente el resto, si es que quiere hacerlo. Si es necesario, me gustaría que me nombrara para que él se acuerde de mí.

Aquí termina la grabación