Cuarta parte
EL ÚLTIMO CHIP DE PROTT

14

Mediodía en Labyrinth City. El sol estaba alto, y el viento era fuerte y procedente del Oeste.

El avión marciano perdido, navegaba con elegancia y besaba la arenosa pista. Rodó unos metros hasta detenerse frente al hangar del Proyecto de Formación de Tierra. Al cabo de unos instantes, la tripulación de tierra, con traje presurizado, se agrupaba a su alrededor. Sparta señaló y negó con la cabeza para indicar que no tenía comunicación por radio. Las puertas exteriores del hangar se abrieron lentamente y la tripulación arrastró el avión para alejarlo del viento.

Una vez dentro, Sparta bajó de la cabina y cruzó el hangar corriendo a grandes pasos. En la cámara intermedia de la sala de preparación, se abrió la placa frontal del casco.

—Khalid está en algún lugar del desierto —dijo a la asombrada oficial de operaciones que estaba detrás del mostrador—. Tenemos que salir a buscarle; hace más de tres días que está fuera. Les mostraré dónde dejó el avión.

—El doctor Sayeed se encuentra a salvo, inspectora —replicó la oficial de operaciones—. Le recogió ayer un camión marciano que se dirigía hacia la cabeza de la cañería. Nos ha contado lo ocurrido.

—O sea, que encontró ayuda —murmuró Sparta.

—Los del camión fueron a buscarla a usted, pero ya se había marchado.

Sparta se quitó el casco.

—Francamente, no creí que pudiera conseguirlo.

—Usted hizo lo que tenía que hacer. Pero si tuviéramos costumbre de repartir medallas, Khalid obtendría una. Daremos una fiesta en su honor cuando regrese. —La mujer sonrió a Sparta—. Está usted invitada.

—Gracias. Acepto con gusto.

La oficial había estado examinando a Sparta con gran atención.

—Hemos oído contar muchas historias acerca de la suerte que usted tiene, inspectora Troy. Lo que usted ha hecho, la mayoría de nosotros habríamos dicho que era imposible: más de dos mil kilómetros sin holograma, sin comunicación por radio. Sin una brújula siquiera…, y tres días atrás, nunca había volado en uno de esos aparatos.

Sparta se encogió de hombros.

—Tengo habilidad con las máquinas —dijo con aspereza.

—También para la navegación.

—No, es sólo que tengo buena memoria. Las dos últimas semanas estuve estudiando mapas de Marte.

—Yo he estudiado mapas de Marte casi toda mi vida. Y no habría podido hacer lo que usted ha hecho.

—No se subestime —dijo Sparta irritada—. Es sorprendente lo que se puede hacer cuando no hay más remedio. Mire a Khalid. —Jugueteaba nerviosamente con las correas de su traje—. Bueno…, tengo un asunto urgente que atender. ¿Me necesitan aquí?

Un secretario que había estado mirándola fijamente con admiración sobrecogida, ahora, de repente, soltó una carcajada. La oficial de operaciones sonrió y señaló hacia una pantalla plana.

—¿Ve todos esos vacíos en el informe del incidente? Si la dejo marchar antes de llenarlos, lo más probable es que me arresten a mí.

Sparta sonrió.

—Está bien.

Las puertas a presión habían funcionado constantemente; la oficina del hangar estaba llena de mecánicos, y otros hombres y mujeres pertenecientes a la tripulación de tierra que estaban ansiosos por ver a la mujer con más suerte de tres planetas.

—¿Cuál es la evaluación de los daños? —le preguntó la oficial de operaciones a uno de los hombres que acababan de entrar.

—Todos los sistemas electrónicos desprotegidos están inutilizados, como informó el doctor Sayeed —respondió el hombre—. Nunca había visto nada semejante.

—El doctor Sayeed afirmó que encontró algo en el piloto automático —dijo la oficial de operaciones a Sparta—. Una esfera de acero de unos treinta milímetros de diámetro. Se la llevó consigo.

—Es una bomba de impulso —dijo Sparta.

—¿Qué es una bomba de impulso?

—Un dispositivo muy caro, diseñado para hacer exactamente lo que ése hizo: destruir la microcircuitería. Alguien quería que el avión desapareciera de las pantallas, que se perdiera en el desierto y nunca más volviera a ser visto.

«Y ese alguien sabía cómo estoy hecha y quería provocarme un grave dolor de vientre», pensó; pero no lo dijo.

—O sea, en esta línea donde dice «causa del incidente»…, ¿qué ponemos? ¿Sabotaje?

—Sí.

—El señor Prott hace dos días que intenta ponerse en contacto con usted —dijo el joven de la recepción del hotel, sin aliento.

—¿De veras? —A Sparta le pareció un poco extraño—. He estado fuera.

—Espere que cene usted con él. ¿Quizás esta noche?

Sparta también necesitaba ver a Prott, pero ¿cenar juntos? Se le revolvió el estómago. El fuego de su vientre se había apaciguado, pero no estaba apagado.

—Sí. Esta noche me va bien.

—¿A las seis y media? El señor Prott se reunirá con usted en el «Salón Phoenix» para tomar un aperitivo.

Sparta estaba demasiado cansada para discutir. Lo que necesitaba, sobre todo, era dormir.

—De acuerdo.

Sparta corrió las cortinas y apagó las luces. Se quitó el traje presurizado y toda la ropa, y cayó de bruces sobre la blanda cama. Al cabo de unos segundos estaba inconsciente.

Dos horas más tarde se obligó a despertarse. Aturdida, se puso uno de sus dos atuendos de civil. Pero no suavizaban su aspecto. Aunque tenía que acudir a la batalla con una armadura auténtica (la malla amarilla que proporcionaba la Junta Espacial para el caso de una pelea con fuego), los lisos pantalones negros, la ajustada camiseta negra y la túnica blanca brillante, de cuello alto, eran una armadura suficiente para el mundo social; emitían un mensaje claro: noli me tangere.

Al cerrar la cremallera de su túnica, volvió a sentir aquel fuego bajo el esternón, tan fuerte que lanzó un grito y se desplomó sobre la cama. Al cabo de medio minuto, comprendió que no podía pasar por alto el persistente ataque. Se inclinó y cogió el intercomunicador de la mesilla de noche.

—Necesito hablar con alguien del hospital.

Las estructuras rotas de su abdomen la estaban envenenando. A pesar del riesgo que corría su seguridad, necesitaba ayuda externa.

—¿Dice que le sustituyeron tejidos por causa de un trauma?

El doctor contemplaba una reproducción gráfica tridimensional de las entrañas de Sparta, y concentraba su atención en las densas capas de materia extraña extendida bajo el diagrama.

—Es lo que le he dicho.

Sparta había pasado mucho tiempo en clínicas y hospitales, y aunque no eran cámaras de tortura como habían sido un siglo atrás, los odiaba.

—¿Qué clase de trauma?

—Sufrí un accidente de bicicleta hace diez años, cuando tenía dieciséis. Un conductor borracho me atropelló.

—¿Se perforó el abdomen?

—No lo sé. Lo único que sé con seguridad es que algunas costillas quedaron aplastadas.

—Sí. Hay una grapa grande en el esternón. No es exactamente un trabajo elegante, pero al menos no se ve.

Sparta gruñó. Quizás ella no era la paciente más amable que un médico pudiera desear tener, pero ese joven médico tenía que aprender a tener tacto con los enfermos. En cuanto a la grapa de su esternón, era bastante elegante, considerando que en realidad se trataba de un oscilador de microondas.

—Bueno, no sé qué demonios pretendía esa gente, pero fuera lo que fuese, no fue una idea tan brillante —dijo el médico—. Esto se está deteriorando. Su pH es tan bajo, que prácticamente no existe…, no me extraña que se queje de dolores de estómago.

—¿Qué puede hacer?

—Lo mejor sería suprimirlo. Lo podemos sustituir por modernos injertos de tejido. Si realmente los necesita. Lo más probable es que no. Me parece que las estructuras abdominales ya se han curado. De hecho, parece usted en muy buena forma, salvo por esta materia extraña de aquí.

—Nada de operaciones —dijo ella—. No tengo tiempo.

—Yo le digo lo que tendrá que afrontar tarde o temprano. Por ahora, podemos hacerle implantaciones locales para equilibrar el pH.

—Bien, hagámoslo.

—Pero quiero que vuelva aquí dentro de dos días. Tiene un interior complejo. No me siento cómodo dejándolo tal como está.

—Lo que usted diga.

Insertar las implantaciones subcutáneas llevó diez minutos. Cuando estuvo hecho, Sparta se estremeció mientras se abrochaba la túnica. Se apretó al torso la cubierta plástica de su chaqueta, y abandonó la clínica sintiendo un ataque irracional de soledad.

¿Irracional, o simplemente sumergido? Mientras caminaba por el ancho tubo de presión, de cristal verde, que llevaba al hotel, trató de hacer aflorar a la consciencia un pensamiento, un sentimiento que jugueteaba en el borde de su mente.

No cabía duda de que las baterías de polímeros implantadas estaban rotas; había podido interpretar la exploración que le habían hecho con menos confusión que el médico, quien no conocía lo que estaba viendo. Las estructuras no eran de tejido natural; no se curarían por sí solas; hacía tiempo que estaban muertas, mucho tiempo. Nunca habían estado verdaderamente vivas.

Debería hacerse quitar aquello, como el médico había dicho. Esas pegajosas implantaciones de baterías eran parte de lo que más odiaba de todo lo que le habían hecho; eran parte de lo que la hacía distinta de los demás humanos, prisionera de lo que otros habían querido hacer con su cuerpo.

Pero últimamente, había comenzado a dominar el poder secreto que le otorgaron, la capacidad de emitir radioseñales dentro de una amplia banda de frecuencias, que podía utilizar —entre otras cosas—, para controlar maquinaria remota. Acción a distancia. Una parte de ella no quería extraer las baterías sino repararlas, sustituirlas.

Sintió desasosiego al reconocer esta tentación —en lugar de resentimiento, un deseo— de ser más que humana. Una parte de ella, ansiosa de poder, no deseaba renunciar a la capacidad de mandar sobre el mundo material mediante el simple pensamiento.

Pero ¿a costa de su propia humanidad?

Ahora no era el momento de pensar en ello. Se apretó la armadura de plástico al cuerpo, y aceleró el paso dirigiéndose hacia el hotel.

—¿El señor Prott? Me temo que todavía no ha llegado. Con mucho gusto la acompañaré a su mesa.

Sparta echó un vistazo al lugar. La pared del fondo era de vidrio templado y daba al Laberinto, cuya vista sublime quedaba estropeada por los reflejos. A la derecha había una larga barra de vidrio y mesas del mismo material, que iluminaban a los clientes en verde, desde abajo. A la izquierda, en una esquina y bajo unos focos, una mujer con el cabello negro y tieso estaba sentada ante un teclado de sintecordio, tarareando viejas canciones con voz ronca. Era la encantadora Kathy.

—De acuerdo —dijo Sparta.

El camarero la acompañó hasta una mesa para dos, con buena visión del escenario y el espectáculo. Cuando le preguntó qué quería beber, ella respondió que agua.

Sparta soportó las miradas curiosas y frías de los otros clientes, mientras esperaba a Prott. Aproximadamente cada dos minutos, el camarero reaparecería preguntándole si deseaba alguna otra cosa. ¿Una copa? ¿Un vaso de vino? ¿Otro vaso de agua, quizá? ¿Le gustaría ver la bandeja de entremeses? ¿Nada, Mademoiselle? ¿Está segura? Claro…

Transcurrieron diez minutos así, y cuando el camarero volvió a acercarse, Sparta le pidió un teléfono. El camarero se lo trajo y Sparta marcó el número de la oficina de Prott.

Contestó el robot de Prott, y se ofreció a tomar el mensaje. Sparta colgó. Después, marcó el número de la habitación de Prott, en el hotel. Respondió otra máquina grabadora. Sparta volvió a colgar.

Prott no era de los que pondrían en ridículo a un huésped. Eso sería perjudicial para la imagen del hotel. Si Prott era el ambicioso director mediano, ligeramente paranoico, que aparentaba ser, mostrarse desagradable sería lo último que desearía para con alguien que se hallara cerca de él.

—Discúlpeme, he olvidado algo en mi habitación. Cuando llegue el señor Prott, haga el favor de decirle que regresaré dentro de unos minutos.

—Por supuesto, Mademoiselle.

El camarero que recibió este recado hizo una profunda reverencia. A Sparta no se le pasó por alto el risueño desprecio que había tras su máscara de impasibilidad.

Sparta pasó la puerta sencilla de la oficina exterior de Prott en el tiempo que tardó en percibir sus campos magnéticos.

No encendió la luz. La pantalla plana que había sobre el escritorio del ayudante aún relucía débilmente, cálida por los infrarrojos, tras haber estado encendida todo el día. Ningún ojo humano lo habría notado, pero Sparta leyó fácilmente la última imagen. Nada de interés, sólo una lista rutinaria de habitaciones y reservas. Ya había registrado el ordenador del hotel, del cual éste era una terminal.

Nadie había estado en la habitación desde hacía media hora o más. No había huellas relucientes en el suelo ni en las paredes.

Sparta aguzó el oído…

Los conductos del aire y las paredes sólidas le transmitían las murmuraciones y quejas del personal del hotel, los murmullos, gritos y la aburrida conversación de sus huéspedes, los ruidos de sus entrañas mecánicas, Sparta oía claramente el susurro del viento que soplaba fuera.

Olisqueó el aire, y analizó los indicios químicos que permanecían en él: los más fuertes eran de alcohol y del perfume de la colonia de Prott, pero a través de las aberturas de ventilación le llegaba el olor a grasa de la cocina, café quemado, germicida, jabón, fluido limpiador, licores rancios, humo de tabaco…, la esencia concentrada del hotel.

Y mezclada con todo ello, débil, una esencia más sutil. Algo quería aflorar a su consciencia; una presencia, distante pero amenazadora…

Sparta fue a la puerta de la oficina interior de Prott. La cerradura parecía ser del tipo magnético corriente, con un teclado alfanumérico idéntico al de la cerradura de la oficina exterior. Pero el teclado era falso; en realidad, la cerradura funcionaba con las huellas dactilares del programador de éste, en infrarrojos. Sólo una pauta precisa de surcos calientes y fríos, pertenecientes a las huellas dactilares de él, abrirían la cerradura.

Sparta no tenía las huellas dactilares de Prott grabadas en su memoria, pero tenía los medios para reconstruirlas.

Cada toque humano es único; la piel segrega una mezcla de aceites y ácidos que, en última instancia, depende de la composición genética del individuo, compartida únicamente en el caso de gemelos idénticos u otros clones. Los sentidos del tacto y el olfato de Sparta, combinados con los procesos de sus estructuras neurales artificiales, analizaron las huellas dactilares de Prott y produjeron un mapa mental de las espirales de su más reciente toque de las teclas: dos dedos y el costado de un pulgar.

Reproducir las huellas era complicado. Requería calor, precisión y rapidez. Ningún humano podía empuñar una herramienta con la precisión requerida para dibujar la huella dactilar de otro humano a escala exacta, pero Sparta no era del todo humana. El denso ojo interno que tenía bajo la frente, era órdenes de magnitud más capaces que los ordenadores de control de los robots industriales más sofisticados.

Y para obtener calor, sólo necesitaba su propia mano alrededor de un sujetapapeles de acero. Calentándolo con la palma de la mano, utilizó la curva del sujetapapeles como aguja para reproducir las huellas latentes de Prott con exactitud litográfica, colocando, después, las copias rápidamente sobre los originales. Luego, una presión suave…

La cerradura se abrió. La puerta de la oficina interior de Prott se abrió lentamente. Sparta cruzó el umbral. La presión desde la oficina interna hacia la externa era positiva, y Sparta sintió la fresca corriente de aire. El cuero cabelludo se le erizó.

Entró en el despacho. La puerta de cierre automático se cerró lentamente detrás de Sparta.

Sparta no necesitó sus facultades analíticas intensificadas para detectar la diferencia en la atmósfera; cualquiera que hubiera estado alguna vez cerca de un matadero lo habría notado. Cualquiera que hubiera estado en una galería de tiro, habría reconocido el olor a pólvora quemada.

El cuerpo de Prott se hallaba en el suelo, detrás de su escritorio. Llevaba muerto quizá media hora. El calor hacía rato que había desaparecido de sus miembros, dejándolos azules en la oscuridad, pero Sparta era capaz de ver todavía el brillo en el interior de su cabeza y torso.

Sparta se arrodilló con cuidado junto al cuerpo, sin tocarlo pero respirando profundamente, mirando, escuchando…

Cuando le mataron estaba sentado en el sillón de detrás del escritorio, el cual había caído hacia atrás y hacia un lado. Había un agujero limpio centrado sobre sus ojos, y otro mucho mayor en la parte posterior del cráneo.

La cabeza de Prott estaba torcida a un lado, sobre un charco de sangre que se estaba coagulando encima de la alfombra industrial azul. La expresión de su cara no podía interpretarse, pues la bala había provocado un reflejo que dejó al infortunado Prott, tan cuidadoso con su aspecto, bizco.

Sparta levantó la vista. Había un agujero en la pared de piedra arenisca de detrás del escritorio de Prott. La piedra pulida estaba salpicada de sangre que empezaba a secarse, a la altura de la cabeza de un hombre sentado.

Se levantó y se acercó al agujero de la pared. Concentrándose en él, pudo ver unos puntos microscópicos de metal suave que relucían en la matriz de la roca. La bala no se había incrustado, sino que había caído al suelo de donde el asesino la había recogido, pues de otro modo a Sparta no le habría costado encontrarla. El débil olor a cromo y plomo oxidados, escribió sus fórmulas simples en la pantalla de la consciencia de Sparta.

Sparta fue hasta la puerta y encendió la luz. Unos candelabros de pared, cerca del techo, proporcionaban una suave iluminación amarillenta.

El despacho de Prott era grande y lujoso, decorado con muebles de cuero oscuro —un sofá grande como una cama, mullidos sillones—, con mesitas auxiliares hechas de bloques de basalto pulidos. En una esquina, en el suelo, un gran jarrón de alabastro contenía un arreglo de plantas secas importadas. Sólo había un cuadro, un soso óleo en colores desaturados, que lograba no parecer nada. Quizás era un paisaje.

La habitación no sugería una personalidad real; la decoración era muy costosa, diseño industrial monótono hecho por la misma firma que se había encargado del interior del hotel. Los libros y chips que se veían se limitaban a publicaciones profesionales, biografías de empresarios de éxito, tratados sobre dirección de empresas…

En la pared de piedras, cerca del sofá, había una licorera, llena de botellas de cristal marrón, rojo y verde. Ninguna de ellas parecía haber sido abierta recientemente. Los vasos de cristal que estaban al lado de aquéllas, mostraban una fina capa de polvo; cuando Sparta miró más de cerca, no vio huellas dactilares recientes. Prott estaba preparado para recibir visitas, pero al parecer no había tenido esa oportunidad en los últimos días.

Sparta recorrió la habitación con la mirada, la «sintió». Tampoco poseía ningún rasgo característico.

Todavía tenía que iniciar una búsqueda seria de pistas de la identidad del asesino. Lo que realmente le preocupaba era que no conocía la identidad real de la víctima.

Tenía los informes que le habían sido emitidos mientras se dirigía hacia Marte, claro, pero igual que el despacho de Prott, eran estériles: el resumen aséptico de la ascensión de un director mediocre por las filas de una cadena de hoteles interplanetarios.

Muy cómodo. Y muy frustrante. El hombre que yacía muerto sobre el suelo alfombrado, seguramente era un competente director de hotel, pero también, según el testimonio de la Policía local, era un libertino y un experto tirador de pistola. La opinión de Sparta, por lo que podía percibir de él, era que se trataba de un hombre al borde de una crisis psicótica.

Sin embargo, su resumen dibujaba la suave curva de una carrera más bien mediocre e intachable.

No existía semejante Wolfgang Prott. No el Wolfgang Prott del expediente.

Sparta se acercó a la pequeña pantalla del escritorio de Prott. De debajo de las uñas de la joven, aparecieron unas púas hechas con un injerto de polímeros, como zarpas de gato; las insertó directamente en los accesos de entrada y salida, como si insertara llaves maestras en una antigua cerradura.

Pero, al igual que el aparato del escritorio de su secretario, la máquina de Prott no era más que una terminal del ordenador central del hotel. Segundos después, Sparta había averiguado todo lo que la pantalla le podía ofrecer, es decir, nada.

El escritorio de Prott tenía cajones cerrados con las tarjetas de identificación corrientes. Las púas de Sparta se introdujeron en la ranura, y los cajones se abrieron de golpe. Dentro, además de la parafernalia de costumbre —objetos de escritorio, chinchetas, gomas, plumas—, había una serie de tarjetas «RAM» cuidadosamente clasificadas.

Después de introducir un bloqueo para impedir las comunicaciones externas, Sparta utilizó la propia terminal de Prott para leer las tarjetas, de una en una; tardó más tiempo en cargarlas y descargarlas que en leerlas. Una vez más, Sparta quedó impresionada por la insustancialidad del entorno de Prott. El contenido de las tarjetas que estaban encerradas en aquellos cajones, se referían únicamente a cuestiones de negocios: directorios de teléfonos, expedientes del personal, registros del crédito de los huéspedes del hotel, su situación financiera personal. Por lo visto, sus empleados y huéspedes eran seres humanos ordinarios y falibles. Los únicos ingresos personales de Prott visibles procedían de su salario, y había invertido lo que podía permitirse, obteniendo sólo un éxito relativo.

Para ser un psicótico incierto, Prott había sido un hombre notablemente discreto y bien organizado. Incluso un buen hombre. No había querido que los detalles de la vida privada de sus empleados estuvieran guardados en el ordenador central, donde cualquier empleado charlatán podría difundir rumores acerca de los productos químicos que tomaban cada uno, quién se acostaba con quién, quién debía dinero a quién, y por tanto, había guardado éstos y otros asuntos delicados, en otros chips que guardaba encerrados en su escritorio.

Sparta casi le respetaba por eso, aunque ello aumentó sus sospechas. Esas fichas no revelaban nada de Prott ni de nadie que estuviera asociado con él.

Tenía que haber más. Oculto, no en su despacho, sino en sus habitaciones particulares, quizá. Pero éstas eran visitadas a diario por las doncellas, y eran accesibles a cualquier huésped decidido del hotel; sería un lugar mucho menos seguro que el despacho interior, donde incluso los vasos sin usar del bar testificaban que jamás entraba nadie, salvo el ayudante y el portero.

No, tenía que ser allí. El asesino de Prott no había utilizado la fuerza para entrar, ni había entrado a escondidas; la cerradura no había sido limpiada, y en ella sólo había huellas de Prott. El asesino había entrado por una puerta abierta, había efectuado el trabajo sin tocar nada, y después se había marchado y dejado que la puerta se cerrara.

Ahora, Sparta se movió con más rapidez, registrando la habitación con todos sus sentidos aumentados. No había nada escondido en los jarrones decorativos, ninguna caja de caudales detrás del cuadro, nada en los rincones del sofá de cuero, ningún hueco bajo la alfombra. Pero una sección de la pared de piedra arenisca con dibujos, al lado del escritorio de Prott, estaba llena de aceites y ácidos del tacto de éste.

Un rayo láser había trazado con cuidado una curva irregular alrededor de los cristales de hierro radiales que formaban uno de los «dibujos» de la piedra. La fina placa de roca resultante, cubría una cavidad poco profunda en el revestimiento de la pared. Sparta tuvo que manipular durante un momento la placa de extraña forma antes de poder sacarla: el truco consistía en presionar una esquina inferior y dejar que la placa le cayera en la mano.

En la cavidad había dos objetos: una grabadora de microchips y una pistola.

La pistola era de calibre «22», una pistola de tiro al blanco, de cañón largo, que no había sido limpiada después de usarla por última vez. Olía a propulsante rancio y a óxido de uranio.

Sparta se acercó a ella, la observó microscópicamente y la olió. Prott la había manejado, pero no recientemente. Menos reciente eran otras signaturas químicas, dos de ellas pronunciadas. Una no la conocía. La otra no podía creerlo, no quería creerlo…

Se inclinó sobre el chip. La signatura de Prott aquí, era fresca, como sus huellas dactilares en la cerradura de la puerta. Había grabado el chip poco antes de que le mataran.

Lo puso en la terminal del escritorio de Prott. Dejó salir sus púas y las insertó en los accesos, y después quedó en trance y absorbió el contenido del último chip de Prott.