La luz se derramaba sobre los ojos de Sparta, reluciendo como las huellas de los meteoros diurnos en el firmamento rosa. La luz procedía del lejano sol amarillo. Las huellas de los meteoros eran pequeñísimos arañazos en la campana de plástico del avión marciano.
Sparta se encontraba medio sentada, sujeta por el arnés en posición erguida, y su cabeza descansaba torpemente sobre su propio hombro. La levantó —le pareció que era una bala de cañón—, y si bien los músculos agarrotados de los hombros protestaron, descubrió que gran parte del dolor de cabeza sólo había existido en sus sueños. La quemazón en el estómago había disminuido hasta no ser mucho peor que una pesadilla tras una cena fuerte. La diferencia era que tenía hambre.
Movió la cabeza con precaución, para ver lo que la rodeaba, y miró la campana bajo la cual estaba sentada, sin alas y encaramada sobre una pendiente de lava cubierta de arena. Estaba sola. Las pantallas de los instrumentos estaban apagadas y frías, y la posición del sol en el cielo despejado sólo le indicó que era la mañana en algún lugar de Marte.
Había una nota, escrita a bolígrafo en un pedazo de papel, clavada en la parte de atrás del armazón del asiento que tenía delante.
«No tenemos comunicación de ninguna clase y no nos pueden buscar. Voy en dirección al lugar habitado más próximo. Ruego para que te recuperes pronto. Tu única esperanza es quedarte en el avión. Dios será bueno con nosotros». Khalid ni siquiera se había molestado en firmar.
Sparta soltó las correas de su arnés y flexionó con cautela las muñecas, los codos y las rodillas. Al parecer, físicamente no había sufrido ningún daño. Estaba entumecida y le dolía la cintura, pero el dolor de cabeza se había convertido en una simple sensibilidad irritante a la luz.
Probó los instrumentos. Conectó interruptores e hizo combinaciones, pero las pantallas siguieron sin funcionar.
Comprobó que su traje presionizado estaba cerrado herméticamente. Conectó los interruptores que controlaban las bombas de aire; al menos éstos sí funcionaban. El aparente fallo eléctrico del avión no era total. Tal vez algunos de los otros sistemas críticos aún fueran eficaces.
Cuando la cabina estuvo vaciada, Sparta se movió para levantar la campana, pero al hacerlo volvió a sentir aquel dolor en el vientre. Jadeando, se echó atrás. Dejó la campana tal como estaba.
Conocía muy bien el lugar donde le dolía: donde estaban situadas las capas de batería polimérica que le habían injertado debajo del diafragma, el lugar del que salían oleadas de energía eléctrica hacia el oscilador implantado quirúrgicamente en el esternón, y hacia la cerámica superconductora que recubría los huesos de sus brazos.
Igual que algunas criaturas biológicas —pero a diferencia de los humanos—, era sensible al espectro electromagnético, desde casi el infrarrojo hasta el ultravioleta. Igual que unas cuantas especies de seres vivos evolucionados naturalmente —pero a diferencia de los humanos—, era sensible a los campos eléctricos y magnéticos, de frecuencias muy superiores y muy inferiores, y de flujos extremadamente débiles.
A diferencia de cualquier criatura natural, podía transmitir y recibir rayos modulados de radiofrecuencia. No sabía si este poder peculiar y artificial, extraño a su cuerpo y no deseado —ella no lo había pedido ni consentido, y le había sido implantado en una época que ella ni siquiera podía recordar—, había quedado destruido de modo permanente o no. Lo único que sabía era que sentía un dolor terrible.
Intentó reconstruir lo que debía de haber ocurrido. Al principio sólo recordó que se habían elevado sobre un desierto interminable. Khalid había dicho algo que la había perturbado…
… que la conocía, eso era. Y algo más…, que alguien trataba de matarla…
Y entonces le sobrevino el dolor.
No disponía del beneficio que la radio le habría otorgado en su actual situación desesperada. Un breve estallido de microondas, por débiles que fueran, habrían sido una pequeña y brillante señal en el campo sensor de un satélite en órbita, indicando la posición exacta del avión abatido. Sparta se veía privada de la capacidad de producir semejante señal, y no creía que fuera por casualidad.
Por lo que había visto, parecía que el avión marciano se había estropeado debido a un potente impulso de frecuencia ancha que había quemado los sensores y ordenadores de a bordo, y al mismo tiempo había estropeado la única función no biológica de Sparta. Hasta que inspeccionara el avión, no sabría si el origen del impulso se encontraba a bordo o había sido provocado desde fuera. Tampoco sabría si lo había hecho alguien desconocido o el propio Khalid.
¿Por qué Khalid había desmontado el avión? Para impedir que el viento lo destruyera. ¿Por qué iba a preocuparse por ello, si lo único que quería era matarla? Porque, claro está, un trágico accidente debe parecer absolutamente accidental.
Se retrepó en el arnés y se concentró en el fuego que sentía debajo del corazón, tratando de disiparlo «entrando» en él. Pero pronto el dolor venció a la mente consciente, y Sparta cayó de nuevo en un sueño intermitente y misteriosas pesadillas.
Una vorágine de signos la seducían con significados esquivos…
Mediodía. El camión marciano de Lydia Zeromski se dirigía hacia el Norte.
Al Oeste, un enorme volcán protector, el Ascraesus, se elevaba desde Tharsis hacia la estratosfera marciana. En la Tierra nadie lo habría advertido, no desde este ángulo; se puede estar en el lado de Mauna Loa, la masa volcánica más grande de la Tierra, y no advertir nada más impresionante que los cercanos árboles, las sinuosas colinas y una llanura suavemente inclinada, tan suave en su pendiente. Aquí, en Marte, este volcán mucho mayor hacía notar su presencia sólo por los cursos de lava y los grandes barrancos en el borde de su falda.
Lydia había vuelto a adoptar su actitud taciturna. La mañana había pasado en silencio salvo por el quejido, ahora familiar, de las turbinas, transmitido a través del armazón del camión. Blake estaba sentado en su lado de la cabina, pensativo.
No le quedaban más cartas. Había probado el encanto. Había probado la competencia —había ido tan lejos como para salvarle la vida a ella, probablemente—, pero nada iba a hacerla ceder. Lydia Zeromski era un hueso duro de roer.
Blake se recostó en el arnés, escuchando el siseo de las turbinas y el ruido de las orugas sobre la arena. Había asimilado algunas sensaciones nuevas en este viaje. Poco a poco, había aprendido la sensación diferente que producían la roca, la lava, la arena, las arenas movedizas del desierto y el podrido hielo permanente, traduciéndose cada textura en sutiles vibraciones sobrepuestas, cuando pasaban por debajo de las orugas en movimiento. Ahora se dio cuenta de algo nuevo: una rítmica palpitación y un rumor no sincronizados con el ritmo de las orugas.
—¿Qué es eso? —preguntó, volviéndose hacia Lydia. Por primera vez, vio miedo en los ojos de la mujer.
—Riada —respondió ella.
Lydia cerró su casco presurizado.
Sin que ella se lo dijera, Blake hizo lo mismo. ¿Una riada en Marte? Inaudito, pero, evidentemente, no era nada extraño para ella.
Lydia se inclinó sobre el acelerador. El gran vehículo dio un salto hacia delante.
Estaban cruzando un ancho cono aluvial en la base del distante volcán, una fina capa de piedras clasificadas, por el peso, de arena terraplenada y apretado conglomerado partido y expuesto por las inundaciones intermitentes de agua líquida. Blake, confiando en los textos que había leído apresuradamente durante su viaje a Marte, había supuesto que estos rasgos característicos formados por el agua tenían mil millones de años de antigüedad. Ahora, mirando desde la cabina del veloz camión, reconoció lo que había visto pero no creído: los afilados contornos de la erosión reciente.
El enorme vehículo subía y bajaba peligrosamente por la arena, golpeando las piedras y esparciendo grava con las orugas Lydia nunca había conducido con semejante abandono.
—No lo conseguiremos —dijo.
—¿A qué te refieres?
—No podremos llegar a terreno elevado. Si al menos pudiéramos llegar a una isla…
—Lydia, ¿cómo puede haber una riada aquí?
—El volcán. Los gases que desprende funden el hielo permanente, y éste desciende por cualquier canal que encuentra. Nosotros estamos en medio de uno grande. —Levantó la vista del volante—. Escucha, Mycroft, cuando te diga que saltes, salta. Coge un par de clavos de roca y cables del torno, y vete lo más lejos que puedas. No te preocupes por encontrar roca sólida, aquí no la encontrarás; limítate a recorrer unos cien metros hacia el frente y hunde los clavos lo más profundamente que puedas. Átalos. Y cruza los dedos para que aguanten.
—¿Tan mal estamos?
Ella no respondió.
Lydia encontró la isla que estaba buscando, e hizo subir el camión a su orilla. Después, desvió todo el vehículo para ponerse de cara al canal, de cara al diluvio que se aproximaba.
—¡Salta!
Cuando el camión se detuvo, Blake saltó y corrió. Un segundo más tarde ella estaba fuera de la cabina y corría en paralelo. Blake encontró una enorme piedra de basalto, y se imaginó que sería mejor que hundir un clavo de acero en la grava, así que envolvió el cable del torno alrededor de aquél. Clavó otros dos y ató los cables.
Ahora podía sentir cómo el suelo vibraba bajo sus botas, como los dedos mágicos de una cama para masajes barata. Miró corriente arriba.
—¡Oh, maldita sea!
Una pared de siete metros de fango, del color y la consistencia del helado de chocolate deshecho, bajaba por el canal arrastrando consigo piedras enteras. Blake dio media vuelta y corrió hacia el camión. Lydia iba delante. La vio subir al vehículo y forcejear para asegurar la puerta estropeada de su lado de la cabina, y después inclinarse hacia la de Blake. Muy amable por su parte abrirle la puerta.
Él saltó con agilidad y tiró de la manivela de la puerta. Estaba atascada. Tiró de ella otra vez.
—¡Está atascada! —gritó por el intercomunicador—. Ábreme por dentro, por favor.
A través del casco, a través de la cúpula del camión, a través de capas de reflejos, él le vio el rostro pálido y decidido, como una máscara. Lydia no hizo nada para ayudarle.
—¡Lydia, la puerta está atascada! ¡Déjame entrar!
El muro de barro se acercaba a él como una inundación miniatura en un vídeo malo, filmada en cámara lenta. Ésta no era ninguna miniatura. Grandes oleadas de vapor se derramaban desde la extremadamente elevada cresta de la ola; el agua caliente procedente del hielo fundido se vaporizaba instantáneamente cuando era expuesta a la atmósfera seca y leve.
—¿Para quién trabajas, Mycroft? —preguntó Lydia.
—¿Qué? ¡Lydia!
La voz de Lydia era ronca y baja, pero sonó suficientemente alta en el intercomunicador.
—Sabemos quién eres desde hace meses, Mycroft. ¿Sólo eres un soplón de la empresa? ¿O eres uno de los matones del Sindicato de Trabajadores del Transporte?
—¿De qué demonios hablas?
—¿Quieres entrar en este camión, soplón? Dime para quién trabajas.
—Lydia, no tengo nada que ver con la compañía o con el sindicato.
—Yevgeny te esperaba en el patio, Mycroft; creía que ibas a hacerlo volar para que no te enviaran a la canalización. Pero, al parecer, quieres ir allí. Lo que queremos es saber por qué.
Blake miró a la humeante cara de la riada; sus alas ahora se derramaban por las orillas de los canales poco profundos que flanqueaban la isla, tallando nuevos acantilados en miniatura en la arena mientras se acercaba. La lentitud con que avanzaba era casi más horrible que la embestida de una inundación en la Tierra.
—Lydia, lo único que quería era que me llevaras a la cabeza de la cañería. Quería ir contigo…, en particular.
—¿Admites que saboteaste el patio?
—Te lo explicaré. Déjame entrar.
La primera ola pegajosa rompía en la proa de la isla.
—Calculo unos treinta segundos más, quizá menos —dijo ella—. Primero, explícate.
Lydia no hacía caso de la riada, y miraba a Blake con aire implacable.
Él reflexionó un par de segundos y pensó que no tenía nada que perder.
—Me llamo Blake Redfield —dijo—. Trabajo para la Junta Espacial en el caso de los asesinatos de Morland y Chin. Necesitaba estar cerca de ti, averiguar cosas de ti.
—¿Crees que soy una asesina?
Su asombro parecía auténtico.
—No, no lo creo, pero puedes demostrarme que me equivoco en unos quince segundos.
—¿Ellos creen que yo maté a Dare?
—Tuviste oportunidad, Lydia. Eras sospechosa, y alguien tenía que hacer las comprobaciones. Yo me ofrecí voluntario.
Ella siguió mirándole a través de las diferentes capas de plástico reflejante.
—Lydia…
—Tranquilízate, como te llames. No vas a morir.
No hizo ningún movimiento para abrir la puerta de la cabina. Manteniendo los ojos fijos en él, alzó la barbilla hacia la inundación que se acercaba.
Lo que un minuto antes era un enorme muro de agua, ahora era una mezcla de barro que avanzaba despacio. Llegó al camión mientras Blake la observaba; pequeñas olas de fango semisólido lamieron las orugas del camión y ensuciaron las botas de Blake, pero ya no tenían fuerza, y antes de que la inundación hubiera recorrido toda la longitud del camión, había disminuido, convirtiéndose en una suave capa de cenizas y polvo. Durante un rato, la masa caliente, como un curso piroplástico de la Tierra, se había alimentado con el vapor; ahora, toda la humedad que había lubricado la corriente se había evaporado, y sólo quedaba una capa profunda de aquellas partículas finas que cubrían gran parte de la superficie seca de Marte.
Blake miró a Lydia.
—Bien calculado.
—He improvisado. Lo creas o no, no te habría dejado morir ahí fuera, aunque hubieras sido un soplón. Y tal vez lo seas. —Abrigo su lado de la cabina y bajó—. Ayúdame a arrancar las estacas.
Les costó cavar en las capas compactas de nueva grava y cenizas, y arrancar las anclas del cable, pero al cabo de unos minutos habían realizado el trabajo y se hallaban de nuevo en la cabina.
Las turbinas ulularon. El camión marciano avanzó a través del desierto.
Lydia cayó en su meditación característica, con los ojos fijos en el horizonte del inacabable paisaje. Miró a Blake, sólo una vez, unos minutos después de reanudar su viaje por el cono aluvial.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
Él se lo repitió. Como Lydia no dijo nada más, Blake se sumió en sus propios pensamientos. Contempló las colinas de arena, deslizándose a su lado, y pensó en cómo había estropeado esta misión que él mismo había insistido en asignarse. La había estropeado desde el principio. Las razones de todo lo que le había sucedido desde que se convirtiera en Mike Mycroft, se hicieron evidentes de pronto.
Sabían por qué le habían atacado fuera del hotel de Mycroft, en la Estación de Marte, y cómo Yevgeny se había deshecho de sus atacantes tan rápidamente: eran sus propios hombres, y les dijo que quería a este tal Mycroft para él solo. Por eso Yevgeny se había hecho amigo suyo, le había conseguido empleo y esperado en el patio de estacionamiento. Yevgeny lo había preparado todo.
Hacía meses que sabían lo de Mycroft, había dicho Lydia. Esto significaba que Michael Mycroft era una especie de soplón; una identidad falsa que la oficina de la Junta Espacial, en la Estación de Marte, había utilizado con demasiada frecuencia.
Justo antes de salir del terreno acanalado y avanzar por el desierto más elevado, pasaron por delante del esqueleto ennegrecido de un camión marciano que no había logrado atravesar estas arenas aluviales. Mirando su armazón retorcido y mellado, medio enterrado en la arena, Blake se preguntó si Lydia realmente le hubiera dejado entrar en caso de que la inundación no se hubiera disipado tan pronto. ¿O esperaba una oportunidad mejor para simular el accidente perfecto?
Sparta colgaba sobre el punto muerto del mundo que giraba.
Era un halcón del sol, sus ojos diez veces más aguzados que los de cualquier ser humano, sus oídos capaces de oír el grito más lejano, el más débil.
Había un solo árbol en el desierto, y a su alrededor giraba el mundo. El mundo era un desierto de arena arrastrada, y llanuras de piedra lisa y desnuda.
Su vista afilada veía formas esculpidas profundamente en la estéril piedra arenisca, grabadas tan profundamente, que las sombras que había en ellas, reunidas allí por el sol bajo, parecían tinta sobre una hoja de papel, los aguzados oídos de Sparta oían el grito del árbol.
Sus alas de halcón surcaron el aire y ella descendió, curiosa por ver más.
La forma externa que había en el árbol era humana, una chiquilla que colgaba de las ramas del árbol muerto. La habían clavado al árbol con huesos astillados, huesos del brazo y del muslo. Su vientre estaba rajado desde el esternón hasta el ombligo y la cavidad estaba vacía, oscura y roja.
En su rostro ovalado, las cejas eran anchas, pinceladas de tinta sobre unos ojos castaños. Su pelo también castaño, sin lavar, colgaba en mechones sobre sus pálidas mejillas. Volvió sus ojos diáfanos para retener con ellos la mirada de Sparta.
Imagino que colgaba del árbol del viento.
Colgué allí durante nueve noches completas;
Con la lanza que me hirió, y ofrecido fui
A Odín, yo mismo a mí mismo.
En el árbol del que nadie podrá jamás saber
Qué raíz, debajo de él discurre…
La voz no era de un dios nórdico, sino de una mujer, una voz rica y profunda…, no la de la chica del árbol, sino de una mujer de edad y con conocimientos.
Cogí las runas, chillando las cogí…
El rostro vuelto hacia ella giró y se fundió, los ojos del rostro resplandecían llenos de luz, y cuando el resplandor disminuyó, los ojos eran pálidos, los finos labios eran gruesos y estaban abiertos, y el pelo oscuro había adquirido el color de la arena.
Entonces empecé a medrar y a adquirir sabiduría.
Y crecí y estaba bien;
Cada palabra me llevaba a otra palabra.
Cada acto a otro acto.
Ahora, la herida del vientre de la muchacha se había cerrado, formando una cicatriz purpúrea, pero ella había envejecido y seguía envejeciendo a causa del dolor. Sus ojos atravesaban a Sparta con su luz.
Sparta, llena de temor, buscó el viento con las puntas de sus alas, lo encontró, y se elevó en el cielo rosado. Las runas estaban debajo de ella, por todas partes, grabadas en la pulida piedra del desierto. Si pudiera detener el mundo el tiempo suficiente, podría leerlas…
Se elevó más, efectuando el doloroso salto…
… a la consciencia. Se encontraba en la cabina del avión marciano. Estaba sola. El sol había descendido en el Oeste, y la delgada media luna de Fobos avanzaba hacia arriba por delante de él.
La luna Miedo.
Sparta permaneció inmóvil un momento, sin negar su miedo, reconociéndolo, reconociendo la probabilidad de su muerte cercana. Dejó que el miedo a la muerte la inundara.
Cuando lo hubo aceptado, dejó que se escapara. Luego, al fin, pudo volver a los asuntos vitales.
Probó los interruptores de las bombas de aire y descubrió que aún funcionaban. Pero ya había evacuado el aire de la campana —¿por qué lo había olvidado?— y su traje aún estaba sellado. Esta vez, cuando estiró los brazos para abrir los cierres de la campana, el dolor que sintió en el vientre sólo fue una punzada.
Bajó a trompicones la empinada pendiente de ceniza. El viento era constante y venía del Oeste, a veinte kilómetros por hora. Sparta advirtió que las alas del avión habían sido separadas del fuselaje y habían sido clavadas al suelo.
El plano y la composición del avión marciano eran evidentes. Sparta no dudó de que podía montarlo de nuevo; había sido diseñado de esa manera. Pero antes de hacer nada, tenía que averiguar qué había ido mal. Fue hasta el panel de acceso a los instrumentos que estaba en el fuselaje y lo abrió.
Su rápido ojo con macrozoom examinó los destrozos producidos en el interior, las microconexiones de la circuitería sólida invisiblemente finas.
Una «bomba de impulso» electromagnética, un generador de ondas de choque como el que había visto en otra ocasión —en una clase de la Junta de Control Espacial sobre sabotaje—, había sido alojada en el comparador del piloto automático. Ahora no estaba allí, pero Sparta podía verlo claramente.
Debía de ser una bola de acero del tamaño aproximado de una lima; la decoloración azul verdosa después de la detonación habría hecho más apropiada aún la comparación con esa fruta. Antes de la detonación, habría contenido una esfera microscópica de isótopos de hidrógeno congelados, tritio y deuterio, rodeado por esferas más grandes de nitrógeno líquido, litio líquido, altos explosivos y aislantes, todo ello bajo una presión inmensa. Accionados por una señal externa, los explosivos habrían aplastado los isótopos de hidrógeno, creando fusión termonuclear: una bomba H microscópica. Los productos de la explosión miniatura se habrían irradiado hacia afuera, algunos iones en proporción mucho más elevada que otros, y aunque la fuerza real de la explosión no hubiera sido suficiente ni para romper el revestimiento de acero reforzado, la radiación, al moverse a velocidades diferentes y propagarse como el sonido de una palmada en una alcantarilla, habría producido una especie de silbido electrónico, un impulso electromagnético lo bastante fuerte para inutilizar todos los circuitos desprotegidos que se hallaran cerca.
Era un dispositivo especializado y tremendamente costoso, que requería las capacidades de una institución rica: una corporación poderosa, un gran sindicato, una nación entera, o un grupo —como el Espíritu Libre, por ejemplo—, con más recursos, aunque menos visibles, que cualquiera de éstos.
Khalid debía de habérselo llevado consigo.
Los circuitos estropeados del avión no podían ser reparados, sólo sustituidos, y el avión no llevaba piezas de recambio de esa clase. Sparta cerró el panel de acceso.
Se apoyó en el frágil fuselaje y observó el sol que se hundía lánguidamente. Quizá Khalid decía la verdad. Su consejo de que permaneciera con el avión debía de ser sincero. En realidad, no había nada necesariamente en contra suya; cabía que hubiera sacado la bomba para entregársela a los patrulleros.
Aun así, con las mejores intenciones, Khalid podía morir en el desierto.
Y si no tenía las mejores intenciones, cabía la posibilidad de que se salvara él y se ocupara de que nadie la encontrara a ella en semanas.
El sentido común le decía que tenía que abandonar aquel lugar, en seguida.
Metódicamente, arrancó las clavijas de la ceniza arenosa, y enrolló y guardó las cuerdas dejando anclados sólo los extremos de las alas. Volvió a montar el enorme avión, pieza por pieza.
Unos minutos más tarde, el conjunto inmenso y frágil temblaba en el viento, clavado a tierra por los extremos de las alas.
Había articulaciones hidráulicas desde el asiento del piloto hasta las cuerdas de los extremos de las alas; los diseñadores habían previsto que, en algunas situaciones, los sistemas electrónicos sofisticados serían absolutamente inapropiados. Con el viento apropiado, Sparta podría tirar de las clavijas y dejar que el avión se elevara, incluso sin la ayuda de cohetes.
Nunca había volado en un aparato de esa clase; hasta dos días antes, jamás había puesto los pies en Marte. Ahora, había un viento de costado, de veinte kilómetros, el cual no era la circunstancia ideal para un lanzamiento sin motor. Pero ella era hábil para estas cosas.
El sol acababa de ponerse cuando Sparta soltó el extremo del ala derecha. Simultáneamente, se apoyó en la palanca de mando. El ala derecha se elevó y todo el avión, inmediatamente, pivotó hacia atrás sobre el extremo del ala izquierda atada, casi rozando el suelo. Medio segundo más tarde, un poco antes de que el avión estuviera de cara al viento, Sparta soltó la cuerda izquierda y se apoyó hacia la derecha en la palanca de mando. El avión tembló, intentó permanecer en el aire —el extremo del ala izquierda se hundió de nuevo y rebotó—, y luego se elevó con confianza y se deslizó lentamente pendiente abajo, cayendo y curvándose su línea de vuelo sobre el terreno carbonizado.
Los veleros raramente vuelan de noche, cuando la atmósfera fría y densa cae hacia la tierra, pero Sparta sabía que habría zonas arenosas en el desierto de las que brotarían columnas de aire caliente durante algunas horas después de la puesta de sol. No le costaría encontrarlas. Su visión de infrarrojos, inundada con la brillante luz del día, funcionaba al máximo en la oscuridad; no necesitaba ninguna proyección holográfica para ver la atmósfera durante la noche.
El paisaje apenas visible de la Meseta Tharsis, se evidenciaba en sombras azules de la medianoche, y resplandor plateado de estrellas. En lo alto, el brillante Fobos avanzaba sobre el cielo estrellado, arrojando profundas sombras desde las pendientes de las dunas y cerros del desierto. Para los ojos de Sparta, había más cosas en escena: el desierto relucía con sombras de rojo, mientras las rocas y la arena devolvían el calor del día a ritmos distintos. Visibles a causa de su calor relativo, espirales de rico color granate se retorcían lentamente en la atmósfera azul oscuro del paisaje nocturno, permitiendo avanzar al avión marciano.
Sparta hacía que el avión pasase casi rozando las dunas, y cogía las corrientes ascendentes más cercanas. Pronto el avión voló muy alto sobre el desierto, y Sparta rebuscó en su memoria eidética, tratando de comparar el mapa memorizado con el territorio recordado, buscando el hilo de aire que la llevaría a Labyrinth City.