11

Lo que los sensores de los satélites no podían saber con seguridad, era el estado del terreno bajo la superficie visible de Marte. Y así, al cabo de dos días, conduciendo a ciegas en el huracán, desaparecido el camino bajo el polvo, el camión marciano se sumergió en una enorme sima de hielo permanente.

El tractor entró directamente y, separándose de los remolques de modo automático, dejó al primero oscilando medio fuera del borde del agujero, con su carga de tuberías amenazando caer. Entretanto, ágil como un gimnasta, el gran tractor estabilizado por ordenador había llegado, con sus orugas delanteras, a un saliente irregular de hielo. Lydia y Blake se encontraron mirando, desde sus arneses de seguridad, las profundidades del sucio hielo.

En el tablero de instrumentos se encendió una luz amarilla frente a Lydia; ésta conectó los interruptores que apagaban las turbinas, y conectó los sistemas del tractor a las baterías.

—Tenemos un problema —dijo.

—Si tú lo dices.

Por primera vez en dos días, Lydia le miró a los ojos, colgados ambos en sus arneses, y Blake pensó que estaba a punto de sonreír.

Cerraron sus trajes presurizados, salieron de la cabina y bajaron por los flancos del tractor inclinado, hasta el borde del agujero. En la superficie, el viento no era lo bastante fuerte como para hacerles perder pie. No podían verse muy bien el uno al otro a causa del polvo que levantaba el viento, pero tenían los intercomunicadores de los trajes, y Lydia sabía dar órdenes.

—Armario de herramientas delantero, a tu lado. Corre el cierre a la izquierda y hacia abajo. Dentro, a la izquierda, encontrarás una docena de clavos para roca, de un metro de largo más o menos. Unos barriles amarillos con etiquetas rojas.

—Ya los veo.

—Saca tres. Monta uno delante del agujero, a tu lado. Yo haré lo mismo en el mío. Después pondremos dos a los lados y dos en popa. Trata de encontrar roca buena, piedra arenisca, o bien hielo firme.

—Lo haré.

Blake sabía obedecer órdenes igual de bien que Lydia sabía darlas, en especial cuando tenían sentido.

Encontraron roca sólida delante del tractor, y se prepararon para hundir las áncoras explosivas.

—¿Las has utilizado alguna vez? —preguntó Lydia.

—Parece fácil.

—Fácil, para volarte la cabeza.

—Tendré cuidado.

Arrancó la etiqueta, tiró de la clavija y se apartó. Segundos después, la carga sin retroceso arrojó fuego y hundió la flecha de acero en la piedra.

Lydia hacía lo mismo en el lado del camión donde se encontraba. Cuando los clavos delanteros estuvieron en su lugar, Blake y Lydia buscaron puntos de anclaje a los lados y la parte posterior. Tuvieron que ir un poco más lejos, pero cuando encontraron roca firme, los cables del torno del camión aún alcanzaban.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Blake.

—Colgarlo de un cable. Vamos a levantar el vehículo sacándolo del agujero, hasta que quede suspendido sobre los cables; después, dejaremos que se arrastre solo por encima de éstos, hasta que las orugas toquen el suelo. El ordenador conoce bien este truco, ya lo hemos hecho varias veces; mantendrá la tensión ajustada.

—¿Todo lo hará él solo?

—Más o menos. Yo subiré al camión. Tú apártate, por si acaso.

Con todos los cables desenrollados y tensos, los cuatro tornos comenzaron a rodar sincronizados. Lydia asomaba medio cuerpo fuera de la cabina, comprobando la tensión de las cuerdas. La parte delantera del gran tractor subió lentamente hasta que toda la masa estuvo suspendida por encima del agujero sobre una red de finos cables. Luego, el tractor empezó a avanzar a través de la abertura del foso, temblando, hacia el borde.

De repente, y sin hacer ruido, el ancla del cable trasero se soltó, como una cuerda de guitarra que se rompe; lo que había parecido roca firme para sujetar el ancla, se había quebrado. Por un momento, Blake pensó que quizá no importaría, porque el tractor ya tenía las cadenas frontales medio en tierra, y los tres cables buenos que quedaban podían sostener la masa del tractor.

Pero el cable suelto golpeó la amarradura provisional de la tubería que llevaban como carga en el primer remolque, y la partió en dos, con lo que la tubería se aflojó y cayó lentamente dentro del agujero. Su enorme masa partió en dos los cables restantes.

Las cosas caen un poco más despacio en Marte, e incluso lo inevitable viene como una lluvia de melazas. Estando donde estaba, Blake no podía hacer nada para detener la tubería que se venía abajo, pero tuvo tiempo de saltar hasta ponerse delante de la oruga frontal derecha, y levantar los brazos hacia la puerta de la cabina mientras Lydia intentaba pasar a través de ella. Blake la cogió de un brazo y la sostuvo mientras ella salía. Justo antes de que las tuberías arrancaran la puerta de la cabina, dieron un salto desesperado hacia arriba, hacia tierra firme.

Permanecieron tendidos en el polvo, boca abajo, uno junto a otro. Sus trajes aún tenían presión. Ninguno de los dos estaba herido.

—Ahora sí que tenemos problemas —dijo él.

—Muy gracioso.

Pero seguía siendo un problema rutinario. Pasaron algunas horas sacando las tuberías sueltas del agujero, y colocándolas de nuevo en el remolque. Volvieron a preparar el camión, y esta vez el sistema de los cables funcionó; el camión se deslizó hasta terreno sólido.

Finalizaba el día y el sol marciano se ponía en el desierto occidental, cuando tuvieron el camión preparado de nuevo y la puerta de la cabina reparada con grandes parches de polímero de fijación rápida, y colocada de nuevo en sus goznes. Para cuando Lydia anunció que el vehículo estaba listo para circular, era noche cerrada.

—¿Ahora?

—No seas estúpido, Mycroft. No soy masoquista. ¿Qué quieres para cenar, chiles con cebolla o, veamos qué hay aquí…, chiles con cebolla?

—¿Quién hace la compra para estos viajes? —preguntó Blake.

—Chiles con cebolla —dijo ella, lanzándole una bandeja de plástico.

Los dos abrieron sus paquetes de comida y, durante unos minutos, comieron en silencio.

—Me has salvado la vida —dijo ella mientras comían. No era exactamente dar las gracias, pero era un reconocimiento.

—Por propio interés —dijo él—. Sin ti, me encontraría inmovilizado.

—No, no te pasaría eso. Todo el planeta sabe que estamos aquí. No creo que lo hayas hecho sólo para salvar tu pellejo.

—O sea, que tengo un gran corazón.

—Claro. —Lo miró con ojos llenos de duda y de suspicacia—. ¿Qué quieres de mí, Mycroft?

—Lo que he conseguido: que me llevaras.

—¿Y qué más?

—No lo sé. Quizás una idea de en qué me he metido. ¿Cómo se está aquí? En Marte, quiero decir. Tú eres veterana en Marte. No quiero decir que seas vieja…

—No soy vieja, pero sí gasto malas pulgas, Mycroft. Igual que la vida en Marte. De todos modos, vale la pena vivir aquí. Estamos construyendo un planeta entero a partir de arena yerma. Incluso los jefes se arriesgan.

—¿Los jefes? ¿Te refieres a gente como Noble?

—Oh, ellos tienen sus rinconcitos en la Tierra por si las cosas van mal; aun así, se arriesgan como todos los demás.

—No parece que hable un buen miembro del sindicato —dijo Blake.

—¿En qué sindicato estás? —preguntó Lydia bruscamente.

—En el vuestro —respondió él—, gracias a Yevgeny.

—Está bien. Nos gusta la gente que realiza nuestro juego a nuestra manera. Nos deshacemos de los que no lo hacen.

¿A qué se refería?

—Me gusta Yevgeny.

—¿Sí? Bueno, yo le adoro —dijo ella con pasión—. Aunque sea un horrible hijo de puta, lo amo por lo que ha hecho.

—¿Lo amas?

Ella le miró con ojos enrojecidos por la fatiga.

—No de esa manera.

—Amabas a Darius Chin, ¿verdad?

La expresión de Lydia se hizo más dura.

—… quiero decir, eso es lo que he oído por ahí —terminó él con aire manso.

Lydia echó los restos de su cena en la bolsa de desperdicios, y se dio la vuelta para subir a su compartimento dormitorio.

—Mañana recuperaremos el tiempo perdido —dijo.

Subió al compartimento sin mirar a Blake. Un segundo más tarde, la almohada de repuesto cayó perezosamente sobre él, a través de las cortinas de encaje.

Oscuridad.

En algún punto de la helada oscuridad, Sparta estaba dormida. La cabeza le latía con oleadas de dolor, dolor que presentaba a su visión dibujos que giraban en espiral, como remolinos de color oscuro, y le producía un fuerte zumbido en los oídos. Algo sombrío y desesperado entró en las espirales, algo rico en significado que escapaba continuamente porque ella no podía concentrarse.

No podía concentrarse a causa del dolor.

Peor que el dolor que sentía en la cabeza, era el dolor en el vientre. El diafragma era una banda de fuego que se le adhería al abdomen. Sus sueños ahora se llenaron de sangre y de ojos húmedos y brillantes que la miraban fijamente, de una textura que podía ser de pelo o de plumas o de escamas. Indefensa, se clavó las uñas en las costillas sin poder llegar hasta la criatura que le roía por dentro.

Sparta gritó, y volvió a gritar…