10

Esta vez, cuando Blake apareció en la oficina, todo el mundo estaba ocupado pero en silencio. Incluso el gordo encargado parecía estar barajando sus números con gran atención.

—He encontrado quien me lleve, como usted dijo —explicó Blake.

—¿Ah, sí?

El encargado no le miró.

—Lydia Zeromski. ¿Dónde puedo encontrarla?

El encargado señaló la gran ventana que daba al patio. Un camión abandonaba el área de carga, con sus turbinas lanzando llamas azules en el amanecer anaranjado.

Blake caminó entre ráfagas de polvo en la creciente luz, pasando por delante del destrozado hangar de combustible. Los daños producidos eran impresionantes —los restos retorcidos del colector, donde se había producido la explosión, asomaban en lo alto como un plato de espaguetis congelados a medio servir—, pero los vehículos de transporte de personal, ennegrecidos y destripados, habían sido apartados a un lado, las cañerías se habían reinstalado, y el patio volvía a funcionar.

Mientras se acercaba al camión de Lydia, le llegó el ruido de las turbinas a través del casco, a pesar de aquella atmósfera poco densa.

A la luz del día, un camión marciano era una máquina aún más impresionante que de noche; en parte camión, en parte oruga, en parte tren. Las turbinas estaban montadas detrás de la cabina, grandes turbinas de expansión de gas, propulsadas y oxidadas con humeantes bombonas de hidrógeno y oxígeno líquidos, de manera que el camión era casi tan grande como una locomotora. Los dos compartimentos para la carga, detrás, estaban cubiertos de fibras de vidrio para reducir al mínimo la resistencia al viento, aunque los remolques cercanos no llevaban cubiertas. Blake sabía, por las veces que había ido al «Aparca», que existía una polémica entre los conductores, en cuanto a si las cubiertas de los remolques eran más eficientes para aerodinamizar o para contrarrestar en el momento de elevar todo el vehículo del suelo; como eran un grupo independiente, los conductores trucaban sus camiones como querían.

A pesar de su tamaño, los camiones marcianos parecían esbeltos. Las orugas eran de malla de acero, no ruidosas placas de metal, y estaban montadas fuera del cuerpo sobre puntales que parecían demasiado estrechos para soportar aquel peso. Los remolques de carga eran largos, construidos en forma de Puente, y parecían demasiado frágiles para sus grandes cargas. Todo esto no era más que la ilusión de un terrícola. Blake todavía tenía que acostumbrarse a un planeta donde las cosas pesaban una tercera parte de lo que parecían, y las estructuras eran, efectivamente, dos veces y media más fuertes.

El camión marciano de Lydia era corriente, con todas las cubiertas en su lugar, su pintura brillante y sus adornos de cromo pulidos, y sólo su nombre en la puerta de la cabina, escrito con letras azules y blancas pintadas como llamas, para indicar que el vehículo era suyo. Blake trepó ligero por el lado del pasajero, y llamó a la puerta de la cabina. Lydia apartó la mirada de la consola, levantó una mano precavida, y, luego, abrió la puerta. Blake entró.

El interior de la cabina estaba limpio y ordenado, sin ningún adorno, salvo un crucifijo de madera negra pulida, del siglo XIX, que colgaba sobre el tablero de mandos. Detrás de los asientos se encontraba la abertura que daba a la cabina para dormir, bastante espaciosa, tapada con una femenina cortina de encaje.

Lydia comprobó las luces del tablero que indicaban que la cabina estaba cerrada herméticamente, y luego conectó las botellas de aire. La cabina se presurizó. Cuando se encendieron todas las luces verdes del tablero, Lydia abrió su casco. Blake hizo lo mismo.

—Llega tarde —dijo ella—. He estado aquí, sentada, quemando gas.

—Lo siento. Creí que había dicho al amanecer.

—Ya hace cinco minutos que el sol ha salido, Mycroft. Vigile la puntualidad.

—De acuerdo.

Lydia manipuló las palancas, y las orugas comenzaron a rodar.

La carretera de salida del puerto de lanzadera era la más larga de Marte. Quince minutos después de partir, la última señal de vida humana —excepción hecha de sus propias huellas polvorientas— había desaparecido detrás de ellos a la débil luz del amanecer marciano. El desierto, cruzado por esta maraña de surcos, a menudo invisible, era el más grande, el más seco y el más yermo de todo el sistema solar. De no haber sido por los restos de otros vehículos abandonados en el camino, no habría habido ninguna otra señal de vida hasta que llegaron al campo de la cabeza de la cañería, tres mil kilómetros al Nordeste.

Blake miró a través de la burbuja de cristal, fascinado. Allí no había nada. Ni siquiera un árbol ennegrecido estaba arraigado en el suelo polvoriento. En todas partes, en todos los rincones, se acumulaba el fino polvo depositado por los huracanes globales que azotaban a todo el planeta cada varios años. Con razón Marte era llamado el planeta más sucio de todo el sistema solar.

Así que el pequeño y brillante sol se iba elevando a la derecha, y como la mujer que conducía indicó que estaba decidida a mantener los ojos en la carretera y la boca cerrada, Blake empezó a afrontar los superlativos: lo más seco, lo más yermo, lo más sucio, lo más ancho. Una sucia carretera tan larga que podría cruzar Australia.

Era mejor extraviarse en el Sahara en pleno verano, mejor verse abandonado en la Antártida en pleno invierno, que perderse en Marte.

El camión marciano rebotaba sobre la arena como un gato que corriese con las patas estiradas y el vientre en tierra. Era maravilloso ver cómo se ajusta la mente humana; lo que fue terrorífico se hace rutinario, lo que fue estático se vuelve aburrido. La velocidad del camino, al principio asombró a Blake, pero éste pronto pensó que era normal.

El camión corría por la solitaria carretera siguiendo los sinuosos surcos en la arena y guiado por satélite. Los surcos eran una señal inmediata, pero una en la que no se podía confiar; la carretera seguía allí aun cuando aquéllos desaparecieran, pues en realidad la carretera no era más que una línea en un mapa, y el mapa se hallaba en la memoria del ordenador. Había una copia en el propio sistema de guía inercial del camión marciano; otra copia se encontraba en el ordenador de la Estación de Marte, la cual seguía la pista a todo lo que se movía en la superficie del planeta, a través de su red de sensores…, siempre que las líneas de comunicación estuvieran abiertas.

En ese sentido, la solitaria carretera no estaba tan solitaria. Estaba en íntimo contacto con miles de máquinas y de gente, en el planeta y en órbita alrededor de éste. Un pensamiento agradable, que el paisaje negaba sutilmente.

Poco después de dejar los alrededores de Labyrinth City, la carretera comenzó a descender y a cruzar las provincias occidentales del Valle Marineris, y Blake se encontró frente a aquella accidentada cicatriz planetaria por primera vez.

Para los que no han visto el Valle Marineris, éste no puede describirse. Las analogías terrestres son demasiado débiles, pero Blake hizo un esfuerzo para relacionar lo que veía con lo que había experimentado anteriormente, con imágenes de su verano de juventud en el Mogollon Rim, y de aquellos otros veranos durante los cuales había viajado por el oeste norteamericano, descendiendo el margen norte del Gran Cañón o las pendientes de Denali, en verano, cruzando el Río Salado o las Scablands, entrando en Sión desde el Este, bajando al Valle Panamint desde el Oeste, descendiendo el Phantom Canyon detrás de Pikes Peak, siguiendo el Grapevine Canyon hasta el Valle de la Muerte…, no había comparación.

Existe un sendero en la Tierra —no se le puede llamar camino—, conocido como la Escalera Dorada, que desciende hasta el Laberinto de los cañones occidentales de Utah, cerca de la confluencia de los ríos Colorado y Verde; los aficionados al desierto lo llaman el Tobogán Dorado. Construido como una carretera de minería, tallado en la roca de las rígidas mesas perpendiculares y los resbaladizos costados de las fosas tectónicas esculpidas por el viento, este tobogán se ha cobrado muchos vehículos todo terreno, e incluso la vida de unos cuantos caminantes.

La carretera que iba al Valle Marineris era peor. Segundos después de que Lydia, sin vacilar, acercara el camión al borde del precipicio, Blake contempló el cañón más profundo que jamás había visto. En sus profundidades, los distantes acantilados se perdían en una bruma azul. No veía tierra por encima del tablero de instrumentos, y en ese instante estaba convencido de que Lydia iba a suicidarse llevándoselo a él consigo, conduciendo directamente hacia el ralo aire marciano.

Cuando, un momento más tarde, su corazón comenzó a latir de nuevo, descubrió que aún había roca bajo las orugas del vehículo y que incluso podía ver la carretera si acercaba la frente al cristal de la cabina. Lo que vio fue casi tan horrible como lo que había imaginado.

El ángulo de ataque era el doble del que habría sido en la Tierra; parecía más el ángulo de un tobogán infantil que el del precipicio más empinado. Blake hizo un esfuerzo para persuadirse de que esto tenía sentido —las cosas caen más lentamente en Marte, ¿no?—, pero siguió preocupado por el coeficiente de fricción menor y por el vaivén, mientras el camión circulaba por aquellas montañas rusas. La inercia tenía que ver con la masa, no con el peso, ¿no era eso cierto? O sea, ¿qué era lo que iba a impedir que todo el montón de cañerías volara al espacio?

—Lydia, ¿siempre…?

—Cállate. Esto es delicado.

Vaya consuelo.

Él calló, procurando convencerse de que ella sabía lo que hacía. En realidad, no cabía ninguna duda al respecto, razonó Blake; Lydia no sólo sabía lo que hacía, sino que lo había hecho cientos de veces.

Cuéntaselo a tu estómago, Mycroft…

La velocidad del camión no era tan alta como le parecía a Blake, ni la carretera era tan estrecha o empinada, y Lydia conducía con más precaución, dejando un margen mayor de error y empleando mucha más experiencia de la que un extraño de otro mundo podía saber. No obstante, el gran camión rodaba pendiente abajo por un precipicio de pura roca resbaladiza de un kilómetro de altura.

Abajo había más acantilados.

Cuando, por fin, Blake consiguió convencerse de que no moriría, empezó a apreciar el paisaje.

Durante las siguientes cinco horas descendieron sin incidentes por una serie de terrazas de roca de tres kilómetros de altura, desde la meseta hasta el suelo del valle.

Al llegar al fondo, el camión aceleró por un campo de dunas que se extendían aleatoriamente a lo largo de las orillas desmoronadas de antiguos barrancos superpuestos. Luego, comenzó a ascender lentamente por otro acantilado tan alto como el que acababan de descender.

Al subir, Blake podía ver el camino sin inclinarse hacia delante, pero verlo, por aquel estrecho e irregular sendero, era casi peor que esperar que algo invisible, pero que era sustancial, se encontrara debajo de las orugas. Ahora, la roja pared de roca se hallaba en su lado de la cabina, y cuando Blake miró a Lydia, lo único que vio fue el rosado firmamento detrás de ella, silueteando su serio perfil.

Llegaron al final de la cuesta cuando el sol aún estaba alto. Lydia detuvo el camión en el único lugar llano de la cumbre, en medio de la carretera misma, y apagó las turbinas.

En silencio, comieron el almuerzo —bocadillos y manzanas cultivadas en los invernaderos de Labyrinth City— y fueron por turnos al retrete presurizado que había detrás de la cabina, al que se accedía a través del pequeño túnel de debajo de la cabina dormitorio.

Lydia aceleró las turbinas y se pusieron en marcha. La carretera subía y bajaba con un grado de inclinación espantoso. Al cabo de poco rato llegaron a un lugar donde la carretera parecía discurrir recta hasta el borde del acantilado. Blake contempló con horror el borde que se acercaba a gran velocidad; tenía que haber algún truco, pero él no lo veía.

—¿Qué le ha ocurrido a la carretera? ¿Ha habido un corrimiento de tierras?

—Después —dijo ella.

Lydia mantuvo el camión circulando hasta el final de la carretera. Mucho más abajo, el accidentado suelo del valle se extendía bajo riscos dentados.

Lydia conectó la pantalla del tablero de instrumentos que mostraba lo que había detrás del remolque de popa. Ahora Blake lo vio: la estrecha carretera continuaba hacia abajo detrás de ellos. Habían pasado la bifurcación; no había espacio para dar la vuelta, ni siquiera un «Rover» podría hacerlo.

—Este trozo lo hacemos en marcha —dijo Lydia.

—¿Cómo…?

Ella le miró con desdén.

—Estamos hechos así, Mycroft. Las orugas del remolque que se pueden dirigir. El ordenador hace el trabajo. Yo sólo apunto.

«Ella sólo apunta —pensó Blake, mirando una pantalla—; guía hacia delante mientras se mueve hacia atrás». Vio una pequeña nube en lo alto, en el cielo, y la examinó con atención mientras el camión se arrastraba lentamente hacia atrás.

Al cabo de unos minutos, la carretera terminó en otro acantilado. Lydia siguió retrocediendo hasta que la imagen de la pantalla fue de aire vacío y acantilados distantes. Para entonces, el siguiente camino, con grandes altibajos, ya había aparecido ante sus ojos. Lydia hizo avanzar las orugas hacia delante, y el camión se movió dando una sacudida. Blake sintió que la tensión de su cuello y hombros iba desapareciendo gradualmente.

Tuvieron que retroceder otras tres veces, en puntos del camino donde no había espacio para girar. Blake casi sintió alegría en el último.

Esta vez, los acantilados terraplenados y las pendientes descendían en el Valle a más profundidad que antes. Cuando Lydia y Blake llegaron al fondo de la inmensa sima, ésta se encontraba en sombras, aunque el cielo, en lo alto, aún estaba iluminado.

Viajaron durante una hora después de la puesta del sol, alumbrando sus faros la ruta a través de altas dunas y cantos rodados dispersos. Cuando llegaron al margen de un curso de lava geológicamente nuevo —sus bordes de magma congelado aún eran afilados como el cristal roto, a pesar de los años, quizá décadas, durante los cuales habían sido azotados por la arena—, Lydia detuvo el camión.

—Estoy un poco cansada. Pasaremos la noche aquí. ¿Qué prefiere, chiles con cebolla, o estofado dragón?

—¿De qué es el estofado dragón?

—Verduras y proteínas texturadas, estilo asiático.

No era muy excitante, pero los chiles con cebolla en un espacio tan reducido con una persona que en realidad no quería conocerle muy bien…, hummm.

—El estofado dragón me parece magnífico.

Lydia abrió el armario de la comida, sacó un par de paquetes de plástico y le lanzó uno a Blake. Él separó el tenedor y la cuchara de la tapa, abrió el paquete autocalentable, esperó diez segundos a que la comida se calentara, y luego empezó a comer.

Tomaron la cena en silencio, como habían hecho a la hora del almuerzo.

Cuando iba por la mitad de la suave comida, Blake echó una mirada a la taciturna mujer que le había conducido durante quince horas con un solo descanso, y que había pronunciado quizás unas doscientas palabras en todo ese tiempo. Su afirmación más sucinta, poco después de que él se lanzara a lo que creía iba a ser un alegre proceso de conocimiento mutuo, fue: «No quiero hablar».

Ahora, Lydia miraba fijamente al frente, hacia la noche iluminada por las estrellas, igual que durante todo el día. Sus ojos seguían fijos en la carretera.

Blake se recostó en el reconfortante asiento y se aflojó las correas de seguridad. Las cosas no iban como él había previsto. Su esquema era estar a solas con Lydia, hacerse amigo suyo y ganarse su confianza, después enterarse de lo que había ocurrido realmente, entre ella y Darius Chin, la noche de los asesinatos.

El nombre Darius Chin no había surgido aún. Blake ni siquiera había tenido oportunidad de indicar que sabía lo de los asesinatos. Si ella era inocente —y aunque no lo fuera—, su pena por la pérdida de su amigo podría impedirle intimar con nadie. Sin duda, le resultaría difícil expresar sus sentimientos a un extraño.

Se le ocurrió algo. Ella había accedido a llevarle, pero ahora Blake empezaba a preguntarse por qué. No era porque él la hubiera seducido y ella deseara su compañía, eso estaba claro.

¿Era por Yevgeny? ¿Era sólo un favor a Rostov? En ese caso, la destrucción del parque móvil tal vez habría sido innecesaria, incluso inmotivada…

Lydia tiró los envases de plástico de la comida al cubo de la basura. Se apartó de los ojos un mechón de cabello rubio y se soltó el arnés. Pasó por encima del asiento de en medio, y se subió al compartimento dormitorio.

—Aquí hay una almohada —dijo, tirando una abajo—. Dormir sentado no está mal con esta gravedad. No para alguien que viene de la Tierra.

Cerró sus cortinas de encaje.

Vaya buenas noches.

Medianoche. La Estación de Marte se encontraba alta en el firmamento.

Khalid cruzó a pie una extensión de arena de cuarzo barrida por el viento, la cual brillaba con un reflejo blanco azulado bajo las estrellas. El llano de blancura se extendía hasta el horizonte, como el lecho de sal seca de un antiguo mar. Siluetas azules de distantes montículos y mesas se elevaban hacia el cielo.

Khalid llevaba agua y comida suficientes para dos días; comida no muy sabrosa y nada fácil de comer, ya que tenía que succionarla a través de una válvula de la placa frontal, pero con un contenido de energía elevado, para mantenerle con fuerzas. Su carga más pesada era el generador de oxígeno que llevaba a la espalda, una unidad que hacía posible que alguien con traje presurizado caminara al aire libre sin llevar aire embotellado. El corazón del generador era biomecánico, un cultivo de enzimas adaptadas, que descomponían el dióxido de carbono de la atmósfera marciana en oxígeno y carbono, una especie de bosque artificial en una mochila.

Pero la reacción necesitaba alimentación de baterías. Khalid estimó que le quedaba carga para menos de dos días. No podría llegar a Labyrinth City en dos días, y no tenía intención de hacerlo. Se encaminaba hacia un punto más fácil.

Mientras atravesaba la llanura de cuarzo, se entretuvo con ejercicios matemáticos. ¿Cuántos kilómetros cuadrados de desierto había en la llanura Tharsis? Se dibuja una diagonal en esa extensión, se le llama la carretera de la tubería…

Consultó su astrolabio y comprobó las estrellas. El aparato había sido construido para la Tierra, pero seguro que se podían efectuar transformaciones de coordenadas…, una esfera es una esfera, ya se llame Tierra o Marte, y Khalid conocía su posición aproximada, su longitud y latitud, en dicha esfera. La posición de las estrellas era la misma en ambos casos.

Pero su mente siguió ocupada. ¿Existía alguna relación racional entre tantos kilómetros de dunas de arena al cuadrado, y el volumen de lava del cono del Monte Ascraesus? Lo dudaba, pero si dejaba que su mente vagara un poco más, tal vez descubriera alguna…

Mucho antes de que el sol se elevara por encima de los sobrecogedores acantilados, el camión marciano ascendía el borde del Valle Marineris, saliendo del colosal valle a través de uno de sus afluentes secos de erosión regresiva; ascendió los kilómetros finales a través de resbaladizas pendientes antes de llegar, por fin, al desierto de la meseta Tharsis.

Una vez atravesado el Valle, Lydia y Blake iniciaron verdaderamente su viaje. Frente a ellos se extendían más de dos mil quinientos kilómetros de arena bombardeada por los meteoritos, con las cicatrices de antiguos cursos de lava, con profundos hoyos, con hielo permanente. Viajaron juntos hacia el desierto, un hombre y una mujer que no tenían nada que decirse.