Una delgada sombra negra se desplomaba confusamente desde el cielo. Vientos en pugna, invisibles en el claro rosa, lanzaban el golpeado aeroplano primero a un lado y después al otro, a través del desierto lleno de surcos que rápidamente se elevó para tragárselo. Las esbeltas alas del avión marciano se agitaban y se retorcían, y se inclinaban tanto hacia atrás sobre sí mismas, que parecía que iban a romperse.
El radar, el radioenlace por satélite, la proyección holográfica, los ordenadores de a bordo, incluso el intercomunicador, todo había fallado a la vez. Sin los ordenadores para curvar y ajustar las superficies de control, el avión marciano no volaba mejor que un pedazo de papel.
En la tambaleante cabina, Khalid controlaba interruptores y potenciómetros con toda la calma posible, mientras era lanzado de un lado a otro en su arnés. Lo que antes era espeso aire de color a su alrededor, la construcción del proyector de hologramas, era ahora una vista del cielo real, arena y rocas girando vertiginosamente al otro lado del arco de plástico transparente de la tapa de la cabina.
Volvió la energía auxiliar de las baterías protegidas. Los ordenadores de control habían perdido el programa del destino del vuelo y otras muchas de sus funciones; Khalid tuvo que recordarles, a los amnésicos aparatos electrónicos, que su tarea principal era mantener el avión erguido y en el aire. Transcurrió otro minuto mientras Khalid trabajaba con los programas.
Finalmente, el avión se recuperó de su violenta e irregular caída.
La pendiente de un tremendo acantilado apareció ante ellos, negro por el basalto y rojo por el hierro. El avión volaba directo hacia allí, sin desviarse. Con calma fatalista, Khalid observó cómo se acercaba aquella barrera impenetrable.
El avión estaba buscando una corriente ascendente. Por fin encontró una, a una docena de metros de la pared vertical de roca. El avión ascendió tan velozmente como había caído, pero sus largas alas rozaron dos veces el acantilado antes de llegar al borde y ganar el espacio de aire libre. Entonces Khalid tomó el control de la nave y la hizo volar utilizando la palanca de mando.
La energía auxiliar no había conseguido salvar los instrumentos de guía. El altímetro radárico seguía sin funcionar, y Khalid no tenía comunicación con los satélites espaciales ni con ninguna estación de tierra. Por lo que aparecía en las pantallas, juzgó que los sistemas inerciales de a bordo se habían quemado. Apagó las pantallas llenas de nieve.
Volvió a coger la palanca y dirigió el planeador de vuelta hacia lo que creía que era la dirección de Labyrinth City. Era el único plan que tenía, lo único que se podía hacer. Se encontraba a cientos de kilómetros de su objetivo, pero, por pequeña que fuera la ciudad, tenía una sección transversal más grande que cualquier otro lugar habitado de Marte.
Cada vez que el avión se elevaba demasiado, perdía distancia medida con respecto al terreno; era esencial permanecer fuera de los vientos opuestos de arriba. La corriente ya les había empujado tan lejos en una hora, que necesitarían un día de vuelo difícil sobre montes y mesetas, a través de cañones y campos de dunas, para llegar de nuevo al Laberinto.
Cuando volvió a tener el control del aparato, Khalid miró hacia atrás. Sparta estaba recostada en su arnés, con la cabeza echada hacia atrás a causa del último descenso violento del aparato. Tenía la cara pálida y la frente empañada de sudor. Sin embargo, respiraba regularmente y la palpitante vena de la garganta mostraba que los latidos de su corazón eran fuertes y constantes.
Khalid volvió su atención a los controles.
Durante dos horas el avión voló sin incidentes, penetrando en la enorme llanura de Tharsis. Khalid habla memorizado el mapa de Marte; después de miles de horas de vuelo, podía reconocer gran parte del territorio. Sabía interpretar las señales del viento en la arena, localizar remolinos de polvo a veinte kilómetros de distancia; sabía encontrar las corrientes ascendentes que necesitaba para ser transportado por el aire.
Lo que no podía hacer sin instrumentos era ver sobre el horizonte.
El avión marciano se deslizaba a lo largo de una línea de empinados conos de carbón, con su lava fresca y negra iridiscente, espolvoreada de arena naranja. El cono del final de la línea era el más reciente y elevado; cuando el avión se inclinó para virar en torno al saliente de aquél, un infinito campo de dunas se abrió en dirección Sudoeste.
Cuando Khalid vio lo que se extendía ante sus ojos, dijo en un susurro:
—Dios es bueno.
Una tumultuosa tormenta de arena azotaba Tharsis, lanzando ráfagas de polvo de Norte a Sur hasta donde abarcaba la vista de Khalid. Su frente elevado rebosaba de relámpagos secos como una formación de relucientes lanzas.
Haciendo girar el avión de nuevo hacia el paso que se abría entre los dos conos de carbón más próximos, Khalid descendió en picado. Frenó a tiempo para que el avión rozara la empinada pendiente. Accionó algunos interruptores de la consola, y del ala brotaron docenas de deflectores verticales. El avión pasó, en su ángulo más cerrado, apenas a un metro por encima de los escombros; perdió velocidad de avance y suavemente tocó tierra.
Khalid soltó su arnés, levantó la campana de la cabina y bajó del avión. Se metió debajo del ala y, levantando el brazo, desmontó una serie de cierres y liberó el ala izquierda del fuselaje. Corrió al enganche del larguero de cola y liberó sus cierres, dejando el larguero y su aleta vertical planos sobre el suelo.
Corrió al extremo del ala. Una fina cuerda de fibra estaba enroscada en un hueco del extremo del ala. Khalid la sacó. Extrajo un clavo largo del bolsillo de su traje presurizado y lo sujetó con la cuerda. Del mismo bolsillo extrajo una herramienta de acero parecida a un hacha de hielo, e introdujo el clavo en la lava firme.
Había más cuerdas escondidas a intervalos, en todo el ala y el larguero de cola. Khalid volvió al fuselaje, y clavó al suelo la parte izquierda desarmada del avión marciano. Cuando hubo repetido el proceso en la parte derecha del aparato, humeantes columnas de polvo oscurecían el cielo.
Su tarea final consistía en amarrar el fuselaje. Cuando éste estuvo asegurado, Khalid subió de nuevo al aparato y bajó la campana de la cabina. Tuvo que tirar de ella con fuerza, debido al fuerte y ululante viento.
Miró a Sparta. La mujer aún respiraba, aún estaba inconsciente. La expresión de dolor había desaparecido de su rostro dormido. Khalid miró de nuevo hacia el frente. Desde el interior de la cabina, contempló la tormenta que se cernía sobre ellos como un tanque sobre una hormiga.
Y de súbito estuvo sobre ellos, azotándoles, engulléndoles. Una corriente arremolinada de polvo suave siseaba sobre la campana. Unos segundos más tarde el aire era oscuro, visible otra vez por la materia suspendida que ocultaba más de lo que dejaba ver, un oscuro marrón a través del cual Khalid no veía más allá de uno o dos metros.
Las alas desprendidas del avión temblaban sobre el suelo. Ninguna atmósfera en movimiento podía meterse debajo, y al cabo de poco tiempo sus superficies quedaron oscurecidas por sinuosas serpientes de polvo.
Khalid imaginó que la atmósfera estaba viva y llena de criaturas ondulantes, con tritones y anacondas de polvo.
Metió la mano en el bolsillo del traje presurizado y sacó su astrolabio. Sus componentes electrónicos ya no funcionaban. La alidada ya no señalaba hacia la Tierra. No obstante, tenía una idea general de la dirección hacia la Tierra. Al parecer, tenía una idea general de la dirección de su lugar de nacimiento.
Era el momento de rezar.
La noche. Luces azules y acero inoxidable en el «Aparca tu dolor»: Blake le gritaba a Lydia por encima del ululante sintecordio:
—No sé si me recuerdas, pero…
—Sí, me acuerdo.
—… nos conocimos la otra noche. Me llamo…, ah, ¿te acuerdas?
—Eres Mycroft. ¿Qué quieres?
—Escucha, ¿recuerdas que Yevgeny dijo que me había encontrado un empleo en la cabeza de la cañería? Bueno, realmente necesito el trabajo, pero dicen que no hay transporte debido a un accidente. Tengo el empleo, pero necesito que alguien me lleve.
Ella le miró, incrédula.
—Sí, ya sé que dijiste que nunca llevabas a nadie, pero si supieras lo que significa para mí…
—Espera aquí —dijo ella—. Tengo que hablar primero con alguien.
—Te pagaré. Quiero decir, no puedo pagarte ahora mismo, pero estaría dispuesto…
—Cierra el pico, ¿quieres? —Su irritación era suficientemente auténtica para hacerle callar—. Vuelvo dentro de un minuto.
Blake la observó mientras ella pasó a codazos entre la multitud. Apenas podía verla entre las cabezas, al fondo, en las sombras azules, gritar a su intercomunicador.
Transcurrió un minuto. Lydia regresó.
—¿Sabes algo de camiones?
—No gran cosa. Soy fontanero.
—Claro. Supongo que irá bien.
—¿Me llevarás?
—Eso es lo que acabo de decir.
—¿Cuándo salimos?
—Al amanecer.
—¡Magnífico! Gracias, Lydia. ¿Puedo invitarte a un…?
—No —le cortó ella—. Hasta mañana. Hazme un favor, esfúmate hasta entonces.
Khalid despertó de un sueño inquieto. Tardó un momento en darse cuenta de lo que faltaba: se había acostumbrado al azote del viento, pero su fuerza había disminuido.
Fuera de la campana, las últimas estrellas se desvanecían y el cielo empezaba a calentarse en el amanecer. Khalid se volvió y sacudió a Sparta por el hombro, pero ella se hallaba profundamente dormida.
Khalid levantó la campana y salió. Le costó más tiempo unir el avión de lo que le había costado separarlo, en especial cuando se trató de volver a unir el ala derecha, pues, con el ala y el larguero izquierdo en su lugar, el fuselaje quedaba inclinado hacia la izquierda. Pero, al fin, el enorme planeador estuvo montado de nuevo y sus alas limpias de polvo.
Khalid sólo dejó clavadas al suelo las cuerdas del extremo del ala.
En la cabina, conectó los interruptores para el despegue con ayuda de cohetes. Sus comprobaciones previas al vuelo fueron casi indiferentes, quizá porque no quedaban muchos instrumentos de los que preocuparse. Con la mano izquierda dio un tirón a la palanca hidráulica que liberaba los extremos del ala; luego, cogiendo la palanca con la mano derecha, accionó el disparador de los cohetes.
Como no ocurrió nada, volvió a intentarlo. Siguió sin ocurrir nada.
El avión se agitaba en la brisa, ansioso por volar. Sin ayuda para elevarse, pronto podría romperse en pedazos sobre el suelo.
Khalid se soltó el arnés, abrió la campana y saltó a tierra por tercera vez. Comprobó las bombonas de los cohetes situadas debajo de las alas. Ningún problema mecánico; no esperaba ninguno. El avión había quedado inutilizado por un fallo eléctrico catastrófico, que había destruido todo el sistema electrónico, excepto los controles aerodinámicos múltiples redundantes y sus baterías blindadas.
Fue hasta un panel de acceso que había en el fuselaje, y lo abrió. No se veía nada estropeado en la circuitería, pero había un objeto extraño alojado en el comparador del piloto automático: una bola de acero inoxidable, descolorida en un extraño tono verde purpúreo que sugería calor intenso. Sacó la esfera del hueco en el que estaba metida y se la guardó en el bolsillo del traje.
Tras reflexionar un momento, Khalid, trabajando más pausadamente esta vez, desarmó de nuevo el aparato y lo volvió a clavar en tierra. Después, se metió en la cabina, dejó sobre el asiento sus herramientas y los clavos que le sobraban, y cogió las bolsas de malla que colgaban en las delgadas paredes. Tomó un poco menos de la mitad de la ración de comida y bebida de emergencia que llevaba el avión, y se metió los tubos de comida en los bolsillos.
Examinó el rostro de Sparta una última vez. Podría intentar un par de cosas, pero ninguna de ellas parecía merecer el riesgo que significaba. La dejó allí, en coma, y, después de cerrar herméticamente la campana sobre ella, se adentró en el desierto.