Tercera parte
A TRAVÉS DE LAS HELADAS ARENAS

8

Medio enterrado en polvo movedizo, el hangar de Proyecto de Formación de Tierra del puerto de lanzaderas era casi invisible con el mar de dunas que se extendía detrás. El viento se deslizaba por encima de éste, como si lo hiciera sobre una enorme ala aerodinámica, tirando suavemente del edificio sujeto a tierra, hacia el cielo.

Dentro, el hangar era una inmensa bóveda de acero que cubría una extensión de mosaico de cristal. La curva del arco era tan suave que el techo parecía bajo, aunque en el centro, los delgados rayos de acero, sin apoyo, se extendían a treinta metros de distancia del suelo. A través de los paneles de cristal verde del techo, el sol matinal penetraba en la oscuridad interior en forma de rayos de luz difusos.

Una docena de grandes aviones marcianos, negros y delgados, se apiñaban en el suelo como un nido de típulas. Khalid y Sparta se dirigieron hacia el más cercano.

—Así es cómo nos desplazamos de un lado a otro. Se parecen un poco a los aviones que se utilizaban para sobrevolar regiones boscosas del siglo veinte.

La voz de Khalid sonaba débil a través del intercomunicador. Sus trajes presurizados estaban sellados; las anchas puertas del hangar estaban cerradas, pero no selladas para proteger de la atmósfera marciana.

—Vivimos en un planeta pequeño, cuyo diámetro es la mitad del de la Tierra, pero no tan pequeño como pueda parecer. Los océanos ocupan las tres cuartas partes de la superficie de la Tierra, así que Marte tiene, prácticamente, la misma área de tierra.

Se metió debajo de una estrecha ala negra, larga como un campo de fútbol; las puntas caían y descansaban sobre el suelo del hangar. Las finas aletas de la cola del avión, montadas sobre delicadas viguetas de soporte, llegaban casi hasta el techo.

—Trate de imaginarse Asia, África, Europa, las dos Américas, Australia, la Antártida, las principales islas, todo como un solo continente, como un único desierto polvoriento, frío y seco…, y que en todo ese desierto sólo hay cinco carreteras. Y llamarlas carreteras es un cumplido.

Sparta contempló el avión marciano cuyas alas ahora les daban sombra, y pensó que no se parecería en nada a los antiguos aviones usados para sobrevolar las regiones boscosas de la Tierra. Éste era elegante. No como un avión espacial o una lanzadera supersónica, sino como un pájaro marino. Las alas tenían cuerdas estrechas y estaban un poco inclinadas hacia delante; luego iban suavemente hacia atrás, con una gruesa chapa diseñada para una máxima elevación a velocidad mínima. Era un aparato hecho para volar a gran altura.

Khalid abrió la escotilla del pequeño fuselaje, el cual se extendía por debajo y por delante de las largas alas.

—Necesitamos alas así de largas para elevarnos en la tenue atmósfera del planeta, pero con la fibra de carbono es fácil construir gigantes. La fuerza de los materiales aquí es efectivamente de dos veces y media la que sería en la Tierra.

Siguiendo la indicación de Khalid, Sparta se acomodó en el asiento de popa y se puso el arnés por encima del traje presurizado.

—Veo las alas y los largueros de cola, y esta pequeña cápsula donde estoy sentada, pero ¿qué utiliza esto como motores? —preguntó.

—El tiempo atmosférico. —Khalid se inclinó para inspeccionar el arnés de Sparta—. Y cohetes para elevarnos si las condiciones del viento no son favorables. Una vez arriba, somos un planeador.

—¿Sólo un planeador?

—Sí, sólo eso.

Sparta pensó que lo había dicho con suficiente frialdad, pero por la risa que él ahogó, vio que se había dado cuenta de su aprensión.

—Los primeros exploradores impulsaban los aviones no tripulados utilizando rayos microondas: las antenas estaban en las alas, y los motores eléctricos de a bordo hacían girar grandes hélices.

Terminó de comprobar el arnés de Sparta. Su mirada de aprobación le indicó que ella lo había hecho bien.

—El sistema de microondas no era eficiente. Para empezar, los rayos se bloqueaban a veces con el polvo, y a la larga, se demostró que era innecesario. Una vez que hubo suficientes satélites en órbita, el sistema de tiempo atmosférico se convirtió en el motor de una flota de aeroplanos.

Se adelantó y se sentó en el asiento del piloto.

—En la actualidad, los satélites se comunican directamente con los ordenadores de control de vuelo del avión. El avión siempre sabe exactamente dónde está, y cuál es el mejor camino para llegar a donde quiere ir. —Se abrochó el arnés y apretó las correas—. Nunca volamos en línea recta, no durante mucho rato, pero no hay peligro de perderse o extraviarse.

—El «no peligro» no existe, doctor Sayeed.

—Las tormentas de polvo pueden ser un problema, como le indiqué ayer. En especial si aparecen con rapidez, y se hacen demasiado anchas para rodearlas y demasiado elevadas para pasar por encima de ellas. —Bajó la campana de la cabina—. No ocurre con frecuencia, pero estos aviones están diseñados pensando en esa eventualidad. Cuando se produce, aterrizamos y nos enterramos.

—¿Dijo que se acercaba la estación de las tormentas?

Él se volvió para mirarla por encima del respaldo de su asiento, con una mano en un cerrojo de la campana de la cabina.

—Todavía está a tiempo de bajar —le dijo.

—Aunque quisiera hacerlo, doctor Sayeed, estoy demasiado interesada para echarme atrás ahora.

Él asintió y cerró la campana. Luego, volvió su atención a los controles. El avión marciano tenía una pequeña palanca montada en la consola pero ningún pedal, pues el aparato no tenía alerones, aletas, timón de dirección o elevadores; ligeros movimientos de la palanca eran suficientes para flexionar las alas y colas, en una versión sofisticada de la técnica del alabeo de ala inventada por los hermanos Wright.

De hecho, el control manual era tan sólo un mecanismo de anulación. Una vez el avión marciano tenía introducido un destino en el ordenador, volaba hasta allí por sí mismo. Si el piloto prefería el modo visual, el ordenador del avión marciano se adaptaría fácilmente; se podía guiar simplemente mirando hacia donde uno quería ir.

Un grupo de pantallas de gráficos exhibían resúmenes de los instrumentos, pero la principal ayuda para el piloto era una proyección holográfica de la atmósfera en color falso. El holograma se construía a partir de datos de a bordo y los del tiempo atmosférico, y, como Khalid demostró ahora conectando el proyector, le rodeaba por completo. Miraran adonde miraran, la atmósfera que rodeaba al aparato parecía tangible como humo multicolor. Incluso allí, en el interior del hangar, se veían pequeños remolinos como intrincados espirales al pastel.

—Torre, aquí «PT cinco» —dijo Khalid—. Estamos listos para salir del hangar.

Roger, cinco —dijo la voz incorpórea de la torre—. Tenéis buen tiempo, predominando vientos ligeros constantes de treinta nudos, este-nordeste. Bien, abro las puertas y os coloco en la catapulta.

Sparta miró a su alrededor, con curiosidad, a través de la campana transparente. De la penumbra del hangar surgió el equipo de tierra con traje presurizado; uno se acercaba al hocico y dos se dirigieron hacia lados opuestos del avión. Cogieron las distantes puntas de las alas —los extremos de las alas estaban tan lejos, que desde donde Sparta se encontraba parecían puntitos hechos a lápiz— y las levantaron del suelo. El equipo de tierra empezó a arrastrar el aparato hacia las puertas del hangar. Sólo una rueda de debajo del fuselaje tocaba el suelo.

Parecía incongruente que tres diminutos humanos pudieran manipular aquel enorme objeto, pero, en Marte, el aparato, con pasajeros y todo, pesaba la mitad de lo que un antiguo «Volkswagen» pesaba en la Tierra.

Entretanto, se abrían las puertas interiores del hangar. Éste estaba equipado con una primitiva cámara de aire, más bien una cámara de viento; en el espacio que quedaba entre las anchas puertas interiores y exteriores, sólo cabía la longitud de proa a popa del aparato. Cuando el avión marciano llegó a dicha área, las puertas interiores se cerraron detrás de él, protegiendo del viento a los aparatos que quedaban dentro.

Las puertas exteriores se abrieron lentamente, mostrando el paisaje matinal del puerto de lanzaderas: el ancho valle tallado por el viento, con sus acantilados. El gran aeroplano se estremeció y crujió cuando la «ligera brisa» intentó elevarlo. Desde la cabina se veían espesas guirnaldas de atmósfera de color de rosa, enrolladas como las nubes de Júpiter, que se retorcían en la proyección holográfica del ordenador. La tripulación de tierra cargaba su peso diminuto sobre las alas. Sparta percibía los constantes e instantáneos ajustes de las superficies de control que impedían que el aparato, poco más que una gran cometa torpe, se moviera de lado y se destrozara.

Un miembro del equipo de tierra sujetó el gancho y el cable de una catapulta a gas, en un punto de la parte inferior del fuselaje; en el sistema de lanzamiento por catapulta, Sparta reconoció más tecnología tomada de los hermanos Wright.

—Listos —indicó Khalid a través del intercomunicador. Luego, se volvió a Sparta y dijo—: Allá vamos.

La aceleración fue suave y rápida. Mientras la catapulta arrastraba el aparato por la corta pista hacia el viento, las ágiles alas y aletas de cola del aeroplano lo mantuvieron alineado hasta que dejó de tocar tierra. Luego, de repente, se encontraron rozando las dunas.

Khalid encontró pronto una corriente ascendente sobre unas dunas de color claro, en medio del valle. Comenzaron a elevarse en una amplia espiral, subiendo lo suficientemente rápido como para notarlo en la boca del estómago.

—La red de satélites informa que hay una corriente de aire continua del Nordeste, a siete mil metros —dijo Khalid—. Es suficiente para dejarnos espacio libre si nos encontráramos descendiendo al Valle.

Mientras el enorme avión rotaba y se inclinaba al virar, Sparta miraba por la campana transparente, fascinada. A través de la falsa atmósfera holográfica vio un paisaje quebrado, lleno de cráteres, que se alejaba bajo ella, una topografía intrincada, formada por montes tostados y arenas doradas. Una niebla congelada estaba suspendida en el aire de las profundidades de los cañones del Laberinto. En lo alto, el cielo era de un tono rosado, veteado con nubes de cristales de hielo.

Al Oeste, la luz naranja de la mañana empezaba a inundar el Laberinto de la Noche. Lejos, hacia el Este, el Valle Marineris se ensanchaba y se hundía, mientras se empequeñecía en el distante horizonte. En lo más hondo de éste, el sistema de cañones descendía hasta profundidades asombrosas, con una caída vertical de seis kilómetros desde la meseta hasta el suelo del valle, pero desde arriba se perdía la perspectiva auténtica, y el terreno pareció aplanarse al descender velozmente el avión para atrapar la corriente de vientos.

Amanecer en Marte…

—Presentándome. Mi nombre es Mycroft.

—¿Qué demonios quiere?

—Nuevo empleado. Mecánico de clase siete.

Los fonoenlaces emitían ruidos continuamente, al ritmo del constante siseo de la cámara de aire, mientras hombres y mujeres atareados entraban y salían de la oficina.

—Oiga, amigo, ya ve que estamos ocupados.

—Yevgeny Rostov me dijo que me presentara aquí hoy a las ocho y media, y que me pondría en un transportador de personal para ir a la cabeza de la conducción.

—¿Rostov? —La actitud del gordo encargado mejoró ante la mención del nombre de Yevgeny—. ¿Quién has dicho que eres?

—Mi nombre es Mycroft. No me importa decirle que me alegro de tener este empleo. Dios sabe que lo he estado buscando. En la estación…

—Basta, amigo. Tengo todos los seriales que quiero en el vídeo. —El encargado pulsó las letras de un grasiento teclado y consultó una pantalla plana que alguien, unos días o semanas antes, había salpicado de café—. Sí, Mycroft, está en la lista. Dice que eres de clase ocho. —El ordenador escupió una copia en cartón amarillo—. Aquí está tu billete. —Se lo entregó a Blake—. Pero no tienes suerte, Mycroft. Hoy no hay transporte.

—¿Por qué no?

—Porque todos han saltado por los aires, por eso.

El encargado sucio de grasa mostró sus dientes podridos y se echó a reír.

—¿Qué pasa?

—Un pequeño accidente industrial; así es como lo llaman. Todos los transportadores de personal están fuera de servicio indefinidamente. Eso no significa que no tengas empleo en la cabeza de la conducción, Mycroft. Sólo significa que tienes que llegar allí por tus propios medios.

—¿Cuándo será el próximo viaje?

—Depende de cuánto se tarde en tener nuevos vehículos de transporte. ¿Por casualidad sabes la hora de llegada del carguero lento de la Tierra en estos días?

Blake se quedó mirándole.

—¿El carguero lento…? Ah, ya entiendo lo que quiere decir…

—Quizá puedas hablar con algún camionero para que te lleve. Pero los conductores suelen pedir mucho. ¿Qué puedes ofrecer?

Blake meneó la cabeza y se marchó, desanimado.

Pero, cuando al entrar en la cámara de aire se detuvo para cerrarse el casco, sonrió para sí mismo.

El avión marciano encontró la corriente de vientos, y voló veloz hacia el Nordeste, en dirección a la distante Cydonia. Los comentarios que efectuaba Khalid eran neutros, como los de un guía turístico.

—El Lunae Lacus, el llamado Lago de la Luna, es una depresión al norte de aquí, donde la presión atmosférica es lo suficientemente elevada como para que el agua, si alguna vez superara el punto de congelación, pueda permanecer líquida. Ésa es una razón por la que ha sido designado terreno cero para et Proyecto Cascada. Nuestra ruta bordeará la región Candor. Si los vientos ascendentes se mantienen constantes, nos desplazaremos en paralelo a la ruta de camiones que va desde Labyrinth City, hacia el Norte, hasta la cabeza de la conducción.

—¿Vamos a seguir hasta el Lacus?

—No, estamos reinspeccionando una área inmediatamente después de la conducción. Fácilmente podríamos llegar al Lunae Lacus en un sol, si quisiéramos hacerlo (nuestra velocidad respecto a tierra es de quinientos kilómetros por hora), pero si fuéramos tan lejos, con las actuales condiciones climatológicas, probablemente tendríamos que dar la vuelta al planeta entero para regresar.

—¿A qué distancia está la conducción?

—A unos tres mil kilómetros.

—O sea, que podríamos llegar allí en seis horas, a esta velocidad.

—A esta altitud, sí. Pero cuando descendamos para efectuar las pruebas con los sensores, perderemos velocidad. Pasaremos casi todo el tiempo que dure este viaje, maniobrando para regresar, avanzando a través del viento a baja altitud. Podrían ser dos o tres días. Tenemos mucho tiempo para hablar. —Rio—. Tal vez Candor nos inspire.

Ella rio con sequedad.

—Si Candor le inspira, doctor Sayeed, dígame, realmente, por qué quería que le acompañara en este vuelo.

—Para que pudiéramos hablar —respondió él al instante—. Hablar abiertamente. El hotel es un tamiz de información. Nombre un grupo o un individuo que tenga algún interés en su investigación, y puede estar segura de que tiene grabado todo lo que hablamos durante el almuerzo.

—No me sorprendería que usted mismo lo hubiera grabado —dijo Sparta. Ella grababa en su memoria todo lo que le interesaba. No necesitaba ningún aparato para hacerlo—. Y esta caja negra del avión está grabando lo que decimos ahora. ¿Por qué habríamos de preocuparnos usted o yo?

—Quiero advertirle una cosa.

—¿Qué?

—Creo que alguien intenta matarla.

No había ni sombra de melodrama o insinceridad en la voz de él, pero a Sparta se le erizó la piel.

—¿Quién y por qué?

—No sé quién. Oigo cosas.

—¿De quién?

—Nada específico, y quizás estoy interpretando algo que no existe. Prott ha hecho algunos comentarios…

—¿Qué comentarios?

—En el sentido de que espera que usted esté alerta.

—¿Cree que él quiere matarme?

—No…, no lo creo. No lo sé. En cuanto al porqué, ahora que la conozco, supongo que tiene algo que ver con su identidad. —Se volvió para mirarla por encima del hombro—. Tus hologramas no te delataron, pero en cuanto te vi ayer, Linda…

—No debes llamarme así —dijo ella.

—Si prefieres…

—La grabación de esta parte del vuelo será destruida —dijo Sparta. Era una orden.

—Bien. Pero es sólo mi caso. Dudo de que cualquiera de los que estuvimos en «SPARTA» pueda dejar de reconocerte.

Por un momento ella no dijo nada. Recordó que Blake también la había reconocido fácilmente, aquel día en Manhattan…, a una manzana de distancia. ¿Acaso «SPARTA» había formado un tal vínculo entre sus miembros, que ni la cirugía estética de Sparta ni su modo de actuar podían disimular quién era?

—¿Ahora estás transmitiendo?

—Sólo telemetría.

—Khalid, ¿comprendes por qué debemos borrar esta conversación?

—Sí, y te ayudaré. Utilizaré canales laterales para llenar el vacío con ruidos de fondo: el viento en las alas, ruidos de la cabina. Lo más probable es que, de todos modos, nadie escuche la caja negra, y si lo hacen no lo notarán, a no ser que ya sepan lo que buscan.

—Intentaron matarme, Khalid. Intentaron matar a mis padres.

—Nos enteramos de que tus padres murieron en un accidente de helicóptero.

—Tal vez. Yo no vi sus cuerpos. Nunca he conocido a nadie que los viera, y he pasado mucho tiempo buscándolos.

—¿Quieres decir que aún están intentando matarte? ¿Quiénes son?

—Estoy en este avión porque espero demostrar que tú no eres uno de ellos.

Él se volvió con gesto brusco, para mirarla.

—¿Yo?

También ahora su sorpresa parecía auténtica. Pero si no la había reconocido realmente, si en cambio lo sabía todo respecto a quién era ella, entonces no existía ningún vínculo místico entre los miembros de «SPARTA», y él era uno de los prophetae y un mentiroso redomado.

—Sí, tú. Hace diez años, Jack Noble era uno de tus patrocinadores en el proyecto «SPARTA». ¿Lo sabías? Y es miembro de la Junta del Proyecto de Formación de Tierra en Marte.

—¿Qué tiene eso que ver con tu situación?

—Tengo pruebas de que él es uno de ellos. No pruebas concretas, sólo evidencias sugerentes. El grupo que te apadrinó, los Tappers, tiene vínculos con los prophetae del Espíritu Libre. Y sé que, a causa de «SPARTA», el Espíritu Libre quería quitar a mis padres de en medio.

Khalid estaba vuelto en su asiento, y observaba a Sparta atentamente, dejando que el avión volara por sí solo.

—Y me quiere quitar de en medio a mí —dijo ella.

Entonces soltó un grito. El dolor que le atravesó la cabeza se originó en mitad de su espina dorsal, y le subió como una fuerte punzada. De repente sintió el torso abrasado desde el vientre hacia arriba, y el fuego se difundió hasta sus rígidos y temblorosos brazos, que por sí solos se arrojaron hacia delante. Sus manos se curvaron como ganchos, como si quisieran agarrar el éter.

Sparta empezó a temblar. Le castañeaban los dientes y se le pusieron los ojos en blanco. Treinta segundos después, se desmayó.