6

El techo de cristal del «Salón Ophir» estaba empañado de condensación; el aire era húmedo. El maitre acompañó a Sparta, haciéndole subir y bajar escaleras, y atravesar terrazas entre mesas que daban a la mayor extensión descubierta de agua —agua muy verde— de Marte. En la piscina rodeada de palmeras, media docena de hombres y mujeres se salpicaban y nadaban, todos ellos delgados, morenos y desnudos. Sparta pensó que parecían modelos, más que turistas; probablemente el hotel les pagaba para que se divirtieran durante la hora del almuerzo, a modo de espectáculo.

La mesa de Khalid Sayeed estaba en un balcón cercano a la piscina, oculta a la vista de ésta por las esbeltas palmeras. Khalid se levantó para saludar a Sparta. Era un hombre de porte erguido y airoso, con una sonrisa deslumbrante y unos ojos impresionantes, que parecía más alto de lo que en realidad era.

—Inspectora Troy, muchas gracias por acceder a verme.

Ella le cogió la mano y se la estrechó una vez, brevemente.

—Doctor Sayeed.

La nariz de Sparta saboreó el débil y agradable perfume del hombre. Su memoria, sin ayuda alguna, confirmó que se trataba de él, el muchacho al que había conocido mucho tiempo atrás.

Si él la reconoció como la chica que había sido compañera suya en «SPARTA», no lo demostró. Con las enseñanzas que habían compartido, ambos eran tan expertos en cuestiones sociales —ella sólo cuando tenía que serlo, aunque en él siempre había sido algo natural, o al menos eso le parecía a ella—, que ninguno de los dos habría dejado traslucir nada involuntariamente.

Cuando se sentó frente a él, los recuerdos reprimidos largo tiempo, afloraron…

Khalid, a los nueve años de edad, discutiendo teología con Nora Shannon en el patio de recreo de la azotea de la Nueva Escuela, manteniendo la calma frente a la negativa, cada vez más desesperada de la chiquilla, a aceptar su pretensión de que el Islam había hecho inaplicable la Cristiandad. Y finalmente obligó a Nora a abandonar la discusión, sólo porque él había memorizado mucho más del Corán —por no mencionar a Santo Tomás de Aquino—, que lo que ella había memorizado del Nuevo Testamento. Después de lo cual procedió a explicarle por qué la secta Shií, en la que él había nacido, era la única depositaria de las enseñanzas del Islam, que merecía confianza…

Khalid, a los doce años, en una excursión al Caribe, aterrorizando a sus padres al escapar por los pelos de las fauces de los tiburones: después de caer su aeroplano a pedales en el cálido mar, tuvo que mantener a raya a los tiburones durante veinte minutos, golpeándoles en el hocico con los zapatos…

Khalid, a los quince años, dirigiendo la Joven Orquesta Filarmónica de Manhattan, en una versión enérgica y viva de una sinfonía italiana de Mendelssohn, aclamada con grandes aplausos que pronto fueron seguidos de comentarios en las pantallas de todo el mundo, anunciando el nacimiento de un nuevo Bernstein…

—Mañana por la mañana tengo que efectuar un viaje de inspección, y quería darle la oportunidad de ponerse en contacto conmigo antes de que se marche —dijo él.

El maître le entregó a cada uno un menú elegantemente impreso, de papel auténtico a juzgar por el tacto, e impresos con tinta auténtica.

—¿Ponerme en contacto con usted?

—El viaje sólo tendría que durar dos días. Sin embargo, volar en Marte es algo impredecible de por sí, y en caso de que me retrasara, no quisiera que pensase que estaba huyendo de usted.

—Si me disculpa —intervino el maître—, ¿desean tomar alguna cosa antes de la comida?

—¿Quiere beber algo? —preguntó Khalid a Sparta. Sparta vio que él bebía un vaso de té. De Sri Lanka, a juzgar por su aroma.

—Tomaré té —respondió—, lo mismo.

—Muy bien, señora; señor, su camarero vendrá en seguida.

Se marchó.

Khalid cogió la tetera y le sirvió un vaso de perfumado té. Durante unos momentos, Sparta se dedicó a beber su té, que era sabroso pero estaba un poco pasado —las tecnologías de los envíos habían mejorado en los últimos siglos, pero Sri Lanka estaba más lejos de Marte que de Inglaterra—, antes de volver su atención a Khalid.

—Lo único que necesito de usted, doctor Sayeed, es la prueba de que no es posible que matara a aquellos hombres y robara el objeto. Cuando la tenga, seré libre de concentrar mi atención en otra parte.

—¿La prueba? —Esta vez no sonrió, salvo con los ojos—. Se han desarrollado escuelas enteras de filosofía y matemáticas en torno a la proposición de que no existe tal cosa.

—Existe, sin embargo, una cosa que se llama verdad.

—También yo lo creo, al contrario de Poncio Pilato. Y la ley…, en la ley creo sin lugar a dudas. Supongo que ya ha leído usted mis declaraciones, inspectora. Y también la historia de mi vida.

Ella afirmó con la cabeza.

—Discutió usted con el doctor Morland en el hotel, poco antes de que le asesinaran. Se marchó poco después de que él lo hiciera, y no se le volvió a ver hasta la mañana siguiente.

—Eso es. No puedo demostrar que fui a mi apartamento y vi un infovídeo acerca del proyecto de rehabilitación del Sahara; luego, recé las oraciones de la noche y me acosté. Es la verdad.

—¿Vive solo, doctor Sayeed?

—Sí.

—Sin embargo, está casado.

—Mi esposa vive en París con sus padres, por no mencionar a sus numerosos tíos, tías, hermanos y primos, como seguramente usted ya sabe. —Arqueó las curvadas cejas en una expresión extraña, medio de broma y medio pensativa, que desapareció rápidamente—. Pero ¿sabe que no conozco a mi esposa? Ella tiene catorce años.

Sparta lo sabía. Cuando le conoció, al principio, la familia de Khalid era pobre; él había podido acceder al proyecto «SPARTA» gracias a una beca de una sociedad de bienhechores adinerados que se hacían llamar Tappers. La brillante actuación de Khalid en el proyecto «SPARTA» había llamado la atención de sus poderosos parientes actuales. Su posterior matrimonio concertado —sin una palabra de consulta previa con él— era un gran honor, una señal de que Khalid, algún día, podría ser nombrado imán de los Sayeedis por su tío abuelo, el kan.

Sparta dijo:

—Su apartamento está cerca del puerto espacial, ¿verdad?

—Sí, en la plaza Kirof, en el complejo del «PFTM».

—El edificio no está conectado directamente a ningún tubo de presión. Cuando está usted fuera de su casa, habitualmente lleva el traje presurizado, ¿no?

Sparta ladeó la cabeza para señalar la bolsa de lona marrón que había en la silla de al lado de Khalid.

—Todos los marcianos lo hacen, en realidad. ¿Dónde está el suyo?

—En mi habitación.

—Le aconsejaría que adoptara pronto nuestra costumbre —dijo él—. Todo esto —señaló los árboles, la piscina, el techo de cristal que goteaba condensación— es una ilusión, puede desvanecerse en un instante. La realidad es bióxido de carbono raro y congelante. Suponga que se cae una roca del arco que está sobre nuestras cabezas…

—Seguiré su consejo. —Y lo decía en serio; sólo de pensar en las posibilidades, lamentó su descuido. Pero no tenía que compartir ese pensamiento con él—. Su edificio…, tiene tres unidades, cada una de ellas con una entrada separada. Su apartamento está en el segundo piso, al que se llega por una escalera exterior.

—Vaya, esta mañana ha hecho los deberes. ¿Sabe por qué elegí ese apartamento?

—Por la vista, supongo.

—De hecho, ésa es buena parte de la razón. —Se recostó en la silla y bebió un sorbo de té—. Cuando los seguidores del Islam embarcaron por primera vez hacia el espacio, inspectora, surgió el problema de determinar la gibla, la dirección de la plegaria, la cual, como usted sabe, es hacia la Kaaba, en la Gran Mezquita de La Meca. Las horas para la oración pueden decidirse en cada lugar, pero la posición de La Meca (la cual, a una distancia suficiente coincide con la posición de la Tierra, por supuesto) está en constante movimiento relativo. Así que los ortodoxos llevamos esto. —Dejó el vaso de té y se sacó del bolsillo un objeto redondo y plano, del tamaño de un reloj de bolsillo pero mucho más delgado. Lo dejó sobre la mesa—. El mío es una copia, de una cuarta parte del tamaño original, un astrolabio del siglo catorce, bastante insólito, hecho por el astrónomo Ibn al-Sarraj, de Alepo.

El astrolabio consistía en una delgada pila de discos de bronce con incisiones, grabado en árabe. El de más arriba era una red de coordenadas esféricas, una redecilla. Pequeñísimos arañazos e irregularidades revelaban que la pieza había sido hecha a mano.

Sparta la miró con interés, examinándola más de cerca de lo que los ojos humanos permitían, aunque nadie habría sospechado que su mirada no era indiferente…, pues el cerebro es un órgano flexible: puede entrenarse para suprimir, o para no hacer caso de dobles exposiciones, como bien sabían los usuarios de los anticuados microscopios monoculares. Igual que esas antigüedades, Sparta podía enfocar de cerca cualquier objeto pequeño o distante, con el magnozoom del ojo derecho y manteniendo los dos ojos abiertos, sin traicionarse.

—Una copia costosa.

—Es práctica —dijo Khalid—. Puede utilizarse como astrolabio en las latitudes Norte de la Tierra, o, con las conversiones apropiadas, incluso en Marte, supongo. Pero sus principales operaciones se llevan a cabo mediante un sistema de guía inercial en microminiatura. —Hizo girar el diminuto astrolabio entre sus dedos, hasta que una punta de bronce unida al centro salió por encima del ecuador curvado de la redecilla—. Es mi brújula espiritual. Adondequiera que voy, o adonde me lleve la Tierra, la alidada señala hacia la Meca.

—Bonito artilugio —observó ella, inexpresiva—. ¿Qué tiene que ver con que eligiera un apartamento cerca del puerto de lanzaderas?

—Simplemente, que mi pequeña habitación mira al cielo a través de unos doscientos grados de arco. Así, la gibla raramente se encuentra en la dirección de una pared en blanco. —Levantó la vista—. Ah, aquí está…

Llegó el camarero, tan a tiempo que parecía que lo hubiera ensayado. Khalid sonrió. La presentación de su astrolabio, el cual ahora volvió a guardar en el bolsillo, había sido una fascinante distracción de la que Sparta no había aprendido nada relacionado con el caso.

Khalid le hizo recitar al camarero las especialidades: cabra asada rellena de ajo y ciruelas, todo cultivado en la Estación de Marte, y salmón escalfado, fresco gracias a la lanzadera de carga de la bodega del carguero Doradus, recién llegado a la órbita, y detalles de la preparación de varios de los artículos más elaborados del menú.

Cuando Sparta pidió una ensalada verde, Khalid reaccionó como si ello fuera no sólo normal, sino, de hecho, una elección extremadamente racional; pero para él, el salmón era demasiado tentador.

El camarero se marchó. Sparta dijo:

—Hábleme de su discusión con Morland, doctor Sayeed.

La sonrisa de Khalid se esfumó.

—Se lo contaré a grandes rasgos. Estoy seguro de que usted lo ampliará con sus propios datos.

—Tengo mucho tiempo.

—Entonces, le daré algunos antecedentes. —Bebió un sorbo de té y pensó lo que iba a decir, exagerando un poco—. Los xenoarqueólogos y xenopaleontólogos tienen una tarea difícil —dijo—. La atmósfera marciana, en otro tiempo, fue rica en vapor de agua; en el desierto marciano, en otro tiempo, discurrió agua líquida…, como de hecho sigue ocurriendo, varias veces al año, en unos cuantos lugares bajos donde el hielo expuesto no se ha sublimado, y la presión atmosférica es suficiente como para impedir que el agua se evapore instantáneamente. Pero esto son episodios aislados. Hace mil millones de años, o más, las cosas eran diferentes. La atmósfera era más densa, el clima de Marte era suave, las condiciones fueron estables durante el tiempo suficiente para la aparición y la rápida evolución de la vida. Así, hoy encontramos fósiles de seres vivos. Y con ello la prueba, mucho más rara, de que Marte fue visitado, quizá sólo brevemente, por una raza inteligente antigua. Ni un solo fragmento de estos preciados tesoros debe escapar a nuestra atención.

Hizo una pausa para reflexionar de nuevo.

—La tarea de los xenólogos no es sólo difícil, sino noble —prosiguió—: La tarea de preservar el pasado. Por otra parte —los dedos de su mano derecha se abrieron como una flor—, en el futuro, Marte será de nuevo un paraíso vivo. Incluso sin la intervención humana, dado el transcurso de otros mil millones de años.

Al ver que ella no reaccionaba ante esta dramática afirmación, Khalid prosiguió:

—El período de precesión de la órbita de Marte alrededor del Sol y de sus polos, sugiere que cada dos mil millones de años, aproximadamente, Marte se calienta lo suficiente como para que los casquetes de hielo, y el hielo permanente, se funda, y para que el agua líquida se acumule en la superficie. Se ha acusado al Proyecto de Formación de Tierra en Marte de acelerar este ciclo natural. Para hacerlo, tenemos que incrementar la densidad de la atmósfera y enriquecerla con vapor de agua. En algún punto se producirá el efecto invernadero, y comenzarán a elevarse las temperaturas atmosféricas, una consecuencia de lo cual, será que aumentará aún más la presión atmosférica. Una vez establecido el ciclo de realimentación positiva, los abundantes recursos de agua ahora encerrados, se derretirán y fluirán libremente por el desierto, sin evaporarse al instante. Sobrevivirán plantas auténticas en el exterior. Las plantas producen oxígeno; entretanto, un suministro mucho mayor de oxígeno será liberado de las rocas, por las bacterias sembradas. Al final, los marcianos no tendremos que preocuparnos de tener a mano nuestro traje presurizado.

Sparta estaba segura de que había dado esta conferencia a menudo, y su oratoria era vehemente. Pero sólo dijo:

—Me iba a hablar de su discusión con Morland.

Él asintió.

—Marte está muerto y lo ha estado durante mil millones de años. Pero como aquí hubo vida en otro tiempo, a los xenoarqueólogos y los xenobiólogos (xeno es un prefijo que, al parecer, se refiere sólo a disciplinas previamente relacionadas con la Tierra; no existen xenofísicos o xenoquímicos), todos ellos xenooptimistas, les gustaría creer que la vida indígena ha sobrevivido hasta nuestros días. En algún lugar. De alguna manera. Comprendo su pasión. A mí también me gustaría creer —dijo, tamborileando sus expresivos dedos sobre el cristal verde—, pero no creo. Ése era el quid de mi discusión con el doctor Morland.

—No me parece usted la clase de hombre que se enzarza en discusiones a gritos, por una teoría —dijo Sparta.

—No había nada abstracto en nuestra discusión. El agua líquida es la clave de todo lo que he descrito. En el pasado había muchos esquemas: fundir el casquete de hielo del Polo Norte cubriéndolo con tierra negra para absorber la radiación solar, o fabricar algas o líquenes especialmente oscuros para conseguir lo mismo. O utilizando reactores nucleares, docenas de ellos, quizá cientos o miles. Otras ideas. Cualquiera de estos métodos podría funcionar, pero pasarían siglos antes de que la presión del vapor de agua atmosférica llegara a niveles importantes. Los esquemas para fundir el hielo permanente han sido aún más extraños, incluida la detonación subterránea de dispositivos nucleares a miles, idea motivada menos por interés hacia Marte, creo, que por la desesperación de los euroamericanos por deshacerse de las antiguas armas con las que se amenazaban unos a otros. Todos estos planes tienen serios inconvenientes.

—Todos ellos parecen duros con el planeta —observó Sparta.

—Duros con el planeta de un modo poco natural —dijo él—. Pero existe una manera de acelerar el ciclo marciano natural de agua e inundación utilizando sólo medios naturales. Estos medios también serían duros con el planeta. Pero al menos serían coherentes con su historia ecológica.

Esta vez, cuando hizo una pausa ella cooperó, suministrándole la pregunta que él esperaba:

—¿Y cuáles serían?

—Bombardeo cometario —respondió él con ansia—. Los cometas son, en su mayor parte, hielo. Durante la historia reciente de Marte, y de los otros planetas internos, cayeron enjambres de cometas que aportaron agua y moléculas orgánicas y de carbono. Al final, la intensidad de los enjambres decreció, comenzando hace mil millones de años. Pero podemos producir un nuevo bombardeo. Podemos guiar los cometas. De hecho, inspectora, ahora proyectamos guiar uno.

—¿Un cometa que choque con Marte?

Él asintió con la cabeza.

—Una prueba, pero si funciona, el agua no se desperdiciará. Fluirá brevemente por la superficie de la llanura de Tharsis antes de evaporarse en la atmósfera; una inyección de vapor de agua mayor que la lenta fusión del casquete polar durante cincuenta años.

—¿Cuándo finalizará esta prueba?

—Dentro de varios años. Nuestro primer cometa candidato todavía se halla en la órbita de Júpiter. —Sonrió—. Tan lejos como está, y ya encuentra la resistencia del aire caliente.

Sparta estuvo a punto de reírse.

—Entiendo…

—De eso discutíamos Morland y yo, inspectora, no de la teoría abstracta, sino del asunto concreto del Proyecto Cascada. Él se oponía; incluso llegó a compararlo con ese odioso esquema de la bomba nuclear que le he mencionado. Por supuesto, se encontraba un poco bebido en aquellos momentos.

—¿Bebido?

—Había estado dos o tres horas en el «Salón Phoenix», según me han dicho. Yo ceno aquí con frecuencia, inspectora; es un capricho, pero me permito muy pocos caprichos. Cuando me marchaba, tropecé con Morland que salía del salón. Fue…, la única palabra adecuada es «ataque»… Me atacó con sus crudos sarcasmos.

—¿Por qué le atacó?

Khalid levantó un dedo y lo meneó ligeramente, parafraseando a su oponente.

—Los impactos cometarios puede que preserven los casquetes polares, pero hacen grandes agujeros; podría perderse algo, alguna bolsa de bacterias tenaces, algún artefacto precioso. —Levantó la mano con la palma hacia arriba—. Expresó estas objeciones en un lenguaje que no quiero repetir.

—¿Se habían visto antes? ¿Cómo le conoció?

—Nos habíamos visto, brevemente, en una recepción que Wolfy, el señor Prott, el director del hotel, había celebrado para él una semana antes. Después de aquello con gusto habría permanecido lejos de su camino. Morland era un personaje extravagante, pero en su oposición al proyecto no era distinto a los demás xenoprofesionales. Él me encontraba a mí tan ofensivo profesionalmente como yo a él personalmente.

—¿Qué papel tiene usted en el Proyecto Cascada?

—Para expresarlo de un modo conciso, fue idea mía.

Llegó el camarero, con una bandeja de hierro. Le colocó el plato delante.

Durante unos minutos, ni Khalid ni Sparta hablaron; ella estaba ocupada absorbiendo las extrañas texturas de la lechuga cultivada en la estación espacial. Él disfrutaba de su salmón.

Cuando terminaron de comer, se produjo un torpe silencio que ninguno de los dos parecía ansioso por romper. Para Sparta se trataba de un momento delicado, y se dio cuenta de que no sabía muy bien cómo manejarlo.

—Debería saber, doctor Sayeed, que es usted uno de los principales sospechosos de los asesinatos de Morland y de Chin.

—Me lo imaginaba, pero gracias por confirmarlo.

—No puede dirigir su propio interrogatorio. No puede marcharse tranquilamente. Hay demasiadas preguntas sin respuesta.

Él no discutió ni protestó su inocencia, ni trató de explicarse. Se limitó a mirar a Sparta, sopesando, a todas luces, sus opciones.

—Por mi propio bien, me gustaría que llegara hasta el fondo de esto. Si pudiera retrasar mi viaje, lo haría. Pero sería peligroso; en esta época del año el tiempo empeora de día en día.

—No se preocupe, doctor. Esperaré a que usted regrese. No importa cuánto tiempo esté fuera.

Él se inclinó hacia ella, los ojos oscuros serios y llenos de determinación.

—En interés de los dos, entonces: si quiere continuar nuestra conversación, venga conmigo. Le prometo que aprenderá más de lo que imagina.

Ahí estaba, el núcleo de la reunión, la meta auténtica de su actuación.

—Lo pensaré —dijo ella.

—Llame a la oficina del «PFTM» cuando lo haya decidido. Si la respuesta es que sí, me reuniré con usted en el vestíbulo a las cinco treinta de la madrugada —dijo Khalid—. Vista el traje presurizado. —De pronto se levantó—. Si me disculpa…, tengo que irme.

Se dio la vuelta y se marchó.

Sparta le observó alejarse. Su paso largo y pausado parecía más adecuado para el desierto que para un restaurante de hotel.

Con la pistola en automático, disparó un cargador completo a la diana de papel que se encontraba a veinte metros. El rugido del arma era continuo en la larga habitación de piedra, y el destello de la boca, una única llama parpadeante. Chorros de arena saltaban del recogebalas adosado a la pared trasera; fragmentos de papel se agitaban perezosamente colgando de la diana.

Sparta bajó el arma y limpió la recámara; luego, se alejó de la línea y se echó los cascos hacia atrás.

El director de tiro se quitó sus protectores de oídos y los dejó sobre el banco.

—Bueno, veamos las malas noticias.

Era un hombre fornido, vestido de blanco y con la insignia del hotel en la ajustada camiseta. Apretó un botón y la diana se acercó lentamente a lo largo de una guía, hasta ellos.

El hombre cogió la diana de papel y la examinó en silencio; luego miró a Sparta con amarga sospecha, frunciendo sus espesas cejas negras.

—Buena puntería.

Le entregó la diana. El centro estaba perforado por un agujero del tamaño de una moneda de diez centavos.

—La suerte del principiante —dijo Sparta.

—Está tratando de engañarme, inspectora. Usted ya ha disparado en Marte. —Señaló la diana con la cabeza—. Claro que ha fallado una vez —había otro agujero en el papel, un agujero del diámetro de una sola bala, fuera del anillo exterior, en la esquina inferior derecha; el primer disparo de Sparta no había dado en el blanco—. Aun así, no me importaría clavar esto en la pared de mi despacho. Para inspirar a otros aficionados.

—Es usted muy amable, pero será mejor que no acepte el cumplido. —Le entregó la pistola cogiéndola por el cañón—. Gracias por dejarme probar.

—Adelante, utilice otro cargador. El hotel puede permitírselo.

—No, no quiero que me coja dolor en la muñeca…, estas balas de uranio pegan un buen golpe de retroceso.

—No hacen más que dificultar el control de la pistola. —Cogió el arma y la dejó a un lado, para limpiarla—. Va contra la ventaja natural que tiene aquí, un arma más ligera con la misma energía.

—¿Por qué las utiliza el señor Prott? Me han dicho que es un excelente tirador.

—No está tan desesperado como otros. —Vaciló—. Pero no sabía que él utilizara las de uranio. Eso no significa que no lo haga.

—¿Quién las utiliza?

—No muchos de los que vienen aquí; esto es para los huéspedes del hotel, y quizás algunos hombres de negocios locales. Ese tipo al que asesinaron las probó una vez.

—¿Morland?

—Sí. Un auténtico hijo de puta, pero después de practicar un poco, conseguía darle a la pared de atrás.

—¿Nunca había disparado?

—No con una pistola. No en Marte. Creo que Prott me lo envió para darle algo que hacer a ese tipo. Para alejarle del bar. Le diré una cosa, con la boca que tenía, estuve tentado de dispararle yo mismo.

Sparta le miró a la cara.

—Y no le importa quién lo sepa, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

—Arrésteme.

—Es una lástima. Una habitación llena de testigos le sitúa en otro lugar la noche del crimen.

El rostro redondo y huraño del tipo se ensanchó con una sonrisa.

—Sí, esos tipos del «Aparca» son magníficos, ¿no? Dirían cualquier cosa para no meter en apuros a un amigo.