—Se presenta la inspectora Troy, teniente.
Sparta lanzó un cuidado saludo al hombre que estaba detrás del escritorio de acero, en el diminuto cubículo.
Polanyi, el jefe local, era un tipo gordinflón de piel pálida y actitud solícita, recién llegado a su cargo, y a lo sumo cinco años mayor que ella.
—Siéntese, inspectora Troy.
En realidad ella no quería sentarse, pero tenía que dejarle interpretar su papel. Cogió la silla de acero que entraba frente al escritorio.
El hombre miró la pantalla plana de encima de su escritorio.
—Tenemos todo lo que solicitó, creo. Nuestra gente ha dedicado a ello todo su tiempo.
—Usted sabe lo que realmente quiero, ¿verdad?
—¿Cómo dice?
Él levantó la mirada.
Ella sonrió, tratando de tranquilizarle.
—Quiero que me diga que no me necesita. Entonces podré irme a casa.
Él sonrió débilmente.
—Me parece que la necesitamos. Se ha ganado buena fama en los pocos…
—Teniente, discúlpeme, pero me molesta que la gente me lea en voz alta mi currículum.
Él pareció relajarse un poco.
—Mi duda es si tal vez parte de su famosa suerte desaparecerá. —Le acercó la pantalla plana de sobremesa—. Mientras estaba usted en camino, hemos efectuado unas doscientas entrevistas, a todo el que podía haber estado cerca en el momento del robo y los asesinatos. Incluso hemos conseguido interrogar a la mayoría de los turistas. —Él y su gente habían trabajado según el manual, y quería que ella lo supiera—. Los tres de aquí que mencionamos al principio, siguen en la lista. Tuvieron oportunidad. Motivo…
—De momento, no nos centremos en el motivo.
—Supongo que se refiere a la conexión con el sabotaje de los demás materiales de la Cultura X.
—Me refiero a que si desarrollamos los medios, el motivo saldrá solo —dijo ella, citando el manual.
El teniente Polanyi asintió. Le gustaban las cosas según el manual; lo que no sabía era que Sparta conocía el motivo que había tras el motivo, y no tenía intención de compartir ese conocimiento con funcionarios de la Junta Espacial como él.
—¿Cuál es la relación de su unidad, teniente, con la fuerza patrullera local?
—La fuerza patrullera hace lo que puede para mantener la paz, y nosotros nos ocupamos de todo lo que se complica.
—¿Cómo por ejemplo?
—Mercado negro, que se lleva gran parte de nuestro tiempo. El contrabando de drogas es un problema. En ocasiones hay casos de contrabando de objetos de valor artístico, histórico o cultural. También hay cuestiones laborales (el llamado Gobierno socialista parece tener dificultades en ajustarse a la noción de los sindicatos), pero, si no se trata de sabotaje o de estafas, dejamos que los patrulleros se ocupen de las pendencias entre los trabajadores y el Estado. O las Corporaciones. Cualquiera de los dos.
El Estado y la Corporación eran conceptos diferentes, al parecer, para el teniente Polanyi; en eso, era un típico euroamericano, un típico buen soldado de la Junta Espacial, dispuesto a hacer lo que se le ordenara dondequiera que le enviaran.
Sparta echó un vistazo a los gráficos que exhibía la pantalla plana y pasó rápidamente varias pantallas de datos. Se la acercó de nuevo a Polanyi.
—Lo estudiaré más tarde. —Cuando dispusiera de intimidad, podría conectar la memoria sistemática, y absorber lo que necesitaba en unos segundos, en lugar de pasar cientos de páginas de prosa policial—. En estos momentos aún no conozco bien la geografía.
—Tengo aquí un modelo del escenario del crimen. Sacó un equipo de hologramas del estante que tenía detrás, y lo colocó sobre el escritorio.
—Bien, cójalo. Veamos primero el lugar real.
Se puso en pie bruscamente.
Ese gesto pilló por sorpresa a Polanyi, pero el hombre se levantó con rapidez.
—Me parece una buena idea —dijo él, como si él mismo hubiera estado a punto de sugerirlo.
Atravesaron los bulliciosos pasillos del edificio ejecutivo del Consejo de los Mundos, donde estaban concentradas todas las funciones administrativas marcianas que no podían ser tratadas desde la Estación de Marte.
Pasaron a continuación por una sala del tribunal y una biblioteca. Carteles brillantes señalaban el centro de detención, la clínica, la cafetería. A través de las paredes de cristal, Sparta veía a la gente moviéndose, hablando, comunicándose con sus ordenadores; a través de los delgados suelos y techos verdes, veía más gente.
Sparta recordó un juguete con el que había jugado una vez, un laberinto hecho de láminas apiladas de plástico transparente; el objetivo era hacer rodar una bola de acero por todas las láminas, a través de cada uno de los agujeros, del tamaño de la bola, que había en cada piso de la estructura. Se preguntó si le resultaría muy fácil encontrar el camino para descender de este laberinto vertical, por la noche, a menos que ya lo conociera bien.
Unos pasos a través de un tubo de conexión, lleno y resonante, les llevó al Ayuntamiento. Todo Marte no era tan grande como para requerir dos cárceles, dos clínicas bien equipadas, dos bibliotecas, así que el Ayuntamiento de Labyrinth City sólo tenía oficinas.
Con una excepción.
Sparta se detuvo bajo una bóveda de cristal verde claro. La gente pasaba, rozándole, a ambos lados, resonando sus tacones sobre el suelo de cristal; algunos vestían trajes presurizados, y otros, ropa de interiores, pero llevaban la bolsa con el traje presurizado colgada del hombro.
Sparta miró a su alrededor, intrigada. La arquitectura era de inspiración palatina, pero extendida en dimensión vertical; también aquí, el material de construcción que más abundaba era el vidrio. La bóveda de cristal tendría unos trece metros de alto por seis metros de ancho, y formaba una sola paraboloide en forma de campana; unos arcos en los cuatro lados de la cúpula central, conducía a otros tantos corredores abovedados, también de cristal, uno de los cuales acababan de atravesar ellos. Las otras alas apenas se veían a través de las paredes de vidrio, aunque debido al mayor grosor y la distorsión, era como mirar en agua verde. Pero en lo alto, donde el grosor era mínimo, el techo era transparente. El cielo raso de piedra arenisca, improbablemente elevado, de la cueva en la que se encontraba la ciudad de arriba, era visible con toda claridad.
—El cristal es muy transparente —dijo Sparta, examinando la bóveda—. Había pensado que las infames tormentas de arena que se producen aquí lo habían esmerilado.
—El polvo marciano no es como la arena de la Tierra —dijo Polanyi—. Los granos son más bien como partículas de arcilla, sólo que del tamaño de una milésima de la arena terrestre típica. Tienden a pulir el cristal, más que a grabarlo.
Sparta seguía mirando hacia arriba.
—El polvo ha tallado ese arco, me da la impresión.
—Tal vez. El agua que se fundió y congeló, hizo el trabajo bruto…, y piense cuántos años hace de eso. No olvide que casi todos estos edificios sólo tienen unos diez o veinte años; a la larga se puede agujerear, por fricción, cualquier cosa.
Sparta bajó la mirada al suelo.
—Eso no —dijo—. No ha sido rascado.
Debajo de la bóveda, en el centro, se exhibía una vitrina con una cubierta hemisférica de cristal xantiano que imitaba la cúpula de arriba. Dentro de la vitrina no había nada, salvo un cojín de terciopelo y un cartel escrito a mano que decía: «Exhibición suspendida temporalmente».
Temporalmente, ¿eh? Alguien era optimista.
Sparta paseó la mirada por la multitud de personas que cruzaban por allí, y escuchó el eco de las voces y pisadas.
—Si no le importa, teniente, espere un momento aquí.
—Bien, si usted…
—Sólo un minuto —dijo ella con aspereza; los sentimientos heridos del teniente, se curarían.
Sparta se alejó con paso rápido por el corredor, iluminado por la luz del día, donde se había cometido el otro asesinato; miró la puerta con sistema de seguridad a presión que había al final, y comprobó la orientación de los edificios de fuera.
Al regresar, subió con rapidez una escalera, cruzó otro pasillo, metió la cabeza en un despacho al que alguien estaba trasladando nuevos muebles. No hizo caso de las miradas curiosas de los que la rodeaban. Sentidos que ellos ni siquiera podían imaginar, exploraban y almacenaban en la memoria todo aquello en lo que Sparta ponía los ojos.
Apenas había pasado un minuto cuando regresó junto a Polanyi, bajo la bóveda central.
—Ahora, veamos la maqueta.
—Está bien, inspectora. Si me permite un momento… —Polanyi colocó nerviosamente el trípode del proyector de hologramas, y luego ajustó los rayos—. Ya está.
Conectó el proyector. La luz del día se desvaneció, y con ella la gente que les rodeaba. Sparta y Polanyi quedaron invisibles el uno para el otro.
A su alrededor se había formado una reconstrucción visualmente perfecta del Ayuntamiento, poco después de que los patrulleros locales llegaron al escenario del crimen.
—La noche del diecisiete Boreal, veinte horas, dieciocho minutos; es la hora local en soles —dijo Polanyi desde la oscuridad—, que correspondería al 15 de setiembre en la Tierra, hacia las dos de la madrugada. UT.
La vitrina estaba abierta, su hemisferio de cristal inclinado hacia atrás exponía, bajo los rayos cruzados de los focos elevados, el cojín vacío donde la famosa placa marciana había descansado durante casi diez años. Alrededor de la vitrina se encontraban varios trípodes, algunos con luces adicionales, otros con instrumentos cuyos morros apuntaban hacia el cojín vacío.
Cerca de allí, en el suelo, había una silla volcada…, y un cuerpo.
—Dewdney Morland —dijo Polanyi.
Sparta avanzó. Prácticamente el edificio entero respondió a sus movimientos; se acercó al cuerpo del hombre que yacía en el suelo, hasta que aquél se encontró a sus pies.
—Calibre veintidós, bala de uranio de gran velocidad, en la base del cráneo, salida por la parte superior de la frente —dijo la voz de Polanyi—. Heridas limpias de entrada y salida; las quemaduras indican que el disparo fue efectuado a menos de un metro. Una ejecución.
—¿Por qué una bala de uranio?
—No sabría decirlo, pero es común en Marte. Los patrulleros afirman que la masa extra proporciona poder de detención a distancia en pocas ges. Leyendas locales.
—No han encontrado la bala.
—No, y tampoco la que mató a Chin. Ni la pistola.
—El asesino debió de recogerlas —dijo Sparta.
Las balas de uranio se hacían con combustible de reactor gastado; llevaban poca radiactividad residual.
Sparta volvió su atención a la víctima, y examinó el cuerpo holográfico del suelo. Morland era un xenoarqueólogo de treinta y cinco años, que había estado estudiando la placa marciana bajo ampliación visual y en otras diversas longitudes de onda. Tenía exceso de peso, una barba rubia desaseada que le subía por las mejillas, con clapas, y el pelo le llegaba más abajo del cuello de la camisa. Su ropa era de costosa materia orgánica, ancho traje de tweed que al parecer no había sido lavado recientemente. Una bolsa de tabaco había caído al suelo, a su lado, y en la mano derecha asía una pistola.
—Hágalo girar, por favor —pidió Sparta.
El invisible Polanyi manipuló invisiblemente los controles del proyector de hologramas. La proyección giró lentamente, y pareció que el edificio giraba con él, de manera que el cuerpo pudo verse desde todos los ángulos. Las masas aparentemente sólidas del pedestal de exhibición y los instrumentos, se deslizaron a través de Sparta sin impresión táctil.
—Por debajo también, por favor.
La escena se ladeó de un modo extraño, y Sparta contempló el cuerpo de Morland desde debajo del suelo, donde yacía de bruces.
—No está completamente relajado, pero no hay señales de miedo —dijo—. La postura indica que no sospechaba lo que iba a suceder.
—¿Qué deduce de ello?
La voz de Polanyi era distante y hueca.
—No sé qué deducir de ello. Quizás estaba tenso debido a lo que veía a través de sus instrumentos. —Hizo una pausa—. ¿Qué sabemos realmente de Morland?
Sparta raras veces hacía preguntas retóricas, pero esperaba que Polanyi empezara a pensar en direcciones menos convencionales que las que había tomado hasta ese momento.
Lo que la propia Sparta sabía de Morland, aunque detallado, no estaba centrado. La reputación arqueológica del hombre, que no tenía gran importancia, se basaba sólo en tres ensayos —aunque había publicado docenas de ellos—, que intentaban deducir la naturaleza de las herramientas prehistóricas, a partir de las señales que habían dejado en los artefactos que habían sido modelados con ellas. Morland había hablado de líneas de calendario rascadas por los hombres de Cromagnon en huesos de reno, de mazorcas de maíz arañadas, halladas en los fosos de basura de Anasazi, y de marcas de albañil en urnas neolíticas sirias. No se habían encontrado ejemplos precisos de las herramientas y los métodos que él postulaba, pero sus argumentos eran persuasivos y nadie se los había discutido. Erudición menor.
Marte había sido un territorio nuevo para él, un salto del estudio de las tecnologías en la Tierra, al estudio de una tecnología extraña, tan avanzada, que no era comprendida. Aunque se conocía la composición elemental de la placa marciana —titanio, molibdeno, aluminio, carbono, hidrógeno, indicios de otros elementos— las técnicas mediante las cuales estos elementos habían sido aleados para formar un compuesto mucho más duro y más fuerte que el diamante, eran un misterio. Igualmente misteriosos eran los métodos mediante los que la placa había sido grabada con una inscripción; esto era lo que Morland había estado estudiando.
Era una cuestión que otros investigadores habían examinado sin éxito. Esto, la aleación más dura jamás descubierta, había sido modelado con herramientas aún más duras, si es que lo habían hecho herramientas. Morland había convencido a la Comisión Cultural del Consejo de los Mundos de que él no podría producirle ningún daño a la placa —ningún problema, ¿quién podría hacerlo?—, y les había persuadido de que tal vez pudiera añadir algunos detalles triviales al conocimiento que de ella tenía la Humanidad.
—Hemos registrado sus bancos de datos —dijo Polanyi.
—Échenles otra mirada —dijo Sparta—. Y a ver qué más pueden averiguar. Basta de Morland por ahora.
El edificio se inclinó y fue deslizándose bajo los dedos controladores de Polanyi, hasta que estuvo en posición vertical. Sin moverse, se encontraron de pronto avanzando rápidamente por el corredor que Sparta había investigado antes.
—La otra víctima…
La escena se detuvo al instante —de haber tenido masa, las paredes ilusorias se habrían hecho pedazos a causa de la inercia— y se vio el segundo cuerpo, tumbado de espaldas con los brazos y las piernas abiertos, en un charco de sangre.
—Dare Chin —dijo el teniente—. Dartius Seneca Chin. Uno de los colonizadores primitivos más estimados de Labyrinth City.
—El ayudante del alcalde, que trabajaba hasta tarde porque Morland no podía hacer su trabajo durante las horas laborales, y alguien tenía que vigilarle —dijo Sparta sin inflexión en la voz.
—Exacto.
—¿Y dónde estaba el alcalde aquella noche?
—El alcalde ha estado dos meses en la Tierra. Conferencia de gobernantes, creo.
Chin era un hombre alto, delgado, de cabello negro y rostro agraciado, con más arrugas de las que sus treinta y cinco años sugerirían. Sus ojos color castaño oscuro estaban abiertos; su expresión era de sorpresa e interés, no de miedo. Iba vestido con el grueso y práctico tejido marrón de politrama, como lona, preferido por los que llevaban tiempo viviendo en Marte.
—¿También una bala de uranio? —preguntó Sparta.
—Le atravesó el corazón. Esta vez a distancia. Le lanzó a ocho metros.
—Entonces, no era un simple ejecutor sino un tirador experto.
—Un profesional, creemos —dijo el teniente.
—Tal vez. Quizás un aficionado entusiasta, un amante de las armas, alguien con una causa. —El crimen había sido cometido por una causa, eso ella lo sabía—. ¿Bajó por las escaleras de allí atrás?
—Sí, ésa va al segundo piso, cerca de su oficina. Se encontraba trabajando en unos casos civiles. Tenemos su…
—Lo veré más tarde —interrumpió ella—. ¿Su despacho se ve desde la calle?
—Sí. La vieja Nutting, la patrullera que se encontraba en el exterior pocos minutos antes de la hora estimada de los asesinatos, dijo que todo el edificio estaba a oscuras excepto las luces de trabajo de Morland, bajo la cúpula, y las luces del despacho de Chin, en el segundo piso. Y algunas luces de pasillo. De todos modos, los vio claramente a los dos, vivos y en perfecto estado. Lydia Zeromski se hallaba con Chin. Estaban discutiendo.
—¿No les importaba quién les viera?
Él sonrió.
—Aquí tenemos un dicho, inspectora: a la gente que vive en casas de cristal, les importa un comino las piedras. Es decir, la intimidad.
—¿Nunca? —preguntó escéptica.
—Tienen cortinas metálicas para las ventanas, para cuando lo desean.
Sparta sabía, por los informes, que la patrullera, una veterana a punto de retirarse, había jurado que no había visto a nadie en el edificio salvo a esas tres personas. Después de haber visto el edificio real y su reconstrucción holográfica nocturna, Sparta sabía que la patrullera fácilmente podía estar equivocada: cabía la posibilidad de que alguien estuviera escondido inmóvil en las sombras; la distorsión del cristal era suficiente para disimular incluso una forma humana.
—Me gustaría hablar con ella esta tarde.
—La oficina de las patrullas está en el edificio ejecutivo. Puede concertar una reunión desde mi despacho.
Sparta seguiría todos los pasos, pero sabía lo que podría averiguar. En primer lugar, las rondas de Nutting eran regulares como un reloj, contra toda norma de seguridad aceptada; Nutting había caído en la pereza y la costumbre de toda una vida, y sus movimientos por los alrededores sin duda habían sido cronometrados de antemano por el asesino.
Era fácil simpatizar con la anciana. En comparación con una noche en Marte, la Antártida es Tahití, y la gente normal permanecía en el interior si podía. Sparta podía comprender por qué la patrullera —suficientemente mayor para sentir el frío en los huesos, incluso a través del traje caldeado—, retrasaría el momento de salir de la caliente oficina y dejaría para el último momento el cerrar su traje presurizado para salir a caminar por las frías calles llenas de arena de la ciudad. Probablemente, el asesino estuvo esperando en uno de los tubos presurizados que conectaban con el Ayuntamiento, hasta que ella pasó.
Tres minutos después de que la patrullera dejara atrás el edificio iluminado, las alarmas se dispararon en el despacho de aquélla, apenas a cien metros del escenario del crimen. La primera alarma sonó cuando la placa marciana fue retirada. La mayor parte de las otras alarmas —radares, detectores de movimiento, detectores de presión en el suelo, etcétera— ya estaban desarmadas en deferencia al trabajo de Morland, pero se dispararon alarmas adicionales cuando la puerta exterior de la cámara de aire de la entrada principal del edificio fue abierta, antes de que se cerrara la puerta interior, permitiendo una gota de presión temporal en su interior.
O sea, que el ladrón también llevaba traje presurizado; había huido del escenario del crimen, no a través de los cálidos corredores sino a través de las gélidas calles.
—Veamos la cámara de aire.
—No hay mucho que ver, inspectora.
Polanyi manipuló los controles del holoproyector, y los llevó espasmódicamente hasta las grandes puertas con cantos de bronce de la cámara de aire principal, y después a través de las puertas, hasta el exterior.
En la arena, frente a la cámara de aire, sólo había suaves arroyuelos formados por el viento, y unas leves depresiones, pero nada que sugiriera una huella clara. Unos metros más allá, toda la escena se convertía en un vacío negro en el borde del holograma.
—Al parecer soplaba viento.
—Una brisa ligera, para lo que suele soplar aquí.
Sparta contempló los surcos en la fina arena congelados holográficamente. Sus capacidades visuales excedían en gran manera la resolución del grabador de hologramas, por lo que sus ojos, aquí, casi eran inútiles, igual que su nariz y la boca, que tenían capacidad para el análisis químico. El crimen había sucedido dos semanas atrás. Quizá si ella hubiera estado en la escena real, en el momento real…
—Tiene razón, teniente. No hay mucho que ver.
—Aquí se acaba nuestra reconstrucción. Nosotros imaginamos que el asesino salió afuera porque el camino de regreso a través de los corredores se encontraba bloqueado por los patrulleros que respondieron a la primera alarma. O tal vez había un cómplice fuera.
—Tal vez —dijo Sparta.
Sin pruebas, ella no elaboraba hipótesis.
—Los patrulleros locales efectuaron un buen trabajo —dijo Polanyi, fiel a las gentes del lugar con las que tenía que vivir—. Acudieron en cuestión de minutos. Lo que usted ha visto es lo que encontraron. No hay arma asesina. Ni testigos. Ni huellas inusuales, ni cualquier otra prueba física.
—Gracias, puede desconectarlo.
Eso hizo el hombre. Al instante, se encontraron de pie en el iluminado y bullicioso centro del Ayuntamiento.
Diez minutos más tarde estaban de nuevo en el despacho abarrotado y bien iluminado, de Polanyi.
—Bueno, ¿le hablo de los asesinos probables? ¿Los tres que tuvieron oportunidad?
—Se lo ruego.
Que hiciera su trabajo; ella sacaría sus propias conclusiones, más adelante.
Sparta ya sabía que la placa marciana había sido robada aquella noche en concreto, y no, por ejemplo, la noche anterior o la noche siguiente, porque el robo había sido programado para que coincidiera con la destrucción de los archivos de la Cultura X, en Venus y en todos los lugares de todo el sistema solar habitado. Simultáneamente, los prophetae habían soltado sus escuadrones de la muerte secretos para efectuar un ataque en masa, con la intención de asesinar a todos los que pudieran recordar los textos suficientemente bien como para reconstruirlos. Una docena de eruditos habían muerto en la Tierra. Aquí, en Marte, Dewdney Morland era la víctima a la que apuntaban, y Dare Chin sólo había sido un testigo inocente.
Un hombre, el más importante de todos, se había salvado de este asalto contra las joyas de la corona de la xenoarqueología. En Port Hesperus, el profesor J. Q. R. Forster había logrado sobrevivir a la bomba con que le atacaron, y ahora estaba fuertemente protegido por los servicios de la Junta Espacial.
Polanyi siguió hablando. Sparta se obligó a escucharle.
—… la población permanente de casi diez mil —decía—. En cualquier momento dado puede haber, a lo sumo, un par de miles de turistas en el planeta. Fuimos capaces de dar razón de los cuatrocientos treinta y ocho huéspedes registrados aquella noche en el «Hotel Interplanetario» de Marte, y en los otros seis alojamientos con licencia, de que dispone Labyrinth City. Si había otros extranjeros en la ciudad, nadie los vio, y en una ciudad pequeña como ésta, eso es difícil. Así que nos concentramos en los de aquí.
En la pantalla plana de vídeo de sobremesa, apareció el rostro de una mujer joven. Ojos con mirada atrevida, boca grande, pelo rubio recogido en la nuca. A pesar de la apariencia delicada que caracterizaba a los antiguos residentes de la superficie marciana, aquella mujer parecía competente y dura.
—Es Lydia Zeromski —dijo el teniente—. Una conductora de camión que trabaja en la canalización. Era la novia de Darius Chin (una de ellas, vaya), la que vieron en su despacho pocos minutos antes de los asesinatos. Nadie la vio salir.
—¿Ella? —preguntó Sparta con escepticismo—. Habría tenido que bajar la escalera, disparar a Morland, robar la placa, y después volver a disparar a Chin cuando éste bajara a investigar.
—No es imposible.
—Si iba tras la placa, ¿por qué armar alboroto antes?
—Bueno, si ella no fue el asesino, podría ser un cómplice —dijo Polanyi tenso.
—Teniente, no tiene antecedentes.
—Una vez golpeó a un tipo con una tubería, en un bar. Él no presentó denuncia.
—¿Armas?
—Bueno…, no registradas.
—¿Otras relaciones?
—Ninguna conocida.
Sparta gruñó.
—El siguiente.
—Este hombre.
Zeromski fue sustituida en la pantalla por un hombre barbilampiño que no llegaba a los cuarenta años. Su cabello rubio era fino y pálido, casi incoloro, y tan corto que a su través se veía el rosado cuero cabelludo. Sparta le reconoció sin dificultad.
—Wolfy Prott, es decir, Wolfgang Prott, el director del «Hotel Interplanetario» de Marte. Es un secreto público que el hotel ha sido escenario de comercio ilegal de «recuerdos» marcianos: muestras de minerales, fósiles, e incluso artefactos. La cadena «Interplanetaria» trasladó a Prott a Marte hace un año.
—Cuya sede está en Zurich…
—Exacto. Prott lleva unos diez años trabajando para ellos. Atenas, Kuwait, Caylet en la luna; primero en el departamento de relaciones públicas, después en ventas, y luego como ayudante del director. Éste es su primer cargo de director. Ha adquirido fama como artista del ligue en sus horas libres.
—¿Su estilo?
—Damas turistas en los bares, raramente en su propio local…, y casi siempre permanece lejos de las mujeres locales. Quizá tenga miedo de los hombres de aquí.
—Y no puede dar razón de dónde estuvo aquella noche.
—Dice que estaba dormido en su suite del hotel. Pero le vieron salir del vestíbulo pocos minutos antes de los asesinatos, vestido con traje presurizado. Una hora después de los asesinatos, tomaba una copa con el encargado del bar del hotel.
—Esa coartada es tan floja, que resulta ridícula.
—Estaba haciendo algo…, sea lo que sea.
—No un asesinato.
—Ah, pero hay otra cosa. —Polanyi no pudo ocultar cierta autosatisfacción—. Wolfy es conocido como experto tirador de pistola. Hay una sala de tiro en el piso inferior del hotel, y él es el mejor cliente.
—¿Falta alguna de sus pistolas?
—Bueno, no estoy seguro de cuántas…
—Bien —dijo ella con frialdad—. ¿A quién más tiene?
Éste era el rostro que Sparta había esperado no ver, un rostro oscuro y agraciado, alargado y delicado, el rostro de un joven con profundos ojos castaños y el cabello negro y rizado. Sus labios exhibían una sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura blanca y regular. Vestía un traje presurizado corriente.
Polanyi no le había eliminado de la lista.
—El doctor Khalid Sayeed, planetólogo del Consejo de los Mundos. Menos de una hora antes de los asesinatos, Sayeed y Morland estaban gritándose mutuamente en el bar del «Interplanetario».
—¿Khal…, el doctor Sayeed gritaba?
—O, por lo menos, estaba en desacuerdo y lo demostraba con vigor. Algo relacionado con el proyecto de formación de tierra. Morland fue directamente del hotel al Ayuntamiento. Sayeed afirma que él se fue a su apartamento, cerca del puerto de lanzaderas, pero no hemos podido corroborarlo.
Sparta examinó con atención la imagen de Khalid. Era un año más joven que ella, de la edad de Blake, y no le había visto desde que tenía dieciséis años. Se había convertido en un adulto equilibrado y seguro de sí mismo.
Igual que Sparta y Blake, Khalid era miembro del proyecto «SPARTA», un proyecto para la evaluación y entrenamiento de los recursos de aptitud específicos, fundado por los padres de Sparta en un intento de demostrar que las múltiples inteligencias inherentes a cada niño, podían aumentarse a niveles que el mundo consideraba de genios. Khalid era uno de los grandes éxitos de ese proyecto, inteligente y sofisticado, poseedor de múltiples talentos, y que dedicó su carrera al mejoramiento del bienestar humano.
Pero según Blake, Khalid también era, muy posiblemente, uno de los prophetae, un miembro del Espíritu Libre, un miembro del culto mortal.
—Si no le importa, teniente, me las llevaré —dijo Sparta, retirando las tarjetas de datos de la pantalla de vídeo.
—Son todas suyas, inspectora. —Se recostó en la silla y abrió sus regordetas manos—. Tiene usted todo lo que tenemos nosotros. ¿Qué más puedo hacer por usted? ¿Mostrarle la vida nocturna?
—Gracias, lo dejaremos para otro día.