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La fina atmósfera marciana se extiende mucho más en el espacio que el aire próximo a la grávida Tierra. El viento empezó a silbar sobre las alas del Mars Cricket poco después de que la lanzadera abandonara la Estación de Marte, descendiendo en dirección al planeta. No cesaría, ni siquiera cuando la lanzadera rodara hasta detenerse sobre el suelo, pues en Marte el viento es eterno.

Después de lo que pareció un viaje demasiado corto, los neumáticos de la lanzadera golpearon la arena y la nave se deslizó sin dificultad por el suelo del desierto. Sparta inclinó la cabeza para mirar por la pequeña ventanilla oval, y obtener una primera visión de cerca del panorama de Marte.

Tras la ventanilla, todo estaba asombrosamente confuso.

Las aeronaves y lanzaderas aterrizan calientes en Marte. Los aparatos supersónicos deben tener forma de cuña, e incluso con las alas de balanceo hacia delante se paran fácilmente en la atmósfera ligera, a pesar de la poca gravedad. Por eso las pistas son estrechas líneas a través de las arenas rojas, de treinta kilómetros de largo y alineadas con los vientos reinantes, con barreras de red al final.

Un poco más lejos de la turbia pista, Sparta distinguió una planicie de dunas cambiantes que llegaban hasta la base de los distantes riscos. Éstos eran escarpados y elevados, y estaban en sombra en todas partes salvo al Este, donde sólo sus cimas estaban iluminadas por el sol; se extendían por todo el horizonte, y sus desiguales cumbres brillaban con un vibrante tono dorado que se iba oscureciendo hasta convertirse en púrpura en las grandes sombras de abajo. En esta longitud se acercaba el atardecer, y el cielo crepuscular tenía un extraño matiz naranja tostado en el que ya brillaban unas pálidas estrellas.

Transcurrieron unos minutos, hasta que, por fin, la lanzadera redujo de modo perceptible su embestida, frenó finalmente con suavidad mucho antes de necesitar una barrera, y dejó caer hacia el suelo su hocico puntiagudo. Sus alas, negras como el carbón cuando estaban frías, aún resplandecían incandescentes.

Un tractor de tierra fue a recoger la lanzadera en la pista, y la remolcó hacia un distante grupo de edificios bajos. La brisa refrescante levantaba ráfagas de arena rosada en la pista de rodadura. Salvo por las luces azules de la pista y el distante resplandor verde de la terminal de pasajeros, no había señales de vida en la polvorienta extensión. Entonces, Sparta vislumbró unas figuras que se movían en la arena, gente que vestía trajes presurizados de color marrón, encorvados bajo el viento. No tenía idea de a qué se dedicaban, pero por sus posturas comprendió que hacía mucho frío, y se estremeció.

Dentro de la terminal, el aire era cálido. Salió ligera del tubo de desembarque; no pesaba más de ochenta y ocho kilos, y tenía fuerza suficiente para levantar un escritorio o atravesar de un salto el pequeño edificio de la terminal, que no era mayor que una estación de magneplanos de la Tierra.

El edificio era extrañamente encantador; era una larga bóveda en forma de barril de cristal verde, increíblemente arqueada, con intrincados diseños en su superficie interior, y la exterior pulida por el viento. El cristal verde, rico en hierro, era un material de construcción muy utilizado en Marte, y la poca gravedad permitía grandes hazañas de la arquitectura. A diferencia del ladrillo, que requiere agua para su fabricación (y mucho menos el cemento, que necesita asimismo cantidades de criaturas marinas fósiles), el cristal sólo necesita arena y energía solar. Incluso el cristal de poco espesor, tamizaba la ubicua radiación ultravioleta que chocaba contra la superficie de Marte. Así había surgido un estilo marciano propio, un estilo extrañamente ligero y delicado para una cultura fronteriza.

Sparta no se entretuvo en admirar la catedral de vidrio en miniatura del edificio de la terminal. Se quedó sólo el tiempo suficiente para ver a Blake y a su nuevo amigo, Rostov, corpulento y ruidoso, alejarse en dirección al refugio del puerto de lanzaderas. Habían subido a bordo de la Mars Cricket con evidentes signos de embriaguez; mientras el ruso cantaba con voz potente una dramática canción militar de taberna, Blake imitaba una balalaika, o al menos eso pretendían los ruidos que emitía, según había anunciado, en voz alta, a los pasajeros.

Muy poco característico de Blake. Él no bebía.

Poco después de verles en el Jardín Nevski, el ordenador había identificado a Rostov y había proporcionado a Sparta un resumen. Yevgeny Rostov era un trabajador de alto nivel, del Partido Interplanetario de los Trabajadores Socialistas, actualmente director comercial del Gremio de Trabajadores de Fontanería, Marte local 776. Sparta se preguntó cómo había logrado Blake efectuar un contacto tan interesante en tan poco tiempo.

A menos que lo hubiera efectuado Rostov, no Blake…

Dado que la tapadera de Blake le hacía prácticamente indigente, el refugio del puerto de lanzaderas era el único lugar para él. Sparta, como viajaba con los gastos pagados, tenía una reserva en el «Hotel Interplanetario de Marte». Sonrió. Lo sentía por Blake, pero era él quien había querido trabajar de incógnito.

Entre las dos docenas de pasajeros se encontraban algunos hombres de negocios e ingenieros, pero la mayoría eran turistas con vistosos peinados y atuendos, que podían disponer del dinero y el tiempo necesarios para efectuar una gran gira por los planetas. Sparta siguió al grupo, después de pasar por el mostrador de cambio, hasta la recogida de equipajes.

«¡Transporte directo al “Hotel Interplanetario de Marte”! ¡Alojamientos de primera en Marte! ¡Visite el “Salón Phoenix”! ¡Vean las espectaculares grandes maravillas naturales! ¡Diversiones cada noche!».

Una vagoneta robot se hallaba en la boca del corredor principal, con una alegre luz rosa girando en el mástil, sobre los asientos descubiertos, diciendo:

¡Visiten el «Salón Ophir»! ¡Comida de gourmet! ¡Diviértanse nadando en la mayor extensión de agua al aire libre en todo Marte! ¡Sólo tres mil dólares la noche, por persona, habitación doble! ¡Se aceptan tarjetas «World Express», y de los principales Bancos! ¡Número de habitaciones limitado!

Con esto, la vagoneta indicaba que el hotel no estaba lleno.

La vagoneta repitió su retahíla en ruso, japonés y árabe, mientras los desorientados turistas subían a bordo. Sparta no tenía prisa por llegar al hotel. Se quedó contemplando el vehículo robot cargado arrastrarse por el corredor oblicuo sobre sus neumáticos de goma. Se echó al hombro su bolsa de viaje y echó a andar despacio por el corredor subterráneo.

Atravesó dos compuertas de presión, tras las que encontró una pared curva, de cristal oscuro. Arriba, la pista del puerto de lanzaderas terminaba en un risco. El corredor por el que Sparta caminaba, la había llevado a través de un corto túnel hasta el borde de ese risco; la perspectiva que vio a través del cristal del mirador era tan hermosa, que las lágrimas acudieron a sus ojos.

Lo que veía era la imagen holográfica tipo, de Labyrinth City, situada en una pequeña esquina del Laberinto. Igual que cualquier vista famosa, los residentes locales no le daban importancia y, en justicia, cualquiera, por muy sensible a la estética que fuera, tarde o temprano la habría archivado con las ya conocidas; así es la naturaleza humana. Pero en ese momento era nueva para Sparta.

Sparta se secó los ojos, enojada por esa muestra de emoción que dejaba vulnerables sus sentimientos. ¿Por qué una persona llora cuando se encuentra ante la belleza inesperada? Porque la belleza repentina nos recuerda lo que creemos que hemos perdido, tanto si realmente lo hemos poseído como si no. Al menos, antes de que nuestra vida llegara demasiado lejos, existía la posibilidad. Aquí, Sparta se hallaba frente a un destello del paraíso, un mundo perfecto que en otro tiempo fue o pudo haber sido, pero que ahora jamás sería.

En lo alto, Fobos se movía sobre las estrellas, despacio, como en una procesión. La anchura de aquel satélite no era más que una cuarta parte de la de la Luna a la Tierra vista desde ésta, pero, a pesar de todo, su negrura inherente era un faro en el firmamento marciano. E incluso con su lento paso, Fobos era rápido: orbitaba Marte una vez cada siete horas y media, y cada día se levantaba dos veces en el Oeste y se ponía en el Este.

Bajo Fobos, las agujas de las grandes mesas del Laberinto se alzaban sobre cañones tan profundos que sus fondos se perdían en la sombra. En el lejano borde occidental, tras mil agujas barrocas, rugía una tormenta de polvo; de sus negras nubes rodantes surgían potentes rayos.

El espectáculo natural no era lo único que había detenido a Sparta. En la parte saliente de la mesa más próxima, un torrente congelado de cristal verde que brillaba suavemente, se derramaba hacia las crecientes sombras del cañón: la propia Labyrinth City. En la cabeza de la cascada de cristal se encontraban los edificios principales —el Ayuntamiento, el edificio ejecutivo del Consejo de los Mundos local, el Hotel Interplanetario de Marte— protegidos del viento por un arco de piedra arenisca que se habría tragado todas las casas del risco Anasazi de la Mesa Verde. Bajo el gran arco de piedra, distribuidas en terrazas escarpadas, estaban las tiendas y casas de la ciudad, que a medida que descendían se convertían en granjas hidropónicas y cobertizos para ganado. En la parte más baja, y brillando más que la ciudad que quedaba por encima, se hallaba la planta procesadora de las aguas residuales.

Sparta se quedó el tiempo suficiente para comparar la vista del Laberinto y la ciudad, con los mapas que había guardado en la memoria, y después se alejó del mirador e inició el curvado camino hasta el centro de la ciudad.

Noctis Labyrinthus, el Laberinto de la Noche, era un enorme y caótico terreno abrupto, del cual sólo una fracción era visible desde cualquier mirador, cincelado millones de años atrás por la fusión catastrófica del hielo permanente del subsuelo. Antes de que los exploradores aterrizaran en la superficie de Marte, no se sabía si el calor necesario para formar el Laberinto había sido generado por el impacto de un meteorito gigante, por una gran explosión volcánica o por algún otro mecanismo. Fuera lo que fuese lo que había derretido el hielo, el resultado fue que los torrentes creados fluyeron hacia el Norte y hacia el Este en las inundaciones repentinas más grandes de la historia del sistema solar, hasta el valle hendido de Valle Marineris, donde había contribuido a esculpir los fantásticos riscos y valles colgantes del mayor cañón de todos los mundos conocidos, cuatro veces más profundo que el Gran Cañón de Norteamérica, más largo que la anchura de Norteamérica.

Cuando los primeros exploradores llegaron al Laberinto, confirmaron que éste había sido formado, no como consecuencia de un suceso instantáneo, sino en el transcurso de miles de años; instantáneo quizá según los patrones geológicos, pero no en términos de vida humana. Marte todavía era activo geológicamente; en sus profundidades, y de vez en cuando en su superficie, aún ardían los fuegos volcánicos del planeta. El vulcanismo era más común en Marte de lo que los planetólogos del siglo XX habían sospechado. El primer volcán activo de Marte fue visto al cabo de un año de establecerse una base de observación permanente en Fobos.

El apogeo volcánico del Laberinto había terminado y, a la sazón, era más estable que otras regiones del planeta. Los riscos seguían en hielo de agua, que en algunos puntos quedaba expuesto, en capas. El lugar incluía algunos de los escenarios más espectaculares de Marte, y sólo se hallaba a cinco grados al sur de su ecuador, lo que hacía que los aterrizajes y despegues de las lanzaderas fueran cómodos y se ahorrara combustible. Incluso la temperatura era templada…, para Marte. En toda su corta historia, Labyrinth City, Ciudad Laberinto, había crecido simultáneamente como base científica y administrativa, y como atracción turística.

Un paseo de quince minutos llevó a Sparta a través de los tubos municipales, hasta el grandioso vestíbulo del Hotel Interplanetario de Marte.

El único equipaje de Sparta era la bolsa de viaje, preparada con gran esmero, que descansaba ligera sobre su hombro. Su instinto fue resistirse a la chica botones que fue a cogérsela cuando se acercó al mostrador, pero la conducta social que le habían enseñado le recordó que el Interplanetario de Marte no era exactamente un refugio juvenil. Entregó la bolsa sin resistencia.

No llevaba medio minuto ante el mostrador, cuando se le acercó un hombre; disimulando su cautela, Sparta se volvió con calma hacia él cuando éste se le aproximó demasiado y penetró en su espacio personal. El hombre tenía el cabello rubio y muy corto, y la piel de color naranja tostado, producto de la adicción a la máquina bronceadora. Sus cejas transparentes estaban levantadas en un gesto sonriente sobre sus ojos azules, y mostraba toda su dentadura. Sparta se fijó en la ancha separación entre los incisivos superiores. Necesitaba ir al dentista.

Él se acercó aún más.

—¿Es la inspectora Troy?

Ella asintió con la cabeza. Sparta no necesitó su percepción aumentada para notar el fuerte olor a rademas en su aliento. Era un estimulante aditivo común.

—Por favor, permítame presentarme. Soy Wolfgang Prott, el director de nuestro Hotel Interplanetario de Marte.

Prott era un hombre alto, que vestía un brillante traje de algún tejido similar a la seda —no auténtica, lo cual habría costado una fortuna—, un traje lo bastante caro como para lindar con lo chabacano.

—Llámeme Wolfy, como todo el mundo; resultaría extraño que no lo hiciera.

Le tendió la mano derecha.

Pronunciaba la W como si fuera V, y cuando le cogió la húmeda mano, Sparta le preguntó, imitando su fuerte acento suizo-alemán:

—¿Ha dicho Volfy, o Wolfy?

—Me da lo mismo —respondió él, animado.

Sparta se preguntó por qué se había mostrado ruda. Ella no solía ser sarcástica, por lo menos no para desagradar a la gente al primer contacto.

—Estoy aquí para darle mi más cordial bienvenida personal —prosiguió Prott, avanzando—. Le ruego que acepte, como huésped distinguido, este folleto que explica las lujosas ventajas particulares de nuestro establecimiento.

Le soltó la mano y, en el mismo momento, puso en ella una carpeta con notas de Prensa y hologramas publicitarios.

—Y espero que ahora me acompañará a nuestro encantador «Salón Phoenix» para tomar una copa a cuenta de la casa, y escuchar a la encantadora Kathy a los teclados.

—Gracias, señor Prott, pero no —dijo ella con firmeza.

¿La encantadora Kathy? Ese hombre hablaba como un anuncio grabado, como la vagoneta del hotel. Sparta se dio cuenta de que había más de una capa de falsedad en Prott; algunas eran deliberadas; otras, parecían compulsivas, quizá psicóticas.

—Me pondré en contacto con usted, más tarde, para concertar una cita.

Él pareció imperturbable ante esta negativa.

—Lo comprendo, está usted cansada del viaje, tiene muchos asuntos importantes que atender —dando todas las excusas educadas que ella no se había molestado en dar— y no es el momento más adecuado, sino pronto, y, entretanto, puede estar segura de que todo nuestro personal, eficiente y amistoso, se encuentra a su disposición. Y ahora, si me disculpa, lamento que mis propios asuntos urgentes me reclamen. —Con este torrente de palabras se retiró, sonriendo y gritando una frase final—: ¡Ha sido un placer conocerla! —mientras desaparecía en las resonantes profundidades del vestíbulo del hotel.

Sparta se volvió al encargado de recepción. El encargado —quien sin duda había anunciado a su jefe la llegada de ella— le devolvió la mirada sin la más mínima muestra de humor.

Su habitación estaba discretamente iluminada y fría, hecha de cristal pulido y losas de piedra arenisca con imágenes, cristal, lava, polvo petrificado: la generosidad de Marte…

Sparta rebuscó en un montón de billetes locales, y puso algunos en la mano discretamente vuelta hacia arriba de la botones, quien se marchó en seguida.

El diodo de mensajes del fonoenlace que estaba sobre la mesita de noche, parpadeaba en rojo. Sparta se dirigió al aparato verbalmente, mientras se quitaba la chaqueta del uniforme.

—Mensajería, aquí Ellen Troy. ¿Hay algún mensaje para mí?

—Un momento… —Era una voz humana, no de robot—. Sí, inspectora Troy. ¿Prefiere que se lo pase directamente?

—No. Léalo, por favor.

¿Por qué no? El personal, y quién sabe quién, sin duda ya lo habían leído.

—El doctor Khalid Sayeed, del Proyecto de Formación de Tierra en Marte, ha llamado para preguntar si le permitiría invitarla a almorzar, mañana, en el «Salón Ophir». Se reunirá con usted a mediodía, si le va bien esa hora. Si no, su acceso al intercomunicador es…

—No importa —interrumpió Sparta. Sabía el número del intercomunicador de Sayeed—. Gracias —dijo, y desconectó.

Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. No vio la salvaje y austera belleza del Laberinto, sino un atrio de piedra, un bosque de palmeras en macetas, y grandes ficus y, como se anunciaba, la mayor extensión de agua libre, de todo Marte, la piscina olímpica del hotel. La «comida de gourmet» del «Salón Ophir» se servía, evidentemente, junto a la piscina.

Sparta examinó su propio reflejo en la ventana de la habitación. Interesante. Primero, Wolfgang Prott, y ahora Khalid Sayeed. Ninguno de ellos sabía, o debería saber, quién era Ellen Troy, aparte de saber que era inspectora de la Junta Espacial.

Como director del hotel, Prott al menos tenía una excusa: pero ¿por qué Khalid iba a presentarse a ella? ¿Acaso tendría el atrevimiento de ir a ofrecer sus saludos al detective que había sido enviado desde la Tierra, para determinar el papel que había tenido él, si es que había tenido alguno, en la desaparición de la placa marciana y el asesinato de dos hombres?

¿O Khalid sabía que el nombre de Ellen Troy, en otro tiempo, había sido Linda? Nadie vivo lo sabía, excepto Blake… y algunos otros entre los prophetae del Espíritu Libre.

El refugio del puerto espacial era como una colmena: un montón de compartimentos de acero, cada uno de ellos provisto de una cama dura, estantes para dejar la ropa doblada, y una pantalla de vídeo en el techo, para poder verla tumbado en la cama. Blake no tenía intención de pasar mucho tiempo allí. Después de despedirse de Yevgeny, se dispuso a pasear.

El puerto de lanzaderas resultó un lugar más animado de lo que él había esperado. Allí se encontraban las estaciones de clasificación y los depósitos de motores para los grandes camiones que circulaban por la carretera de Tharsis. Aquí era adonde trasladaban las mercancías de fuera del planeta, desde las lanzaderas de carga hasta los camiones caravana: herramientas y maquinaria, metal en láminas y tuberías de plástico, zapatos, ropa, comida, medicinas y todos los demás artículos que no se producían en Marte. Aquí estaban los almacenes, las comisarías, las tiendas y los depósitos de combustible, y barracones para los trabajadores e investigadores y, en realidad, la mitad de los habitantes de Labyrinth City, quienes denominaban «vitrinas» a las casas de cristal de las laderas de los acantilados.

Si los viajeros que estaban de paso en el refugio tenían pocas distracciones, aparte de las películas de vídeo, las gentes del lugar disponían de un sitio adonde ir, del cual no hablaban mucho con los extraños. Yevgeny le había dicho a Blake dónde encontrarlo. Avanzando con la cabeza baja, a través de la arena que un viento de cuarenta nudos levantaba, y entre hangares y almacenes medio escondidos, Blake estuvo a punto de pasar por alto el estrecho cobertizo adosado a la parte trasera del hangar de un aeroplano espacial.

Un foco amarillo iluminaba un fragmento de aluminiuro de titanio que colgaba sobre la puerta con sistema de seguridad a presión, un pedazo de metal que sólo un experto podía reconocer como parte del estabilizador vertical de un cohete, con un nombre incrustado sobre el metal, en letras negras: «Mi dolor».

El nombre oficial del lugar era «Aparca tu dolor», pero Yevgeny dijo que todo el mundo lo llamaba el «Aparca».

Blake cruzó la puerta de seguridad, esperó a que se encendiera la luz verde, y abrió las puertas interiores. Se echó el casco hacia atrás. La atmósfera única del lugar le golpeó en la cabeza; era un hedor realmente especial, compuesto por rademas, humo de tabaco, perfume, cerveza derramada, sudor, desinfectante. El ruido estaba a nivel de plataforma de pruebas de cohetes, y todavía era principios de semana; el sintecordio estaba programado con una melodía que era como el aullido angustioso de una lanzadera desintegrándose en la atmósfera superior, apoyada por un complejo bajo que pretendía sugerir el sonido de los primeros momentos después del «Big Bang». Pero sin letra. Pura introspección.

Luces azules de pista de despegue iluminaban el lugar, ayudadas por una docena de pantallas de vídeo sintonizadas con barras de color en movimiento; habría sido mucho más oscuro si las paredes no hubieran estado forradas con acero inoxidable y desechos de vidrio.

Ir desde la puerta hasta la barra también fue divertido, del modo en que es divertido el rugby. Blake deseaba ser invisible, pero todos los ojos presentes estaban fijos en él. Avanzó con cautela, despacio, hacia la barra. No quería golpear la botella de cerveza de nadie, ni quería rozar a ninguna de las mujeres locales en partes anatómicas que no debía…, aunque le miraran de la manera que lo hacían. Un montón de problemas a la vez.

Llegó a la barra.

—Póngame una «Pilsner» —dijo al barman, cuya cabeza calva y con cicatrices había sufrido, al menos, tanto daño como la aleta del cohete que estaba fuera, ¿quizás en el mismo accidente? Bueno, si el accidente tenía algo que ver con el nombre del lugar y el hecho de que el propietario se suponía que era un piloto retirado, este tipo de detrás de la barra tenía tal mirada de loco, que Blake no se atrevió a preguntar nada.

Cuando tuvo su cerveza servida, intentó encontrar un rincón alejado de la multitud. Mantuvo los codos apretados contra el cuerpo, y la cerveza a la altura del pecho.

Yevgeny tenía que reunirse con él, pues le había prometido buscarle trabajo. Blake, en realidad, no tenía tantas ganas de conseguir un empleo, pero reconoció tres caras, los dos hombres y la mujer de la Plaza Nevski que le habían atacado, y deseó que Yevgeny se diera prisa en llegar. No quería tener que repetir su endeble historia. Había ido contando algunas cosas, aunque se había visto obligado a improvisar, cambiando sus antecedentes de trabajo de la Estación de Marte a Port Hesperus.

Se movió a lo largo de la barra, esperando a que sucediera algo. Los hombres que se encontraban más cerca de él, se hablaban a gritos por encima de la música.

—… fracasar el GTF. Creen que pueden poner las cosas tan mal como para hacernos ir a la huelga.

—¿En qué les beneficia eso a ellos?

—Cuando tenemos hambre hacen venir a los TTE. Tenemos que firmar o morirnos de hambre.

El rostro arrugado y ennegrecido por el sol, del que hablaba, parecía pertenecer a un hombre mucho más corpulento, pero éste era un residente veterano de Marte, con la complexión ligera de los que llevaban mucho tiempo allí.

Su pálido oponente aún acarreaba mucha grasa de sobra, de una G.

—Noble nunca hablará con esos truhanes del GTF. Es demasiado escrupuloso.

—Noble no es el santo que tú imaginas —intervino un tercer tipo.

—No he dicho que sea un santo, he dicho…

—Noble es el mayor capitalista del planeta. Le importa un bledo el GTF o los TTE. Quiere hacer fracasar el PFTM.

—Es la teoría más estúpida que he oído jamás…

Los participantes en la polémica confirmaron lo que Blake ya había recogido en un par de horas de deambular por el puerto de lanzaderas. El Gremio de Trabajadores de Fontanería local se hallaba bajo asedio; el enorme sindicato de los Trabajadores del Transporte Espacial, uno de los primeros consorcios de trabajadores que extendieron su influencia más allá de la Tierra, estaba intentando tragárselo. Según algunos analistas de barra de bar, a los empresarios que dirigían los negocios privados en Marte no les importaría ver al GTF, matizado como estaba por el sindicalismo al viejo estilo, deshecho de una vez por todas, aun cuando eso significara hacer un trato con el corrupto sindicato de los TTE. Otros afirmaban que el objetivo real de los capitalistas benevolentes, como Noble, era socavar el Proyecto de Formación de Tierra en Marte, de cuya junta el propio Noble era miembro.

—¿Para qué sirve una instalación de abastecimiento de agua? —El pálido defendía su postura—. Es para la gente. Para las casas, la industria, el desarrollo. ¿Y quién está frenando el desarrollo? El PFTM…

—Amigo, lo entiendes al revés. El proyecto está desarrollando al planeta entero…, ¡el proyecto tiene un contrato con Noble para las conducciones! Así, pues, ¿qué iba a ganar él?

—Esa clase de desarrollo es demasiado real. El PFTM mide el desarrollo en siglos; y, entretanto, no molesten a los fósiles, a toda esa basura. Mira, amigo, ellos dicen que el capital se acumula a largo plazo. Tal vez, pero de donde procede en un principio es de trabajos a corto plazo. Lo que Noble y los demás pícaros pretenden es una irrupción de tierra…

Demasiada teoría política, sin ningún hecho, hacía que a Blake le diera vueltas la cabeza. Avanzó un poco a lo largo de la barra, y sintonizó otra conversación que se desarrollaba a gran volumen.

—… hace un par de meses tuvieron un caso de ciclinas. El mes pasado, media tonelada métrica de alambre de cobre…

Merde…!

—No es broma. Y una semana antes, una caja de cohetes de inspección.

—¿Penetradores?

Lo preguntó una morena menuda, cuyo cabello castaño le caía en mechones rectos sobre las pobladas cejas.

—Tres cajas.

Su amiga era una rubia alta que desvió la mirada hacia Blake.

—Eso está en mi departamento. ¿Cómo es que no me enteré? —preguntó la morena.

—Nadie informó de ello. Yo lo vi claramente, y mi supervisor me dijo que mantuviera la boca cerrada. Creo que la compañía quiere silenciarlo.

—¿Por qué?

—Para que otros no cojan ideas, supongo.

La rubia examinó a Blake mientras bebía su cerveza y, con un gesto crudo y extrañamente delicado al mismo tiempo, se secó la boca con el pulgar.

—¿Quién lo hace? —La morena era insistente—. Quiero decir, ¿qué podrías querer hacer con una caja de penetradores?

—Depende de lo desesperada que estuviera —dijo la rubia, sin dejar de mirar a Blake…

… quien decidió que sería buena idea retirarse tal como había venido.

—¡Mike! ¡Mike Mycroft! Tovarich!

La voz de barítono de Yevgeny traspasó el griterío y los silbidos y ruidos del sintecordio, y por un instante Blake vio que todos los ojos presentes en la casa se volvían hacia él otra vez.

Suficiente para establecer una identidad.

Sonrió mientras Yevgeny se acercaba a él. No había imaginado qué hacía exactamente Yevgeny por el sindicato, pero era algo importante: los cuerpos apiñados se separaban para abrirle camino. El corpulento hombre rodeaba con el brazo derecho los hombros de una mujer esbelta y la apretaba afectuosamente contra sí.

—Mira a quién traigo a verte —rugió Yevgeny, con un guiño digno de Long John Silver—. Lydia, éste es mi buen amigo del que te he hablado tanto…

Grandes ojos castaños, cejas espesas, pómulos altos y una boca generosa, pelo rubio largo, atado con un práctico nudo en la nuca…, ¿otra vez ese nombre?

—Mike, ésta es Lydia Zeromski, de quien me has oído tantas alabanzas. Tenemos suerte de que esté con nosotros. Tenía que irse mañana, pero ha habido demora. Aunque se marchará pronto.

En realidad, Yevgeny había mencionado a Lydia Zeromski una vez, mientras soltaba una lista de mujeres actualmente sin compromiso, a las que podría echar el ojo, pero Blake sabía muy bien quién era ella.

Siguió el juego.

—Encantado de conocerte.

Ofreció a Lydia su más encantadora sonrisa y, a cambio, recibió una mirada fija que le atravesó la cabeza.

—Encantada —dijo ella, desviando su penetrante mirada para ver más allá, hacia la pared.

Por los archivos de Ellen, Blake sabía que el hombre del que supuestamente Lydia estaba enamorada era una de las víctimas asesinadas dos semanas antes. Era un poco pronto para esperar que hubiera recuperado su alegre disposición…, incluso en el caso de que lo hubiera matado ella misma.

—Mike, tengo excelentes noticias —dijo Yevgeny, tras coger de la barra dos botellas de cerveza helada, con sus enormes manos. Entregó una a Lydia—. Humm… —dijo a Blake, indicándole que esperara, y se echó al coleto la mitad del contenido de la otra botella—. ¡Ah…, noticias! ¡Tienes empleo, amigo mío!

—¿Tengo…, tengo empleo?

—Mecánico de clase ocho, en la cabeza de la cañería. Aunque no seas de nuestro sindicato, he podido conseguir que entres en el nivel apropiado.

—Yevgeny, no es que no te lo agradezca, pero ya soy fontanero de clase seis. Un mecánico de clase ocho es uno que limpia…

—Alégrate de no tener que empezar como aprendiz, tovarich, de acuerdo con la interpretación estricta de los estatutos. Además, debido a que he tocado algunas teclas, no te harán ningún examen escrito. Empiezas pasado mañana.

—¿Pasado mañana?

—Preséntate a las ocho de la mañana en la piscina de agua de la instalación de abastecimiento. El vehículo sale para Tharsis a las ocho y media en punto.

Blake se quedó mirando al sonriente ruso durante unos segundos, antes de poder hablar.

—¿Qué vehículo? —preguntó.

—Un transportador de personal —respondió Yevgeny—. Diez, uno detrás de otro. Serán cuatro días en la carretera. La comida es la normal del espacio…, bueno, casi. No te preocupes, tovarich, es un empleo, ¿no? ¡Y un buen empleo! Se ahorra mucho dinero…, ¡no hay ningún sitio donde gastarlo! —La carcajada de Yevgeny fue como un ladrido—. Tómate otra cerveza, yo invito.

Blake miró a Lydia, quien parecía estar profundamente absorta en una de las brillantes pantallas sin sentido de la pared de acero inoxidable.

—¿Cuánto tardas en llegar a la cabeza de la cañería? —le preguntó.

—Tres días —respondió ella, sin mirarle.

—¿Tú sola?

—Normalmente, vamos en convoy. Este viaje lo hago sola.

—¿Nunca va nadie contigo?

—Nunca. —Se volvió hacia él—. Casi nunca. Sólo cuando me obligan a llevar a alguien.