Blake pasó dos horas encogido en posición fetal, dentro de una bolsa de plástico sobrecalentada, con una máscara de oxígeno pegada a la cara. Cuando empezaba a sentir las primeras punzadas de ansiedad —¿se acuerdan de que estoy aquí?—, algo golpeó el costado de la bolsa; un brazo teledirigido había cogido la bolsa, y la arrastraba lentamente por la pasta de deuterio en la que estaba sumergida.
Una vez pasadas las válvulas de cierre del tanque, Blake tardó varios minutos en librarse de la bolsa de triple aislamiento. Recibía ayuda invisible desde el exterior. Finalmente consiguió salir, empapado de sudor, y la dejó balanceándose como un globo desinflado en la microgravedad. Blake se encontró suspendido en el aire, dentro de la estación de bombeo del sector Q, rodeado de enormes tanques esféricos de deuterio y litio, los apreciados combustibles que impulsaban las naves con antorcha de fusión, de la Junta Espacial.
—Usted es el señor Redfield, ¿verdad? —dijo una mujer menuda, con el cabello negro y vestida con el uniforme de la Junta Espacial, que le estaba examinando con evidente disgusto—. Soy la inspectora L. Sharansky.
Blake hizo un gesto afirmativo con la cabeza, tratando de mostrarse educado mientras miraba con curiosidad las paredes de acero en bruto que le rodeaban. La cámara cavernosa estaba festoneada con gruesas guirnaldas de tubería y cable. Nubes de vapor blanco se movían en el aire, condensándose de los tanques y tuberías que contenían hidrógeno líquido. Las luces de aviso, rojas y amarillas, hacían brillar las nubes y convertían la chorreante cámara de acero en una antesala del infierno.
Posó su mirada en la inspectora. Ésta se hallaba descontenta por algo: sus gruesas cejas negras se juntaban en un temible gesto ceñudo.
—Me alegro mucho de conocerla, inspectora Sharansky —dijo él.
—Da —dijo ella—. Esto es para usted. —Le arrojó un montón de apestosa ropa—. Por favor, póngasela ahora.
Celebró hacerlo, ya que no llevaba nada puesto y, si se encontraba en el infierno, éste parecía que se estaba helando.
Se le ocurrió que la desaprobación de Sharansky tenía algo que ver con el hecho de estar frente a un hombre desnudo; a pesar de todo el avance político realizado en el siglo pasado, los soviéticos nunca habían perdido cierta veta puritana. Cuando por fin acabó de ponerse los pantalones negros, endurecidos con grasa, el grueso jersey de algodón negro y las botas negras —tarea nada sencilla en la ingravidez—, se orientó hacia ella y probó a sonreír de nuevo.
—Nunca me verán llegar en una noche sin luna.
—En Marte no hay noches sin luna —dijo Sharansky.
—Es broma, ¿no?
—No es ninguna broma —respondió ella, meneando la cabeza vigorosamente.
—Bien —dijo él, aclarándose la garganta—. Y tampoco es divertido.
—Más ropa —dijo ella, arrastrando en dirección a él una bolsa de viaje.
Él la cogió sin hacer ningún comentario, y esperó a que ella diera el siguiente paso. La mujer consultó su agenda; luego, le entregó una pequeña tarjeta.
—Aquí tiene la tarjeta de identificación. Es usted canadiense. Se llama Michael Mycroft.
—Seguro que me conocen como Mike —dijo él animado.
—Exacto —dijo ella, asintiendo vivamente con la cabeza. Volvió a consultar la agenda—. Le despidieron de la Oficina de Administración Central de Trabajos Comunitarios de la Estación de Marte. Era fontanero de clase seis punto tres tres…
—¿Por qué?
Ella alzó la mirada.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué me despidieron?
Ella le miró fijamente durante un momento antes de responder:
—Insubordinación.
Él sonrió.
—Apuesto a que acaba de decidirlo.
Ella enrojeció levemente, e inclinó la cabeza para acercarla a la agenda, como si fuera corta de vista.
—Quiere irse a casa pero no posee suficientes méritos. En la Estación de Marte nadie le contratará. Sólo tiene méritos suficientes para ir a la superficie de Marte. Si allí no consigue empleo…, al refugio de trabajo. —Entonces levantó la vista, y Blake sospechó que le satisfacía perversamente la posibilidad de que él fuera a parar a un refugio de trabajo—. Su pasaje para Labyrinth City está reservado y pagado.
—No tengo la más mínima idea de fontanería —dijo Blake—. ¿Tiene algo que ver con tuberías?
Sharansky le entregó otra tarjeta.
—Apréndase esto. Aquí están todos los detalles de su historia falsa. Auricular en el bolsillo de la camisa. Aprenda rápido, los datos se autodestruyen en una hora; la tarjeta se convierte en biblioteca de música popular, los últimos éxitos. ¿Alguna pregunta?
—Humm…, no sirve de nada preguntar; sáqueme usted de aquí.
Vestido con el grasiento mono de trabajo que parecía ser el sino de los trabajadores de la parte inferior de la pirámide, incluso en las utopías socialistas, Blake siguió las instrucciones de Sharansky, y salió del sector Q sin que nadie le dijera nada ni, eso esperaba, le observara. Tenía dieciséis horas para coger la lanzadera en el extremo de la estación; Sharansky le había sugerido, con firmeza, que se presentara directamente en el puerto de lanzaderas, en el área que encaraba el planeta, pero él pensó que sería buena idea familiarizarse con la Estación de Marte lo mejor posible, sin llamar la atención.
No perdió tiempo en la zona de los muelles del lado de las estrellas, donde un fontanero de clase seis tendría poco que hacer; en cambio, se encaminó a las zonas habitadas. Subió a una de las tres anchas y lentas escaleras mecánicas que había en el centro de actividad del lado de las estrellas, la que llevaba la indicación 270 GRADOS en ruso, inglés, japonés y árabe. Subió al aparato, ingrávido, se agarró a un pasamanos móvil, pisó con suavidad al cabo de unas docenas de descenso, y se alejó de los escalones telescopizantes en la parte inferior, pesando lo que habría pesado en la Tierra.
El paseo le había hecho bajar la larga pendiente de anillos-ventana de cristal facetado que reconcentraban los rayos del distante sol como la lente Fresnel de un faro del siglo XIX, vuelta del revés. Pasó por terrazas construidas por la mano del hombre, donde los pasajeros recién llegados de otros ambientes gravitacionales —la luna de la Tierra, los asteroides, la superficie de Marte, o cualquier viaje largo a través del espacio—, podían pasar algún tiempo, adaptándose a fuerzas G mayores. Blake ya se había adaptado; la mayor parte del viaje en el cúter, desde la órbita de la Tierra, había sido a una G, la primera mitad acelerando, y la segunda mitad desacelerando.
La Estación de Marte era de diseño sencillo, pero su tamaño era impresionante; una ciudad entera construida dentro de un cilindro de un kilómetro de largo, de manera que las casas y los edificios públicos ascendían por los costados y colgaban de la pared opuesta, en lo alto. Cada estrecha calle estaba formada por casitas modestas, construidas una junto a otra, cada una con su porción de césped, árboles y arbustos bien cuidados; el conjunto parecía un próspero barrio periférico siberiano, bajo el largo sol de la medianoche estival, pero enrollado como un mapa. La luz del sol penetraba en la estación desde los reflectores angulados en ambos extremos del cilindro, y a algunos visitantes les gustaba el efecto de vivir en un planeta con dos soles pequeños, pero que giraban rápidamente.
La Estación de Marte carecía de los contrastes de L-5; carecía de las enormes granjas de aquella estación, o su industria del acero en bruto, o las diferentes zonas habitadas, desde las primitivas a las opulentas; tampoco era la Estación de Marte tan lujosa o elegante como Port Hesperus, con su gran esfera ajardinada. Pero era el hogar de cincuenta mil almas activas, la mitad de las que vivían en la superficie de Marte.
Blake examinó el panorama durante unos minutos, comparando la realidad con los mapas que le habían proporcionado. El mítico Mike Mycroft había estado empleado en el mantenimiento de las tuberías maestras de agua y el alcantarillado; la tarjeta de datos que le había entregado Sharansky, incluía no sólo instrucciones para reparar tuberías, sino también un plano del sistema de reciclado de agua, de la Estación de Marte.
Los principios de la fontanería municipal eran bastante simples, y Blake creyó que podría arreglárselas si surgía la necesidad; le interesaba más la sensación de la vida cotidiana en la estación. Se dispuso a dar un paseo.
Su primera parada fue en la cercana plaza Nevski, en la base de la escalera automática, en el hotel residencial que supuestamente había sido la última dirección de Mycroft. Al igual que muchos de los edificios más grandes de la estación, el hotel de dos pisos estaba cubierto por los cuatro costados y el techo, con acero corrugado pintado con rayas negras; desde lejos, el efecto era sorprendentemente delicado, casi como de bambú trenzado.
Blake pasó con gran atrevimiento por delante de la puerta principal, y luego regresó para atisbar en el pequeño vestíbulo. Al pasar la primera vez, había visto a una anciana vestida de negro durmiendo detrás del mostrador y roncando profundamente. Con pasos rápidos y silenciosos, fue hasta la estrecha escalera. Subió al segundo piso y rápidamente localizó la que se suponía que había sido la habitación de Mycroft, que daba a la fachada del edificio. Pegó una oreja a la puerta de hierro pintado, y no oyó nada.
No le costó forzar el cerrojo, utilizando como palanca la dura placa de datos que Sharansky le había dado. Eso arruinó la tarjeta, pero ya había memorizado todo lo que tenía que aprender, y no le interesaba el álbum de «últimos éxitos» en que pronto iba a convertirse.
Recorrió con la mirada la pequeña habitación, en la que había una litera, una pantalla de vídeo montada en la pared, un escritorio de hierro y una silla, también de hierro. Se le ocurrió pensar que la madera es necesariamente un artículo raro cuando la mejor fuente de materias primas es un asteroide. En los colgadores de la pared no había nada. Era evidente que la oficina local de la Junta Espacial había cumplido con su cometido; era la clase de lugar en el que se alojaría un hombre solo, como Mycroft, y al parecer había quedado vacío hacía poco.
La habitación tenía una sola ventana abierta. De pie junto a ella, Blake vio la atestada plaza. La gran escalera mecánica estaba llena de gente que descendía y ascendía, como ángeles en la escalera de Jacob. Blake nunca había estado en Rusia; la miscelánea de la base de la escalera, le recordaba la terminal de tranvías del extremo del puente de la Calle 59 que daba a Manhattan, aunque aquí, en una esquina de la plaza, una mujer con una chaqueta de terciopelo rojo hacía bailar a un oso y, cerca de ella, un hombre vendía piroshkis calientes en un carromato.
Blake se inclinó hacia delante y miró por la ventana. Desde el ángulo donde él se encontraba —o para alguien acostado en la cama inferior de la litera—, la ventana ofrecía a la vista los enormes anillos de cristal del extremo del cilindro del lado de las estrellas. El ángulo de los prismas que llenaban el «cielo» circular se había ajustado gradualmente, de modo que ahora la luz del sol quedaba partida en dos; las luces azules de la calle que rodeaban la plaza habían empezado a brillar, y un crepúsculo dirigido estaba a punto de cerrarse sobre la estación.
El tiempo, en la estación, se había ajustado para que se correspondiera con el tiempo en el primer meridiano de Marte; como el día marciano normal, o sol, tenía veinticuatro horas, treinta y nueve minutos y treinta y cinco coma doscientos ocho segundos de duración, los humanos se ajustaban bien a los ritmos diurnos de Marte.
En la plaza Nevski, frente a la ventana del hotel, había un restaurante; en los árboles ornamentales cargados de hojas, en el patio «exterior», había ristras de alegres bombillas de colores que deletreaban su nombre en varios idiomas: Jardín Nevski. El aroma de salchichas asadas llegó hasta Blake, y éste se dio cuenta, no sólo de que era la hora local del almuerzo, sino de que él no había comido nada, desde que había engullido, en el cúter, un tentempié precocinado de alto contenido en hidratos de carbono, hacía más de cinco horas. Seguramente Mike Mycroft había sido cliente frecuente de ese atractivo lugar.
Entonces Blake se fijó en otra cosa. Dos hombres y una mujer se habían detenido entre la multitud que se arremolinaba frente al Jardín Nevski y le estaban mirando fijamente. Uno de los hombres señaló hacia él, y su grito atravesó fácilmente el bullicio de la multitud para llegar hasta los oídos de Blake.
—¡Es él!
Los hombres y la mujer empezaron a abrirse paso a través de la multitud hacia el hotel, apartando a la gente de su camino, echando a correr cuando un espacio se abría ante ellos.
Blake se apartó bruscamente de la ventana. ¿Qué sucedía? Tres personas iban tras él, y parecían furiosas.
Sólo había dos salidas, que él hubiera observado: la escalera principal por la que había subido y la salida de incendios al final del pasillo. Desde una distancia de media manzana es difícil efectuar juicios sutiles acerca de personas a las que jamás se había visto, pero Blake dudaba que sus perseguidores fueran estúpidos, aunque estuvieran cometiendo un gran error. Seguramente se dividirían para cubrir ambas vías de escape.
No tenía tiempo para pensar más. Miró por la ventana otra vez. Ninguno de los tres se encontraba a la vista. Un par de ellos, probablemente ya estaba dentro y subía la escalera.
Abrió la ventana y se subió al antepecho. Permaneció un momento allí mirando hacia arriba —los aleros eran anchos—, y luego hacia abajo. Sobreviviría si saltaba a la plaza, pero fácilmente podría romperse un tobillo. Dio media vuelta y se quedó de cara al interior de la habitación. Con cuidado se equilibró, extendiendo los brazos y doblando las rodillas como un saltador en el borde de una alta plataforma, preparándose para lanzarse de espaldas. Se dejó caer hacia atrás…
… y una fracción de segundo más tarde saltó con todas sus fuerzas.
Alcanzó con las manos el borde de los aleros. El hierro corrugado se le clavó en las palmas, pero apenas lo notó. Osciló una vez, dos veces, su cuerpo recto como un péndulo; luego se impulsó hacia arriba, colocando el torso plano sobre el tejado —la pendiente era suave, apropiada para las lluvias programadas— y consiguió subir la rodilla derecha, luego la izquierda, y se encontró sobre el tejado, corriendo.
Corrió hasta el extremo opuesto del edificio, esperando encontrar otra salida de incendios. No tuvo suerte. No había callejones en toda la Estación de Marte; la clase de negocios que en la Tierra se desarrollaban en las puertas traseras de los edificios —entregas, reciclado y cosas por el estilo— aquí se efectuaban en los subniveles de la estación, y la mayoría de edificios estaban muy separados entre sí. Blake no vio ningún tejado vecino al que pudiera saltar.
En el jardín de detrás del hotel —una zona de hierba en forma de L, definida por la parte posterior del hotel y dos edificios de apartamentos— el tubo de una chimenea emergía desde los subniveles. Con suerte, podría saltar hasta los peldaños de la escalera que había a un lado de la chimenea. Se lanzó a través de tres metros de simple aire y dio contra la chimenea, resbaló en un peldaño, se dislocó un hombro y se golpeó una oreja contra la chimenea…
… pero aún podía moverse para descender.
Tocó de pies al suelo en el momento en que los dos hombres cruzaban la puerta trasera del hotel. Por un segundo todos permanecieron quietos, mirándose los unos a los otros. Luego, los hombres se precipitaron hacia él.
Blake estaba acorralado en el pequeño jardín, rodeado de paredes de hierro corrugado. Los hombres —jóvenes, delgados, duros, curiosamente esbeltos— le atacaron con los puños. Tenían más entusiasmo que estilo.
—Sucio esquirol —susurró uno, antes de que Blake apagara su ardor con una salvaje patada en la entrepierna.
Ése quedó derribado, retorciéndose de dolor en el suelo; pero el otro hombre era un poco más rápido, un poco más cauto. Blake esquivó fácilmente un par de golpes fuertes, pero, a causa del hombro que se había dislocado al resbalar en la escalera, contraatacaba con torpeza. Aun así, Blake consiguió escapar de sus puños. Se precipitó hacia la esquina del hotel, esperando llegar a la abarrotada plaza.
Desde arriba, dos pies calzados con botas le golpearon el hombro herido —la mujer, el tercer miembro del trío, había subido por la escalera de incendios, pero había dado la vuelta al darse cuenta de que él se le había adelantado, retrocediendo a tiempo para saltarle encima— y Blake cayó bajo el peso de los doscientos cincuenta kilos de la mujer. El mal aterrizaje de Blake le hizo perder tiempo, y estaba de rodillas cuando la mujer le dio otra patada, golpeándole la bota las costillas de la derecha, debajo del brazo que tenía levantado. ¡Era fuerte, para ser una chica delgada! Blake captó la sombra de los dos hombres por el rabillo del ojo e intentó alejarse, pero ya era tarde; le golpearon por detrás con algún objeto romo y pesado.
Durante un segundo —o tal vez un minuto, o tal vez más— todo fue negro con un remolino de manchas color púrpura. Cuando Blake abrió los ojos, la mujer se alejaba mirándole con odio no disimulado, su pálida tez enrojecida y su cabello castaño bañado en sudor, pero sin mostrar inclinación a proseguir la pelea. Detrás de ella iban los dos hombres, igualmente enojados pero extrañamente vencidos. El que había recibido la patada de Blake, intentaba disimular la cojera; escupió en el suelo al pasar frente a Blake, pero no dijo nada.
—¿Estás bien?
El hombre que le ayudaba a incorporarse tenía el rostro grande y cuadrado, como esculpido en madera, con profundas arrugas alrededor de la boca y la nariz. Vestía un ancho mono azul de trabajo que, igual que el de Blake, tal vez lo hubieran lavado una vez en el último año.
—¿Qué? ¡Ay!
Un dolor punzante le atravesó el costado a Blake, cuando se volvió para mirar al adusto trío, que ahora discutían entre sí en voz alta, mientras desaparecían entre la multitud.
—¿Estás seguro de que no estás herido?
—En realidad, no; sólo estoy magullado —dijo Blake, palpándose con cuidado las costillas. Las magulladuras también eran psicológicas. Después de sus bravatas en el gimnasio contra Ellen, había suspendido su primer examen real y había necesitado ser rescatado por un extraño—. Gracias por ayudarme.
Despacio, se levantó.
—Yevgeny Rostov —dijo el hombre, ofreciéndole una mano callosa y negra de grasa—. Les he convencido de que cometían un gran error.
—Mike… Mycroft —dijo Blake, ofreciéndole a su vez la mano derecha, consciente, de pronto, de lo mal que ésta encajaba con su historia falsa.
No es que fuera una mano blanda —Blake se ejercitaba escalando rocas, entre otras proezas—, pero tampoco era una mano de fontanero. El trabajo habitual de Blake, al que últimamente no había prestado mucha atención, tenía que ver con libros raros y manuscritos. Trabajaba con polvo, no con grasa.
—¿Por quién me han tomado? ¿Quiénes son?
—Son de Marte, como yo. Creen que eres el hombre que vivía en esa habitación del hotel la semana pasada, pero yo vivo en ese hotel y les he dicho nyet, que esa habitación hace dos días que está vacía, tú no eres él.
—Me pregunto qué les haría ese hombre, que les molestara.
—Algo malo, ¿quién sabe? —Yevgeny se encogió de hombros—. Ven conmigo, Mike. Quizá no necesitas un médico, pero sí recuperar fuerzas.
Unos minutos más tarde, Blake y su salvador se encontraban sentados bajo un nudoso olivo ruso, en una de las mesas exteriores del Jardín Nevski, anticipando la llegada de la fuente de salchichas. El camarero dejó un par de espumosas jarras de cerveza negra sobre la mesa de cinc, y Yevgeny le hizo una seña afirmativa con la cabeza; al parecer, fue suficiente para saldar la cuenta.
—Gracias. La próxima ronda la pago yo —dijo Blake.
Yevgeny levantó su jarra.
—Tovarich —exclamó.
—Camarada.
Blake alzó la suya. Bebió un sorbo a modo de prueba, y el sabor de la mezcla opaca le pareció fuerte, pero no desagradable.
En la bulliciosa plaza próxima, la mayoría de la gente se apresuraba a ir a casa. Unas pocas almas, incluido algún fontanero de clase seis, se arrastraban a su trabajo nocturno. Los habitantes de la Estación de Marte eran menos flamantes que la multitud de Port Hesperus, en Venus, y sus ropas y peinados tendían a ser bastante apagados —más monos de trabajo que pantalones cortos y minifaldas—, pero la mezcla racial y social era lo que Blake estaba empezando a considerar como típico del espacio; había principalmente euroamericanos, japoneses y chinos, con algunos árabes. La mayor parte de la gente eran jóvenes o de mediana edad; había pocos niños y ancianos de primera generación, a la vista. Pero Blake sabía que no debía generalizar a partir de su breve experiencia. Además de Port Hesperus, sólo había visitado la Base Farside, en la Luna, y brevemente, además, y existían otras muchas colonias en el espacio, más alejadas del Sol, donde el olor a curry vegetal destacaba más que el olor a carne asada.
—Eres nuevo en la Estación de Marte, ¿no? —dijo Yevgeny.
—Estoy de paso. Voy a Lab City en la lanzadera de mañana —dijo Blake, pensando que quizá debiera haber seguido el consejo de la inspectora Sharansky e ido directamente al muelle de lanzaderas—. Pensé que podría pasar la noche en un hotel, pero aquí piden mucho. Por lo que te dan, quiero decir.
Yevgeny alzó sus espesas cejas sobre sus profundos ojos negros.
—No eres un turista, me parece.
—No, busco trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—¿De qué clase lo tienes? —dijo Blake encogiéndose de hombros. No quería mostrarse demasiado misterioso, pero esperaba poder frenar la atrevida curiosidad de Yevgeny.
Llegó el camarero con las cenas. Blake empezó a cortar, con entusiasmo, una tostada salchicha, mientras Yevgeny pinchaba la suya y se le acercaba entera a la boca. Al cabo de unos minutos de silencio relativo, Yevgeny emitió un eructo de satisfacción. Blake dijo:
—Buena comida.
—El cerdo con que están hechas fue criado aquí, en la Estación de Marte. Los cerdos son provechosos. Se les da basura, y dan proteínas.
—¿Tan provechosos como los moldes de comida fabricada?
Yevgeny se encogió de hombros.
—No me parece que seas vegetariano.
Mike sonrió y se secó la última gota de grasa de la barbilla, pensando que tal vez la vida de un fontanero en la Estación de Marte no era tan mala. Sus músculos en tensión empezaban a relajarse.
Una mujer salió del restaurante y se sentó ante una mesa en las sombras de debajo de los anchos aleros. Era Ellen, delgada y segura de sí misma y —Blake no pudo evitar pensarlo— guapa, que examinaba una pantalla plana portátil. Vestía el uniforme azul de la Junta Espacial. Él la miró fijamente un segundo más de lo que habría debido, pero ella no evidenció nada.
Yevgeny le estaba observando. Ahora, el sol fracturado había desaparecido del cielo de cristal, y las facciones atezadas del corpulento hombre estaban iluminadas sólo por el coloreado brillo de las ristras de bombillas decorativas.
—La historia personal no es importante, sólo lo es la historia social —dijo Yevgeny con afabilidad, dirigiendo la mirada hacia Sparta, el policía en las sombras.
—¿Ella? No huyo de la Policía, si te refieres a eso.
—Hay una gran labor socialista que realizar en Marte.
—¿La formación de tierra?
—Da. Dentro de dos siglos, quizás antes, la gente caminará por el exterior sin trajes presurizados, respirarán buen aire. Entonces el agua fluirá a la superficie. Además de canales, habrá campos verdes como en las fantasías del siglo veinte.
—Una gran tarea —dijo Blake.
—Hay mucho que hacer. Encontrarás trabajo sin problema, Mike.
—¿Has dicho que vives aquí?
—Hago trabajo de enlace aquí, para el Gremio de Trabajadores de Fontanería. Los trabajadores del gremio empleados por la corporación capitalista, «Abastecimiento de Agua Noble, Inc.», empleada por el Gobierno socialista de Marte, primer agente del consorcio de la Alianza del Tratado Continental del Norte y la «Empresa para la Prosperidad Mutua Azure Dragón», bajo contrata del Consejo de los Mundos —gruñó Yevgeny—. En mi tiempo libre soy estudiante de historia. Es necesario.
—Supongo que estarás aquí bastante tiempo —dijo Blake esperanzado.
—Mañana regreso en la Mars Cricket, la misma lanzadera que tú.
Yevgeny levantó su jarra y se bebió la última mitad del contenido a grandes tragos. Cuando dejó la jarra sobre la mesa otra vez, dijo:
—Quédate conmigo, te presentaré en Lab City. Procura encontrar trabajo sin problemas.
—Magnífico —dijo Blake, maldiciéndose a sí mismo.
Blake, que no era un gran bebedor, tomó un sorbo de su jarra y trató de demostrar entusiasmo. Ahora sabía que debía haber seguido el consejo de Sharansky, y haberse mantenido fuera de la vista. A menos que pudiera encontrar una manera elegante de deshacerse de este personaje insistentemente amistoso, cuando llegara a Marte ya se habría descubierto su tapadera.
—¿Conoces a alguna mujer aquí, tovarich? —preguntó Yevgeny.
Una ceja poblada se arqueó con lascivia, mientras giraba despacio su gran cabeza para contemplar a las mujeres que pasaban por la plaza. Volvió la mirada hacia Blake, y su expresión se ensombreció.
—Qué pregunta tan tonta. Te presentaré en la Estación de Marte. Tal vez conozcas a alguien que te guste, y no necesitarás hotel esta noche. Ahora bébete la cerveza, es buena para la salud, tiene muchas proteínas. —Yevgeny soltó un fuerte eructo—. Hay que mantenerse en forma. Es fácil ablandarse en Marte.
Entre las naves apiñadas en el centro de atraque de la estación, en el lado que encaraba al planeta, se encontraba un bruñido aeroplano espacial ejecutivo, llamado Krestel, capitana de la empresa «Abastecimiento de Agua Noble, Inc.». En el pequeño extremo delantero de la diminuta cabina de cuatro asientos, el piloto del Krestel observaba atentamente su propio reflejo en el espejo, utilizando unas pinzas para arrancarse los finos pelos de las pálidas cejas. Era un hombre de aspecto agradable, cuyo rostro redondo estaba cubierto de pecas del tamaño del confetti; su brillante cabello color naranja se apiñaba en apretados rizos sobre su cabeza.
Sonó una campana de aviso. El piloto volvió a meter las pinzas en una ranura de la empuñadura de su navaja, se apretó el nudo de la corbata de lana naranja, se apartó del espejo.
Se arrastró sin esfuerzo por la cabina hasta la cámara de aire posterior, y comprobó las luces del tablero.
—La presión está bien, señor Noble. Voy a abrir.
—Ya era hora —dijo una voz a través del intercomunicador—. ¿He vuelto a pillarte en proa?
—Hay cosas que hacer delante, señor.
El piloto hizo girar la rueda y abrió la escotilla. Flotó nuevamente hacia la parte delantera del aeroplano cuando Noble emergió de la cámara de aire. Noble selló la cámara de aire y siguió al piloto hacia la cabina.
Noble se quitó la chaqueta del traje de mil rayas, y la metió en el armario que había frente a la cabeza de la nave. Como el piloto se acomodó en el asiento de la izquierda. Noble se instaló en el de la derecha. Noble era un hombre de complexión robusta, con el cabello rubio muy corto y un hermoso rostro lleno de arrugas adquiridas en el transcurso de dos décadas de perforación y construcción en Marte.
—¿Ha ido bien la reunión, señor?
El piloto, sin aviso, ya estaba efectuando la comprobación de prelanzamiento.
—Sí, los taladros de láser y las piezas de camión serán descargados hoy, y nos los enviarán mañana en la lanzadera de carga. Los textiles y las materias orgánicas tendrán que pasar por la Aduana. Tardarán unos tres o cuatro días.
—¿Eso no retrasará el lanzamiento?
—No. Habrá tiempo. Rupert me asegura que el Doradus se cargará y preparará para el lanzamiento según está programado.
—Bien, señor, entonces no hay ningún problema.
—No, ninguno. —Noble se arregló la corbata de seda bajo el arnés—. Por cierto, la investigadora de la Junta Espacial está aquí. Viaje rápido.
—Al llegar vi el cúter.
—¿No sientes curiosidad?
—¿Debería sentirla?
—Es famosa. Se está convirtiendo en una estrella. Veamos. —Fue contando con los dedos los ejemplos—: Solucionó el caso del Star Queen. Sacó a Forster y a Merck de Venus. Salvó la Base Farside. —Noble alzó una ceja—. Quizá la placa marciana sea lo siguiente.
La expresión del piloto mostraba una curiosa mezcla: mitad placer, mitad algo más.
—¿Ellen Troy?
—Acertado.
El piloto hizo un gesto de asentimiento y siguió con sus comprobaciones de vuelo.
—Si está preparado para el lanzamiento, señor, lo notificaré a control de tráfico.