2

La reluciente nave blanca, un bruñido cúter blasonado con la banda azul y la estrella dorada de la Junta de Control Espacial, descendía veloz hacia Marte. Caía de cola hacia la Estación de Marte; su antorcha de fusión se había apagado en el perímetro de radiación, y la nave iba frenándose, en la órbita de aparcamiento, sólo con los cohetes químicos, manteniendo una aceleración constante de una G.

Para proteger de la fuerte radiación en todas las longitudes de onda, el casco de la nave no tenía ventanas al universo. La mujer joven estaba de pie ante la pantalla de vídeo de tamaño pared de la sala de oficiales, contemplando el panorama desde popa, donde el negro Fobos se deslizaba por el disco naranja pálido de Marte; un satélite de sólo veintisiete kilómetros de largo, visto sobre un planeta a sólo seis mil kilómetros de distancia. «Con forma de patata» era como la gente solía describir a Fobos desde hacía más de un siglo, puesto que ninguna otra frase captaba la esencia de su forma, de una manera tan sucinta: lleno de hoyos, aterronado, negro, Fobos podía haber sido una tosca patata recién arrancada del fango volcánico de Idaho.

La mujer que contemplaba este espectáculo íntimo, se llamaba a sí misma Sparta. Éste no era su nombre auténtico. Era su persona, la máscara que sólo se mostraba a sí misma, y Sparta era un nombre secreto, secreto para todos salvo para sí misma. La mayoría de la gente la conocía como Ellen Troy, inspectora Ellen Troy de la Junta de Control Espacial. Y éste tampoco era su nombre auténtico. La gente que conocía su nombre auténtico tenía su vida en sus manos, y casi todos ellos querían matarla.

Para los que no la conocían, Sparta era joven, hermosa, inteligente, misteriosamente dotada y extrañamente afortunada. De hecho, sus poderes iban más allá de la simple comprensión. Pero a ella le parecía que era frágil, que su humanidad estaba mutilada, su psique constantemente al borde de la disolución.

Ahora la había arrancado de nuevo del curso normal de su vida —si su vida podía considerarse normal—, para ser lanzada, sin preparación alguna, a una situación que requeriría su vigilancia completa y su total concentración, una actuación culminante que iba ser necesaria después de dos semanas de asfixiante encierro a bordo de este cúter. Dada la alineación actual de los planetas, una travesía de la Tierra a Marte en dos semanas era lo más instantáneo que incluso un cúter de la Junta Espacial, la clase de nave más rápida en el sistema solar, podía lograr…, dos semanas durante las cuales Sparta no tenía nada que hacer más que estudiar la escasa información del caso sin resolver que la esperaba.

Sus reflexiones fueron interrumpidas por el hombre joven que entró en la sala de oficiales detrás de ella.

—Fobos y Deimos —dijo alegre—. Miedo y Terror. Magníficos nombres para unos satélites.

—Encajan muy bien —dijo ella—. Eran los caballos del carro de Marte, ¿no?

Él alzó una negra ceja sobre un ojo verde.

—Ellen, ¿hay algo que tu cerebro enciclopédico no haya almacenado? Si te interesa, el dios en cuestión era Ares, el dios griego de la guerra, no el romano. Fobos y Deimos eran dos de los tres hijos que tuvo con Afrodita, no sus caballos.

—Leí que eran sus caballos y que comían carne humana.

—Mitología mutilada. Los caballos que comían hombres (eran cuatro, uno de ellos llamado también Deimos, pero ninguno llamado Fobos) pertenecían a Diomedes. Le recordarás de La Ilíada.

Ella sonrió.

—¿Cómo guardas todas esas cosas en tu cabeza?

—Porque me gustan estas cosas. Me gusta tanto La Ilíada, que he leído incluso la horrible traducción de Alexander Pope. —Él también sonrió—. Una mujer que se hace llamar Ellen Troy —susurró—, debería leerla al menos una vez.

Blake Redfield —su nombre auténtico y conocido— era uno de los pocos que sabían que ella no se llamaba Ellen Troy. Era uno de los pocos —quizás el único de los que conocían la verdad— que no quería matarla. Aunque a veces Sparta creía que amaba a Blake, en otras ocasiones tenía miedo incluso de él. O quizá de su amor por él.

El amor era un tema que últimamente ella había evitado.

—Mira, se ve la Base de Fobos.

Unos puntos brillantes resplandecían en el borde del cráter más grande de Fobos, el Stickney, de altas paredes y ocho kilómetros de ancho. Iluminado vivamente en las latitudes medias de Marte, el Stickney era como un cáliz de hierro negro sobre un espejo dorado. Ochenta años atrás, la primera expedición humana a Marte había aterrizado en Fobos, y durante varias décadas el satélite había servido de base para la exploración y colonización de la superficie marciana.

—Parece que fue construido ayer —dijo Blake—. Cuesta creer que haya estado desierto durante medio siglo.

En el borde más alejado de Stickney, aún se erguían cabañas y cúpulas de aluminio, incólumes, inoxidadas, una cápsula de tiempo de la exploración planetaria.

En la pantalla de vídeo, Fobos ya se retiraba. En el rincón más alejado de la pantalla, la Estación de Marte emergió del apretado campo de estrellas; ésta era la razón de que la Base de Fobos estuviera desierta, que no tuviera un uso práctico. La estación era una gran botella de aire que giraba a velocidad suficiente para proporcionar una considerable gravedad artificial en su superficie interna.

Observaron en silencio, hasta que la Estación de Marte resplandeció brillante como el sol y el negro satélite se hubo convertido en un puntito en el campo de estrellas. Sparta se volvió a Blake.

—Respecto a lo que hablábamos antes…, he pensado un poco más en ello. Quiero que te quedes en la Estación de Marte hasta que haya completado la investigación.

—Lo siento. No lo haré.

—Ellos saben quiénes somos nosotros. Pero nosotros no sabemos quiénes son ellos.

—Pero sabemos cómo operan. Yo, mejor que tú.

—A mí me entrenaron para este trabajo —dijo ella, endureciendo la voz.

—Creo que mi entrenamiento fue tan bueno como el tuyo —replicó él al instante—, aunque fuera muy poco ortodoxo.

—Blake…

—Te lo demostraré.

—¿Me lo demostrarás?

—Ahora mismo, en el gimnasio. Mano a mano.

—¿Qué demostraría eso?

—Tú misma lo has dicho: no sabemos quiénes son ellos. Así que no estarás más prevenida que yo. Si puedo derrotarte mano a mano, ¿qué lógica tiene enjaularme?

Ella dudó sólo un instante.

—Nos veremos en el gimnasio.

Quizá Blake le había dado ventaja. La parte de ella que le amaba tenía su propia motivación, pues deseaba que él sobreviviera aunque ella no lo hiciese. La parte de ella que quería separarle de su vida, que quería separar de su vida todas las cosas humanas, podía deshacerse de él fácilmente. Pero cuando se anudaba el cinturón negro alrededor del áspero algodón de su traje, supo que tendría que luchar con él en desventaja.

¿Realmente él le daba ventaja? ¿O era ella quien se la daba a él?

Entraron en el pequeño gimnasio circular de la nave, desde lados opuestos. Sparta era delgada pero musculosa, el cabello rubio le caía recto hasta la mandíbula, sin ninguna concesión a la moda; el flequillo que le llegaba hasta las espesas cejas era lo bastante corto para dejar al descubierto sus ojos azul oscuro. Blake era unos centímetros más alto, y tenía hombros más anchos y músculos más fuertes. Su cabello castaño oscuro era lacio como el de ella, y sus ojos verdes tan firmes como los de la mujer; su rostro chino-irlandés habría podido ser inquietantemente hermoso, pero una boca demasiado ancha y un montón de pecas en la nariz recta, le salvaban de la perfección.

Se saludaron con una inclinación, y se irguieron.

Un latido de corazón… Flexionaron las rodillas, alzaron las manos como palas, empezaron a acercarse con cautela. A diferencia de la mayoría de luchadores humanos, que tienden a girar en círculo, ellos avanzaron directamente como animales. En el combate, ninguno de los dos prefería la izquierda o la derecha; cualquiera de semejantes asimetrías que no hubieran logrado quitarse de encima, se dejaría ver sólo en caso de necesidad.

A dos metros de distancia llegaron a un límite imaginario, el borde de la zona letal. Aquí, cada uno todavía podía ver al otro de una mirada, de la cabeza a los pies, de los ojos a la mano. Aquí, ninguno de los dos podía alcanzar al otro sin que la preparación no fuera evidente.

Pero Blake era el que tenía que demostrar algo; él tendría que dar el primer paso. Fue rápido, un salto y una patada alta con las piernas abiertas que le dejó vulnerable. Por una fracción de segundo ella se inhibió…, como él había calculado y esperado.

Pero la patada no le había llegado a la mandíbula.

Ella no volvería a ser reticente. Tan rápidamente saltó ella sobre él cuando aterrizó, que apenas pudo escapar rodando. Recuperó su equilibrio y le lanzó un fuerte golpe al estómago, pero ella giró y le golpeó en el cuello, dando sólo en el aire.

La batalla había comenzado de verdad. Transcurrieron dos minutos, luego cinco, luego…

Rodando por el áspero suelo de polilona del gimnasio, Sparta se puso de pie a tiempo para el contraataque de Blake; a pesar de una finta al diafragma de ella con el puño izquierdo, Sparta vio su intención y le apartó la mano derecha cuando se dirigía hacia su nariz, cogiéndole la muñeca. Mientras ella giraba para bajarle el brazo, se permitió una reconsideración, durante una fracción de segundo, y se dio cuenta de que aquel movimiento había sido hecho adrede. El verdadero asalto venía ahora. Justo cuando los dedos de la mano izquierda de él rozaban la solapa del traje de Sparta, ésta retrocedió dando un salto y se arrojó con una rodilla contra la cadera de él; los dedos del hombre se cerraron sin aferrar nada.

Nuevamente se apartaron rodando hacia lados opuestos del pequeño gimnasio. Nuevamente se pusieron en pie de un salto, jadeando. Ambos estaban bañados en sudor, casi exhaustos. Durante diez minutos habían estado atacándose con toda la fuerza y las estratagemas posibles. Él había puesto una mano ofensiva sobre ella, una sola vez. Ella lo había hecho poco mejor. La zona enrojecida del pómulo donde él la había golpeado con el duro borde de la mano, se estaba amoratando; las magulladuras de él, en las costillas y la parte externa del muslo izquierdo, resultaban invisibles bajo el traje, pero le harían cojear cuando se enfriaran.

Ninguno de los dos decía nada, pero nadie que viera el brillo encarnado de los ojos de Sparta o los músculos tensos de la mandíbula de Blake, podría confundir este combate con la práctica de unos ejercicios amistosos.

Se hizo inopinadamente poco amistoso cuando Blake sacó un cuchillo.

En medio segundo se había levantado el grueso cinturón negro y liberado el cuchillo de donde estaba sujeto. Su hoja de carbono-carbono con película de diamante, era suficientemente larga para resultar letal; objeto militar estándar de la Alianza del Tratado Continental del Norte, era una herramienta útil para cortar o clavar o, en un apuro, arrojar.

Él avanzó hacia ella, el cuchillo bien aferrado con la mano derecha, la afilada hoja dirigida a su pecho.

—¿No estás llevando esto…, demasiado lejos? —pregunto ella con voz ronca.

—¿Te rindes?

—No me obligues a hacerte daño —advirtió ella.

—Palabras. Estamos empatados.

Se movió en círculos, cauteloso, hizo una finta, se recupero antes de que la mano veloz de ella pudiera agarrarle la muñeca, hizo otra finta y entró en su terreno, se encontró atrapado por la pierna de ella, y tuvo que salir rodando, y vio que ella se lanzaba al ataque. Él fingió una retirada y luego rodó hacia ella; Sparta se excedió.

La punta del cuchillo le rasgó el tejido del traje a la altura de la cintura. Él también tenía sus inhibiciones.

Antes de que Blake pudiera ponerse de rodillas, ella se puso de nuevo de pie y se acercó a él. El hombre midió la patada dirigida a su cabeza y la esquivó, pero en cambio el talón desnudo de ella le golpeó la muñeca. El cuchillo salió volando, pero el hombre puso la otra mano en la parte posterior del cinturón negro de ella y dejó que el impulso de la mujer le lanzara sobre la espalda de ésta cuando ella cayó. Su mano derecha estaba inutilizada, pero pasó el brazo alrededor del cuello de la mujer y le echó la mandíbula hacia atrás con la curva del codo.

No lo bastante pronto. Una de las piernas de la mujer y uno de sus brazos habían escapado a la inmovilización, y ella estaba torcida oblicuamente bajo él. Él sintió la punta de su propio cuchillo en el riñón; el largo salto que había dado ella le había permitido cogerlo.

Por un momento permanecieron tumbados de ese modo, paralizados, dos carnívoros en lucha, atrapados en el hielo.

—Podías haberme roto el cuello —dijo ella en un susurro.

—Antes de que yo muriera, tal vez —dijo él.

Poco a poco aflojó su presa y se apartó de Sparta rodando.

Sparta se incorporó. No dijo nada, pero cogió el cuchillo por la punta y se lo entregó.

—Está bien, no te he vencido. —Al coger el cuchillo, Blake soltó el aliento vigorosamente, hinchando las mejillas—. Pero tú tampoco me has vencido a mí. Y ninguna de las personas con las que es probable que nos tropecemos podría ser mejor que tú.

—¿Eso crees? —Se puso las manos detrás del cuello y se cogió éste con los dedos entrelazados, haciendo girar la cabeza para aliviar la tortícolis—. ¿Y si resulta que Khalid es nuestro hombre? Dijiste que había recibido el mismo entrenamiento que tú.

—Hasta cierto punto.

—Quizá más. No sabemos quiénes son, Blake…

—Sí, sí. Pero has de cumplir tu promesa. —Le dio la mano y se ayudaron el uno al otro a ponerse de pie—. He demostrado que sé defenderme.

—A una G constante. La gravedad de Marte es una tercera parte de la de la Tierra.

Él no hizo caso del sofisma; no era necesario que le recordara que tampoco ella había estado nunca en Marte.

—No vine hasta aquí sólo para quedarme en un hotel de turistas en Labyrinth City.

—Eres un asesor civil, no un oficial de la Junta Espacial.

—Entonces, trabajaré en el caso por cuenta propia. —Metió el cuchillo en su funda y lo cubrió con el cinturón—. Con tu cooperación o sin ella.

—Podría arrestarte por interferir.

—Olvidas lo ruin que eso sería —dijo él con vehemencia—, ya que fuiste tú quien me hizo venir. Piensa sólo en cuánto tiempo perderás intentando encontrarme cuando desaparezca.

Sparta no dijo nada. Él no tenía idea de lo fácil que le resultaría encontrarle, por muy bien que se disfrazara, por muchas cosas que hiciera para no dejar rastro. Ella podía seguirle el tacto y el olor, sus cálidas pisadas, en cualquier lugar al que él intentara huir. Que hubiera peleado con ella y quedaran empatados, la había impresionado, ya que ella había peleado con toda la fuerza que le era humanamente posible. Pero no quería que él supiera hasta qué punto no era simplemente humana, ni que no había utilizado contra él las habilidades que la hacían diferente.

No es que fuera más fuerte o tuviera más coordinación que él. Sus músculos eran más pequeños y sus impulsos nerviosos ordinarios no eran más rápidos que los de él, pero esto quedaba compensado con su menor tamaño y masa, su capacidad de mover las partes del cuerpo con más rapidez a través del espacio, en la simple obediencia de las leyes de la física. Los levantadores de peso no son buenos gimnastas; los luchadores de sumo no son buenos karatecas. Pero el combate entre ellos dos había estado muy igualado, más de lo que habría podido estar.

A ella le habían hecho cosas en el cerebro, entre otros órganos. El cerebro humano natural había evolucionado hasta su estado específico de la especie, en las praderas y los bosques. Los antepasados de los humanos realizaban, sin esfuerzo, ecuaciones diferenciales parciales simultáneas, equiparando y revisando trayectorias mientras corrían junto a veloces cebras y bestias salvajes al mismo tiempo que les arrojaban piedras, o balanceándose de rama en rama, arrancando de paso alguna fruta; y nuestros parientes aún pueden hacerlo, en los grandes parques de África y la Amazonia. Los humanos conservamos parte de esta habilidad, aunque sólo sea una sombra.

Somos muy buenos arrojando cosas, mucho mejores que nuestros parientes más próximos, los chimpancés; somos buenos arrojando lanzas, disparando flechas, apuntando con armas de fuego, y así sucesivamente. Somos igualmente buenos recogiendo cosas. Quizá la más extraordinaria demostración de la capacidad del cerebro humano para calcular y efectuar trayectorias se produjo a mediados del siglo XX, cuando un atleta llamado Mays, jugando el tradicional juego americano llamado béisbol, se situó —mientras corría lo más de prisa posible— debajo de una pequeña esfera blanca recubierta de piel de caballo que, golpeada con un mazo de madera, había sido lanzada al aire a más de treinta metros, formando una parábola impredecible. Mays, sin dejar de correr, sin dar la vuelta, y poco antes de chocar con una pared que señalaba el límite del campo de juego, atrapó la bola con su guante cuando descendía sobre su hombro izquierdo.

Probablemente, ningún ser humano antes de Mays, o desde entonces, había podido hacerlo. Pero Sparta, si surgía la necesidad, podía hacer lo mismo. El diminuto grupo denso de células, albergadas en su cerebro, un poquito al costado de donde los hindúes sitúan el ojo del alma, era un procesador que integraba las trayectorias y efectuaba otros muchos tipos de cálculos más rápidamente, mucho más rápidamente que el propio cerebro. Si hubiera utilizado este grupo de células, si lo hubiera conectado con sus circuitos mentales, Sparta habría podido leer cada movimiento que Blake hiciera antes de que él lo hubiera iniciado; habría podido ponerle de cara al suelo diez segundos después de haber comenzado el combate.

Había permanecido humana voluntariamente, y había hecho lo que había podido. Esto estaba bien. Y Blake había hecho lo que había podido, lo cual también estaba bien.

—De acuerdo —dijo—. Puedes trabajar por tu cuenta. Si me prometes mantenerte en contacto.

No le dijo que tenía razón, que probablemente él era tan formidable como cualquier cosa que el enemigo pudiera enviar contra él. Y si iban armados, cosa probable…, bueno, él también lo iría.

La mirada en el rostro del hombre era extraña.

—Eso ya te lo he prometido.

—Te conozco, Blake —dijo ella.

Él se inclinó hacia ella, y cuando sus labios se abrieron, sus ojos y su boca mostraron una expresión suave, casi de añoranza. Pero entonces, una sombra de incertidumbre le cruzó el rostro. Éste se endureció. Cuando habló, dijo:

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo.

Sudando todavía, subieron en el estrecho ascensor hasta la cubierta de mando.

—Todo esto es inútil si alguien te hace —dijo ella.

—¿Me hace qué?

—Disculpa la jerga. Si alguien te reconoce en la Estación de Marte, quiero decir.

—Ya hemos hablado de esto.

—Igualmente inútil si no lo consigues en el trayecto regular de la lanzadera. Yo podría comandar una lanzadera si tuviera que hacerlo, pero tienes que efectuar el trayecto programado o quedas fuera de la lucha.

—Acepta que tengo un poco de cerebro.

—Te lo acepto. No quiero que nada salga mal.

—Deja de preocuparte por mí.

Ella le miró de arriba abajo.

—Antes de conocerte, no me preocupaba por nadie más que por mí misma.

—Te preocupabas por encontrar a tus padres —dijo él bruscamente.

—Sí.

—Sí, Blake, y los otros. Los que intentaron matarme y que probablemente les mataron a ellos.

—Porque por eso estoy aquí… —Se interrumpió. Cuando sus emociones la vencían, a veces olvidaba que siempre debía llamarla Ellen, si es que la llamaba de alguna manera. Cuando la conoció, de niños, y durante los ocho años en que crecieron juntos, su nombre había sido Linda—. De eso se trata.

—No, es más sencillo. Estamos aquí para resolver dos asesinatos. Estamos aquí para recuperar la placa marciana. Eso es lo que los demás necesitan saber.

—Creo que el comandante de la Junta Espacial, con sus ojos vivos, abundante cabello y ojos azules, sabe más. Mucho más.

Ella se ahorró responderle porque la puerta del ascensor se abrió bruscamente.

—Hablemos con el capitán.

—A través de los tubos de descarga —dijo el capitán. Se llamaba Walsh y era una mujer de unos treinta años, y piloto veterano de cúter; tenía edad suficiente para haber adquirido experiencia, y era lo bastante joven para haber retenido la sinapsis—. Le metemos en una bolsa de bolo, le descargamos en el tanque de mantenimiento de la estación; más o menos media hora más tarde, alguien le sacará de allí.

Blake palideció.

—¿Quiere descargarme en un tanque de hidrógeno líquido?

—Pasta de deuterio, en términos técnicos.

—¿Qué impedirá que me congele? ¿Qué voy a respirar?

—Todo está previsto. Dicen que estas bolsas de bolo están muy bien —dijo el capitán—. Nunca he tenido ocasión de probarlas personalmente.

—¿Hay algún método un poco más tradicional? —preguntó Sparta con voz suave.

Walsh meneó la cabeza.

—Sabemos que habrá espías. Todos los puertos están llenos de ellos; principalmente, tipos que trabajan por su cuenta. Conocemos a algunos de los espías de la Estación de Marte, y sabemos que van tras los métodos tradicionales, inspectora, suponiendo que se refiera usted a bolsas de colada y ese tipo de cosas. —Se encogió de hombros—. De habérmelo dicho antes, habríamos podido dejarle en Fobos y recogerle en la siguiente órbita.

—¿Eso es corriente? —preguntó Sparta.

El capitán le sonrió.

—Se me acaba de ocurrir. Fobos parecía estar bastante bien en esta aproximación. Tal vez valiera la pena probarlo, ¿no les parece?

—Tiene usted muchos recursos, capitán —dijo Sparta.

Walsh se ablandó.

—Sé que produce miedo, señor Redfield, pero funciona. No puedo garantizar que los espías locales no lo hayan descubierto ya, pero al menos no morirá allí dentro.

Blake soltó el aliento lentamente.

—Gracias por tranquilizarme.

—No se olvide de vaciar su vejiga antes de meterse en la bolsa. Podría tardar un buen rato en salir.

—Lo recordaré.

La Estación de Marte dominaba el firmamento, con su grueso cilindro romo que giraba contra las estrellas, su eje señalando recto hacia abajo; desde el ángulo de aproximación del cúter, la estación espacial parecía una cima que rodaba lentamente, en equilibrio sobre el pronunciado arco del horizonte del planeta.

Más nueva y más confortable que L-5, la primera colonia espacial gigantesca que orbitaba la Tierra, pero más antigua y más sencilla que Puerto Hesperus, de Venus, la joya de la corona de las colonias, la Estación de Marte era un lugar pragmático construido con metal y cristal fundidos a partir de un asteroide capturado; su diseño debía mucho a los ingenieros soviéticos que habían supervisado su construcción. La estación se encontraba demasiado cerca de las pantallas de vídeo del cúter como para que los que se hallaban a bordo vieran algo más que la extensión vidriosa del extremo del cilindro del lado de las estrellas: sus espejos angulados, sus mástiles de comunicaciones, los muelles que sobresalían del eje fijo, como los rayos de una rueda.

Una serie de naves colocadas en círculo flotaban «ancladas» en el espacio cercano, pues los lugares de atraque estaban limitados. Pero la Junta de Control Espacial mantenía sus propios sistemas de alta seguridad, y tenía sus propias maneras de trasladar a los pasajeros y la carga, dentro y fuera de las naves. El número de espías pagados, y de observadores casuales que continuamente acechaban el sector Q, aumentaba siempre que llegaba una nave de la Junta Espacial.

Esta vez, después de que el tubo de desembarque se hubo cerrado sobre la cámara de aire principal del cúter, los observadores sólo vieron salir a un pasajero: una mujer menuda y rubia con el uniforme de la Junta Espacial, la inspectora Ellen Troy.