En el país de la noche no existen identidades, ni coordenadas en las que se pueda confiar, ni códigos que se puedan quebrantar…
El sueño de la mujer era el mismo sueño de vorágine que la había agobiado tan a menudo anteriormente, pero nunca se le había presentado de esta forma. Unas alas negras batían sin cesar, a pocos centímetros de su cabeza; giraban como los rayos de una rueda; bajaban hacia ella y, al mismo tiempo, amenazaban con arrastrarla al punto central de los giros.
En la oscuridad de ese centro giratorio, unos ojos miraban fijamente, unas manos se extendían al frente, unas bocas gritaban:
—Linda, Linda…
Ella se batió y golpeó en el aire, pero se encontraba atascada en un fluido viscoso invisible; algún estiércol etéreo que debilitaba los más grandes esfuerzos de la mujer, hacía lentos sus más rápidos movimientos.
—¡Linda!
Sabía que estaba perdiendo la pelea, que se hundía… y gritó.
El sonido de su grito la despertó.
Se encontró desnuda en la total oscuridad, envuelta en una sábana que se le pegaba al cuerpo. Un hombre se apretaba contra ella, inmovilizándole los brazos contra la cama, aplastándola, tumbándose sobre ella, desnudo él también. Ella se resistió, se retorció y volvió a gritar.
—Linda, despierta. Por favor, despierta. —Sus palabras la golpearon—. Es un sueño. No es más que un sueño.
De repente, ella se quedó quieta y callada. Lo conocía. Y un momento más tarde recordó, aproximadamente, dónde se encontraba: en la nave que aún estaba acelerando.
—¿Estás bien? —le preguntó el hombre.
—Sí —susurró ella con voz ronca. Él le soltó las muñecas, se incorporó y se tumbó al lado de ella en la cama.
—¿Puedes decirme lo que…?
—No me llames Linda. —Su voz era vacía, carecía de fuerza y emoción.
—Lo siento. Estaba dormido. Has comenzado a golpearme…
—Linda está muerta.
En el silencio de él, en su negativa a responder, ella leyó la contradicción: no, Linda no estaba muerta…
… pero estaba perdida, y hasta que la hallaran de nuevo, era mejor considerarla muerta.
La mujer escudriñó el rostro del hombre en la oscuridad, viéndole mejor de lo que él podía verla a ella. Para él, en la negrura, ella era un recuerdo inmediato, una forma familiar, un olor cálido, dulces texturas bajo sus manos; pero para ella, la luz diminuta de la pared de la cabina, que brillaba en rojo al lado del intercomunicador, era suficiente para teñir la piel lisa de él de un tono rojizo. Le veía brillar los ojos en la oscuridad. Su olor era como el pan de especias, rico y reconfortante…
… y excitante. Con el regreso involuntario del calor a su cuerpo, le vino, de repente, el recuerdo completo de la noche.
Hacía dos días que habían salido de la Tierra en la veloz nave, en ruta hacia Marte. Al principio habían actuado como simples amigos, pero después de conocer la nave y a su tripulación, ya no sintieron vergüenza de hallarse solos —aunque a ella le costó más tiempo que a él relajar su timidez innata—, o de buscar tiempo para estar juntos a solas. Aquella noche, después de cenar en la sala de oficiales, después de que el reloj de la nave redujera la intensidad de las luces del pasillo, ambos desaparecieron en la pequeña cabina de ella. La tripulación había tenido cuidado de no prestar atención.
Habían empezado a retomar los hilos de su amistad renovada, en el punto en que se habían visto obligados a dejarlos, más de una semana atrás. Aquí se hallaban solos, inaccesibles, sin prisas, sin obligaciones, y con todos los acontecimientos importantes que se cernían sobre ellos suspendidos hasta el día en que, casi dos semanas después, la nave llegara a su destino.
Ella pensó que tal vez le amaba. Él ya le había dicho que la amaba. Ella amaba esta clase de amor: sensible, comprensivo incluso sin conocer los hechos —al fin y al cabo, la conocía desde que eran niños—, inteligente y compasivo. Pero su amor, su deseo de amor, también era insistente, y físico.
Al principio, había parecido que hacer el amor sería fácil y natural, ya que nunca habían dejado de estar el uno con el otro, como si siempre hubieran vivido juntos. Unos minutos después de cerrar la puerta de la cabina detrás de ellos, toda la ropa de ella estaba en el suelo, y toda la de él estaba encima de la de ella, y habían estirado sus cuerpos delgados y duros uno junto al otro, en la estrecha litera, sin que les importara estar apretados.
Algo que ella no podía definir iba mal. Vaciló. Él, en respuesta, se detuvo. Ella percibió el esfuerzo que eso requería de él, con tanta intensidad como si fuera él mismo, el esfuerzo por contener la urgencia que tan fácilmente cae en la necesidad negligente. Su amor estaba antes que su necesidad, pero ésta existía, fuerte. Y ella también le deseaba; su cuerpo había deseado el de él en especial, y sólo el suyo.
Cuando intentó moverse hacia él otra vez, fue presa de un dolor repentino. Su causa aparentemente no era física; no tenía nada que ver con él. Pero se había manifestado debajo de la boca del estómago: una abnegación opresora, atenazadora.
—No…, no puedo.
—¿No puedes?
—Lo siento.
—Si no es… quiero decir, dime…
—Me pasa algo.
—¿Estás bien? ¿Quieres que llame a alguien?
—No. No, quédate aquí. Quédate conmigo. Estoy mejor ahora.
Él se había quedado con ella, y al final había curvado sus brazos y piernas y todo su cuerpo en tomo a ella, mientras ella permanecía de espaldas a él, descansando en su abrazo…
… y lloraba en silencio. Y cuando finalmente se durmió, él se quedó despierto, rodeándola en su sueño.
Durante una hora o más, la negra inconsciencia se apoderó de ella. Él también durmió, relajando su abrazo. Luego, comenzó el sueño…
Ahora ella volvía a estar despierta, despierta y llena de temor y de deseo.
—Me parece que no quiero que estés aquí —le dijo—. No puedo ser yo misma si estás aquí.
Él permaneció inmóvil durante un momento. Después, bajó las piernas por el costado de la litera de lona y se puso de pie.
—Como quieras, Ellen.
Se agachó para recoger su camisa y sus pantalones del suelo.
—No, yo… —la cabeza le daba vueltas—. No quería decir…
—¿Qué querías decir?
—Algo… en mí… —De sus labios salieron frases entrecortadas, inconexas. Se obligó a decir lo que se resistía a reconocer, incluso ante sí misma—. Tengo miedo…
—¿De ellos?
—No. Sí, claro. —Vaciló—. Sí, tengo miedo de ellos, pero no me refería a eso. Me refería a que… —Se esforzó para decir la verdad—. No soy humana. Tengo miedo de no ser humana ya. Eso es lo que pienso.
Él se sentó en la cama y alargó la mano para ponerla sobre el hombro de ella. Al notar su roce, ella se echó a llorar. Se apoyó en el pecho del hombre y dejó que sus brazos le rodearan los hombros, y lloró con repentino miedo de la profundidad de su pérdida: la pérdida de sus padres, tantos años atrás, la pérdida de sí misma, la pérdida de todos los que habían intentado amarla.
Lloró mucho rato antes de quedarse dormida por segunda vez. Él la tumbó suavemente en la cama, levantó y alisó la sábana enredada, y la tapó con ella. Se sentó a su lado en la oscuridad, reteniéndole la mano.
Después de ese incidente no durmieron juntos. Ella hablaba poco con él cuando se encontraban en los pequeños confines de la nave, y pasaba el tiempo leyendo obsesivamente, leyendo las fichas del caso que les ocupaba, escuchando, visionando y leyendo lo que la biblioteca de la nave tenía que decirle acerca de su destino y, al acabar todo lo referente a su misión, leyendo todas las demás fichas que había en la nave.
No le preguntó qué había encontrado él para divertirse. Era difícil soportar sus miradas decepcionadas, heridas y defensivas.
Tres noches más tarde, el sueño se repitió. A pesar de estar inmersa en él, lo contemplaba como si fuera otra persona, una persona nueva, más endurecida, y le pareció que lo que veía no era un sueño, sino un recuerdo nítido y auténtico…
Hubo un golpe en la puerta del dormitorio. Su dormitorio estaba en la casa de la mujer gris, una casa baja de ladrillo, con bonitos muebles, un gran patio y árboles viejos, pero a pesar de todo su encanto suburbano, se encontraba dentro de las múltiples vallas del recinto de Maryland; y el golpe en la puerta le causó sorpresa, porque la mujer gris y el hombre gris nunca llamaban, simplemente entraban cuando querían, sin importarles lo que ella vistiera o hiciera, asegurándose de que carecía de intimidad. Ella sabía lo que significaba el lavado de cerebro, y sabía que era parte de lo que ellos habían estado haciendo, o intentando hacer, desde que la separaron de sus padres.
Pero ahora llamaron a la puerta.
—Linda.
Era la voz de su padre, y percibió su calidez a través de la puerta.
—¡Papá!
Ella saltó y probó el pomo de la puerta —normalmente estaba cerrada con llave— y la abrió, y le vio a él de pie en el estrecho pasillo, pequeño y cansado, su traje de tweed marrón arrugado como si no se lo hubiera quitado en días, su pelo negro más veteado de gris de lo que ella recordaba.
Él no se movió, sólo la miraba fijamente.
—Linda, gracias a Dios que estás bien —susurró él.
Ella se arrojó a sus brazos.
—Oh, papá.
Se echó a llorar, lo que le sorprendió. Él la abrazó con fuerza un momento, en silencio, antes de murmurar:
—Tenemos que irnos ahora mismo, cariño.
—¿Puedo llevarme…?
—No. Déjalo todo y ven conmigo.
Ella se apoyó en sus brazos y volvió a él su cara llena de lágrimas. El tacto y el olor de su padre le indicaron que tenía miedo. Asintió con la cabeza en silencio y se marchó, cogida aún de su mano.
Él la guio a través de la casa a oscuras. Ella vio a los hombres en las sombras —en la puerta delantera, en la cocina, al lado de las puertas de cristal del patio trasero—, de pie con los pies bien afianzados en el suelo y la pistola en alto. Mientras su padre la llevaba a través de la sala de estar y hacia las puertas de cristal abiertas, les hizo una seña y ellos se dispusieron a seguirles, cubriéndoles la retirada con miradas nerviosas.
En el césped esperaba un Snark negro; sus rotores gemelos giraban en silencio formando arcos sibilantes, y las turbinas gemelas susurraban a través de los tubos de escape silenciados.
Su padre vaciló al llegar a la puerta de cristal; luego, salió de la protección que le ofrecía la casa, y corrió hacia el helicóptero arrastrando a Linda tras de sí. Los hombres les siguieron, separándose para flanquearles.
Con su pavorosa vista, Linda podía ver en la noche, y vio el rostro pálido de su madre que miraba fijamente, esperando tras la puerta lateral abierta del aparato. Abrió la boca. Algo iba mal…
Una mano apartó a un lado a la madre de Linda. Un hombre subió al helicóptero. Linda oyó la tos de la boca del arma y el simultáneo ulular del fuego de enfilada desde arriba y desde detrás de ella, y vio las fieras líneas de los trazadores sobre su cabeza.
Ella y su padre habían recorrido la mitad de la distancia que separaba la casa del helicóptero. El hombre que se encontraba en la puerta del aparato, dirigía sus disparos no a Linda ni a su padre, sino a los hombres que les protegían. Había al menos un atacante en el tejado de la casa, y al menos otro en los árboles. Atrapados en el fuego cruzado, pillados por sorpresa, los guardaespaldas estaban cayendo.
El padre de Linda la había agarrado del brazo y la tiró al suelo, cayendo él después y rodando tras ella.
Pero ella se había levantando de nuevo antes de detenerse (a la sazón no sabía que poseía el tejido denso unido a la frente, pero su persona separada, su nueva persona, que contemplaba este sueño vívido, sabía que lo poseía; ese pedazo de cerebro añadido efectuaba los cálculos y las deducciones; su ojo derecho con zoom miró al hombre del helicóptero y vio hacia dónde apuntaba, siguió las trayectorias de su arma automática, y vio que apuntaba cuidadosamente alrededor de ella, incluso a riesgo de quedar expuesto él mismo) y cruzó los últimos metros de césped, bajo las hélices del rotor, con una rapidez asombrosa. Dentro del aparato, su madre gritaba con la boca abierta, pero las palabras brotaban tan lentamente, que Linda no podía oírlas. El hombre armado se apartó de su trabajo con movimientos que parecían en cámara lenta, cómicamente sorprendido de ver que Linda se precipitaba hacia él.
Su vacilación le supuso la muerte. Ella le agarró por las rodillas y le hizo saltar el arma con un golpe en la muñeca, y mientras él se retorcía en un vano intento por evitarla, puso su cabeza en la trayectoria de una bala de uno de los guardias heridos y cayó sin vida fuera del helicóptero. Linda ya había memorizado su aspecto; ahora podía olvidarlo.
Linda se arrojó sobre la persona que retenía a su madre, sin dudar cuando reconoció a la mujer gris que había sido su captora; lanzó el puño como un pistón al ojo de la mujer, lo que le hizo retroceder vacilando, aturdida, hasta chocar con la pared del fuselaje.
—¡Linda, detrás de ti! —gritó su madre.
Linda se giró y se dirigió a la cabina del aparato. Era como si estuviera flotando en la luna: la escena era como una imagen congelada. El hombre del asiento de la izquierda estaba medio fuera de éste, torcido hacia ella, girando el arma hacia ella a la velocidad de un milímetro por siglo; el cuerpo que sobresalía del otro asiento era, presumiblemente, el del piloto legítimo. Linda —por si alguna vez volvía a encontrarse con él— grabó desapasionadamente el aspecto del piloto usurpador y su extraño olor, mitad a colonia, mitad a adrenalina, advirtiendo con calma que ya le había visto al menos otra vez. Luego, arrancó la pistola —una 38 Colt Aetherweight con supresor del aro de fuego— de la mano renuente del hombre.
El tiempo se descongeló. Linda bajó la pistola con fuerza controlada y con precisión, contra el costado de la cabeza del hombre, debajo de su oreja. El hombre se desplomó, y Linda le arrancó de su asiento y le arrastró a la parte de atrás.
Linda se movía con la agilidad y la seguridad de un acróbata; saltó al asiento y se hizo cargo de los controles. Empujó el acelerador; las turbinas aumentaron el paso y los rotores aceleraron. Hizo girar el regulador de paso, y el aparato blindado se estremeció y se elevó medio metro del suelo. Expertamente, ella lo dejó girar donde estaba, sólo un cuarto de vuelta, hasta que estuvo de frente a los atacantes del tejado de la casa, presentando a aquellos tiradores invisibles un blanco escaso. Lo detuvo allí y oprimió los gatillos de las ametralladoras Gatling.
El ruido era un penetrante bramido. Fuego azul; cien disparos en medio segundo destruyeron el tejado de la casa.
Bajo los haces blancos de los faros del helicóptero vio el cuerpo de su padre tendido boca abajo en la hierba. Sobre la hierba había otros cuerpos, inmóviles: los de los guardias. Linda descendió la proa del helicóptero y el pesado aparato avanzó a trompicones, rugiendo y levantando viento hasta que estuvo suspendido casi sobre el padre de Linda.
Linda le habló en voz alta al helicóptero:
—Snark, aquí L. N. 30851005, ¿me recibes?
—Te recibo —respondió el helicóptero, confirmando su voz.
—Mantén esta posición en tres-D —ordenó—. Gira para cubrirme, si es necesario. Devuelve el fuego si te disparan.
Un puñado de balas salpicó el hocico del helicóptero, agrietando el cristal de la cabina blindada; en algún lugar, en las sombras, a la derecha, había otro tirador. El Snark se giró hacia la derecha y su Gatling de estribor rugió; el árbol desde el cual habían disparado explotó.
No se reanudó el fuego desde detrás del árbol desintegrado.
—Orden confirmada —dijo el helicóptero, con la satisfacción de una máquina.
—Mantén el fuego —oyó que un hombre gritaba en la oscuridad.
Linda reconoció aquella voz: era la voz del hombre gris, Laird.
Bajó de un salto del asiento de mando y fue a la cabina.
—Madre, ayúdame.
Juntas, ella y su madre —una mujer delgada y fuerte, con el cabello negro como el de su esposo—, arrastraron los cuerpos inertes del piloto secuestrador y la mujer gris y los tiraron por la puerta abierta. La mujer gris rodó tras el hombre y rebotó en el patín para ir a yacer, inmóvil, a su lado, en la hierba.
—Quédate dentro —dijo Linda a su madre, mientras bajaba de un salto y aterrizaba ágilmente sobre ambos pies, flexionándose, tumbándose y rodando bajo el helicóptero, en una serie continua de acciones precisas. El ruido y el viento le golpeaban los oídos, pero pudo separar el estruendo del helicóptero de las voces que gritaban cerca de allí.
El negro cabello de su padre brillaba a causa de la sangre que brotaba de una herida en el cráneo, pero estaba consciente.
—¿Puedes moverte? —gritó ella.
—Me he roto la pierna.
—Te arrastraré.
De repente, el helicóptero se desplazó de donde estaba suspendido en el aire, y Linda vio unas formas que corrían por el margen del césped. Pero de la oscuridad no salieron balas, y el Snark, siguiendo sus órdenes al pie de la letra, no disparó. Arrodillada, Linda arrastró a su padre por los hombros; él hizo lo que pudo para ayudar, empujándose sobre el fangoso césped con la pierna buena, la derecha; ella vio que había perdido el zapato. Durante quince segundos, mientras le arrastraba bajo el patín, Linda quedó expuesta.
Levantó a su padre por los hombros y él saltó, inestable, sobre el patín. Su madre le cogió las manos y tiró de él mientras él se inclinaba y hacía fuerza con la pierna derecha. Aterrizó pesadamente sobre el suelo del helicóptero.
Cuando Linda se preparaba para saltar detrás de él, sintió el golpe en la cadera. No le dolió, pero fue como si alguien la hubiera golpeado y tirado al suelo, y cuando intentó saltar de nuevo, no ocurrió nada. No sentía nada en la pierna y no podía moverse.
El Snark giró, pero su ametralladora Gatling permaneció callada. Al igual que Linda, no había oído la bala.
Linda permaneció tumbada de espaldas, mirando las hélices engranadas, viendo las caras pálidas de sus padres que la miraban a sólo un metro de distancia, con las manos extendidas.
—¡Linda, Linda!
Su madre se asomó por el borde de la puerta.
—Snark —gritó Linda—. Acción evasiva inmediata. Toma todas las medidas necesarias para proteger a tus pasajeros.
El Snark la oyó. Sus faros se apagaron; sus turbinas adquirieron paso supersónico y el aparato se elevó ruidosamente en el cielo, balanceándose de lado.
Laird gritó:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Detenedles!
Los proyectiles con trazadores arañaban el helicóptero, rebotaban en su piel y silbaban entre los rotores en movimiento. Con su vista artificial, Linda vio que su madre caía hacia atrás a través de la puerta abierta y que la puerta blindada se cerraba detrás de ella, al tomar medidas el Snark para proteger a su carga humana. En cuestión de segundos el helicóptero desapareció en el brumoso cielo nocturno.
Linda permaneció tumbada de espaldas, alerta e indefensa, percibiendo el olor de la hierba húmeda y cálida y del combustible quemado y del H. E. y la sangre, mientras unas figuras se acercaban corriendo en la oscuridad, y se quedaban junto a ella, observándola.
—¿La mato, señor?
—No seas estúpido. No lo haremos hasta que estemos seguros de que sus padres han muerto.
—Será mejor que afrontemos los hechos, Bill —dijo otro—. No podemos fingir que nada…
—No me digas lo que tengo que hacer. Cúrala y hazlo bien. Puede que haya investigaciones.
—Bill…
—No ha terminado. Esto puede frenarse.
—William…
El hombre gris vaciló, y Linda miró con desprecio el rostro que se abrió paso en el círculo de su consciencia: el rostro de la mujer gris. Ésta se encontraba al lado de Laird, suelto su largo cabello gris, una pistola con silenciador en la mano. Ella era quien había disparado, comprendió Linda; lo había hecho después de que Laird dijera a los otros que cesaran el fuego. Le había disparado porque Linda no había tenido tiempo, ni había querido, matarla a ella primero.
—¿Por qué ella? —preguntó a gritos Laird a la mujer gris—. A quien deberías haber matado es a Nagy, a él y a su esposa.
—No tenía intención de matarla, William. Quería retenerla aquí.
El sucio piloto de helicóptero entró tambaleándose en el círculo de caras, crispado de rabia el rostro.
—¡Le has dejado una brecha! Ella…
—Cierra la boca —le interrumpió el hombre gris, haciéndole caso omiso. Lanzó una mirada furiosa a la mujer—. Nagy ha estado a punto de vencer, y no ha terminado aún. ¿Cómo has podido ser tan descuidada?
—No podemos descartarla sin más, William. Ella podría ser la más grande de nosotros.
—¡Ya no! Se resiste a nuestra autoridad. Siempre se ha resistido. Mira esta…, esta debacle.
—Es una niña. Cuando se dé cuenta de la verdad, cuando realmente lo comprenda todo…
—Resistirse a nosotros es resistirse al Conocimiento.
—William…
—No digáis ni una palabra más. —Miró a Linda con la mirada más dura que ella jamás había visto, incluso en el duro rostro de él—. Esto es carne muy ignorante. La esconderemos en algún lugar donde nadie pueda encontrarla. Después, comenzaremos de nuevo.
Al verse yacer paralizada en la hierba, la nueva persona de Linda supo que si podía liberarse de este horrible sueño de realidad, estaría a salvo. Linda abrió la boca.
—Blake —susurró—. Blake.
Laird la miró e hizo una mueca de desprecio.
Esta vez, cuando despertó, no había nadie con ella. Y acostada sola en la oscura cabina, con el corazón latiéndole de prisa, luchó con todas sus fuerzas para recordar lo que acababa de soñar.