Una de las ventajas de vivir en el Ecuador (bueno, a sólo ochocientos kilómetros de él) es que la luna y los planetas pasan verticalmente por encima, lo que permite verlos con una claridad jamás posible en latitudes más elevadas. Esto me incitó a adquirir una sucesión de telescopios cada vez más potentes durante los últimos treinta años, comenzando con el clásico Questar de 3,5 pulgadas, después uno de 8 pulgadas y finalmente un Celestron de 14 pulgadas. (Lamento estas obsoletas unidades, pero al parecer no nos deshacemos de ellas en lo que se refiere a los telescopios pequeños, aun cuando los centímetros hacen que parezcan más impresionantes).
La Luna, con su incomparable y siempre cambiante escenario, es mi tema favorito, y nunca me canso de mostrársela a los visitantes desprevenidos. Como el de 14 pulgadas está provisto de un binocular, les parece que están mirando por la ventana de una nave espacial, y no a través del campo limitado de una sola lente. La diferencia tiene que ser experimentada para poder ser apreciada, e invariablemente provoca una exclamación de asombro.
Después de la Luna, Saturno y Júpiter compiten para ocupar el segundo lugar como atracciones celestiales. Gracias a sus magníficos anillos, Saturno es imponente y único, pero no hay mucho más que ver, ya que el planeta en sí mismo prácticamente carece de características distintivas.
El disco de Júpiter, considerablemente mayor, es mucho más interesante; suele exhibir prominentes cinturones de nubes paralelas a su ecuador y, por tanto, muchos detalles fugitivos que uno podría pasarse la vida entera tratando de esclarecer. En verdad, los hombres han hecho esto: durante más de un siglo, Júpiter ha sido un feliz terreno de caza para ejércitos de astrónomos aficionados[1].
Sin embargo, ninguna visión por el telescopio puede hacer justicia a un planeta que posee más de cien veces el área superficial de nuestro mundo. Para imaginar un inverosímil experimento, si se despellejara la Tierra y se clavara su piel como un trofeo en el costado de Júpiter, parecería tan grande como la India en un globo terrestre. Este subcontinente no es pequeño; sin embargo, Júpiter es a la Tierra lo que la Tierra es a la India…
Lamentablemente para los que aspiran a colonizadores, aunque estén preparados para tolerar las dos gravedades y media de allí, Júpiter no tiene superficies sólidas, y ni siquiera líquidas. Todo es tiempo climatológico, al menos en los primeros miles de kilómetros hacia el distante núcleo central. (Para detalles, véase 2061: Odisea tres).[2]
Los observadores con base en la Tierra han sospechado esto desde hace tiempo, mientras realizaban cuidadosos dibujos del siempre cambiante paisaje de nubes de Júpiter. Sólo había una característica semipermanente en la cara del planeta, la famosa Gran Mancha Roja, e incluso ésta a veces desaparecía por completo. Júpiter era un mundo sin geografía; un planeta para los meteorólogos, pero no para los cartógrafos.
Como he contado en Astounding Days: A Science-fictional Autobiography, mi propia fascinación por Júpiter comenzó con la primera revista de ciencia ficción que vi: la Amazing Stories de Hugo Gernsback en la edición de noviembre de 1928, que había sido lanzada dos años antes. Presentaba una soberbia portada de Frank R. Paul, quien podría citarse como prueba de la existencia de la precognición.
Media docena de hombres avanzan hacia uno de los satélites de Júpiter, surgiendo de una nave espacial en forma de silo que parecía incómodamente pequeña para semejante viaje. El globo teñido de color naranja del planeta gigante domina el cielo, con dos de las lunas interiores en tránsito. Me temo que Paul hizo vergonzosas trampas, porque Júpiter está plenamente iluminado, aunque el sol se encuentra casi detrás de él.
No estoy en posición de criticar, ya que he tardado más de cincuenta años en localizar este —probablemente deliberado— error. Si la memoria no me falla, la portada ilustra una historia de Gawain Edwards, nombre verdadero de G. Edward Pendray. Ed Pendray fue uno de los pioneros de los cohetes americanos y publicó The Coming Age of Rocket Power en 1947. Quizás el trabajo más valioso de Pendray fue ayudar a la señora Goddard a editar los tres volúmenes de notas de su esposo: él vivió para ver los primeros planos que hizo el Voyager del sistema de Júpiter, y me pregunto si se acordó de la ilustración de Paul.
Lo que es asombroso —lo siento: pasmoso— de este dibujo de 1928 es que muestra, con gran exactitud, detalles que en la época eran desconocidos para los observadores con base en la Tierra. Hasta 1979, cuando las sondas espaciales Voyager pasaron junto a Júpiter y sus lunas, no fue posible observar los complicados lazos y bucles creados por los vientos alisios de Júpiter. Sin embargo, medio siglo antes, Paul los había dibujado con extraordinaria precisión.
Muchos años más tarde, tuve el privilegio de trabajar con el decano de los artistas del espacio, Chesley Bonestell, en el libro Beyond Jupiter (Little, Brown, 1972). Fue una pre-visión del propuesto Gran Viaje por el exterior del sistema solar; que se esperaba pudiera aprovechar una configuración que se da una vez cada 179 años de todos los planetas entre Júpiter y Plutón. En realidad, las misiones considerablemente más modestas del Voyager consiguieron prácticamente todos los objetivos del Gran Viaje, al menos hasta Neptuno. Al mirar las ilustraciones de Chesley con la claridad que da la retrospectiva, me sorprende ver que Frank Paul, aunque técnicamente era el artista más pobre, hizo un trabajo mucho mejor de visualización de Júpiter tal como es en realidad.
Como Júpiter está tan lejos del sol —cinco veces la distancia del sol a la Tierra— cabría esperar que la temperatura fuera de unos cien grados por debajo del peor invierno de la Antártida. Esto es así en las capas de las nubes superiores, pero desde hace mucho tiempo los astrónomos saben que el planeta irradia varias veces tanto calor como recibe del sol. Aunque no es lo bastante grande para sustentar la fusión termonuclear (Júpiter ha sido denominado «una estrella que falló»), sin duda posee algunas fuentes internas de calor. Como consecuencia de ello, a cierta profundidad bajo las nubes, la temperatura es la de un apacible día en la Tierra. La presión es otro asunto; pero como las profundidades de nuestros propios océanos han demostrado, la vida puede florecer en cualquier rincón.
En el libro y en la serie de tevé Cosmos, Carl Sagan especulaba con las posibles formas de vida que podrían existir en el medio puramente gaseoso (casi todo hidrógeno y metano) de la atmósfera de Júpiter. Mis «Medusas» le deben mucho a Carl, pero no tengo ningún escrúpulo en robarle, pues le presenté a mi agente Scott Meredith hace un cuarto de siglo, con resultados provechosos para ambos…
Para más detalles de la fauna (o flora) aérea de Júpiter, les remito a 2010: Odisea dos y 2061: Odisea tres. Si existe o no vida en el mayor de los planetas ya podría haber sido decidido por la sonda espacial Galileo —el proyecto más ambicioso de la NASA— si el desastre del Challenger no lo hubiera aplazado casi una década. Entretanto, echen un buen vistazo a algunas de las imágenes del Voyager. ¿Ven esos curiosos óvalos blancos, encerrados por delgadas membranas? ¿No les recuerdan las amebas bajo el microscopio? El hecho de que tengan unos diez mil kilómetros de largo no es ningún problema: al fin y al cabo, el tamaño es relativo.
Ahora, una nota bibliográfica final: El encuentro con Medusa es una de las pocas historias que he escrito jamás con un objetivo específico. (Normalmente escribo porque no puedo evitarlo, pero me cuesta controlar este molesto hábito). «Medusa» fue producido porque necesitaba un número de palabras suficiente para completar mi colección final de relatos cortos (The Wind from the Sun, 1972). Me agrada que ganara el Premio Nebula que otorgan los Escritores de Ciencia Ficción de América, como mejor novela del año, así como un premio de la revista Playboy en la misma categoría.
Había mencionado mi asociación con esta estimable revista, la cual ha editado muchos de mis escritos técnicos más serios, cuando recibí una leve queja en Nueva Delhi, no hace mucho. En su ingeniosa respuesta después de haber efectuado yo el Nehru Memorial Address el 13 de noviembre de 1986, el primer ministro Rajiv Gandhi concluyó con estas palabras: «Finalmente, permítanme asegurar al doctor Clarke, que si Playboy está prohibida en este país, no es por nada de lo que él haya podido escribir en ella».
Ciertamente no hay nada en el original de El encuentro con Medusa que pueda hacer sonrojar a la más modesta mejilla.
Estoy esperando ver qué puede hacer Paul Preuss para rectificar esta situación.
ARTHUR C. CLARKE
Colombo, 7 de noviembre de 1988