Tres minutos después de que el motín comenzara, había terminado. La tripulación y los controladores que se habían agolpado en el Control de la Misión y en el puente de la Garuda gritando «todo irá bien» se encontraron frente a los cañones de pistolas sostenidas por sus antiguos colegas.
Sólo se dispararon dos balas de goma a los rebeldes que habían atacado al comandante de la Junta Espacial y su teniente. El teniente estaba en el puente, y el comandante en el corredor. Ellos dos habían sido más rápidos.
Una victoria sencilla. El problema era —como si el ruido de la radio que se oía por los altavoces no fuera suficiente para impedir pensar con claridad— que en la Garuda no había ningún sitio lo bastante grande para contener a trece prisioneros. Todos ellos se encontraban pegados al techo del Control de la Misión, y una docena se retorcían como orugas con las muñecas y tobillos sujetos por correas de plástico, que les impedían flotar e interferir en el trabajo de los controladores junto con una gran red de carga colocada de punta a punta del techo. Los controladores no les prestaban atención; todavía tenían que ocuparse de la Kon-Tiki.
Sparta se tambaleó ingrávida, como bebida, cuando avanzó por el corredor central hacia el Control de la Misión. El ensordecedor rugido de la radio procedente de Júpiter cesó tan repentinamente como había comenzado, cuando ella se acercaba a la escotilla. Blake la detuvo antes de que entrara en la habitación.
—Linda… —Fuera lo que fuese lo que iba a decir, cambió de opinión—. No deberías haber salido de la clínica.
—Sobreviviré. —Miró hacia la atestada sala de control detrás de él. Pudo ver la colección de fieras humanas que había bajo el techo—. De Brenner ya lo sabía. ¿Rajagopal también?
—Media tripulación, por eso creían que podrían tomar la nave sin pelear. Cuando se les ha ocurrido que necesitaban sus armas, era demasiado tarde.
Ella desvió la mirada y volvió a mirar a Blake.
—¿Quién eres, Blake?
—Ahora soy una salamandra —dijo—. Ocho a bordo. Más el comandante y Vik. Oye, Linda, lo siento… pero esto todavía no ha terminado.
Alargó la mano hacia ella, pero ella se apartó.
—¿Por qué no me pones en la red con ellos?
Blake palideció.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—He matado a Falcon —dijo ella. Su rostro mostraba aquel tipo de desafío esperanzado con que los santos y las brujas en otros tiempos iban a la hoguera—. Lo que adivinaste: el software. Reescribí la secuencia de encendido para enviarle directamente a Júpiter.
En aquel momento, por encima de la continua confusión humana que había en el Control de la Misión, se oyeron de repente unas palabras precipitadas en los altavoces.
—¿Qué pasa? —gritó Buranaphorn—. ¿Qué has dicho, Falcon?
—No importa. ¿Estáis ahí?
—Esto es un roger —respondió Buranaphorn—. Cuando volvamos a hacerlo, nos gustaría que cooperaras.
—¡Todavía está vivo! —Blake miró fijamente a Sparta—. ¿Qué deberíamos hacer?
Ella estaba pálida como un fantasma en el corredor, debajo de él.
—¿Qué hora es? —susurró ella.
Blake se agarró al marco de la escotilla y se impulsó hacia el interior de la sala de control lo suficiente para ver el reloj más próximo.
—E menos cuatro cuarenta —le gritó él.
El rostro de Sparta era una extraordinaria pantalla de emociones: sorpresa, júbilo, angustia y vergüenza.
—Falcon está a salvo. No sabía qué hora era.
Se apartó de Blake, llorando amargamente, e intentó cubrirse la cara con los brazos.
Veinticuatro horas más tarde, el cúter de la Junta Espacial llevó a su tripulación y pasajeros —muchos de ellos contra su voluntad— a un corto viaje de regreso a la Base de Ganímedes. Howard Falcon no dijo nada a Sparta ni a Blake ni al comandante durante el breve viaje. Falcon no les conocía. No sabía nada de ellos.
Salieron por el largo tubo a la esclusa de seguridad. Una vez dentro de la bahía de acoplamiento, Howard Falcon dejó que un patrullero de la Junta Espacial le condujera hasta una cámara separada. Alguien a quien conocía bien le esperaba en el salón de reuniones importantes.
Para Brandt Webster, la larga y aprensiva espera había terminado.
—Sucesos extraordinarios, Howard. Me alegro de verte a salvo. —Le pareció que Falcon tenía muy buen aspecto, para ser un hombre que acababa de vivir algo tan particular—. Llegaremos hasta el fondo, te lo aseguro.
—No es asunto mío —dijo Falcon—. No ha tenido ningún efecto en la misión.
Webster se tragó eso e intentó una táctica diferente.
—Eres un héroe —dijo—. En más de un aspecto.
—Mi nombre ha aparecido en las noticias en otras ocasiones —dijo Falcon—. Hagamos el informe.
—¡Howard! En realidad no hay prisa. Deja al menos que un viejo amigo te felicite.
Falcon miró a Webster con una expresión que sería impasible para siempre después de aquello. Inclinó la cabeza.
—Perdona.
Webster intentó que sus palabras resultaran animadas.
—Has inyectado entusiasmo en muchas vidas; ni uno entre un millón irá jamás al espacio, pero ahora toda la raza humana puede viajar a las gigantes externas con su imaginación. ¡Eso vale algo!
—Me alegro de haberte hecho un poco más fácil tu trabajo.
Webster era demasiado buen amigo para ofenderse, aunque la ironía le sorprendió.
—No me avergüenza mi trabajo.
—¿Por qué iba a hacerlo? Nuevos conocimientos, nuevos recursos… todo eso está muy bien. Incluso es necesario. —Las palabras de Falcon eran más que irónicas: parecían teñidas de amargura.
—La gente también necesita novedades y excitación —respondió Webster con voz suave—. Los viajes espaciales parecen una rutina para mucha gente, pero lo que tú has hecho ha recuperado el sentido de la gran aventura. Pasará mucho tiempo hasta que comprendamos lo que ocurrió en Júpiter.
—La medusa conocía mi punto ciego —dijo Falcon.
—Lo que tú digas —respondió Webster, decididamente alegre.
—¿Cómo crees que supo lo de mi punto ciego?
—Howard, no tengo ni idea.
Falcon quedó callado e inmóvil un interminable momento.
—No importa —dijo al fin.
El alivio de Webster fue visible.
—¿Has pensado en tu próximo viaje? ¿Saturno, Urano, Neptuno…?
—He pensado en Saturno. —Falcon pronunció la frase en un tono grave que podía tener la intención de burlarse de la mojigatería de Webster—. Aquí en realidad no me necesitan. Sólo tiene una gravedad, no dos y media como Júpiter. Las personas pueden ocuparse de ello.
«Las personas» —pensó Webster—, ha dicho «las personas». Nunca lo había hecho. Y ¿cuándo le he oído por última vez utilizar la palabra «nosotros»? Está cambiando, se está alejando de nosotros…
—Bueno —dijo en voz alta, acercándose a la ventana de presión que daba al paisaje accidentado y congelado de la luna más grande de Júpiter—, tenemos que ofrecer una conferencia de Prensa antes de poder elaborar un informe completo. —Miró a Falcon con timidez—. No es necesario mencionar los sucesos de la Garuda: eso lo hemos mantenido en secreto. —Falcon no dijo nada—. Todo el mundo te está esperando para felicitarte, Howard. Verás a muchos de tus viejos amigos.
Webster recalcó la última palabra, pero Falcon no respondió; la máscara de cuero de su rostro se hacía cada vez más difícil de interpretar.
Se alejó de Webster y abrió su tren de aterrizaje, elevándose sobre su sistema hidráulico hasta su altura total de dos metros y medio. Los psicólogos habían creído que era una buena idea añadir unos cincuenta centímetros como compensación a todo lo que Falcon había perdido cuando la Queen se estrelló, pero Falcon nunca había reconocido que se había dado cuenta.
Falcon esperó a que Webster le abriera la puerta —gesto inútil—, luego giró limpiamente sobre sus ruedas y avanzó a unos treinta kilómetros por hora, con suavidad y en silencio. Su exhibición de velocidad y precisión no era para pavonearse con arrogancia; los movimientos de Falcon se habían vuelto prácticamente automáticos.
Fuera le esperaba una multitud de periodistas, apenas frenados por las barreras, que le acercaban los micrófonos y cámaras fotográficas a su rostro impávido.
Pero Howard Falcon no se inmutó. Él, que en otro tiempo había sido un hombre —y todavía podía pasar por uno si hablaba por un intercomunicador sin imagen— no sentía más que una calmada sensación de logro… y, por primera vez en años, algo como paz mental. Había dormido profundamente a bordo del cúter a su regreso de Júpiter, y sus pesadillas parecían haber desaparecido.
Despertó del dulce sueño y comprendió por qué había soñado con el superchimpancé que iba a bordo de la Queen Elizabeth. Ni hombre ni bestia, se encontraba entre dos mundos. Igual que él. Lo que un chimpancé era a un humano, Falcon lo era a alguna máquina que todavía tenía que ser perfeccionada.
Por fin había encontrado su papel. Él solo podía viajar sin protección por la superficie de la Luna, o Mercurio, o una docena de otros mundos. El sistema de mantenimiento de vida dentro del cilindro de titanio-aluminio que había sustituido su frágil cuerpo funcionaba igualmente bien en el espacio que bajo el agua. Los campos de gravedad incluso diez veces mayores que el de la Tierra eran un inconveniente, nada más. Y ninguna gravedad era la mejor de todas.
La raza humana se estaba haciendo más remota, los lazos de parentesco más tenues. Quizás estos haces de compuestos de carbono inestables, que respiraban aire y eran sensibles a la radiación, no tenían derecho a vivir fuera de la atmósfera. Quizá deberían aferrarse a sus hogares naturales: la Tierra, la Luna, Marte.
Algún día los dueños reales del espacio serían las máquinas, no los hombres. Él tampoco lo era. Ya consciente de su destino, sentía cierto orgullo sombrío en su soledad única; el primer inmortal, a medio camino entre dos órdenes de la creación.
La secuencia oculta e intrincada de directrices que supuestamente habían sido programadas en la mente de Falcon, y que se había intentado que fueran activadas al simple conjuro de las palabras «Directriz Principal», no había funcionado como sus diseñadores habían pretendido. No simplemente debido a un fallo mecánico, y sin duda no porque Falcon fuese menos que humano, sino porque él era aún, en algún rincón remoto de su mente, demasiado humano para hacer lo que ningún humano haría: sacrificarse a sí mismo sin una buena razón.
El propio Falcon no sabía nada de esto. No sabía que su instinto de autoconservación —con un poco de ayuda de la sobrecarga eléctrica— había aplastado las mejores esperanzas de una conspiración religiosa de milenios de antigüedad. Sólo sabía que él había sido elegido.
Después de todo, él sería un embajador: entre lo antiguo y lo nuevo, entre las criaturas de carbono y las criaturas de cerámica y metal que un día debían remplazarlas. Estaba seguro de que ambas especies tendrían necesidad de él en los siglos venideros llenos de problemas.