25

Empezaba a anochecer, pero Falcon apenas lo había notado mientras forzaba la vista mirando la nube viva. El viento que había estado barriendo constantemente la Kon-Tiki alrededor del embudo del gran remolino le había llevado ahora a unos veinte kilómetros de la criatura.

—Si te acercas mucho más, Howard, quiero que emprendas acción evasiva —dijo Buranaphorn—. Las armas eléctricas de esa cosa probablemente son de corto alcance, pero no queremos que las pongas a prueba.

—… los futuros exploradores —dijo Falcon ásperamente.

—¿Cómo dices?

—Deja eso para los futuros exploradores —repitió Falcon. Una parte de su cerebro contemplaba con brillante claridad los acontecimientos que se desarrollaban, pero otra parecía tener problemas para formar palabras—. Deséales suerte.

—Eso es un roger —llegó la voz del Control de la Misión.

En la cápsula había bastante oscuridad; era extraño, porque aún faltaban horas para la puesta de sol. Automáticamente, Falcon miró el radar explorador como había hecho con frecuencia. Aquél y sus propios sensores confirmaron que no había otro objeto a cien kilómetros de allí, aparte de la medusa que estaba examinando.

De repente, con asombrosa potencia, oyó el ruido que había estado atronando en la noche de Júpiter, el latido que se hacía cada vez más rápido, y luego se detuvo a medio crescendo. La cápsula entera vibraba como un guisante sobre un timbal.

Falcon se dio cuenta de dos cosas simultáneamente, durante el repentino y doloroso silencio: esta vez el sonido no venía de miles de kilómetros de distancia por un circuito de radio. Estaba en la atmósfera que le rodeaba.

El segundo pensamiento fue más perturbador. Había olvidado —inexcusable, pero había tenido otras cosas en la cabeza— que la mayor parte del cielo que había sobre su cabeza quedaba completamente oculto por la bolsa de gas de la Kon-Tiki. Ligeramente plateado para conservar el calor, el gran globo también constituía un efectivo escudo protector contra el radar y la visión.

No es que esto no se hubiera tenido en cuenta y finalmente tolerado, como efecto de diseño secundario y de poca importancia. Pero de repente parecía muy importante.

Falcon vio una valla de gigantescos tentáculos que descendían alrededor de su cápsula.

—¡Recuerde la Directriz Principal! ¡La Directriz Principal!

El grito de Brenner le llenó la cabeza de una extraordinaria confusión, como si simplemente las palabras tuvieran el poder de distraer su atención, de subvertir su voluntad. Por un momento Falcon pensó que las palabras habían salido de su subconsciente, de un modo tan nítido que parecían mezcladas con sus propios pensamientos.

Pero no, era la voz de Brenner, que volvía a gritar por el intercomunicador:

—¡No lo alarme!

¿No lo alarme? Antes de que a Falcon se le ocurriera una respuesta adecuada, aquel abrumador redoble de tambor volvió a sonar y ahogó todos los demás sonidos.

La muestra de que un piloto de prueba es realmente hábil es cuando reacciona no a las emergencias previsibles sino a las que nadie podría haber previsto, una reacción que no es consciente, no es condicionable, sino que es una capacidad para tomar decisiones que se halla a nivel celular. Antes de que Falcon pudiera siquiera formarse una idea de lo que estaba a punto de hacer, ya lo había hecho. Tiró del cabo de desgarre.

«Cabo de desgarre»: una frase arcaica de los primeros tiempos del vuelo en globo, cuando había una cuerda aparejada para literalmente desgarrar la bolsa. La cuerda de desgarre de la Kon-Tiki no era una cuerda sino un interruptor, que hacía funcionar un juego de lumbreras alrededor de la curva superior de la cubierta. Al instante el gas caliente salió a chorro. La Kon-Tiki, desprovista de su fuerza de sustentación, empezó a caer velozmente en un campo de gravedad dos veces y medio más fuerte que el de la Tierra.

Falcon vislumbró por un momento cómo los grandes tentáculos subían a toda velocidad y luego se alejaban. Tuvo el tiempo justo de observar que estaban provistos de grandes vejigas o sacos, presumiblemente para darles capacidad de flotación, y que terminaban en multitudes de delgadas antenas como las raíces de una planta.

Casi esperó un relámpago. No sucedió nada.

Brenner seguía gritándole.

—¿Qué ha hecho, Falcon? ¡Quizá le haya asustado!

—Estoy ocupado —dijo Falcon, cortando la transmisión.

Su precipitada velocidad de descenso iba disminuyendo a medida que la atmósfera se hacía más densa y la deshinchada cubierta del globo actuaba como paracaídas. Cuando la Kon-Tiki hubo caído unos tres kilómetros, creyó que seguramente ya estaba a salvo y podía volver a cerrar las lumbreras. Cuando recuperó la capacidad de flotación y volvió a hallarse en equilibrio, había perdido otros dos kilómetros de altitud y se estaba acercando peligrosamente a la línea roja.

Miró con ansia a las ventanas del techo. No esperaba ver nada más que el oscuro bulto del globo, pero se había deslizado de costado durante su descenso, y parte de la medusa era apenas visible a un par de kilómetros por encima, mucho más cerca de lo que él esperaba, y bajando más rápido de lo que él habría creído posible.

Buranaphorn se hallaba en el intercomunicador desde el Control de la Misión, llamándole con ansia:

—Howard, hemos visto su ritmo de descenso…

—Estoy bien —interrumpió Falcon—, pero sigue tras de mí. No puedo bajar más.

Esto no era del todo cierto; podía bajar mucho más, al menos un par de cientos de kilómetros, pero sería un viaje sólo de ida, y él se lo perdería casi todo.

Para su gran alivio vio que la medusa se estaba enderezando, a un poco más de un kilómetro por encima de él. Quizás había decidido acercarse al intruso con precaución, o quizá también encontraba incómodamente cálida esta capa más profunda. La temperatura era de más de cincuenta grados centígrados, y Falcon se preguntó cuánto tiempo más podría funcionar el sistema de mantenimiento de la vida de la Kon-Tiki.

Brenner volvía a estar en el circuito, aún preocupado.

—¡Procure no asustarla! Sólo está investigando.

Falcon notó una rigidez en el cuello y la mandíbula, como si sintiera asco. La voz de Brenner no carecía de convicción, exactamente; de lo que carecía era del tono de integridad. Falcon recordó una discusión retransmitida por vídeo que había captado entre un astronauta y un abogado en la que, después de haber desglosado todas las implicaciones de la Directriz Principal, el incrédulo hombre del espacio había exclamado: «¿Quiere usted decir que si no hubiera alternativa yo tengo que permanecer sentado y dejar que me comieran?», y el abogado no había siquiera insinuado una sonrisa cuando respondió: «Es un excelente resumen». Como Falcon recordó, sus maestros —es decir, sus médicos— se habían trastornado bastante cuando le encontraron mirando aquel programa; creían haberlo censurado. Entonces le había parecido divertido.

En aquel preciso instante, Falcon vio algo que le perturbó aún más que el asalto del exobiólogo a su fuerza de voluntad. La medusa seguía suspendida a más de un kilómetro sobre el globo, pero uno de sus tentáculos se había alargado de modo increíble, y se estiraba hacia la Kon-Tiki, adelgazando al mismo tiempo. A la mente de Falcon acudieron escenas de tornados descendiendo de las nubes de tormenta sobre las llanuras de Norteamérica que recordaba haber visto en vídeo, recuerdos evocados con gran nitidez por la negra y sinuosa serpiente que ahora le buscaba a él a tientas en el firmamento.

—¿Han visto eso, Control de la Misión?

—Afirmativo —respondió Buranaphorn tenso.

—No sé qué hacer —dijo Falcon—, si asustarla para que se marche o provocarle un buen dolor de estómago, porque no creo que la Kon-Tiki le resulte muy fácil de digerir, si eso es lo que pretende.

Volvió la voz de Brenner, rápida y frenética:

—Escúcheme, Howard. No debe olvidar que se encuentra bajo los dictados de la Directriz…

En aquel momento Falcon interrumpió la comunicación con el Control de la Misión, dejando a Brenner con la palabra en la boca, decisión surgida del mismo lugar que su decisión de tirar del cabo de desgarre, por algún profundamente arraigado respeto por su propia integridad y supervivencia.

Un hombre más primitivo y más crudo lo habría podido expresar de un modo más abrupto: a la mierda la Directriz Principal.

Quizás ese hombre más primitivo y más crudo era sensible a algo que el Howard Falcon altamente evolucionado, altamente modificado, plenamente consciente no era, a saber, que cada vez que Brenner pronunciaba las palabras «Directriz Principal», la cabeza de Falcon parecía llenarse de una luz blanca palpitante y sentía unos vagos impulsos empalagosos hacia —¿cómo expresarlo?— la Unidad del Ser. Impulsos cubiertos por un instinto menos romántico de hacer cualquier cosa que Brenner le dijera que hiciera.

De dónde procedía aquello, él no lo sabía. Pero eliminar al pequeño Brenner del circuito alivió los síntomas inmediatos.

—Pongo en marcha el secuenciador de encendido —dijo Falcon, consciente de que sus palabras sólo eran para la grabadora, y que si nunca regresaba al Control de la Misión, nadie sabría jamás qué había sucedido en realidad.

Las puertas de la clínica estaban abiertas. El comandante se había ido, el guardia apostado en la puerta había desaparecido, y el médico de la nave había escapado. Blake entró flotando por la puerta, las manos llenas de contenedores de comida.

—¿Qué ha ocurrido?

Sparta no le hizo caso; estaba escuchando. Exhaló un largo suspiro.

—Él está desconectado —dijo—. La medusa debe de haberle cogido.

—¿Estás segura?

Ella le examinó con ojos apagados.

—Ocurra lo que ocurra, él está muerto. Preparé su secuencia de huida para que fallara. Ojalá no lo hubiera hecho.

—Linda, Linda, ¿en qué te has convertido? —dijo él llorando. Se secó las lágrimas que le resbalaban por el rostro enrojecido y se impulsó hacia atrás, hacia el corredor.

Al fin estaba sola. Tiró de las ataduras de las muñecas.

Falcon llevaba veintisiete minutos de adelanto a la cuenta atrás, pero calculó que tenía reservas para corregir su órbita más tarde, o eso esperaba.

No podía ver la medusa; ésta se hallaba exactamente sobre su cabeza. Pero el tentáculo que descendía estaba cerca del globo.

Como calentador, el reactor funcionaba bien, pero sus microprocesadores tardaban cinco minutos en repasaran la complicada lista de chequeo necesaria para hacerlo funcionar a plena velocidad como un cohete. Dos de esos minutos ya habían transcurrido. El fusible estaba preparado. El ordenador no había rechazado la situación de la órbita por absurda, o al menos no como completamente imposible. Las palas de la cápsula estaban abiertas, preparadas para engullir toneladas de la atmósfera de hidrógeno y helio que la rodeaba. En casi todos los aspectos las condiciones eran óptimas, y era el momento de la verdad. ¿Funcionaría aquello?

No había habido manera de probar operacionalmente un estatorreactor nuclear en una atmósfera como la de Júpiter sin ir a Júpiter. Así que ésta era la primera prueba real.

Algo balanceaba a la Kon-Tiki con bastante suavidad. Falcon trató de no hacerle caso.

El encendido de los estatorreactores había sido diseñado para condiciones barométricas equivalentes a unos diez kilómetros más arriba, en una atmósfera de menos de una cuarta parte de la densidad actual y unos treinta grados más fría.

Lástima.

¿Cuál era la inmersión menos profunda con la que podía escapar? Si las palas funcionaban, cuando lo hicieran y el pisón se disparara, se dirigiría en la dirección general de Júpiter, es decir, hacia abajo, con dos ges y medio que le ayudarían a llegar allí. ¿Era posible que pudiera retirarse a tiempo?

Una mano grande y pesada golpeó el globo. Todo el aparejo se balanceó hacia arriba y hacia abajo como uno de esos antiguos juguetes llamados yo-yos, que recientemente habían experimentado un fuerte renacimiento en los parques infantiles de la Tierra.

Falcon intentó con más fuerza no hacerle caso, pero sin éxito. Brenner podía tener razón, por supuesto. La cosa podía estar tratando de ser amistosa. Quizá debería intentar hablarle por la radio. Recibía la radio, ¿no? ¿Qué le diría? ¿Qué tal «pequeño gatito»?, o quizás «¡abajo, Fido!», o «llévame hasta tu jefe».

El ordenador mostraba una proporción óptima de tritio-deuterio. Era hora de encender la candela romana de cien millones de grados.

La fina punta del tentáculo de la medusa se deslizó por el borde del globo, a menos de sesenta grados. Tenía el tamaño aproximado de una trompa de elefante, y, a juzgar por la delicadeza de su exploración, era al menos igual de sensible. En los extremos había unos pequeños órganos sensitivos, como bocas investigadoras. Al doctor Brenner le habría fascinado.

Era tan buen momento como cualquier otro —probablemente mejor que cualquier otro más de un segundo o dos más tarde—, y Falcon echó una rápida mirada a su tablero de control, lo vio todo verde y empezó la cuenta de cuatro segundos.

«Cuatro». Rompió el sello de seguridad…

«Tres». Dio un tirón a la palanca de CAPACITACIÓN…

«Dos». Con la mano izquierda apretó con fuerza el interruptor de hombre muerto…

«Uno». Y con la derecha oprimió el botón ECHAZÓN.

Nada… hasta que…

Hubo una fuerte explosión y una instantánea pérdida de peso.

Medio minuto después de que Falcon cortara la línea, el rugido de la estática surgió por los altavoces en el Control de la Misión, dominando a los rastreadores automáticos.

Cien brillantes puntos de energía de radio resplandecieron en las nubes de Júpiter, formando anillos concéntricos claramente centrados en la última posición conocida de Falcon.

Para el oído humano, el ruido de la radio no era más que eso, ruido de banda ancha sin sentido, pero los analizadores entendían algo bastante distinto: parecía que cada una de las fuentes estaba transmitiendo el mismo rayo modulado altamente direccional, miles de vatios, ¡directamente hacia el Control de la Misión!

Gritos de emoción surgieron de las gargantas de los cuatro controladores de turno cuando se liberaron de su arnés y se alejaron de su consola. Buranaphorn levantó la mirada incrédulo y se encontró ante el cañón de una pistola.

En el mismo momento, en la cubierta de vuelo, el primer oficial Rajagopal se volvió al capitán Chowdhury y anunció:

—Queda usted relevado de su mando. Obedézcame y todo irá bien.

Tres controladores fuera de servicio entraron flotando a través de la escotilla inferior del Control de la Misión, gritando por encima del crepitante rugido de los altavoces:

—¡Todo irá bien!

Un hombre que llevaba una pistola interceptó al comandante cuando éste iba por el corredor central hacia el Control de la Misión.

—Si se detiene ahí, comandante, no le pasará nada.

Había un motín a bordo de la Garuda.

Entretanto, la Kon-Tiki descendía libremente, con el morro hacia abajo. En lo alto, el globo desechado se elevaba a toda velocidad, llevándose con él el inquisitivo tentáculo de la medusa. Pero Falcon no tuvo tiempo de ver que la bolsa de gas había ascendido tan de prisa que realmente golpeó a la medusa, pues en aquel momento los reactores se pusieron en marcha y tenía otras cosas en las que pensar.

Una rugiente columna de hidro-helio caliente se vertía por la boquilla del reactor, proporcionando empuje velozmente hacia el corazón de Júpiter. No como él quería ir. A menos que pudiera recuperar el control del vector y conseguir el vuelo horizontal en los siguientes cinco segundos, su vehículo se hundiría tan profundamente en la atmósfera que se aplastaría.

Con agonizante lentitud, en cinco segundos que parecieron cincuenta, Falcon logró enderezarse y subir la proa. Aún estaba acelerando, en la posición globos oculares fuera. Si hubiera tenido un sistema circulatorio simplemente humano, la cabeza le habría explotado. Miró atrás una vez y vislumbró la medusa a muchos kilómetros de distancia. La bolsa de gas desechada había escapado, evidentemente, a su garra, pues no podía ver ni rastro de la burbuja plateada.

Una salvaje emoción le inundó. Una vez más, era dueño de su propio destino; ya no se arrastraba indefenso en el aire sino que cabalgaba sobre una columna de fuego atómico hacia las estrellas. Estaba seguro de que el estatorreactor funcionaba perfectamente, ganando velocidad y altitud de manera regular hasta que la nave pronto alcanzaría la velocidad casi orbital en los límites de la atmósfera. Allí, con un breve impulso de los cohetes, Falcon recuperaría la libertad del espacio.

Cuando se hallaba a medio camino de la órbita, miró hacia el Sur y vio, acercándose por el horizonte, el tremendo enigma de la Gran Mancha Roja, aquel agujero permanente en las nubes lo bastante grande para tragarse dos Tierras. Falcon contempló su misteriosa belleza hasta que un ordenador le avisó de que la conversión a propulsión por cohetes tendría lugar dentro de sesenta segundos. De mala gana apartó la mirada de la superficie del planeta.

—En otro momento —murmuró.

Al mismo tiempo, conectó el intercomunicador con el Control de la Misión.

—¿Qué pasa? —preguntó el director de vuelo—. ¿Qué has dicho, Falcon?

—No importa. ¿Estáis ahí?

—Esto es un roger —dijo Buranaphorn con sequedad—. Cuando volvamos a hacerlo, nos gustaría que cooperaras.

—Está bien. Dile al doctor Brenner que lo siento si he asustado a su extraterrestre. No creo que le haya causado ningún daño. —El Control de la Misión permaneció callado tanto rato que Falcon creyó que había perdido la comunicación—. ¿Control de la Misión?

—Vamos a concentrarnos en la tarea de traerte —dijo Buranaphorn—. Por favor, manténte alerta para las coordenadas de readquisición revisadas.

—Roger, y ¿habéis copiado mi mensaje a Brenner?

—Lo hemos copiado. —El director de vuelo vaciló brevemente esta vez—. Esto no afectará a tu aproximación final, pero debes saber que esta nave ahora está bajo la ley marcial.