Cuando por fin llegó el verdadero amanecer, trajo consigo un repentino cambio de clima. La Kon-Tiki se movía a través de una ventisca; los copos de cera caían tan copiosamente que la visibilidad se redujo a cero. A Falcon le preocupaba el peso que pudiera acumularse sobre la envoltura del globo. Luego observó que los copos que se asentaban fuera de la ventana desaparecían con rapidez; el continuo calor vertido por la Kon-Tiki los evaporaba con la misma rapidez con que llegaban.
Si hubiera estado viajando en globo en la Tierra, también habría tenido que preocuparse por la posibilidad de golpear algo sólido. Aquí no existía ese peligro. Las montañas de Júpiter, en el incierto caso de que las hubiera, se hallarían aún a cientos de kilómetros por debajo de él. En cuanto a las islas flotantes de espuma, golpearlas probablemente sería como arar en pompas de jabón ligeramente endurecidas.
No obstante, echó una mirada cauta al radar horizontal. Lo que vio en la pantalla le sorprendió. Esparcidos en un sector enorme del cielo de arriba se hallaban docenas de grandes y brillantes ecos, completamente aislados uno de otro, y aparentemente suspendidos en el espacio sin ningún apoyo. Falcon recordó la frase que los primeros aviadores habían utilizado para describir uno de los riesgos de su profesión: «nubes rellenas de rocas», una buena descripción de lo que parecía hallarse en el camino de la Kon-Tiki. La pantalla del radar presentaba una vista desconcertante, aunque Falcon se recordó a sí mismo que nada sólido podía realmente mantenerse suspendido en el aire en esta atmósfera.
La mente consciente de Falcon intentaba clasificar la aparición —algún extraño fenómeno meteorológico, aún a doscientos kilómetros de distancia al menos—, pero una emoción rudimentaria se desbordó en su pecho.
—Control de la Misión, ¿qué es eso que estoy viendo?
Su propia voz tensa le sorprendió.
—No podemos ayudarte, Howard. Todo lo que tenemos para seguir adelante es la señal de tu radar.
Al menos ellos podían ver el clima, y Buranaphorn le transmitió la buena noticia de que la ventisca desaparecería en media hora.
Sin embargo, no hubo aviso del violento viento lateral que bruscamente azotó a la Kon-Tiki y la barrió casi en ángulo recto a su rumbo. De repente la cobertura arrastraba la cápsula a través del aire como un ancla marina, casi horizontalmente. Falcon necesitó toda su habilidad y sus rápidos reflejos para impedir que su torpe vehículo se enredara en las cuerdas o que zozobrara. Al cabo de unos minutos, avanzaba hacia el Norte a más de seiscientos kilómetros por hora.
Tan de repente como había comenzado, la turbulencia cesó. Falcon todavía avanzaba a gran velocidad, pero en una atmósfera quieta, como si hubiera quedado atrapado en una manga de aire. La tormenta de nieve desapareció, y Falcon vio con sus propios ojos lo que Júpiter había preparado para él.
La Kon-Tiki había entrado en el embudo de un gigantesco remolino, de al menos mil kilómetros de longitud. El globo estaba siendo barrido a lo largo de una curvada pared de nubes. En lo alto, el sol brillaba en un cielo despejado, pero muy abajo este gran agujero en la atmósfera se hundía hasta profundidades desconocidas, hasta que alcanzaba un suelo nebuloso donde fluctuaban relámpagos casi continuamente.
Aunque la nave era arrastrada hacia abajo tan despacio que no había peligro inmediato, Falcon aumentó el flujo de calor en la envoltura hasta que la Kon-Tiki se mantuvo suspendida a una altitud constante. Hasta entonces no abandonó el fantástico espectáculo y volvió a considerar el problema de las señales en el radar.
Seguían allí. El eco más cercano se hallaba ahora a unos cuarenta kilómetros. Todos los ecos, se dio cuenta rápidamente Falcon, estaban distribuidos a lo largo de la pared del vórtice, moviéndose con él, aparentemente atrapados en el remolino como la propia Kon-Tiki. Atisbó por las ventanas con su ojo telescópico y se encontró mirando una nube curiosamente moteada que casi llenaba todo el campo de visión.
No era fácil de ver, pues sólo era un poco más oscura que la pared de neblina que formaba su fondo. Hasta después de más de un minuto de contemplarla no se dio cuenta de que se había encontrado con ello antes. Rápidamente ajustó la óptica de la Kon-Tiki sobre el objeto, para que el Control de la Misión pudiera compartir la vista.
La primera vez que había visto aquella cosa, ésta se arrastraba por las montañas de espuma en movimiento, y la había confundido con un árbol gigantesco con muchos troncos. Ahora, por fin, podía apreciar su tamaño y complejidad reales, e incluso podía darle un nombre para fijar su imagen en su mente. Porque no se parecía en absoluto a un árbol, sino a una medusa, tal como podría encontrársela arrastrando sus tentáculos mientras se dejaba llevar por los cálidos remolinos de las corrientes oceánícas de la Tierra. Para uno de los primeros naturalistas, aquellos tentáculos eran reminiscencias de las serpientes que se retorcían en la cabeza de Gorgona, y de ahí el nombre de la criatura: Medusa.
Esta medusa medía casi dos kilómetros, y tenía decenas de tentáculos de cientos de metros de largo; se balanceaban hacia delante y hacia atrás en perfecto unísono, tardando más de un minuto en completar cada ondulación, casi como si la criatura estuviera remando a través del cielo.
Las otras señales del radar eran otras medusas, más distantes. Falcon enfocó su vista y el telescopio del globo en media docena de ellas. No pudo detectar ninguna variación obvia de tamaño o forma, todas parecían ser de la misma especie. Se preguntó sólo por qué se dejaban llevar perezosamente alrededor de esta órbita de mil kilómetros. ¿Se alimentaban del «plancton» del aire, absorbido por el remolino… absorbido como había sido la propia Kon-Tiki?
—Control de la Misión. No he oído nada del doctor Brenner. ¿Se ha ido a la cama?
—A la cama no, Howard —le llegó la retrasada respuesta de Buranaphorn—. Sólo se ha quedado dormido. Está a mi lado, roncando como un bebé.
—Despiértale.
El graznido de Brenner le llegó por la conexión un segundo más tarde.
—Por… Howard, ¡esa criatura es cientos de miles de veces más grande que la mayor de las ballenas! ¡Aunque sólo sea una bolsa de gas, debe de pesar un millón de toneladas! Ni siquiera puedo imaginarme su metabolismo. Debe de generar megavatios de calor para mantener su capacidad de flotación.
—No puede ser sólo una bolsa de gas. Es un reflector de radar demasiado bueno.
—Tiene que acercarse usted.
La voz de Brenner tenía cierto tono de histeria reprimida.
—Podría hacerlo —respondió Falcon.
Podía acercarse a la medusa tanto como quisiera, cambiando la altitud para aprovechar las diferentes velocidades del viento, pero no se movió. Algo se había apoderado de él, una punzada de parálisis como la que había experimentado en la tormenta de radio.
—Falcon, inmediatamente debe…
Buranaphorn interrumpió a Brenner con firmeza:
—De momento nos quedaremos donde estamos, Howard.
—Sí, Vuelo, eso es.
Las palabras de Falcon estaban cargadas de alivio, y cierta ironía por aquel «nos». Unos mil kilómetros más de distancia vertical representaban una considerable diferencia en el punto de vista del Control de la Misión. Pero Olaf Brenner no ofreció ninguna disculpa por su intento de usurpar las prerrogativas del director de vuelo.
Sparta abrió los ojos. En su sueño, debía de haber estado escuchando la conversación entre el Control de la Misión y el frágil globo que giraba a través de las nubes de Júpiter tan lejos. Sin embargo, su destrozado rostro no daba muestras de comprender.
—Aiingg Zzhhhee…
Tenía la garganta llena de arena.
—¿Qué?
Tres hombres la estaban mirando, dos jóvenes y uno mayor. Ella no les reconoció. Volvió a intentar centrar la imagen, examinarles de cerca, pero tenía la cabeza a punto de explotar. Si pudiera mirarles a los ojos, leer las pautas de sus retinas, seguro que podría reconocerles… Pero ¿por qué su ojo derecho estaba muerto? Podía formar una imagen sólo en un ángulo fijo, normal. No podía ver mejor que cualquier persona corriente.
—No puedo ver —dijo en un susurro, apenas más claro.
Uno de los hombres jóvenes agitó la mano frente a la cara de Sparta. Ella la siguió con la mirada. Él levantó tres dedos.
—¿Puede ver mi mano? ¿Cuántos dedos hay?
—Tres —susurró ella.
—Mantenga abiertos los ojos —dijo el hombre, que debía de ser médico. Le tapó el ojo derecho con la palma de la mano—. ¿Cuántos dedos hay ahora?
—Cuatro. Pero no puedo ver.
Él le tapó ahora el ojo izquierdo.
—¿Cuántos hay ahora?
—Cuatro también.
—¿Por qué dice que no puede ver? —El médico retiró la mano de la cara de Sparta—. ¿Experimenta visión deformada? ¿Sombras? ¿Alguna anormalidad?
Ella volvió la cabeza, sin molestarse en responder. El imbécil no comprendía de qué hablaba ella, y se le ocurrió que era mejor no explicarle nada.
—Ellen, tenemos que hablar contigo —dijo uno de los otros, el mayor.
¿Por qué la llamaba de aquel modo? Éste no era su nombre.
Sparta probó sus conexiones, procurando no hacerlo de modo evidente, y las encontró fuertes. Se hallaba atada a una superficie almohadillada, una cama, con unas amplias bandas que le sujetaban los tobillos, las muñecas y el torso. Llevaba tubos en los brazos, y podía percibir de un modo vago otros tubos que le salían de la cabeza. Aquellos tubos debían estar haciéndole algo a su cabeza. No podía ver.
Pero aún podía oír…
Desde hacía ya más de una hora, mientras la Kon-Tiki había estado deslizándose en el gran remolino, Falcon había estado experimentando con el contraste y aumento del videoenlace, tratando de grabar una visión más clara de las medusas que estaban más cerca. Se preguntó si su coloración esquiva era algún tipo de camuflaje; quizás, igual que muchos de los animales de la Tierra, estaba tratando de confundirse con el fondo.
Era un truco utilizado tanto por cazadores como por presas. ¿En qué categoría se hallaba la medusa? En realidad no esperaba responder a esta pregunta en el poco tiempo que le quedaba, aunque justo antes de la luna local, y sin el menor aviso, llegó la respuesta.
Como un escuadrón de antiguos aviones de guerra, cinco mantas llegaron avanzando por la pared de neblina que había formado el embudo del remolino, volando en formación de V directamente hacia la masa gris de la medusa. A Falcon no le cabía duda de que iban a atacar; evidentemente, era un error suponer que se trataba de vegetarianos inofensivos.
Todo sucedía tan despacio, que era como mirar en cámara lenta. Las mantas se ondulaban para avanzar quizás a cincuenta klicks; pareció que transcurrían siglos hasta que llegaron a la medusa, la cual siguió impulsándose imperturbable a una velocidad aún más lenta. Aunque eran enormes, las mantas parecían pequeñas al lado del monstruo al que se acercaban. Y cuando se agitaron y se posaron sobre su espalda, parecían grandes pájaros aterrizando sobre una ballena.
¿Podía la medusa defenderse? Falcon no veía cómo podían estar en peligro las mantas atacantes mientras evitaran aquellos enormes y torpes tentáculos. Y quizá su anfitrión ni siquiera era consciente de ellas. Podían ser parásitos insignificantes, tolerados igual que los perros toleran las pulgas.
No, era evidente que la medusa estaba inquieta. Con agonizante lentitud, empezó a ladearse como un barco al naufragar. Transcurridos diez minutos, se había inclinado cuarenta y cinco grados y estaba perdiendo altitud rápidamente.
Falcon no pudo evitar sentir piedad por el monstruo sitiado. Aquella visión incluso le trajo recuerdos amargos, pues de una manera grotesca, la caída de la medusa era casi una parodia de los últimos momentos de la Queen.
—Ahórrese la compasión —dijo la voz extrañamente sin inflexión de Brenner por el intercomunicador, como si el exobiólogo hubiera estado leyendo su mente—. La inteligencia elevada sólo puede desarrollarse entre los depredadores, no entre estos animales que se dejan llevar por la corriente, ya sea en el mar o en el aire. Estas cosas a las que usted llama mantas están más cerca de nosotros que esa monstruosa bolsa de gas.
Falcon escuchó hasta el final la afirmación del científico y sintió que disentía. Pero no dijo nada. Al fin y al cabo, ¿quién podía realmente sentir simpatía por una criatura cien mil veces más grande que una ballena? Falcon tampoco quería pinchar a Brenner, quien debía de estar cerca del agotamiento completo. Sus observaciones se hallaban cada vez más infectadas de inadecuada emoción.
Falcon se ahorró seguir reflexionando sobre el estado del alma de Brenner, o la suya, al ver a la medusa, cuya táctica parecía estar surtiendo efecto. Su lento movimiento parecía haber perturbado a las mantas y éstas se alejaban de su dorso agitándose violentamente, como buitres hambrientos al ser interrumpidos a la hora de la comida. ¿Preferían por alguna razón estar hacia arriba, o había otra cosa, invisible a Falcon, que las movía a la acción?
No se habían alejado mucho todavía, siguiendo suspendidas a pocos kilómetros del monstruo que aún se ladeaba, cuando hubo un súbito destello de luz cegadora, sincronizado con un estallido de estática en la radio. Falcon sintió la sacudida como un agrio espasmo en el estómago. Observó de cerca que una de las mantas se retorcía lentamente, cayendo directamente hacia abajo y dejando una estela de humo negro detrás de ella mientras caía. El parecido con un caza abatido envuelto en llamas era sorprendente.
Al unísono las restantes mantas se sumergieron en picado para alejarse de la medusa, perdiendo altitud para ganar velocidad. Al cabo de unos minutos habían desaparecido en la pared de nube de la que habían surgido.
La medusa, que ya no caía, empezó a rodar de nuevo para colocarse en posición horizontal. Pronto estuvo navegando de nuevo como si nada hubiera sucedido.
—¡Hermoso! —La ardiente voz de Brenner se oyó por el intercomunicador, después del primer momento de asombrado silencio—. Defensas eléctricas, como las anguilas y las rayas. ¡Y al menos un millón de voltios! —Calló, y volvió a hablar con cierto nerviosismo en la voz—. Háblenos, Falcon. ¿Ve algún órgano que pudiera haber producido la descarga? ¿Algo que parezca un electrodo?
—No —dijo Falcon. Afinó la resolución—. Pero aquí hay algo extraño. ¿Ven ese dibujo? Vuélvanlo a pasar, antes no estaba.
Una ancha franja moteada había aparecido a lo largo del costado de la medusa, formando como un tablero de damas, de una precisión geométrica asombrosa. Cada cuadrado estaba moteado a su vez con un complejo subdibujo de líneas horizontales cortas espaciadas a distancias iguales en una disposición geométricamente perfecta de hileras y columnas.
—Tiene razón —dijo Brenner, con algo muy parecido al sobrecogimiento en su voz—. Eso es nuevo. ¿Qué opina usted?
Buranaphorn no dio tiempo a Falcon para responder a la pregunta.
—Formación de radio de banda métrica, ¿no crees, Howard? —Se rio—. Cualquier ingeniero que no tuviera que proteger la fama de un biólogo lo sabría en seguida.
—Por eso devuelve un eco tan grande —dijo Falcon.
—Bueno, quizá, pero ¿por qué ahora? —preguntó Brenner—. ¿Por qué acaba de aparecer?
—Podría ser consecuencia de la descarga —dijo Buranaphorn.
—Podría ser —coincidió Falcon. Hizo una pausa antes de añadir—: O quizá nos esté escuchando.
—¿En esta frecuencia? —Buranaphorn casi se echó a reír—. Tendrían que ser antenas de metro, o incluso de un decámetro de longitud. A juzgar por su tamaño.
Brenner intervino excitado.
—¿Y sí están relacionadas con las explosiones de radio del planeta? La Naturaleza nunca lo ha conseguido en la Tierra, aun cuando tenemos animales con sonar y sentidos eléctricos; ¡pero Júpiter está casi tan empapado de radio como la Tierra de luz del sol!
—Podría ser una buena idea —dijo Buranaphorn—. Esta cosa podría estar extrayendo la energía del radio. Es posible que incluso sea una planta de energía flotante.
—Todo esto es muy interesante —dijo Brenner, temblándole la voz con el tono autoritario de antes—, pero hay que establecer una cuestión mucho más importante. Me acojo a la Directriz Principal.
Durante un largo momento el radioenlace entre el Control de la Misión y la Kon-Tiki permaneció en silencio. Incluso Buranaphorn quedó callado.
Falcon habló primero, con un gran esfuerzo.
—Por favor, indique sus razones.
—Hasta que llegué aquí —empezó Brenner, con una animación que sonaba a falsa—, yo también habría jurado que cualquier criatura que hubiera podido desarrollar una antena de radio de onda corta tenía que ser inteligente. Ahora no estoy tan seguro. Esto podría haber evolucionado de manera natural. En realidad, supongo que no es más fantástico que el ojo humano.
—Muy bien, doctor Brenner —dijo Buranaphorn—. ¿Porqué se acoge a la Directriz Principal?
—Tenemos que ir a lo seguro —dijo Brenner, dejando su falsa animación—. Tenemos que suponer que hay inteligencia, aunque ninguno de nosotros crea en ella.
«Nosotros», pensó Falcon, mientras intentaba controlar las emociones que brotaban en su interior…
—Por lo tanto, coloco esta expedición bajo todas las cláusulas de la Directriz Principal —dijo Brenner, con un floreo final.
Una responsabilidad que nunca había imaginado conscientemente descendió sobre Howard Falcon. En las pocas horas que le quedaban, podría convertirse en el primer embajador de la raza humana en otro planeta habitado. Cosa extraña: no le sorprendió, sino que más bien le resultó una ironía tan deliciosa que casi deseó que los cirujanos le hubieran restaurado la capacidad de reír.
A bordo de la Garuda, Buranaphorn lanzó a Brenner una mirada penetrante: el hombrecillo de pelo gris se había hundido en tres dimensiones y flotaba en su arnés como una bola de masa. Buranaphorn le dijo escuetamente:
—Ojalá le hubiera dejado dormir.
Cuando se trataba de investigación, la Directriz Principal podía convertirse en un gran incordio. Nadie dudaba en serio de que tuviera buenas intenciones. Después de un siglo de discusión, por fin los humanos habían aprendido a aprovechar sus errores en su planeta hogar, o eso se esperaba, y no sólo las consideraciones morales sino el propio interés exigían que estas estupideces no se repitieran en ningún otro sitio del sistema solar. Ésa era una de las razones por las que el tipo de Voxpop se encontraba allí, ¿no? Para asegurarse de que se cumplía.
Nadie en esta tripulación necesitaba que se lo recordaran. Tratar a una inteligencia posiblemente superior como los colonizadores de Australia y Norteamérica habían tratado a sus aborígenes, como los ingleses habían tratado a los indios, como prácticamente todo el mundo había tratado a las tribus de África… bueno, aquello conducía al desastre.
Buranaphorn insistió:
—Doctor, hablo en serio. ¿No cree que debería descansar un poco? —Al fin y al cabo, la primera cláusula de la Directriz Principal era «mantener las distancias». No acercarse. No realizar ningún intento de comunicación. Darles mucho tiempo para estudiarle a uno, aunque lo que se quería decir con «mucho tiempo» nunca se había especificado. Eso se dejaba a la discreción del humano que se hallara en el lugar—. Sea lo que sea esa cosa, no vamos a obtener ninguna vista mejor mientras allí abajo sea de noche.
Brenner le miró de un modo extraño.
—No podría dormir. ¿Sabe cuánto tiempo hemos estado esperando este momento?
—Como usted diga, doctor.
Es uno de ésos, pensó Buranaphorn; y hasta hacía una hora le había engañado. Brenner parecía tan sano, tan juicioso. Él era el que no cesaba de decir que podrían encontrar algunos gérmenes allí abajo… pero nada más.
Esta misión parecía haber atraído a muchos tipos que habían invertido las esperanzas de su vida (por acuñar una frase) en las nubes de Júpiter; ingenieros renombrados, pero igualmente religionistas secretos. Los que se habían llamado a sí mismos «científicos de la Creación» en el siglo XX. Por su parte, Meechai Buranaphorn era un ex deportista e ingeniero aeronáutico que llevaba su budismo a la ligera. No es que se desviara de su camino para pisar bichos, y nunca comía carne a menos que el animal hubiera sido criado para ser comido. Pero algunos de estos tipos… se diría que están esperando la reencarnación instantánea o algo así. Buranaphorn se obligó a devolver sus pensamientos al estado de la misión.
Al menos los dos matones de la Junta Espacial se habían ido; tal como se habían comportado, se diría que intentaban buscar problemas. Pero quizá tenían una razón para estar allí. ¿Quién lo hubiera dicho? Llamó al puente.
—¿Qué hay del polizón?
Rajagopal se volvió a él.
—No se sabe nada —dijo ella.
—Vamos, dime algo, Raj.
El primer oficial tenía aquella irritante altivez que, en opinión de Buranaphorn, era natural en las mujeres indias. En especial en las que ocupaban cargos con autoridad.
Pero Rajagopal se ablandó.
—Ella y Redfield están encerrados en la clínica con nuestros visitantes de la Junta Espacial.
—¿Cómo se lo toma el capitán?
El propio Chowdhury habló por el intercomunicador.
—Por favor, ocúpese de su trabajo, señor Buranaphorn, y déjenos hacer el nuestro. No se distraiga con tonterías. Su misión es la razón por la que estamos todos aquí.
Gracias por recordármelo, memo, pensó Buranaphorn. Pero se guardó este pensamiento para sí.
Dentro de la pequeña clínica de la nave, Sparta volvía a estar inconsciente.
—No le he dado tan fuerte —dijo Blake, lo que debía de ser la enésima vez.
Esta vez, el rubio médico —procedía de una vieja familia de Singapur, de antepasados holandeses— no se molestó en responder. Ya le había explicado que los vasos sanguíneos intercraneales de la mujer se habían vuelto peligrosamente permeables por la ingestión de la droga «Striaphan», encontrada en gran cantidad en su persona, ingestión que evidentemente había sido muy grande y prolongada. Incluso un golpe moderado en la cabeza era suficiente para haber causado un rápido hematoma subdural.
La sangre en el cerebro no era poco común a bordo de una nave espacial; al flotar ingrávida, la gente tendía a colisionar de cabeza con las cosas. El equipo nanoquirúrgico de la clínica habría podido ocuparse de las cosas rutinarias en un par de horas, de haber gozado la paciente de buena salud, como la mayoría de las personas que trabajaban en el espacio. Por desgracia, esta mujer estaba gravemente malnutrida y sus pulmones sufrían de neumonía. No eran problemas médicos agobiantes, pero sí era raro encontrarse con ellos en el espacio; junto con la conmoción cerebral y el coágulo de sangre, representaban un peligro para su vida.
Las cosas serían mucho más sencillas, pensó el médico, si pudiera deshacerse de los mirones. La clínica, una diminuta habitación junto al área de recreo, ya era bastante pequeña sin tener que compartirla con este personaje llamado Redfield, loco de inquietud, y esta mole de oficial de la Junta Espacial; y ¿de dónde demonios había venido, mostrando su reluciente placa y ocupando la posición del Consejo de los Mundos?
—Quédese aquí, doctor Ullrich —dijo el oficial—. El señor Redfield y yo volveremos en seguida.
—No puedo hacer nada más por la paciente hasta…
—Quédese aquí.
—Pero no he comido desde…
La escotilla se cerró ante la dolida objeción del joven médico. Fuera, en el corredor, el comandante se volvió a su teniente.
—¿Alguna cosa, Vik?
—Nada. —El corpulento y rubio teniente llevaba su pistola fuera de la funda.
El comandante miró a Blake.
—Ha estado a bordo al menos desde Ganímedes. ¿Está seguro de que no se trata de una bomba?
—No en la Kon-Tiki. Se habría descubierto como exceso de masa.
—Ella ha ocultado fácilmente su propia masa.
—La Garuda tenía un par de órdenes de magnitud más de masa para eliminar. La Kon-Tiki se pesó repetidamente antes de ser lanzada. Hasta el gramo. Yo lo vigilé.
—Sí, tengo la impresión de que se convirtió usted en una auténtica peste —gruñó el comandante—. Entonces, una bomba de impulso, algo pequeño, no explosivo, suficiente para quemar la circuitería; lo que le hicieron a ella en Marte.
—Hace casi dos años que es una proscrita, que está fuera del sistema de nadie. ¿Cómo tendría acceso a algo tan sofisticado y costoso?
—Yo podría preguntar cómo hizo para viajaba de polizón…
—Lo hiciera como lo hiciera, no le costó tanto dinero.
—Sí. —El comandante suspiró—. ¿Daños estructurales?
—La Kon-Tiki ha funcionado sin ningún obstáculo, todos los sistemas principales: protectores de calor, paracaídas, globo, estatorreactores, sistemas de mantenimiento de vida, instrumentos, comunicación… Revisaron todo eso antes de que la dejaran separarse.
—Entonces es el software.
—Todos los diagnósticos han salido a la perfección.
—Aun así… el software.
Blake asintió, de mala gana.
—Creo que tiene usted razón. Pero no vamos a descubrir qué hizo a menos que ella nos lo diga.
—Oiga, Redfield, no intento deshacerme de usted. Pero el médico dice que tiene hambre. ¿Qué le parece si va a buscarle algo de comer?
Blake iba a objetar algo —¿por qué no puede hacerlo Vik?, quiso preguntar—. Pero la respuesta era evidente: el teniente iba armado, y podrían necesitarle. Blake se encaminó al comedor.
El comandante regresó a la clínica.
—Ahora le traen comida —dijo a Ullrich—. Cuénteme otra vez lo que sabe de esta sustancia que ella tomaba.
—El ordenador dice que es una proteína aglutinante de nucleótido de guanina…
—Para que un policía pueda entenderlo.
Ullrich enrojeció.
—Un neuropéptido, un producto químico del cerebro, asociado con la corteza visual. Uso limitado en el tratamiento de algunas formas de desórdenes en la lectura. La dosis típica es una millonésima de lo que esta mujer ha estado tomando.
—¿Qué produciría en ella?
—En las ratas produce alucinaciones. Auditivas y visuales. Y comportamientos extraños.
—¿Cómo la esquizofrenia?
—A las ratas no les diagnosticamos esquizofrenia.
—Uno a su favor, doctor —dijo el comandante—. Siga hablando.
—La corteza visual izquierda de la mujer es frágil. El golpe de Redfield en la mandíbula ha empujado el cerebro contra la parte posterior del cráneo. La permeabilidad preexistente de la membrana celular puede explicar su queja de que no ve… aunque es evidente que ve lo suficiente en el sentido corriente de la palabra.
En aquel momento Sparta abrió los ojos. Ullrich la miró. Sintió menos compasión por esta paciente de la que debería sentir.
—En cualquier caso, su vida no corre peligro. Su neumonía está controlada.
—¿Puedes hablar, Linda? —preguntó el comandante.
Su áspera voz transmitía una curiosa mezcla de preocupación y de mandato. El médico objetó, casi por reflejo:
—No es…
—Puedo hablar —susurró ella. Apartó la mirada del rostro del comandante y miró al médico con el ceño fruncido—. Peligroso.
—No te preocupes por él, está limpio —dijo el comandante, sin hacer caso de la mirada ofendida y perpleja de Ullrich—. ¿Quieres contarnos lo que hiciste a la Kon-Tiki?
—No. —Sus ojos se clavaron en los del comandante—. Comprende.
—¿Crees que Howard Falcon ocupó tu lugar como enviado?
—Como tenían intención los prophetae.
—¿Quieres negarle eso? ¿Por celos?
—¿Celos? —Intentó sonreír, produciendo un efecto horrible—. No quiero que el Espíritu Libre haga el primer contacto. Usted tampoco. —Su mirada pasó al techo de metal en sombras—. He estado ocupada, señor. Hace dos años.
—Sí.
—Sé quién es, realmente.
—Howard Falcon es un hombre inocente —dijo el comandante.
—Hombre no es la palabra —dijo ella.
—Es tan humano como tú.
—Yo no soy un ser humano —dijo ella, con una fuerza que le costó.
—No eres otra cosa —dijo el comandante. Se volvió al médico—. Muéstrele las exploraciones.
A pesar de sus protestas, Ullrich hizo lo que le pedían y sacó en la pantalla las exploraciones efectuadas en el cerebro de la mujer.
—Ésta es el área del hematoma —dijo, señalando—, casi enteramente eliminado por los nanoorganismos elegidos como blanco…
—Gracias, doctor —dijo el comandante, haciéndole callar—. Podías ver más cerca o más lejos que un ser humano corriente, Linda; no porque te hicieran nada en el globo del ojo, sino por lo que te hicieron en la corteza visual.
—Me gustaba —dijo ella—. Ahora ha desaparecido. Se me ha quemado el cerebro.
—Este otro nudo de materia sigue intacto —dijo el comandante, señalando una densa sombra en la parte frontal del cerebro—. Y éste y éste.
—Todavía puedo calcular trayectorias —dijo ella.
—¿Qué hiciste en el ordenador de la Kon-Tiki? —volvió a preguntar él.
—Todavía puedo oír. —Cerró los ojos. Por un instante, que pareció durar una eternidad, permaneció completamente inmóvil. Cuando volvió a abrirlos, dijo—: Quizá me persuadiera… si tuviéramos más tiempo.
_¿Qué quieres decir?
—No pierda tiempo conmigo. El Control de la Misión.
Él comprendió.
—O sea… que ya está sucediendo.