Quinta parte
ENCUENTRO CON MEDUSA

23

Un reluciente cúter blanco se acercaba cautelosamente a la principal esclusa de aire de la Garuda. La banda azul en diagonal y la estrella dorada de la proa del barco proclamaban su autoridad: la Junta de Control Espacial era la más grande agencia del Consejo de los Mundos, y poseía muchos brazos, como Shiva, tanto de nutrición como disciplinarios; coordinaba el desarrollo espacial y patrocinaba misiones científicas como la de la Kon-Tiki, pero al mismo tiempo actuaba de policía, guarda costero e infantería de Marina. El blanco cúter tenía un aspecto extrañamente aerodinámico para ser una nave espacial, pues la Junta Espacial había diseñado sus naves de energía por fusión para perseguir sus objetivos incluso en las profundidades de las atmósferas planetarias.

Ahora el cúter se hallaba muy lejos de una atmósfera. Mientras se mantenía suspendido en el espacio, inmóvil, un tubo de acoplamiento salió de su esclusa y se acopló herméticamente a la igualmente inmóvil Garuda. Unos minutos más tarde, un comandante de la Junta Espacial y su rubio y corpulento teniente, con una pistola a la cadera, penetraron con destreza en el puente de la Garuda.

Rajagopal, el primer oficial, fue a su encuentro.

—¿En qué puedo ayudarle, comandante?

Por alguna razón, incluso esta simple frase de cortesía, surgida de los brillantes labios rojos de la mujer, pareció arrogante.

—Estamos aquí para observar.

Era un hombre alto, moreno por el sol, con una voz ronca y acento canadiense.

—Bien, bien. Si no le importara decir…

—Lo siento —dijo con firmeza—. Si nos acompaña al Control de la Misión, no estorbaremos.

La expresión de la mujer se endureció.

—Por aquí, por favor.

El pasadizo que iba del puente al Control de la Misión era corto y terminaba en una escotilla en el centro de lo que, cuando la Garuda estaba acelerando, era el techo de la sala de control. Seis controladores levantaron la mirada con curiosidad cuando los hombres uniformados entraron en la habitación. Rajagopal anunció secamente la llegada a Lum, el director de vuelo, y regresó al puente.

Unos momentos más tarde, el comandante y su compañero se situaron en posiciones diferentes; el comandante se quedó suspendido al lado de la escotilla que conducía al puente, y el teniente se puso en la escotilla del suelo. La silenciosa maniobra produjo el efecto de indicar a los hombres y mujeres en aquella habitación que se encontraban bajo arresto.

Blake Redfield abrió los ojos a tiempo de verla, balanceándose en silencio e ingrávida en el techo de su cubículo para dormir. Ella se quedó justo encima, inclinada sobre él como una pesadilla.

No lo podía creer. Parpadeó, como si eso diera a la horrible aparición tiempo para marcharse. Cuando volvió a abrir los ojos, la pesadilla comenzó en serio.

Sparta debía de haber visto la expresión de sus ojos, el miedo que al reconocerla se transformó en una aprensión más calmada, más profunda.

—¿Estás aquí para matarme?

Quería hablar con audacia, pero las palabras le salieron en un seco susurro.

Ella sonrió. En la máscara negra de grasa que llevaba sobre la cara, sus dientes relucían y su lengua era de color rojo sangre.

—No tienes que hacer nada más, Blake. Ya me he ocupado yo. Cuídate.

—¿Qué quieres…?

—No, no te muevas —dijo ella.

Él fingió relajarse, y la miró fijamente.

—¿Qué has hecho, Ellen?

—No me llames Ellen.

«¿No me llames Ellen?» Blake respiró hondo; le silbaban los oídos por la tensión. «Durante años ha insistido en que la llamara Ellen».

—¿Cómo te llamas ahora?

—Ya sabes quién soy. No necesitas mi nombre.

—Como desees. —Estaba loca. Era tan evidente como la malévola sonrisa que esbozaba. Mírala, famélica y con aquellos ojos enrojecidos ardiendo en su cabeza—. ¿Qué has hecho?

Las palabras salieron de ella como una corriente cálida.

—No es necesario que sigas intentando atraparles. La misión fallará, me he ocupado de ello. Cuando lo haga, los prophetae que queden se darán a conocer. Entonces también me ocuparé de ellos.

—¿Qué has hecho?

—No me traiciones ante el comandante —dijo ella, desdoblando sus piernas y dándose un ligero empujón en las rodillas hacia el techo.

—¿El comandante? ¿Él está…?

Blake se interrumpió, mirando a Sparta con asombro mientras ella se deslizaba en el interior del conducto de cambio de aire, una abertura que él creía demasiado pequeña para un cuerpo humano.

—No me traiciones. —Ella ya estaba fuera de la vista cuando sus palabras llegaron a Blake—. Quieres vivir, ¿no?

—Lo siento —dijo el Control de la Misión por los altavoces de Falcon—. La Fuente Beta parece incierta. Probabilidad del setenta por ciento de que va a explotar dentro de la próxima hora.

Falcon repasó el cuadro que aparecía en la pantalla de mapas. Beta —latitud de Júpiter ciento cuarenta grados— estaba a casi treinta mil kilómetros y muy por debajo del horizonte de Falcon. Aun cuando grandes erupciones se elevaran hasta diez megatones, él se hallaba demasiado lejos para que la onda de choque fuera un grave peligro. Pero la tormenta de radio que provocaría era otro asunto.

Las explosiones decamétricas que a veces hacían de Júpiter la fuente de radio más potente en todo el cielo se habían descubierto en los años cincuenta, para el completo asombro de los astrónomos. Un siglo más tarde, su causa seguía siendo un misterio. Sólo se comprendían los síntomas.

La teoría del «volcán» era la que mejor había resistido el paso del tiempo, aunque nadie imaginaba que esta palabra tuviera el mismo significado en Júpiter que en la Tierra. Con intervalos frecuentes —a menudo varias veces al día— se producían erupciones titánicas en las profundidades inferiores de la atmósfera, probablemente en la superficie oculta del propio planeta. Una gran columna de gas, de mil kilómetros de altura, empezaba a hervir hacia arriba como si estuviera decidida a huir hacia el espacio.

Contra los potentes cascos gravitatorios de todos los planetas, no tenían ninguna oportunidad. Sin embargo, algunos restos —de unos pocos millones de toneladas métricas— podían llegar a alcanzar la ionosfera de Júpiter, y cuando lo hacían, se desataba el infierno.

Los cinturones de radiación que rodeaban a Júpiter empequeñecían por completo los débiles cinturones Van Allen de la Tierra. Cuando se produce un cortocircuito por una columna de gas ascendente, el resultado es una descarga eléctrica millones de veces más potente que cualquier rayo terrestre; se envía un colosal trueno de radiofrecuencia que inunda el sistema solar entero y las estrellas.

Las sondas habían descubierto que estas explosiones de radio se concentraban en cuatro áreas principales del planeta. Quizás allí había puntos débiles que permitían que los fuegos del interior estallaran de vez en cuando. Los científicos de Ganímedes ahora creían que podían predecir el inicio de una tormenta decamétrica; su exactitud era aproximadamente la del pronóstico del tiempo un siglo y medio atrás.

Falcon no sabía si dar la bienvenida a una tormenta de radio o temerla, ya que sin duda podía añadir valor a la misión, si es que él sobrevivía. Por el momento, simplemente sentía una vaga irritabilidad, como si esto resultara una distracción de algún propósito mayor. Se había planeado que la trayectoria de la Kon-Tiki se mantuviera lo más lejos posible de los principales centros de perturbación, en especial la más activa, la Fuente Alfa. Quiso la suerte que la amenazadora Beta fuera la más próxima a él. Esperaba que la distancia, casi tres cuartas partes de la circunferencia de la Tierra, fuera suficientemente segura.

—La probabilidad ahora es del noventa por ciento —dijo el Control de la Misión. La voz del Director de Vuelo, Lum, traslucía cierta urgencia—. Olvide lo que he dicho hace una hora. Ganímedes nos haría creer que podría ser en cualquier momento.

El radioenlace apenas se había quedado callado cuando el gráfico de la fuerza del campo magnético subió de repente; antes de que pudiera borrarse de la pantalla, se invirtió y cayó con la misma rapidez con que había subido, formando una aguja como un pico para hielo. Muy lejos y miles de kilómetros más abajo, algo había dado al núcleo fundido del planeta un empujón titánico.

El Control de la Misión recibió la noticia con retraso.

—¡Mire cómo sube!

—Gracias, ya lo sé.

—Puede esperar el comienzo en la posición en que usted está dentro de cinco minutos, y el máximo dentro de diez.

También lo sabía.

—Hagan una copia.

No les dijo cómo.

Alrededor de la curva de Júpiter, lejos, un embudo de gas ancho como el océano Pacífico se elevaba en el espacio a miles de kilómetros por hora. Las tormentas de la atmósfera inferior ya estarían rugiendo a su alrededor, pero no eran nada comparadas con la furia que se desataría cuando alcanzaran el cinturón de radiación y comenzaran a descargar su exceso de electrones en el planeta.

Falcon empezó a recoger todos los instrumentos que antes había extendido fuera de la cápsula. No podía tomar ninguna otra precaución. Faltaban cuatro horas para que la onda de choque atmosférico llegara a él, pero una vez la descarga se hubiera disparado, la ráfaga de radio, que viajaba a la velocidad de la luz, estaría allí en una décima de segundo.

Todavía nada: el monitor de radio, que exploraba el espectro, no mostraba nada inusual, sólo el fondo normal. Pero Falcon se fijó en que el nivel del ruido de fondo iba aumentando lentamente. La explosión que iba a producirse estaba ganando fuerza.

A semejante distancia, él no había esperado ver nada. Pero de pronto un parpadeo como de un rayo muy lejano bailó en el horizonte del Este. Simultáneamente, la mitad de los interruptores del tablero principal se desconectaron, las luces de la cápsula fallaron, y todos los canales de comunicación quedaron mudos.

Falcon intentó moverse, pero no pudo hacerlo. La parálisis que le atenazaba no era psicológica. Había perdido el control de sus miembros, y sentía una dolorosa sensación de hormigueo en todos los nervios. Parecía imposible que el campo eléctrico pudiera haber penetrado en la cabina protegida —que era efectivamente una caja Faraday— y, sin embargo, había un vacilante resplandor en el tablero de instrumentos, y Falcon oyó el inconfundible crujido de la descarga radiante.

¡Bang! ¡Bang!

Los sistemas de emergencia —¡bang!— se pusieron a funcionar —¡bang!— y las sobrecargas se reajustaron. Las luces se encendieron vacilantes. La humillante parálisis de Falcon desapareció con la misma rapidez con que había venido. Echando una mirada al tablero de mandos, se inclinó hacia los accesos.

No había necesidad de probar las lámparas de inspección externas, pues fuera de las ventanas los cables de apoyo de la cápsula parecían estar en llamas. Líneas de luz azul eléctrico relucían en la oscuridad, estirándose hacia arriba desde el principal anillo de sustentación hasta el ecuador del globo gigante; rodando lentamente en varios de ellos había bolas de fuego.

La visión era tan extraña y tan hermosa que era difícil interpretarla como alguna amenaza; aunque poca gente, como Falcon sabía, podía haber visto jamás un relámpago en bola desde tan cerca. Y sin duda no habría sobrevivido, si hubieran estado volando en un globo lleno de hidrógeno en la atmósfera de la Tierra. Recordó la muerte del Hindenburg envuelto en llamas —¿cómo podía olvidarlo ningún piloto de dirigible? ¿Cómo podían no haber memorizado el viejo noticiario fotograma a fotograma?— destruido por una chispa al atracar en Lakehurst en 1937. Eso no podía ocurrir aquí, aunque había más hidrógeno sobre su cabeza del que había llenado el último zeppelin; pasarían unos cuantos miles de millones de años hasta que alguien pudiera encender fuego en la atmósfera de Júpiter sin oxígeno.

Con un ruido como de tocino cociéndose a fuego vivo, el circuito de conversación volvió a la vida; era la voz frenética de Lum.

Kon-Tiki, ¿nos recibes? ¿Nos recibes?

Distorsionadas, las palabras del director de vuelo apenas eran inteligibles.

Falcon se animó; había recuperado el contacto con el mundo humano.

—Te recibo David —dijo, un poco menos formal que de costumbre—. Ha sido una buena demostración eléctrica. Pero sin ningún daño hasta ahora.

—Temíamos haberte perdido. Howard, por favor, ajusta los canales de telemetría tres, siete y veintiséis. Y aumenta el vídeo dos. No nos acabamos de creer las lecturas de los sensores de ionización externos.

De mala gana, Falcon apartó la mirada de la fascinante exhibición pirotécnica que se desarrollaba alrededor de la Kon-Tiki. Mientras recalibraba los instrumentos miraba de vez en cuando por las ventanillas. El relámpago en bola fue lo primero que desapareció, expandiéndose lentamente las esferas ardientes hasta que alcanzaron un tamaño crítico, en el que se desvanecieron con una silenciosa y casi gentil explosión.

Pero incluso una hora más tarde todavía quedaban débiles resplandores alrededor del metal expuesto en la superficie de la cápsula, y los radioenlaces siguieron produciendo ruidos hasta después de medianoche.

—Volvemos a cambiar de turno, Howard. Dentro de poco se ocupará Meechai.

—Gracias por tu buen trabajo, David.

—Buenos días, Howard. Bienvenido al Día Tres.

La voz de Buranaphorn se oyó clara en el radioenlace.

—Pasan rápido, ¿verdad? —dijo Falcon, en tono agradable.

En el fondo de su ser, se sentía de todo menos bien. Aquel choque eléctrico, la parálisis… algo extraño estaba sucediendo, aunque no podía decir qué. Imágenes fantásticas acudían a su imaginación, y se imaginó que alguien le estaba hablando a su lado —en la cápsula— pero las palabras pertenecían a una lengua que él jamás había oído, como en un sueño en el que se ven claramente las palabras escritas en una página pero no se puede sacar ningún sentido de ellas.

Falcon luchaba por mantenerse concentrado. Su misión no se había completado ni mucho menos. Las horas restantes de oscuridad transcurrieron sin ningún incidente, hasta justo antes del amanecer.

Como vino del Este, Falcon creyó que estaba viendo las primeras luces del amanecer. Luego, se dio cuenta de que aún faltaban veintidós minutos para ello y que el resplandor que había aparecido a lo largo del horizonte avanzaba hacia él.

Rápidamente se despegó del arco de estrellas que señalaban el borde invisible del planeta, y Falcon vio que era una franja relativamente estrecha, bastante bien definida, el haz de una enorme linterna, que pendía bajo las nubes. Unos cincuenta kilómetros detrás de la primera rápida franja de luz vino otra, paralela y avanzando a la misma velocidad. Y detrás de ésa otra y otra, hasta que todo el cielo vaciló con capas alternativas de luz y oscuridad.

Falcon creía que por entonces ya se había acostumbrado a las maravillas, y seguro que esta exhibición de pura luminosidad, sin sonido, no podía representar el más mínimo peligro. No obstante, fue una exhibición asombrosa, inexplicable, y, a pesar de sí mismo, sintió que un frío temor le punzaba en lo que siempre había sido un autocontrol casi inhumano. Ningún ser humano podía contemplar semejante vista sin sentirse como un pigmeo indefenso en presencia de fuerzas que escapaban a su comprensión. ¿Sería posible que Júpiter no sólo tuviera vida, sino…?

(Su mente se puso en marcha. Las ventanas de su cápsula giraban enfrente de sus ojos con la misma rapidez que los rayos del reflector en el vasto paisaje oscuro de nubes de fuera).

¿…sino también inteligencia?

Esa idea tuvo que abrirse paso literalmente a la fuerza hasta la conciencia. ¿Qué podía saber su inconsciente con tanto fervor y celo que quería ocultarlo a su propia mente consciente, a la razón?

¿Una inteligencia que no sólo estaba empezando a reaccionar a su presencia extraña…?

—Sí, lo vemos —dijo Buranaphorn, con una voz que era el eco del propio sobrecogimiento de Falcon—. No tenemos idea de qué es. Hemos llamado a Ganímedes.

El espectáculo se desvanecía lentamente; las franjas que se acercaban a gran velocidad desde el lejano horizonte eran mucho más débiles, como si las energías que las impulsaban empezaran a estar exhaustas. Al cabo de cinco minutos todo había terminado. El último débil impulso de luz vaciló en el cielo occidental y desapareció. Su final dejó a Falcon una abrumadora sensación de alivio. La visión había sido tan hipnótica, tan perturbadora, que contemplarla durante demasiado rato no podía haber sido bueno para la paz mental de nadie. Se sentía más asustado de lo que quería admitir. Una tormenta eléctrica era algo que podía comprender, pero esto era totalmente incomprensible.

El Control de la Misión permanecía en silencio. Él sabía que estaban examinando los bancos de información de Ganímedes; personas y máquinas concentraban su esfuerzo en el problema. Entretanto, una señal había llegado a la Tierra, pero sólo llegar allí y devolver un «hola» requería una hora.

¿Qué significaban aquella creciente intranquilidad, aquella insatisfacción? Era algo que intentaba penetrar a la fuerza en su mente como la formación de otra titánica ráfaga de radio; era como si Falcon supiera algo que no quería admitir ante sí mismo que sabía.

Cuando el Control de la Misión volvió a hablar, quien lo hizo fue la voz cansada de Olaf Brenner.

—Hola, Kon-Tiki, hemos resuelto el problema, por decirlo de alguna manera, pero todavía no podemos creerlo. —El exobiólogo parecía aliviado y apagado al mismo tiempo. Se podía haber pensado que el hombre se hallaba en medio de una gran crisis intelectual—. Lo que está viendo es bioluminiscencia. Quizá similar a la producida por microorganismos en los mares tropicales de la Tierra. Sin duda son similares en su modo de manifestarse, aquí, en la atmósfera, no en el océano, pero el principio parece ser el mismo.

—El modelo era demasiado regular, demasiado artificial —protestó Falcon suavemente—. De cientos de kilómetros de punta a punta.

—Era más grande aún de lo que imagina. Usted sólo ha observado una pequeña parte. El conjunto era de casi cinco mil kilómetros de ancho y parecía una rueda giratoria. Usted sólo ha visto los radios, que pasaban cerca suyo a aproximadamente un kilómetro por segundo.

—¡Un segundo! —Falcon no pudo evitar la exclamación—. ¡Ningún ser vivo podría moverse tan de prisa!

—Claro que no. Déjeme que se lo explique. Lo que usted ha visto estaba impulsado por la onda de choque de la Fuente Beta, moviéndose a la velocidad del sonido.

—¿Qué tiene eso que ver con la pauta?

—Eso es lo sorprendente. Es un fenómeno muy raro, pero se han observado idénticas ruedas de luz, miles de veces más pequeñas, en el golfo Pérsico y el océano indico. Escuche: el Patna, de la British India Company, golfo Pérsico, mayo de 1880, a las once y media de la mañana: «Una enorme rueda luminosa girando, cuyos radios parecían cepillar la nave. Los radios tenían de doscientos a trescientos metros de largo… Cada rueda contenía unos dieciséis radios…». Y aquí hay un informe del golfo de Omán, con fecha 23 de mayo de 1906: «La luminiscencia intensamente brillante se acercaba a nosotros rápidamente, lanzando rayos de luz bien definidos hacia el Oeste en rápida sucesión, como el haz del reflector de un buque de guerra… A nuestra izquierda, se formó una gigantesca rueda ardiente, con radios que alcanzaban todo lo que la vista abarcaba. La rueda entera giró a nuestro alrededor durante dos o tres minutos…» —Brenner se interrumpió—. Bueno, y así sucesivamente. Ganímedes tiene reseñados unos quinientos casos. El ordenador los habría impreso todos si no lo hubiésemos detenido.

—Está bien. Estoy convencido; pero sigo perplejo.

—No es de extrañar. La explicación completa no se tuvo hasta finales del siglo XX. Al parecer estas ruedas luminosas proceden de terremotos submarinos, y siempre se producen en aguas poco profundas donde las ondas de choque se reflejan y forman pautas de ola permanentes, a veces franjas, a veces ruedas giratorias; se les ha llamado «Ruedas de Poseidón». La teoría por fin fue demostrada efectuando explosiones bajo el agua y fotografiando los resultados desde un satélite.

—No me extraña que los marineros fueran tan supersticiosos —observó Falcon.

Vio la pertinencia de los ejemplos terrestres: cuando la Fuente Beta explotó, debió de enviar ondas de choque, en todas direcciones, a través del gas comprimido de la atmósfera inferior, y a través del cuerpo sólido del núcleo de Júpiter. Encontrándose y recruzándose, estas ondas se anulaban aquí y se reforzaban allí. El planeta entero debía de haber sonado como una campana.

Sin embargo, la explicación no destruyó su sensación de maravilla y sobrecogimiento: jamás sería capaz de olvidar aquellas vacilantes franjas de luz, que avanzaban a gran velocidad a través de las inalcanzables profundidades de la atmósfera de Júpiter. En este mundo cualquier cosa podía suceder, y nadie podía adivinar qué traería el futuro. Y él todavía tenía que pasar un día entero.

Falcon no se hallaba simplemente en un planeta extraño. Estaba atrapado en un reino mágico entre el mito y la realidad.

Blake, entretanto, se encontraba entre dos grupos de cañerías en un espacio que no había sido diseñado para ser ocupado por ningún ser humano, ese tipo de espacio que se deja cuando los soldadores han entrado y efectuado su trabajo, y después los instaladores de cañerías han entrado y hecho el suyo, y los electricistas han entrado y hecho el suyo, sin esperar realmente ninguno de ellos tener que volver y dejando ese diminuto agujero técnicamente transitable por si algún pobre bobo tiene que entrar allí con una llave inglesa o un equipo de cortacables para arreglar algo roto.

Lo que Blake hacía allí era ese tipo de cosas por la que matan a la gente. Estaba cazando a un animal herido.

Linda, o Ellen, o comoquiera que fuera su nombre secreto, era mucho más lista y rápida que él, y él lo sabía. Había visto suficiente de su misteriosa «suerte» para adivinar lo que tenía en su cerebro y nervios, pero nunca habían hablado de ello. Probablemente ella podía ver en la oscuridad y olerle acercarse, igual que un león de montaña herido.

No obstante, había que detenerla. Era demasiado peligrosa para permitirle ir libre y demasiado peligrosa para subestimarla. Si ella decía que se había asegurado de que la misión de Howard Falcon fallara, tenía razón. Sin embargo, él no podía simplemente entregarla al comandante, decirle que al fin había regresado… y lavarse las manos de los resultados. Estaban ocurriendo muchas cosas demasiado de prisa. Tenía que ocuparse de esto por su cuenta.

Había un par de factores de su lado. Por su perversa adicción al sabotaje, Blake tenía más experiencia que ella en actividades furtivas. Con suerte, ella no le estaría esperando, pues había salido para avisarle de que se quedara al margen, cuando debía de saber que él no sospechaba que ella se encontraba allí.

Y estaba enferma. Pero si sus ojos obsesionados y su cuerpo demacrado significaban que era menos formidable, él no lo sabía.

Avanzó lentamente a través del casi intransitable pasadizo hasta que se encontró junto a la zona de servicio de AP, débilmente iluminada por un par de diodos verdes. Allí nada se movía, nada visible. Blake aguzó el oído tanto como pudo, pero sólo oyó el gemido, siseo y crujido de la nave por encima de su propia respiración y los latidos de su corazón. El silencio que reinaba sonaba en sus oídos como el viento huracanado.

Fue avanzando poco a poco, hasta que se encontró medio colgado en el espacio donde esperaba encontrarla.

El chirriar inoportuno de la mujer loca fue su único aviso. Ella salió volando de las sombras profundas a la luz verde, con las garras extendidas, gritando como una arpía. Habría podido arrancarle la garganta, pero gracias a su grito él tuvo un instante para percibir los ojos fieros de ella, sus relucientes colmillos, mientras él se convulsionaba, se retorcía y le agarraba la muñeca. Las púas INP de la mujer, extendidas bajo sus uñas, le arañaron el brazo como cuchillas, pero él no lo notó. Sus pantorrillas seguían metidas en el estrecho pasadizo; le proporcionaron la fuerza necesaria y…

«Con un solo movimiento de su cuello, un leopardo le arranca la piel a su presa con un chorro de sangre…»

El efecto en Sparta no fue tan horripilante. Vuelta del revés de una sacudida por Blake, Sparta dio un salto mortal como una muñeca de trapo y se golpeó la cabeza en el mamparo, con las piernas extendidas. Su fétido aliento salió como un gruñido explosivo y débilmente agitó su brazo libre, pero el puño izquierdo de Blake le golpeó la barbilla. La cabeza le cayó hacia atrás y los ojos se le pusieron en blanco.

La propia sangre de Blake flotaba en la pequeña habitación, pequeñas burbujas negras en la verde luz, cada vez más abundantes. Dobló los brazos alrededor del sucio y demacrado cuerpo de Sparta y estalló en llanto. Llorando amargamente, buscó a tientas con la mano buena la escotilla que se abría al corredor de mantenimiento.

Había deseado no tener que entregarla. Había querido sacarle la verdad a ella y, si se le ocurría alguna manera de hacerlo, ayudarla a liberarse.

Demasiado tarde. Estaba perdiendo sangre con rapidez; tenía que llegar a la clínica. Y ella estaba muriendo en sus brazos.