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Cerca de una hora antes de la salida del sol, las voces de lo profundo desaparecieron, y Falcon empezó a prepararse para el amanecer de su segundo día. La Kon-Tiki ahora se hallaba sólo cinco kilómetros por encima de la capa de nubes más próxima; la presión exterior había subido a diez atmósferas, y había una temperatura tropical de treinta grados centígrados. Se podía estar cómodo allí sin más equipo que una máscara para respirar y la adecuada mezcla de helio y oxígeno.

El Control de la Misión había permanecido callado durante varios minutos, pero poco después del amanecer sonó por la conexión.

—Tenemos buenas noticias para ti, Howard. La capa de nubes que está debajo de ti se está rompiendo. Habrá un claro parcial dentro de una hora. Tendrás que estar al tanto por si hay turbulencia.

—Ya la noto un poco —respondió Falcon—. ¿Qué distancia hacia abajo podré ver?

—Al menos veinte kilómetros, hasta la segunda termóclina. Esa nube es sólida; es la que nunca se rompe.

Como Falcon bien sabía. También sabía que estaba fuera de su alcance. La temperatura allí abajo seguramente sería de más de cien grados. Ésta debía de ser la primera vez que un viajero en globo se había tenido que preocupar no por su techo sino por su base.

Diez minutos más tarde pudo ver lo que el Control de la Misión ya había observado desde sus sensores en órbita, que tenían puntos de observación ventajosos: había un cambio de color cerca del horizonte, y la capa de nubes se había vuelto mellada y desigual, como si algo la hubiera abierto. Falcon subió su horno nuclear un par de muescas y dio a la Kon-Tiki otros cinco kilómetros de altitud para poder obtener una vista mejor.

El cielo, abajo, se estaba aclarando rápida y completamente, como si algo estuviera disolviendo las nubes sólidas. Una sima se estaba abriendo ante sus ojos. Un momento más tarde navegaba sobre el borde de un cañón de nubes de veinte kilómetros de profundidad y mil kilómetros de anchura.

Un nuevo mundo se extendía bajo él; Júpiter se había despojado de uno de sus muchos velos. La segunda capa de nubes, inalcanzable y mucho más abajo, era bastante más oscura de color que la primera, casi rosa salmón, y curiosamente estaba moteada de pequeñas islas de color rojo ladrillo. Éstas tenían forma de óvalo, y sus largos ejes señalaban este-oeste, en la dirección del viento predominante. Había cientos de ellas, todas más o menos del mismo tamaño, y recordaron a Falcon los hinchados pequeños cúmulos del cielo terrestre.

Redujo la capacidad de flotación, y la Kon-Tiki empezó a caer por la cara del precipicio que se disolvía. Entonces fue cuando se fijó en la nieve.

Blancos copos se estaban formando en la atmósfera y descendían lentamente. Sin embargo, hacía demasiado calor para que hubiera nieve, y en cualquier caso apenas había indicios de agua a aquella altitud. Además, estos copos no tenían brillo al caer como una cascada en las profundidades. Cuando, después, unos pocos aterrizaron sobre el soporte de un instrumento fuera de la principal abertura para visión, vio que eran de un blanco opaco y mate, no cristalinos, y bastante grandes, de varios centímetros. Parecían de cera.

Entonces se dio cuenta de que eran esto precisamente. Una reacción química que tenía lugar en la atmósfera que le rodeaba condensaba los hidrocarbonos que flotaban en el cielo de Júpiter.

Unos cien kilómetros más adelante había una perturbación en la capa de nubes; los pequeños óvalos rojos eran zarandeados y empezaban a formar una espiral, el conocido dibujo ciclónico tan común en la meteorología de la Tierra. Este torbellino emergía a una velocidad asombrosa; si aquello era una tormenta, se dijo Falcon para sus adentros, se encontraba ante un grave problema.

Y luego su preocupación se convirtió en asombro… y en miedo.

Lo que se estaba desarrollando en su campo de visión no era una tormenta. Algo enorme —algo de muchos kilómetros de diámetro— se elevaba a través de las nubes.

La tranquilizadora idea de que esto también pudiera ser una nube, una masa de cúmulos anteriores a una tempestad que se estaban formando en las capas inferiores de la atmósfera, sólo duró unos segundos. No, esto era sólido; se abría paso a través de las nubes de color de rosa y salmón como un iceberg que surgiera de las profundidades.

¿Un iceberg flotando en hidrógeno? Era imposible, por supuesto, pero quizá no era una analogía tan remota. Enfocó su ojo telescópico en el enigma —y momentos más tarde ajustó la óptica de la Kon-Tiki para transmitir la misma imagen al Control de la Misión— y vio que la gran forma era una masa blancuzca y cristalina veteada de rojo y marrón. Debía de ser, decidió, lo mismo que los «copos de nieve» que caían a su alrededor: una cadena montañosa de cera.

Se dio cuenta de que no era tan sólida como había creído. En los bordes se desmigajaba y reformaba continuamente…

El Control de la Misión llevaba más de un minuto acosándole con preguntas.

—Sé lo que es —dijo con firmeza, contestando al fin—. Una masa de burbuja, alguna clase de espuma, espuma de hidrocarbono. Los químicos tendrán un día de campo… ¡Un momento!

—¿Qué sucede? —La tranquila pero inconfundiblemente urgente voz de Im le llegó con el retraso de la radio—. ¿Qué estás viendo, Howard?

Falcon oyó a Brenner balbucear excitado, pero no hizo caso de las súplicas de la Garuda y centró su atención en la imagen telescópica de su propio ojo. Volvió a enfocar con retraso la óptica mecánica. Tenía una idea… pero tenía que estar seguro. Si cometía un error, sería el hazmerreír de todos los que estaban pendientes de esta misión, en todo el sistema solar.

Luego se relajó, miró el reloj e interrumpió la insistente voz del Control de la Misión.

—Hola, Control de la Misión —dijo muy formal—. Aquí Howard Falcon a bordo de la Kon-Tiki. Hora efeméride diecinueve horas, veintiún minutos, quince segundos. Latitud cero grados cinco minutos norte. Longitud ciento cinco grados, cuarenta y dos minutos, sistema uno… Si el doctor Brenner todavía está ahí, haz el favor de decirle que hay vida en Júpiter. Y es grande.

—Me siento muy satisfecho de que se demuestre que yo estaba equivocado —fue la respuesta de Brenner, tan rápida como la distancia permitía. A pesar de su anterior vehemencia, Brenner parecía francamente alegre—. Supongo que la madre Naturaleza siempre se guarda algo en la manga, ¿eh? Mantenga colocada la lente larga y proporciónenos las mejores fotografías que pueda.

Si Falcon hubiese sido dado a la ironía, se habría preguntado qué demonios esperaba el exobiólogo que haría además de conseguir las mejores fotografías que pudiera. Pero el sentido de la ironía de Falcon jamás se había desarrollado bien.

Conectó el telescopio sin vibraciones y miró la imagen en el vídeo. Eso debería hacer feliz a Brenner. Luego miró lo más cerca que pudo con su propio ojo. Las cosas que se movían arriba y abajo de aquellas distantes pendientes de cera todavía se encontraban demasiado lejos para que Falcon pudiera reconocer muchos detalles, aunque tenían que ser verdaderamente muy grandes para resultar visibles a semejante distancia. Casi negras, y en forma de punta de flecha, maniobraban mediante lentas ondulaciones de su cuerpo entero, de manera que parecían más bien mantarrayas nadando por encima de algún arrecife tropical.

Quizás eran animales que pacían sostenidos por el viento, no más carnívoros que el ganado que pacía en los pastos de las nubes de Júpiter, pues parecían estar alimentándose a lo largo de las vetas rojas y marrones que discurrían como lechos de río secos por los flancos de los precipicios flotantes. De vez en cuando, uno de ellos se sumergía de cabeza en la montaña de espuma y desaparecía por completo de la vista.

La Kon-Tiki se movía lentamente con respecto a la capa de nubes de debajo. Tardaría al menos tres horas en encontrarse sobre aquellas efímeras colinas. Competía en una carrera con el sol. Falcon esperaba que la oscuridad no cayera antes de que él pudiera obtener una buena vista de las mantas, como las había bautizado, así como del frágil paisaje sobre el que se abrían camino.

El intercomunicador crujió.

—Howard, me desagrada dejarlo en un momento como éste, pero es hora de cambiar de turno —dijo Im—. El doctor Brenner acaba de encargar otro litro de café. Creo que tiene intención de permanecer contigo.

—Claro que sí —dijo Brenner alegre.

—Gracias por vuestra ayuda, Vuelo —dijo Howard—. Y hola, Vuelo.

—Hola, Howard. —La voz que se oyó fue la de David Lum, un chino étnico de Ganímedes con un largo historial de servicio en el programa espacial indoasiático—. Tuvimos que sacar a Budhvorn de aquí a la fuerza —dijo Lum—. Habría acaparado toda la diversión.

La diversión iba a tardar un poco en llegar; unas largas tres horas. Durante todo ese período Falcon mantuvo los micrófonos externos a pleno volumen, preguntándose si éste era el origen de los estampidos en la noche. Las mantas sin duda parecían lo bastante grandes para producirlos. Una vez hubo realizado una medición exacta, descubrió que tenían casi trescientos metros de punta a punta de las alas. Eso era diez veces la longitud de la ballena más grande de la Tierra, aunque Falcon sabía que las mantas no podían pesar más de unas pocas toneladas.

Por fin, media hora antes de ponerse el sol, la Kon-Tiki se hallaba casi sobre las montañas de cera.

—No —dijo Falcon, respondiendo de nuevo a las repetitivas preguntas de Brenner—, todavía no muestran ninguna reacción a mi presencia. No creo que sean muy brillantes. Parecen vegetarianos inofensivos. Si quisieran cazarme, dudo que pudieran alcanzar mi altitud.

Sin embargo, se sentía un poco decepcionado porque las mantas no demostraban el más mínimo interés por él, mientras navegaba muy por encima de su terreno de alimentación. Quizá no tenían manera de detectar su presencia. Falcon podía ver pocos detalles de su estructura, y ni siquiera los fotogramas aumentados por el ordenador captados por el telescopio habían detectado ninguna señal de nada que se pareciera a un órgano sensorial. Aquellas criaturas eran simplemente enormes deltas negras, que se ondulaban sobre colinas y valles que en realidad eran poco más firmes que las nubes de la Tierra. Aunque parecían sólidas, Falcon sabía que cualquiera que pisara aquellas blancas montañas se hundiría en ellas como si estuvieran hechas de papel de seda.

De cerca, pudo ver las miríadas de células o burbujas de las que estaban formadas. Algunas de éstas eran bastante grandes, de un metro o más de diámetro, y Falcon se preguntó en qué caldero de bruja de hidrocarbonos habían sido preparadas. Debía de haber suficientes productos petroquímicos en la atmósfera de Júpiter para satisfacer las necesidades de toda la Humanidad durante un millón de años.

El corto día casi se había agotado cuando pasó por encima de la cresta de las colinas de cera, y la luz se iba desvaneciendo rápidamente en sus laderas. No había mantas en esta parte occidental, y por alguna razón la topografía era muy diferente. La espuma tenía forma de largas terrazas niveladas, como el interior de un cráter lunar. Falcon casi podía imaginar que eran escalones gigantescos que conducían a la superficie escondida del planeta.

Y en el escalón inferior, libre de las nubes arremolinadas que la montaña había desplazado cuando apareció agitándose hacia el cielo, se hallaba una masa toscamente ovalada, de unos cinco o seis kilómetros de diámetro. Era difícil de ver, pues sólo era un poco más oscura que la espuma blanca grisácea sobre la que descansaba. El primer pensamiento de Falcon fue que estaba contemplando un bosque de pálidos árboles, como setas gigantes que jamás hubieran visto el sol.

Sí, debía de ser un bosque; vio cientos de delgados troncos que emergían de la blanca espuma cerosa en la que estaban arraigados. Pero los árboles estaban asombrosamente juntos; apenas había espacio entre ellos. Quizá no era un bosque, sino un solo árbol enorme como los banians de varios troncos. Una vez había visto un árbol de éstos en Java que tenía más de seiscientos cincuenta metros de diámetro. Este monstruo era al menos diez veces más grande.

La luz casi había desaparecido. El paisaje de nubes se había vuelto púrpura debido a la luz refractada del sol, y al cabo de pocos segundos también se desvanecería. En la última luz de su segundo día en Júpiter, Howard Falcon vio —o creyó ver— algo que sembró las más serias dudas de su interpretación del óvalo blanco. Pero también le emocionó de una manera que no habría podido explicar de modo consciente.

A menos que la escasa luz le hubiera engañado por completo, aquellos cientos de delgados troncos se movían hacia delante y hacia atrás con perfecta sincronía, como frondas de algas balanceándose en el oleaje.

Y el árbol ya no estaba en el lugar donde lo había visto por primera vez.