18

La caída desde la órbita de Amaltea hasta la atmósfera exterior de Júpiter sólo tarda tres horas y media, más unos minutos para ganar una cantidad extra de inclinación orbital, evitando así el ancho tramo de los diáfanos anillos llenos de escombros del planeta. Incluso dando este rodeo, es un viaje corto.

Pocos hombres habrían podido dormir durante un viaje tan veloz y sobrecogedor. El sueño era una debilidad que Howard Falcon odiaba, y el poco que todavía necesitaba le producía pesadillas que el tiempo no había sido capaz de exorcizar. Pero podía suponer que no descansaría nada en los tres días que le esperaban, y debía aprovechar todo lo que pudiera durante la larga caída a aquel océano de nubes, unos noventa y seis mil kilómetros más abajo.

Así, en cuanto la Kon-Tiki hubo entrado en su órbita de transferencia y todas las comprobaciones del ordenador fueron satisfactorias, intentó prepararse para dormir. Visto fríamente, quizá fuera el último sueño que pudiera conocer, así que parecía apropiado que casi en el mismo momento Júpiter eclipsara el brillante y diminuto sol, cuando la nave penetrara en la monstruosa sombra del planeta. Por unos minutos una extraña luz dorada como el atardecer envolvió a la nave; luego, una cuarta parte del cielo se volvió un agujero completamente negro en el espacio, mientras en el resto resplandecían las estrellas.

Por muy lejos que se viajara por el sistema solar, las estrellas nunca cambiaban; estas mismas constelaciones brillaban entonces en la Tierra, a millones de kilómetros de distancia. Las únicas novedades aquí eran las pequeñas y pálidas medialunas de Calixto y Ganímedes. Había una docena de otras lunas en algún lugar allá arriba, en el firmamento, pero eran demasiado pequeñas y estaban demasiado lejos para que la vista las distinguiera sin ayuda.

—Todo nominal aquí —informó a los controladores muy por encima de él en la Garuda, que se deslizaba segura en la sombra de Amaltea—. Cierro la tienda por dos horas.

—Eso es un roger, Howard —respondió el director de vuelo.

El argot de la primera época del programa espacial americano quizá sonaba extraño al principio, pronunciado en inglés con acento tailandés, pero ciertas frases de americano y ruso hacía tiempo que se habían hecho familiares en el espacio interplanetario como la terminología náutica antigua en los siete mares de la Tierra.

Falcon conectó el inductor de sueño y cayó rápidamente en ese estado de distracción sin rumbo que precede a la inconsciencia. Su cerebro, que almacenaba información por fuerza y la producía por asociación libre en momentos como éste, ahora le recordó la etimología de la palabra Amaltea: significaba «tierno», como en suave y delicado. Amaltea, la ninfa-cabra, había sido niñera de Zeus niño —a quien los romanos equiparaban con Júpiter— en su cueva escondrijo de Creta.

Durante mucho tiempo después de que se descubriera la luna interior de Júpiter, se conocía simplemente como Júpiter V, la primera que se encontraba después de los cuatro satélites que Galileo hizo famosos, cuyos nombres también fueron cogidos prestados de compañeros mitológicos de Zeus. Si no servía para ningún otro propósito humanitario, Amaltea era una bulldozer cósmica que recogía perpetuamente las partículas cargadas que hacían insano permanecer cerca de Júpiter. La estela de Amaltea estaba casi libre de radiación y fragmentos de materia volante, y allí la Garuda podría aparcar con total seguridad mientras la muerte rondaba de modo invisible a su alrededor.

Falcon pensó ociosamente en estas cosas mientras los impulsos eléctricos se agitaban suavemente en su cerebro. Mientras la Kon-Tiki caía hacia Júpiter, ganando velocidad por segundos en aquel enorme campo gravitatorio, se durmió, al principio sin sueños. Los sueños siempre le llegaban cuando empezaba a despertarse. Se llevaba consigo sus pesadillas de la Tierra.

Nunca soñaba con el accidente, aunque a menudo se encontraba cara a cara otra vez con aquel superchimpancé aterrorizado, visto en aquellos momentos en que ambos descendían por las bolsas de gas que se derrumbaban. Los chimpancés no habían sobrevivido, excepto uno, realmente no sabía cuál; casi todos los que no murieron en seguida quedaron tan gravemente heridos que se les practicó la eutanasia indolora. No sabía si aquel sobreviviente era el mismo con el que se había encontrado en el accidente, pero Falcon, en sus sueños, siempre tenía la cara de aquél frente a sí. A veces se preguntaba por qué soñaba sólo con esta criatura condenada a muerte y no con los amigos y colegas que había perdido a bordo de la moribunda Queen.

Los sueños que más tenía siempre empezaban con su primer regreso a la conciencia. Había sufrido poco daño físico; de hecho, había tenido pocas sensaciones de ningún tipo. Se hallaba en la oscuridad y el silencio, y ni siquiera parecía respirar. Lo más extraño de todo era que no podía localizar sus miembros. Los sentía; había tenido todas sus sensaciones. Parecían moverse, pero él no sabía dónde estaban…

El silencio fue el primero en ceder. Al cabo de horas, o días, había percibido un débil palpitar, y al final, después de mucho pensar, dedujo que se trataba del latir de su propio corazón. Fue el primero de sus muchos errores.

Luego se habían producido débiles pinchazos, chispas de luz, fantasmas de presión en aquellos miembros aún fantasmales. Uno a uno sus sentidos habían regresado, y el dolor había llegado con ellos. Había tenido que aprenderlo todo de nuevo.

Era un bebé, indefenso, y casi tan mono como la leche agria y los pañales sucios; probablemente habría habido muchas sonrisas desesperadas a mamá, si hubiera podido saber sonreír y quién era mamá. Pero pronto fue un bebé que empezaba a caminar: la gente le animaba cuando recorría la mitad de la habitación antes de doblarse bruscamente. Se levantaba una y otra vez. Terapia física, lo llamaban.

Aunque su memoria no había resultado afectada —no parecía que hubiera quedado afectada, pues sin ninguna duda podía comprender las palabras que se le decían—, pasaron meses antes de que pudiera responder a sus interrogadores (¿por qué siempre se inclinaban sobre él con aquellas malditas luces del techo, aquellas brillantes luces en círculo?) con algo más que un parpadeo.

Ahora eran nítidos los momentos de triunfo cuando había pronunciado la primera palabra… había oprimido por primera vez los mandos de un chip… y luego, por fin, se había movido. Se había movido a través del espacio (el espacio de una habitación de hospital), y no en su imaginación, sino bajo su propio poder. Aquello realmente fue una victoria, y había tardado casi dos años en prepararse para ello.

Cien veces había envidiado a los superchimpancés muertos. Lo habían probado y habían muerto. Él no había muerto, o sea que tenía que seguir probando; no le dejaron elegir. Los médicos, sus amigos íntimos, habían tomado decisiones premeditadas, intencionadamente.

Y ahora, años más tarde, él se encontraba donde ningún ser humano había jamás viajado, descendiendo hacia un planeta a mayor velocidad que ningún humano en la Historia.

Sparta descendía con él hacia el brillante planeta, aunque sólo en su desbordante imaginación. Los ojos le ardían y el corazón le latía dolorosamente en el pecho. Hacía veinte horas que no dormía, y sin embargo todos sus sentidos, los ordinarios y los extraordinarios, estaban en su máximo resplandor.

El dolor que le causaba ese resplandor, el aplastante dolor de la percepción y la imaginación, pedía a gritos su alivio. Los débiles dedos de Sparta rebuscaron para encontrar el preciado frasco. Lo destapó e intentó extraer una oblea, pero en la microgravedad resultaba difícil. Sparta extendió sus púas INP y sacó una.

Poco a poco la oblea se deshizo bajo la lengua de Sparta. El resplandor se suavizó; la imaginación se disolvió en la memoria, memoria soñada, o, quizá, sueño recordado…

«Dilys se detiene para escuchar».

Salvo por el vigilante de noche y su ayudante, que estaban afuera, recorriendo la finca, el personal de la gran casa está sumido en un agotado sueño. Arriba, los últimos invitados por fin también se quedan dormidos.

Los grupos de caza habían salido y no habían regresado hasta varias horas después. Kingman y el hombre llamado Bill habían ido a la parte este de la finca; la parte oeste se dejó al corpulento y vocinglero tipo alemán, cuya pareja era Holly Singh.

Singh no se había molestado en disfrazar su acento o cambiar de nombre; Dilys se había preguntado si la identidad de los otros era tan real como la suya. Cuando llegó un último invitado, supo que lo eran: él era Jack Noble, de Marte, que había desaparecido después del fallido intento de robar la placa marciana.

Los cazadores habían regresado cuando los bosques estaban en sombra y las sombras de octubre eran largas en la pradera. La cocinera había tenido que preparar cena para seis, pero un mayordomo, una doncella y un criado eran suficientes para servir. Dilys, sin experiencia en las tareas de la casa, había quedado libre para quedarse sentada en su pequeñísima habitación del ala de los criados y mirar el vídeo, hasta que el agotamiento la venció.

Intentó escuchar, pero después de cenar, Kingman y sus invitados al parecer desaparecieron en algún lugar recóndito de la antigua finca, completamente a prueba de ruidos. A través del tintineo de la cocina cercana había filtrado el sonido de pasos que descendían escaleras de piedra —incluso el susurro de vestidos largos— y luego un fuerte rechinar de goznes de hierro y el estampido de pesadas puertas de madera. Después, nada.

Nada que hacer más que estar sentada tranquilamente en su pequeña habitación, mientras el resto del personal se ajetreaba a su alrededor, y pensar. Pensar que al parecer había un lugar bajo la casa que no aparecía en el plano más antiguo, aquellos fragmentos de pergamino que databan de finales del siglo XIV, cuando lo que se convertiría en la casa de Kingman había comenzado como abadía en el camino de los peregrinos. Si el lugar oculto en las profundidades de la tierra había sido construido en aquella época, sus arquitectos y constructores habían conspirado para mantenerlo secreto. Si lo habían excavado más tarde, los contratistas y obreros habrían sido igualmente discretos.

¿Cómo se obtenía semejante discreción? Mediante los recursos antiguos, sin duda aún en uso. ¿Cuántos inspectores de edificios, historiadores y futuros arqueólogos se habían hecho ricos de repente o habían encontrado la muerte después de demostrar interés por este importante montón de piedras antiguas?

Dilys, verdaderamente exhausta tras catorce horas de lavar y planchar, no había podido resistirse al agotamiento. Se había quedado dormida, y había despertado en aquel momento mortalmente tranquilo.

Ahora sale de su estrecha celda, cruza la gran cocina que huele a grasa y jabón —la luz de la luna se derrama a través de las altas ventanas emplomadas, se refleja en las sartenes y ollas de acero que están colgadas, reluce en los cuchillos—, atraviesa la despensa y sale al vestíbulo de servicio al lado del comedor principal.

Aquí una puerta se abre a una estrecha escalera, la que ella ha oído que descendían. Nada guarda la puerta. Ella la abre y baja velozmente los escalones de piedra que descienden en espiral a la completa oscuridad.

La radiación infrarroja se filtra de las cálidas paredes de piedra, suficiente para que ella pueda ver. Estantes vacíos y cajas abandonadas están adosadas a las paredes, pero alguien ha estado allí recientemente para limpiar las telarañas. El pavimento de piedra ha sido lavado y encerado. En el extremo alejado de la vieja bodega hay otra puerta, sin llave y sin protección. Aquí, en el núcleo de la conspiración, la confianza ha vencido a la cautela.

Cruza la puerta. Más escalones de piedra, aún más fríos que los otros, una cueva que mantiene una temperatura estable durante todo el año. Ella ve formas en el escaso resplandor del débil calor radiativo de la Tierra.

Al pie de la escalera, el aire huele a perfumes y transpiraciones; por sus diferentes aromas ella conoce a Kingman y a cada uno de sus invitados. Allí… sus fantasmas cuelgan en el aire, seis túnicas blancas aún relucen con el calor corporal de los que las han vestido recientemente.

Delante de ella, otra puerta, ésta de metal. La toca con la lengua: bronce, frío y agrio. En su superficie, sólo unas pocas huellas de manos, aún algo calientes y por ello visibles. Por lo demás, la puerta es una losa negra en la escasa oscuridad rojiza.

Ella olisquea el aire, mira las huellas que se enfrían, escucha.

Abre la puerta. El aire frío sale suavemente de la cueva. De los ecos apenas perceptibles que provocan sus pisadas en la piedra, ella percibe la cantidad de espacio vacío que hay en la cámara.

Para ver más, incluso ella necesitará luz. Forma pantalla con la palma de su mano sobre la brillante antorcha eléctrica, formando una linterna con los huesos y carne de su mano. Con la luz filtrada por la sangre ve una cámara octogonal gravemente sencilla de piedra arenisca pálida, como una iglesia sin pasillos o crucero, más alta que ancha. El suelo es de mármol negro, muy pulido, sin adornos.

En ocho lados, esbeltas columnas de piedra se elevan en el aire convirtiéndose en delgadas nervaduras que cruzan la bóveda formando una estrella. Entre las nervaduras hay un techo pintado de un azul tan oscuro que se ve negro bajo la luz rojiza. Estrellas de ocho puntas de brillante oro lo adornan al azar, de tamaños desde cabezas de clavo hasta escudos protectores. La estrella más grande, una especie de diana de oro, está clavada en el elevado centro.

La arquitectura es del gótico tardío, un estilo originado en la Europa oriental del siglo XIV, llamado en Inglaterra Perpendicular. El trabajo es original, no es ninguna copia, pero esta bóveda no es una iglesia. Las estrellas del techo no están colocadas al azar.

Se trata de un planetario. Ilustra el cielo del Sur, y en su centro se halla la constelación Crux. Ella reconoce la naturaleza de la habitación por lo que Blake le ha contado. La bóveda estrellada es un análogo, algunos siglos más antigua, de la última cámara de la ciudad subterránea de París donde había culminado la iniciación de Blake en los prophetae.

Ella se mueve despacio en la habitación sin ventanas y completamente estéril, observando cómo las estrellas doradas se reflejan en el pulido mármol negro del suelo, como desde el fondo de un profundo pozo.

Allí, en el centro del suelo negro de mármol, está el único rasgo decorativo, justamente bajo la brillante estrella dorada en Crux. Una piedra redonda elevada, con un emblema tallado en ella. La mujer destapa su antorcha e ilumina hacia abajo con su intenso rayo blanco.

Una cabeza de Gorgona. Medusa.

No la clásica imagen de una mujer encantadora con serpientes de jardín por cabellera, sino una máscara horrible del período arcaico de piedra caliza, profundamente tallada y pintada con brillantes colores —rojo, azul y amarillo— fundida en el mármol: ojos fijos, estómago dilatado, colmillos curvados, cráneo con serpenteantes víboras.

La Diosa como la Muerte.

El vestíbulo de París del que Blake le había hablado había sido construido en la Edad de la Razón, y la cámara estrellada a la que había llegado después de muchas pruebas estaba dominada por una enorme estatua de Atenea, dentro de la cual se alojaba (¡oh pináculo de calma y exuberancia apolíneas!) un órgano. Pero en la égida de la misma Atenea, diosa de la sabiduría, había una arcaica máscara de Medusa.

Los prophetae adoran el Conocimiento. Agia Sophia, Atenea y Medusa. La Sabiduría y la Muerte. Mirar la cara de Medusa significa ser convertido en piedra. Resistirse al Conocimiento es morir.

Ella podría ser la mejor de nosotros

Resistirse a nosotros es resistirse al Conocimiento.

La delgada muchacha que ahora contempla la cara de la diosa piensa de otro modo. Bajo la máscara de piedra tallada que se halla a sus pies descansa algo de gran valor, algo de la más profunda importancia para las personas que colocaron allí la máscara.

Enfrentarse con la sabiduría es morir. La puerta de la sabiduría es la muerte.

La losa pesa, pero se levanta con facilidad. La cripta que hay debajo, forrada de piedra caliza blanca, no es más ancha o más profunda que la placa de mármol de encima. Algo en ella está oculto bajo una mortaja de tela. Aparta la mortaja y penetra en la oscura cámara con un rayo de luz. Ella ve…

Un cáliz de hierro que lleva la figura del dios de la tormenta. Hittite, más viejo que la Medusa tallada, al menos de tres mil quinientos años.

Un par de rollos de papiro. Egipcios, casi igual de viejos.

Los pequeños esqueletos de dos niños humanos, amarillos como el marfil. Origen desconocido. Edad indeterminada.

Una delgada placa negra, reluciente y nueva.

—Control de la Misión Kon-Tiki, tiempo de la misión transcurrido tres horas, diez minutos, en punto —dijo el director de vuelo Meechai Buranaphorn a la grabadora de datos—. Y aquí está la señal… Dirección, denos su evaluación verbal, por favor.

—Rastreo aún nominal para el descenso atmosférico programado.

—¿Informe médico?

El controlador médico habló a su intercomunicador.

—Todo nominal. El EEG indica que nuestro hombre está saliendo del sueño de la fase dos.

Ya había un retraso en la recepción de la señal de la Kon-Tiki de quizás un veinteavo de segundo, y aumentaba regularmente. El Control de la Misión se veía obligado a mantener la comunicación con la Kon-Tiki vía satélite de comunicación en órbitas temporales, pues entre la Garuda y el planeta el escudo de Amaltea siempre estaba levantado, bloqueando la comunicación visual.

La media docena de controladores estaban suspendidos cómodamente en arneses flojos por encima de sus centelleantes pantallas. A través de las ventanas de grueso cristal que les rodeaban, un espectacular paisaje de hielo y roca irregulares y agujereados reflejaban la débil luz del sol en la habitación circular: era un extremo de la oblonga luna, que se extendía en docenas de kilómetros como una impresión convexa en yeso del Valle de la Muerte. Desde el borde del sucio horizonte blanco un resplandor naranja rojizo refractaba el día en Júpiter. El planeta mismo jamás sería visto a través de las ventanas de esta habitación, pero el regreso triunfante de la Kon-Tiki sí.

A pesar del relativo lujo de sus instalaciones hechas a medida, la Garuda era una nave atestada, con cinco miembros de la tripulación y un total de veintiún controladores de la misión, científicos y técnicos de apoyo. Cuando Howard Falcon estaba a bordo, eran veintisiete personas. Había otro pasajero en la lista oficial de la Garuda, pero hasta ahora, en lo que se refería a los profesionales, era peor que el equipaje inútil. El señor Equipaje Inútil habló ahora, desde un asiento privilegiado, mirando por encima del hombro del director de vuelo; los controladores le conocían principalmente como alguien de un grupo de ciudadanos de vigilancia autorizado por la Junta de Control Espacial para observar la misión, un lugar por el que un par de cientos de periodistas de buena gana habrían derramado sangre.

—Consumo, aquí Redfield, si pueden dedicarme un momento. Mis cálculos no coinciden con su estimación de los índices de consumo de oxígeno a bordo de la Kon-Tiki. ¿Tendría la amabilidad de reconfirmarlos? —Su voz y sus modales eran los de un recaudador de impuesto poco amistoso.

El controlador en cuestión no puso ninguna objeción; no ofreció nada, simplemente sufrió la indignidad y oprimió algunas teclas. El Hombre Equipaje les había sometido a todos ellos a tal indignidad en las semanas transcurridas desde que la Garuda había abandonado Ganímedes.

El señor Equipaje, Redfield, como se hacía llamar, gruñó al ver los números que se exhibieron en su pantalla y no dijo nada. En realidad no estaba prestando atención, ni siquiera le interesaban verdaderamente.

Armados con los planes que Blake había desarrollado para ellos, Dexter y Arista habían lanzado su bombardeo de relaciones públicas… ¿Quis custodet custodies?, había preguntado Arista, segura de su escasamente recordado latín como sólo los sacerdotes y abogados pueden estarlo. Dexter lo había expresado de un modo más terrenal: «¿Quién pone a una zorra a vigilar los huevos?».

Enfrentada con la persistencia de Vox Populi y su último pedazo de lógica intraducible, la Junta de Control Espacial había cedido. Después de mucho maniobrar y negociar —los Plowinan nunca vacilaban en aparecer en público cuando las cosas se quedaban atascadas— se acordó que debería permitirse que uno o más observadores imparciales de una organización como Vox Populi tuviera libre acceso a todas las facetas del programa Kon-Tiki durante todas sus operaciones.

A veces Blake ahogaba una sonrisa cuando pensaba en lo fácilmente que la Junta Espacial había capitulado. En realidad, el asunto no era tan divertido, cuando pensaba que quizás una docena de personas de esta nave lo sabían todo y sólo esperaban una oportunidad para matarle. E incluso los inocentes deseaban que desapareciera.

Sin embargo, se quedaba, hacía preguntas molestas y les observaba, a veces durante dos o más turnos sin dormir. Lo que buscaba, ellos no lo sabían. No se mostraban amistosos, y él tampoco.

El amargo ensueño de Blake fue interrumpido por el controlador de comunicaciones.

—Vuelo, tenemos a Howard en la línea.