Cuarta parte
EL MUNDO DE LOS DIOSES

17

«Dos años más tarde…».

La gabarra de combustible aplicó las mangueras con un poco más de brusquedad de lo debido y derramó una rápida ráfaga de oxígeno congelante en el espacio. En el tablero de mandos del capitán Chowdhury, los números saltaron de repente. Ninguna alarma funcionó, no se rompió ninguna pieza vital, pero la Garuda tendría que gastar más combustible del que debería, sin moverse.

El capitán ahogó un juramento.

Garuda a Sofala, ha sido una separación execrable. Hagan el favor de aprender a hacer su trabajo antes de volver.

—Nuestra opinión es que el único que tiene que aprender su trabajo es su jefe de carga —replicó con aspereza el capitán de la Sofala—. ¿Insiste en el arbitraje?

Chowdhury vaciló —su proporción masa-combustible sólo se encontraba ligeramente en la parte baja— antes de responder, con tanta frialdad como pudo:

—Dejémoslo estar. Pero vaya con cuidado.

Sofala no se dignó contestar. La gabarra de combustible se alejó suavemente, ascendiendo hacia Ganímedes.

Chowdhury desconectó. Tendría que cambiar unas palabras con su jefe de carga. Entretanto, no se había producido ningún daño y había cosas más importantes de las que preocuparse.

Pero se preguntó a qué demonio no había propiciado antes de elevar este autobús de grandioso nombre de Ganímedes un mes atrás. Lo que debería haber sido un trabajo de rutina, a pesar de todo el revuelo por la curiosa carga —al fin y al cabo, lo que tenía que hacer no era más que mantener su remolcador modificado parado detrás de la pequeña luna de Júpiter, Amaltea— le había mortificado desde el principio con todos los fallos técnicos, duendecillos y problemas que había logrado evitar en una carrera de veinte años sin errores, manipulando naves entre los satélites de los grandes planetas.

El duendecillo en aquel caso era Sparta. Ésta había introducido sus púas INP en uno de los microprocesadores del control de combustible y liado su cronometraje; un segundo más tarde lo había reajustado. La comprobación del sistema que efectuaría Chowdhury no revelaría nada anómalo.

Sparta flotaba en el aire en las sombras del colector de carga, escuchando el rápido intercambio entre los dos capitanes —filtrando sus voces distantes para separarlas de las múltiples vibraciones de la nave— antes de adentrarse más en la oscuridad.

Utilizó el más estrecho de los pasadizos de acceso para trepar hacia su guarida en una de las bahías de energía auxiliares de la nave. En su rostro ennegrecido de grasa, sus ojos hundidos le brillaban. Se escurrió a través de las sombras, abriéndose paso gracias a sus agudos oído y olfato y viendo el apagado resplandor rojo de las entrañas de la Garuda en los infrarrojos. Llegó a su nido mientras el remolcador aún se tambaleaba por la mala desconexión.

En una estación espacial o una colonia satélite, cuyas poblaciones a menudo excedían los cien mil, Sparta podía haber desaparecido fácilmente en la multitud —como había hecho en la Base de Ganímedes—, pero en una nave con veintiocho personas a bordo, su única opción era esconderse. Disfrazó su ligera pero anómala masa de más provocando numerosos pequeños «accidentes» al cargar combustible y suministros.

Durante un mes, desde que la Garuda había salido de Ganímedes, había vivido la vida de un refugiado sin hogar, ocultándose en el pequeño espacio que había entre la escotilla de servicio y la unidad de AP. En ese tiempo había adelgazado y se había ensuciado mucho, pues tenía pocas oportunidades de lavar su cuerpo o el pelo y ninguna de lavar su ropa. Dos veces se había arriesgado a robar alguna pieza de ropa sucia del reciclador, sustituyendo su propia ropa interior y mono sucios. Había sisado comida cuando había podido y rescatado restos del reciclado; su magra dieta tenía una elevada proporción de nutrientes en formas que los otros no querían: zumo de uva en polvo, extracto de levadura salada, patatas liofilizadas… pero ella llevaba su propio suministro de «Striaphan», en un tubo lleno de cientos de pequeños discos blancos que se fundían como azúcar fino bajo la lengua.

La Garuda era la nave nodriza de la Kon-Tiki. Un veterano de diez años de servicio en el espacio cerca de Júpiter, hasta que dieciocho meses atrás, la Garuda se convirtió en un remolcador de carga de gran potencia, poco atractivo, con equipamiento espartano para la tripulación usual de tres. Ahora sus constructores no la habrían reconocido. Las bodegas de carga de la Garuda habían sido sustituidas por un complejo de instalaciones para la tripulación, pequeñas pero lujosas —camarotes privados, comedor, sala de juegos, clínica, comisaría— y sus sistemas para mantener la vida habían sido aumentados, sus unidades de energía a bordo se había incrementado, sus tanques de combustible químicos habían triplicado su capacidad. En medio de la nave, la Garuda estaba erizada de antenas y mástiles de comunicaciones.

El cambio más evidente y asombroso era el propio Control de la Misión de la Kon-Tiki, la gran habitación circular que cortaba el centro de la Garuda, rodeando el ecuador de la nave con ventanas de cristal oscuro bajo la cúpula más pequeña del puente. Una vez lanzada la Kon-Tiki, un director de vuelo y cinco controladores manejarían las consolas del Control de la Misión, en tres turnos de doce horas.

Y ahora que la Sofala había llenado los tanques de combustible de la Garuda, sólo faltaban unas horas para ese lanzamiento.

Sparta se hallaba encogida como un feto, ingrávida en la oscuridad, escuchando la cuenta atrás final…

Cuando las cámaras de aire principales de las dos embarcaciones se juntaron, el módulo Kon-Tiki había sido transportado a la órbita de Júpiter en la proa de la Garuda. Ahora Sparta oyó que se sellaban las esclusas y se cerraban las escotillas; sintió el estremecimiento de las trabas al colocarse en su sitio en una secuencia precisa y el golpe final de la separación. Oyó el siseo de los chorros de control de postura de la Garuda, que compensaban casi imperceptiblemente el suave empuje que los chorros de la Kon-Tiki habían dado a la nave nodriza cuando se separó.

Sparta se imaginó el módulo Kon-Tiki, sus complicaciones escondidas bajo relucientes cubiertas y protectores del calor, aumentando cuidadosamente su distancia de la Garuda.

Ahora ambas naves flotaban prácticamente inmóviles a mil kilómetros por encima de las desoladas rocas y hielo de Amaltea, en la sombra de radiación de aquel modesto satélite. Para la Kon-Tiki, Júpiter pronto aparecería sobre el borde de la pequeña luna, pero el gran planeta seguiría oculto a la Garuda en el transcurso de toda la misión. Cuando la separación orbital fuera completa y todos los sistemas hubieran sido comprobados, la Kon-Tiki dispararía sus retrocohetes e iniciaría su larga caída.

La empresa de Howard Falcon estaba a punto de culminar. La empresa de Sparta durante los últimos dos años había sido más privada y más torturada. Permaneció escuchando mientras el momento del triunfo de Falcon se acercaba, mientras la conciencia de Sparta oscilaba entre oscuros sueños y recuerdos deformados…

—«¿Estás bien, querida?»

Quien pregunta es una mujer fornida con las anchas manos y lustrosas mejillas de una ex lechera, originaria de Somersetshire. En sus brazos lleva un montón de sábanas hechas un revoltijo.

La muchacha parpadea sus ojos azules y sonríe como disculpándose.

—¿Lo he vuelto a hacer, Clara?

—Dilys, te advierto que nunca saldrás de la lavandería si sigues quedándote dormida de pie. —Clara mete el montón de sábanas sucias en el interior de la lavadora de tamaño industrial—. Sé buena chica y saca esas otras del cesto, ¿quieres?

Dilys se inclina para sacar las sábanas de las profundidades del carrito. Sobre su cabeza se halla la abertura de la rampa de caída, la cual sube tres pisos hasta el piso superior de la casa de campo.

Clara alza una ceja.

—Si no supiera que eres una inocente, sospecharía que escuchas a escondidas. Ese tobogán, como sin duda has descubierto, es un buen teléfono de las habitaciones.

Dilys la mira con los ojos desorbitados.

—Oh, yo no haría eso.

El amplio pecho de Clara se convulsiona cuando suelta una fuerte carcajada.

—No te serviría de nada a estas horas de la mañana. Arriba no están más que Blodwyn y Kate, metiendo esta ropa en el agujero. —Clara le coge a Dilys las sábanas, usadas una sola vez, las mete en la máquina y cierra la puerta redonda de cristal. Sus ojos castaños tienen un brillo malicioso—. Aprenderías más cosas de nuestros huéspedes con esto. Mira, las sábanas de la señorita Martita no han sido usadas. ¿Por qué no? —Extiende una sábana usada—. Aquí está la clave: ese tal Jurgen no es el buey que aparenta.

—No te entiendo —dijo Dilys.

—Me refiero a la diferencia entre un buey y un toro, querida.

—¡Clara!

—Pero quizá la hija de un minero no puede comprender las cuestiones del campo. —Clara hizo un ovillo con la sábana y la metió en la lavadora—. Basta de soñar despierta. Ocúpate de que las toallas y servilletas estén planchadas y dobladas cuando yo vuelva.

Dilys observa la ancha espalda de Clara y sus caderas aún más anchas desaparecer escaleras arriba. En lugar de ponerse a planchar, la muchacha delgada y morena inmediatamente vuelve a quedarse en trance. Aunque ahora no está cerca del tobogán de la ropa, está haciendo exactamente lo que Clara la ha acusado de hacer. Está escuchando. Pero no escucha lo que se dice en los dormitorios, que no le interesa, sino las conversaciones informales de los invitados de fin de semana de Lord Kingman. Desde el vestíbulo acuden a ella unas voces…

—La caza es bastante buena hacia el Oeste… dejémosla a los otros, ¿qué decís a ello? —La voz de Kingman, un hombre mayor, de buena crianza.

—Estoy seguro de que nos encontrarás algo que valga la pena cazar, Rupert. —Un hombre de mediana edad, cuyas intervenciones hasta el momento han traicionado una terrible impaciencia bajo su encanto.

—No os decepcionaré… Ah —la voz de Kingman baja, su inflexión se hace más agria—, aquí está el alemán.

Abajo, en la lavandería, la muchacha del pelo oscuro está en trance. Sus peculiaridades serán toleradas en la casa por la secular reputación romántica y mística de los galeses, por no mencionar que el viejo Lord Kingman parece tener especial predilección por una merch deg. Pero debajo de su peluca castaña el pelo de la chica es rubio, y sus ojos no son de un azul tan oscuro como parecen, y Kingman se quedaría profundamente sorprendido si descubriera la amargura del corazón de esta bonita muchacha.

Sparta —salvo por Kingman y sus compinches, sola en todos los mundos— sabe que Kingman era el capitán de la Doradus.

NAVE PIRATA EN EL ESPACIO, habían anunciado los periódicos. No había piratas en el espacio, por supuesto. Dejando a un lado las cuestiones prácticas de la persecución y la conquista, ¿dónde podían esconderse? No cerca de los planetas habitados y las lunas, y el Mainbelt no era el Caribe: los asteroides eran pequeños y carecían de aire; eran incapaces de mantener vida, sin grandes y evidentes inversiones de capital.

La Doradus no era una nave pirata, sino una nave de guerra secreta, con intención de ser guardada como reserva contra algún futuro conflicto con el Consejo de los Mundos. En todo el sistema solar, menos de una docena de cúters rápidos de la Junta Espacial estaban autorizados a transportar armas ofensivas; la Doradus era una fuerza formidable. ¡Qué bien guardado había estado el secreto de esta nave! ¡Cuán mortificado debía de estar el Espíritu Libre por su pérdida!

Como los medios de comunicación relataron con gran detalle, la historia de la misteriosa nave era conocida y normal: el propietario de la nave era un banco de lo más respetable, el Sadler de Delhi, que había prestado el capital para su construcción. Los constructores habían quebrado y perdido sus derechos, y el Sadler había adquirido la nave y la había contratado a una famosa línea de transporte marítimo para hacerla funcionar, una firma que posteriormente había alquilado la Doradus a una empresa de explotación de los asteroides que efectuaba viajes regulares entre Marte y el Mainbelt. Durante cinco años, la nave había proporcionado unos beneficios corrientes pero respetables.

Sin embargo, todos y cada uno de los diez oficiales registrados y la tripulación de la Doradus, según se reveló pronto, eran identidades ficticias. Aunque se habían dejado cuatro cuerpos en Fobos cuando se descubrió la tapadera de la Doradus, no se pudieron establecer sus verdaderas identidades.

Aun así, no existía ninguna prueba que vinculara la falsa tripulación de la nave con ninguna mala acción por parte de la compañía minera que aparentemente les había contratado de buena fe, o la línea de transportes que había establecido el contrato con la empresa minera, o el banco que había contratado a la línea de transportes, o los constructores en bancarrota que habían perdido su inversión.

Sparta sabía que un engaño tan complejo jamás habría podido tener éxito sin la complicidad de personas muy metidas en la propia Junta de Control Espacial. A través de su propio acceso a los medios electrónicos se había abierto camino en la rama de investigaciones de la Junta Espacial, y había conocido los resultados de la investigación de la Doradus casi al mismo tiempo que la Central de la Tierra.

Entre el armamento hallado a bordo había «… 12 misiles de objetivo pasivo de tipo SAD-5, sin números de serie; 24 torpedos de gran impulso con cabezas de combate HE con espoleta de proximidad, sin números de serie, diseño desconocido anteriormente; 4 escopetas de repetición adaptadas al espacio Tooze-Olivier; 24 cajas, 24 disparos por caja, de proyectiles destinados a causar bajas; 2 balas de punta de cobre de 9 mm, posiblemente de fabricación antigua…». Junto con el material pesado, dos balas de pistola antigua; alguien a bordo de la Doradus era coleccionista de armas.

En realidad, uno de los directores del Banco Sadler, que había participado activamente en la preparación de la bancarrota y alquiler de la Doradus, era un entusiasta de las armas antiguas, un inglés de antepasados distinguidos: se llamaba Kingman.

Era uno de esos datos oscuros que los investigadores de la Junta Espacial habrían descubierto y verificado tarde o temprano, siguiendo la pista de todas las posibilidades. Si los investigadores habrían sido o no capaces de sacar algo de ello era menos seguro. El enfoque de Sparta era más intuitivo y directo. Su currículum (cuidadosamente construido) fue pedido prestado libremente a una chica real de Cardiff llamada Dilys, y resistió el intenso escrutinio del director de personal del hogar de Kingman; Sparta se había enterado poco antes de que había una plaza vacante.

Poco después de llegar a la finca de Kingman, Sparta confirmó su suposición, enterándose por sus volubles colegas del piso de abajo de la existencia del antepasado famoso de Kingman y de la existencia de una pistola arrebatada a un soldado alemán en la batalla de El Alamein, pistola que había aceptado los proyectiles que Kingman, en su prisa por marcharse, dejó a bordo de su abandonada nave de guerra.

Ahora, «Dilys» se encuentra de pie escuchando, hasta que las voces que oye a través de las paredes se desvanecen, una a una. Kingman y sus invitados de fin de semana salen de la casa para ir a su cacería de la tarde. Ella vuelve a la montaña de ropa que hay que planchar. Esta noche, lo sabe con una certeza que no podría explicar, se enterará de los secretos finales de los prophetae.

A bordo de la Garuda, Sparta se agitó espasmódicamente y se despertó. Una ingestión creciente de «Striaphan» —desde hacía ya casi dos años— había reducido su vida emocional a un negro nudo de rabia, pero no había disminuido sus poderes de percepción y cálculo… siempre que permaneciera lo bastante despierta y lo bastante fuerte para centrarlos. Pero la cabeza le palpitaba y tenía la boca seca. Tardó largos segundos en recordar dónde estaba, por qué hacía tanto frío, estaba tan oscuro y olía tan mal en aquel pequeñísimo espacio.

Entonces, el resplandor de la ira recordada de nuevo empezó a calentarla desde dentro. La Kon-Tiki la había despertado.

La Kon-Tiki estaba descendiendo.