Sparta despertó en una habitación de techo elevado, de un reluciente blanco por los siglos de esmalte acumulado. Sus altas ventanas estaban vestidas con cortinas de encaje y provistas de cristales imperfectos cuyas burbujas reconcentraban el sol en galaxias líquidas doradas. No sabía dónde estaba…
«Ella tenía dieciocho años, estaba prisionera en un sanatorio, medio borracha al regresarle la memoria de un modo aleatorio, al ser asaltada por sus exagerados sentidos. El corazón le latía con fuerza y le dolía la garganta por la necesidad de gritar, pues oía el batir de las alas del “Snark” que se acercaba y traía al asesino».
Sparta bajó de la cama rodando y se deslizó por el suelo de madera pulida sobre el estómago, apretándose desnuda contra la pared de debajo del alféizar de la ventana. Aguzó el oído…
En los profundos valles los pájaros nocturnos gritaban y un millón de pequeñísimas ranas cantaban a la luna. La luz de la luna llena inundaba la habitación a través de las cortinas de encaje.
No era por la mañana y ella no se hallaba en el sanatorio de Colorado: estaba en la casa de Holly Singh, en la India, y el aire era tan frío que podía ver su aliento a la luz de la luna. El sonido que había oído no era un «Snark»: era el pequeño «Dragonfly» de dos asientos de Singh, su motor de fusión eléctrico tan silencioso que lo único que se oía era el susurro de las hélices; y no se acercaba, despegaba.
Sparta levantó la cabeza hasta la esquina de la ventana y se asomó al césped. Su ojo derecho se fijó en el «Dragonfly», ya a medio kilómetro de distancia, mientras ascendía recortado sobre las cimas sombreadas por la luz de la luna, y se concentró hasta que la imagen de la cabina llenó su campo de visión. El ángulo era malo; miraba desde atrás, y sólo podía ver el brazo y hombro izquierdos del piloto, pero la imagen de infrarrojos procesada por la corteza visual de Sparta era brillante como la luz del día. El piloto era una mujer: Singh, o alguien que se le parecía mucho.
Algo en Sparta no la dejaba tranquila. ¿Era realmente Singh quien estaba en el helicóptero? Y ¿a dónde iba en mitad de la noche?
Sparta expulsó su aliento con un corto suspiro, un airado espasmo semejante a un gruñido, y bruscamente se puso de pie. Por un momento quedó expuesta a cualquiera que estuviera observando su ventana, pero se sentía desafiante. Cruzó la habitación hasta el armario donde había colgado su poca ropa y se puso un mono de polilona negro, muy ajustado; luego unos suaves zapatos en sus pequeños pies. Regresó a la ventana, esta vez en silencio, de manera invisible.
Desarmó el avisador colocado en el cristal. En el aire nocturno el marco de madera se había contraído; salió fácilmente, rascando con suavidad el marco.
Sparta se deslizó fuera y cerró la ventana tras de sí. Bajó corriendo por el tejado de suave pendiente. En la esquina del porche probó la resistencia de la cañería; luego, enganchó sus manos en ella, avanzó y se colgó del tejado, los pies a un metro del suelo. Se dejó caer en silencio en un lecho de decorativo musgo irlandés.
La luz de la luna a través de los árboles creaba un mosaico azul y negro, pero para el ojo de Sparta, sensible a los infrarrojos, el suelo mismo relucía con sombras de rojo apagado; reflejando el césped y los arbustos, así como la tierra desnuda, el calor del sol en grados diversos. Anduvo de prisa por los caminos que conducían al sanatorio.
Se detuvo una vez, al ver la fantasmagórica forma blanca que se movía en las oscuras ramas de cedro, pero no era más que una garceta que había buscado refugio para pasar la noche por encima del nivel del suelo.
Llegó al sanatorio. Eran cuatro edificios bajos de ladrillo con el tejado de metal que formaban un complejo; en el centro del patio se erguía un viejo castaño nudoso. Dos de los edificios, frente a frente, eran dormitorios y sus habitaciones individuales se abrían a un porche. Un tercer edificio alojaba la lavandería, la cocina y el comedor.
Escuchó las respiraciones profundas y drogadas de los hombres y mujeres que dormían en los dormitorios, pero pasó de largo. La cuarta estructura, la clínica, era su objetivo.
Excepto las débiles luces amarillas que iluminaban los porches, en ninguno de los edificios se veía luz. Sparta dio la vuelta a la clínica lentamente, manteniéndose en las sombras. Su ojo con enfoque de cerca recorrió la línea del tejado, el marco de cada ventana y cada puerta, buscando cámaras de control y avisadores.
Al parecer la seguridad del edificio era sencilla, casi primitiva. Ninguna cámara vigilaba el complejo. Las puertas y ventanas tenían alambradas de tiras conductoras. Sparta eligió una ventana medio escondida por un rododendro y empujó sus persianas. Del tenso bolsillo de su mono sacó una fina herramienta de acero; con fuerza medida con precisión cortó un círculo en el cristal cerca del pestillo, le dio unos golpecitos y dejó que el disco de vidrio cayera sobre su mano. Metió la otra mano por el agujero y estaba a punto de poner un lazo flojo de alambre a la tira conductora de la alarma cuando, a través de sus púas INP, percibió que no pasaba corriente por la alarma.
Pensó en ello durante un milisegundo, y luego, de todos modos, puso el lazo, sujetando ambos extremos con masilla aluminizada. La corriente podía empezar a fluir sin avisar. Después corrió el cerrojo. A diferencia de la ventana del dormitorio, necesitó fuerza para levantar este marco; migas de suciedad y pintura vieja le cayeron en la cara y en el pelo.
Se subió con facilidad al alféizar, dobló las piernas y se enroscó de lado a través de la estrecha abertura. Sus pies tocaron las tablas del suelo y se levantó. Se hallaba en una pequeña habitación equipada con una cama de hospital y equipo diverso de diagnóstico. No lo que se esperaría de un caro sanatorio privado. Dejó la ventana entreabierta y se puso a explorar.
Las oficinas y salas de examen de la clínica se encontraban dispuestas a ambos lados de un largo pasillo central. La luz de la luna se derramaba a través de las persianas de tablillas y las puertas, la mayoría de las cuales se hallaban abiertas, sobre una alfombra deshilachada.
El ojo explorador del calor de Sparta examinaba cada una de las habitaciones mientras avanzaba, pero empleaba poco tiempo, pues esperaba encontrar los archivos de la clínica en la oficina de administración. Con la micro-supertecnología, podían almacenarse los datos de todo un siglo en una placa del tamaño de una rupia.
En el centro del edificio, cerca de la puerta delantera, encontró una puerta cerrada. Una placa de latón grabada clavada en la puerta decía «Doctora Singh».
Sparta olfateó la sencilla cerradura magnética. Por la pauta del roce de Singh dedujo su secuencia. Un segundo más tarde, entró en el despacho.
Experimentó un extraño estremecimiento de orgullo. Había sido tan fácil, que apenas había tenido tiempo de esforzarse. Le gustaba poder engañar a los monitores de fotogramas mediante los simples trucos de movimiento de una bailarina; le gustaba poder ver en la oscuridad y engañar a los sensores de movimiento mediante la sincronización de sus pasos. Le gustaba poder oler quién había sido el último en estar en la habitación y cuándo. Le gustaba poder atravesar prácticamente las paredes.
Y le gustaba poder leer el sistema de un ordenador introduciendo las púas INP de debajo de sus uñas en sus accesos FO, sacándole la información, como hizo ahora, en la pequeña caja de ordenador refrigerado por agua que encontró en la pared del despacho de Singh.
Por un momento se quedó en trance, abrumados sus sentidos por el sabor aromático de los números que fluían a través de su órgano calculador, el ojo de su alma. Para ella, la manipulación matemática bordeaba lo erótico. La clave en código que perseguía tenía el gusto y el olor de las mandarinas… el tacto de un leve rasguño… el sonido de una flauta de bambú. Con destreza pasó las protecciones del banco de datos y segundos más tarde encontró lo que buscaba.
Rio en voz alta, no por lo que había encontrado —que no era gracioso— sino por el placer que le producía su destreza. Le habían proporcionado poderes que ella nunca había pedido ni había consentido, poderes mayores de lo que ellos sabían.
Al principio le había asustado darse cuenta de que podía oír lo que la otra gente no oía, que podía degustar y oler sabores y aromas que los otros no podían, y no sólo percibirlos sino analizarlos con detalle químico preciso. Le había asustado —aunque le resultaba práctico— descubrir que podía abrir cerraduras electrónicas y comunicarse directamente con los sistemas de ordenadores más complejos. Igualmente prácticos eran su ilimitada memoria y su capacidad de calcular, a nivel profundo, mucho más de prisa de lo que su consciente podía seguir.
Hasta no hacía mucho tiempo, incluso tenía la habilidad de percibir el éter, de lanzar su voluntad a través de un rayo de microondas: acción a distancia. Más que la simple comodidad, aquella sensación era de puro poder.
Pero eso le había desaparecido en Marte. Los polimeros orgánicos de simulación de la vida que en otro tiempo habían provisto a su vientre de poder eléctrico candente habían sido destruidos por la bomba pulsátil de un asesino. Los cirujanos, que desconocían el caso, terminaron con ello.
No la habían educado para depender de estas prótesis. Sus padres le habían enseñado a confiar en sí misma, le enseñaron a creer que simplemente ser humano no era suficiente, pero —si podía ser plenamente humana— sí más de lo que jamás sería necesario. Ser humano era ser potencialmente triunfante.
Lo que ahora vio en las fichas codificadas de Singh confirmó la convicción que se había estado formando en su mente desde que dejara Marte. Muchos sujetos humanos habían pasado por las manos de Holly Singh. Una proporción asombrosa de ellos habían muerto. Todos eran anónimos, sin hogar, pobres, huérfanos: personas que nunca serían echadas en falta.
Entre ellas destacaba una:
Sujeto femenino, 18 años, altura 154 centímetros, peso 43 kilos, pelo castaño, ojos castaños, raza blanca (antepasados ingleses)/
diagnóstico de esquizofrenia paranoide de la agencia transferidora confirmado/
la paciente se queja de alucinaciones auditivas y visuales graves y conscientes/
tratamiento prescrito: inyección de neuroamplificación GAF/
complicaciones del sistema nervioso autonómico/
apnea/
temperatura corporal elevada/
convulsiones/
paciente declarada muerta a las 11.31 de la noche/
disposición del cuerpo según directriz del cónclave/
envío a contacto en Norteamérica sin incidentes/
editados documentos, transmitidos con éxito el…
Ese día, aquel mes, aquel año. Y la chica muerta, una fugitiva sin nombre recogida en un asilo de Cachemira, apropiada por Síngh para sus propios fines, podía, por su aspecto, ser gemela de Sparta. Su apariencia era lo único que habían necesitado de ella, la apariencia de su cuerpo muerto. El tratamiento que aplicó Singh a la chica que tuvo la suficiente mala suerte de parecerse a Linda N. fue un rápido y deliberado asesinato.
Ocho años atrás, Sparta había sido paciente de un sanatorio, un edificio de la misma época que éstos y que también estaba situado en las montañas, las Montañas Rocosas de Norteamérica. Había estado atrapada allí, enfangada en su propio pasado, inmovilizada por su incapacidad de retener nueva información durante más de unos minutos. Su memoria a corto plazo había sido erradicada de un modo tan efectivo que ni siquiera podía recordar la cara de su médico.
Pero el médico que ella tenía tanta dificultad en recordar había sabido restituirle la memoria; lo había hecho a costa de su propia vida, dándole unos preciosos segundos que ella había utilizado para escapar, en el «Snark» que había traído a su asesino.
Era una coincidencia que, en aquella época, la doctora Holly Singh dirigiera un sanatorio de montaña en la otra punta del Globo. Era una coincidencia que Singh hubiera desarrollado las técnicas del neurochip que el médico había utilizado para salvar a Sparta, las mismas técnicas, en parte, que habían hecho de Sparta un fenómeno.
Otra coincidencia casi imposible. Cuando la Queen Elizabeth IV, con su tripulación complementada con los chimpancés mejorados neurológicamente, se había estrellado en el Gran Cañón, el capitán Howard Falcon, viejo amigo de Holly Singh, había sido restituido. Lo que pudieron salvar de su sistema nervioso había dependido de la misma tecnología del neurochip. Por supuesto, a Falcon le habían hecho más, mucho más.
Sparta, Falcon y Steg, el chimpancé tullido, eran primos por debajo del cráneo.
Sparta cargó toda la ficha secreta en su propia memoria y sacó sus púas de los accesos del ordenador. Se quedó en el despacho iluminado por la luz de la luna, escuchando los gritos de los pájaros exóticos, el rugido de un tigre, el parloteo de monos que no dormían.
Había poderes en el mundo que pretendían hacer que los humanos fueran tan pasados de moda evolutivamente como los monos y los chimpancés, que pretendían quitar sentido a la distinción. Holly Singh trabajaba para ellos, no para el Consejo de los Mundos, no para la Junta de Control Espacial, y ciertamente no para el bienestar de sus pacientes.
Sparta salió del despacho de Singh y cruzó el pasillo. Quitó el lazo de alambre del circuito de la alarma y cerró la ventana, dejando el limpio agujero en el cristal; luego salió por la puerta principal. Si se enfrentaba con ellos ahora o por la mañana apenas importaba. Como oficial de la Junta de Control Espacial, arrestaría a la doctora Holly Singh. Singh y sus sirvientes no podrían resistirse.
Los humanos y las máquinas hacía siglos que crecían en simbiosis. Sparta no era más que una forma ligeramente precoz de lo que se avecinaba, la inevitable mezcla del individuo humano y el mecanismo generado por el ser humano. ¿Qué era ella sino lo que en otro tiempo se llamaba un cyborg?
«No —la muchacha muerta de dieciocho años que había en ella gritó—, soy humana». Un ser humano corrompido por esta dependencia artificial, estas prótesis que compensaban no una deficiencia natural o necesaria sino que le habían sido implantadas a la fuerza por otros con programas inhumanos propios.
Sin embargo, se había vuelto dependiente de sus prótesis, incluso a pesar de que se repetía a sí misma que las utilizaba sólo para el bien, por la Humanidad, para descubrir qué había ocurrido con sus padres, supuestamente asesinados, y encontrar a los que podían haberles asesinado, y para eliminar a esos seres perversos que, al proporcionarle esos poderes, le habían dado el poder de defenderse.
Y ella adoraba ese poder. En este momento, no tenía miedo de nada.
Caminó con atrevimiento por el sendero iluminado, una mujer segura de sí misma que creía que sus extraordinarios sentidos la protegerían de cualquier cosa que la noche pudiera esconder, y no oyó a la criatura que salió de las sombras detrás de ella.