Cuando las montañas se iban acercando rápidamente, Holly Singh recuperó el control del piloto automático de su rápido helicóptero «Dragonfly» y guio manualmente su veloz y silencioso ascenso de las elevaciones terraplenadas. Una carretera asfaltada y un radiante par de caminos se retorcían como pitones bajo el aparato abierto. Un tren antiguo efectuaba tortuosamente la misma ascensión, echando vapor blanco al aire de la montaña.
Singh señaló con la cabeza las brillantes terrazas verdes que descendían como una escalinata.
—Plantaciones de té. Darjeeling cultiva el mejor del mundo, de su clase. Nos gusta pensar eso.
El helicóptero coronó la montaña a dos mil quinientos metros. El Himalaya, oculto tras las montañas hasta ahora, apareció en el aire cristalino. Sparta contuvo el aliento al ver las cimas del glaciar, que se elevaban como cristal rojo en el cielo azul oscuro. El Katchenjunga, la segunda montaña más alta de la Tierra, dominaba a todas las demás; aun a setenta kilómetros de distancia, sobresalía por encima del helicóptero, en una perspectiva tan cortante que parecía estar lo bastante cerca para tocarla.
De repente, sobrevolaron una ciudad que se adhería a la cima de la montaña y se derramaba por sus costados. El helicóptero pasó por encima de verdes céspedes y viejos árboles, y las torres de la iglesia de piedra.
—Los ingleses, incluida una docena de mis tatarabuelos, construyeron Darjeeling para alejarse del calor de las llanuras —dijo Singh—. Por eso, la mitad de los edificios parece que fueron trasplantados de las Islas Británicas. ¿Ve aquélla de allí, la que parece una iglesia de Edimburgo? Fue una empresa de cine durante algunas décadas. La mitad de la ciudad podría estar en el Tibet. Una colonia de tibetanos se asentaron aquí después de huir de China a mediados del siglo XX. Lo que queda, incluido el mercado, es India pura. Hemos intentado conservarlo tal como estaba hace un siglo.
El helicóptero rozó la cima, pasando de largo la ciudad. Singh se percató de la dirección de la mirada de Sparta y sonrió.
—La gente de las montañas pasa mucho tiempo rezando, de una manera o de otra.
Las áridas alturas estaban moteadas de palos con banderas de oración, y los pálidos estandartes colgaban fláccidos en el aire inmóvil.
El helicóptero siguió volando hasta que un amplio prado verde se abrió ante él, bordeado de grandes robles y castaños. Por una mínima fracción de segundo, Sparta rebuscó en su memoria eidética: había algo familiar en este amplio césped, estos árboles, el nevado Himalaya sobre los valles llenos de nubes más allá.
—Howard Falcon aterrizó en globo aquí —dijo.
—En realidad, Howard aterrizó aquí muchas veces —dijo Holly Singh—. Las raíces indias de Howard son casi tan profundas como las mías. Aunque ninguno de sus antepasados británicos era nativo. —Parecía estar auténticamente animada, como si el punzante aire de la montaña la hubiera refrescado—. Usted debe de haber visto esta panorámica en uno de los documentales que hicieron sobre él. Cuando intentaba recaudar dinero para construir el Queen Elizabeth, el truco favorito de Howard para ganar amigos y gente influyente era llevarles en su globo de aire caliente impulsado por fusión. Salían de Srinagar y permanecían en vuelo varios días, dejándose llevar por la corriente en todo el Himalaya y aterrizando aquí, justo donde nos vamos a parar.
El helicóptero se posó suavemente sobre el césped. Entre los árboles, Sparta vislumbró una casa blanca con amplios porches y anchos aleros, flanqueada por enormes rododendros floridos, arbustos grandes como árboles, residuos de la última era de los dinosaurios.
—Y siempre que Howard tocaba tierra, nosotros invitábamos a nuestros vecinos y cenábamos y agasajábamos a sus invitados.
Singh se desabrochó el arnés y se apeó ágil del helicóptero. Sparta cogió su bolsa de detrás del asiento y siguió a Singh, hundiéndose sus zapatos en el suelo elástico.
—Me temo que esta noche no hay ninguna fiesta para nosotras —dijo Singh—. Sólo una tranquila cena en casa.
En el amplio césped, dos pavos reales se abrían camino cuidadosamente, exhibiendo enormes abanicos de plumas azules y verdes ante las pavas reales que paseaban cerca. En un alto cedro, Sparta vio una garceta blanca. A su izquierda, las montañas nevadas se iban volviendo rojizas a la luz del atardecer.
Las dos mujeres se encaminaron a la gran casa; la doctora vestida para montar, y la mujer policía con su uniforme azul. Un hombre alto con polainas y chaqueta se apresuró a cruzar el césped hacia ellas, deteniéndose a pocos metros e inclinando su cabeza cubierta con turbante.
—Buenas noches, señora.
—Buenas noches, Ran. ¿Te ocuparás del helicóptero, por favor? Y lleva la bolsa de la inspectora a su habitación.
—En seguida.
Sparta entregó al alto sikh su bolsa. El gesto de asentimiento que hizo el hombre fue tan brusco como un saludo militar.
—La llevaré a su alojamiento más tarde, inspectora —dijo Singh—. Quiero mostrarle algo antes de que anochezca.
Sparta siguió a Singh por los frescos y sombreados pasillos bajo los castaños. A través de las hileras de viejos árboles y arbustos decorativos vio otros edificios blancos. Unas cuantas personas se movían lentamente en el patio, con la cabeza baja y mostrando poco interés por lo que les rodeaba.
—El abuelo paterno de mi madre, cuyo padre había ganado una fortuna con el té, fundó este lugar como sanatorio para tuberculosos —dijo Singh—. Ahora que la tuberculosis es algo del pasado, tratamos desórdenes neurológicos… Los que podemos. A pesar de todos los progresos de lo que le he hablado, hay misterios que se nos escapan. Aunque intentamos proporcionar un buen hogar para las personas a las que no podemos ayudar.
Singh se desvió del sendero de grava y guio el camino pasando por delante de altos setos de olorosas camelias. Sparta no necesitó sus sentidos especializados para prever lo que vería a continuación; el olor a animales se hacía cada vez más fuerte.
—Mi abuelo fundó esta casa para las fieras, la cual mi padre accedió a mantener cuando se casó con mi madre. —Sonrió—. Los acuerdos de las dotes podían ser muy complejos en los tiempos antiguos. Yo la he renovado y he aumentado el personal profesional. Ahora se utiliza con fines de investigación.
Bajos cobertizos de obra se alzaban entre los árboles. Sparta identificó el agudo olor de gatos procedente de uno, el olor sazonado de los ungulados de otra, y una vaharada seca y otoñal de los reptiles de un tercero. En una jaula de hierro forjado de cuatro pisos de altura vio el batir de unas alas cuando momentáneamente un águila se dibujó sobre el cielo oscurecido.
—Aquí están representadas muchas especies raras del subcontinente. Mañana puede pasarse aquí todo el tiempo que quiera, pero esta noche…
Singh la condujo por delante del aviario hacia otra estructura abierta. Monos y lémures saltaban y gritaban en sus jaulas separadas. Singh condujo a Sparta hasta el final de la hilera, hasta la jaula más grande.
El diseño era sencillo y familiar: un piso de cemento inclinado varios metros por debajo del nivel del suelo, bordeado por un sistema de desagües para facilitar la limpieza con agua, y una portezuela en la esquina, que conducía al largo cobertízo de piedra que había en la parte trasera de todas las jaulas de los primates.
Menos familiares eran los puntales y palos que entrelazaban la jaula desde un par de metros por encima del suelo hasta el elevado techo.
—¿Eso procede de la Queen Elizabeth? —preguntó Sparta.
—Es una pieza de la maqueta que utilizamos para entrenar a los chimpancés. El entrenamiento se hizo en el centro de Ramnagar, pero salvé este fragmento y lo hice instalar aquí.
Sparta habría preguntado por qué, pero ya había supuesto la respuesta. Singh miró en dirección a la portezuela trasera y gritó con aspereza:
—¡Steg! Holly está aquí.
Por un momento no sucedió nada. El aire estaba lleno de gritos y chillidos de los otros primates. Entonces, un tímido rostro, los grandes ojos de color castaño y los labios delgados abiertos con aprensión, se asomó entre las sombras.
—¡Steg! Holly está aquí. Holly quiere decir hola.
El animal vaciló varios segundos antes de salir lentamente de su escondrijo. Saltó a uno de los palos de aluminio más cercanos y se sentó allí, examinando atentamente a Sparta.
Sparta conocía bien aquella cara: la del chimpancé aterrorizado con que Howard Falcon se había encontrado durante los últimos momentos de la Queen. Al parecer, la orden de Falcon —¡Jefe, jefe, vete!— había salvado la vida de éste, aunque no la de los demás.
—Cada vez que miro un chimpancé a la cara, me acuerdo de que es mi pariente evolutivo más cercano —dijo Singh—. Creo que puedo decir sin temor a equivocarme que ninguno de nosotros comprende de una manera fundamental, celular, molecular, por qué los chimpancés no tienen nuestro aspecto y no se comportan como nosotros. Después de más de un siglo de sofisticada investigación, todavía no comprendemos por completo por qué nosotros y ellos tenemos formas diferentes, aunque reconocemos la utilidad de esas diferencias, y seguimos sin comprender por qué ambos podemos llegar a estar infectados por los mismos virus pero no enfermar de la misma manera. No entendemos cómo los humanos podemos leer, escribir y hablar con frases complejas, y ellos, en su estado natural, no pueden hacerlo. En términos genéticos, somos casi tan idénticos que probablemente sólo los propios humanos podríamos ver la diferencia. —Singh se volvió ligeramente hacia Sparta, honrándola de nuevo con aquella leve sonrisa—. Dudo que un extraterrestre, algún visitante de otra estrella, pudiera hacer ninguna distinción, no en el terreno bioquímico, o al menos no sin instrumentos muy sofisticados. Esto sugiere que las amplias diferencias en la evolución pueden alcanzarse mediante ajustes físicos de lo más sutiles.
—Si son los ajustes correctos —dijo Sparta, en voz tan baja que casi pareció un susurro.
Los ojos de Singh se abrieron una fracción de milímetro antes de volver su atención al chimpancé poco dispuesto a acercarse.
—¡Steg! Ven a ver a Holly.
Steg se acercó lentamente hacia las dos mujeres. Era un chimpancé macho en la cúspide de sus años de madurez, con músculos protuberantes bajo su reluciente pelo negro. Pesaba al menos diez kilos más que Sparta. Sin embargo, sus ojos eran apagados, su mirada imprecisa.
A medio camino, Steg se tambaleó y se agarró a la estrecha viga. Se quedó inmóvil, y luego pareció casi visiblemente controlar sus nervios, disponiéndose a continuar; sus ojos no dejaron de mirar a Holly Singh a la cara mientras reanudaba su lento progreso hacia ella.
Por fin, se agarró a la tela metálica de la jaula con las dos manos.
—Dile hola a Holly.
La voz de Singh era clara pero íntima.
Los labios de Steg se separaron formando una dolorosa mueca, y un sonido ronco salió de su garganta.
—Bbbbbb… bah, bah…
—Muy bien, Steg. Muy bien.
Singh introdujo la mano por la tela metálica y le rascó la cabeza al animal. Su oscuro pelo estaba dividido en el cráneo por una ancha cicatriz jaspeada de blanca carne. La mujer se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pedazo de algo marrón y desmenuzable.
Steg se soltó de la tela metálica con aparente esfuerzo, retirando los dedos de su mano izquierda uno a uno; luego, alargó la mano para coger la preparación alimenticia. Se la metió ávidamente en la boca y empezó a masticar. Cuando su boca estaba llena y los fuertes músculos de la mandíbula trituraban la comida, se arriesgó a mirar a Sparta, sus oscuras pupilas ribeteadas de amarillo y su curiosidad patéticamente mezclada con el temor.
—No puede hablar —dijo Sparta.
—Ya no. Ni entiende nada, excepto algunas órdenes sencillas, las primeras que aprendió. Y como ha visto, sus funciones motoras están dañadas. Los neurochips no pueden ayudar en caso de una destrucción tan grande de tejido cerebral. —Singh suspiró—. Mentalmente, Steg es más o menos equivalente a un niño de un año. Pero no es tan juguetón. No tiene tanta confianza.
Sparta miró el aparejo que sugería el interior de la desaparecida nave Queen Elizabeth IV.
—¿Este escenario no tiene connotaciones dolorosas para él?
—Al contrario. Él y los otros pasaron los días más felices de su vida en un lugar semejante. —Singh acarició suavemente los nudillos de la mano derecha de Steg, que todavía se aferraba a la jaula—. Adiós, Steg. Holly volverá.
Steg no dijo nada. Observó a las dos mujeres alejarse.
La luz había desaparecido del cielo. Sus pisadas crujieron en la grava a lo largo de un camino apenas visible señalado por unas luces bajas, escasamente relucientes.
—Howard Falcon conocía mi trabajo con los chimpancés desde el principio —dijo Singh—. Salió de forma natural en el transcurso de todos aquellos asuntos sociales que él organizaba con su globo. En verdad, fue su sugerencia más bien indiferente lo que puso al PMCE en la pista del éxito, aunque dudo que él hoy lo recuerde. Siempre estaba demasiado ocupado con otros asuntos para tomarse un interés realmente personal.
—¿Por qué le interesaba el PMCE? —preguntó Sparta.
—Conocía lo básico. Los chimpancés normales son superiores a los humanos en casi todos los aspectos físicos. Con una o dos excepciones importantes, por supuesto. Un chimpancé adulto es más rápido y más fuerte que el más rápido y fuerte de los gimnastas humanos, aunque nosotros estamos mejor preparados para correr y lanzar cosas, y tenemos una ventaja cuántica, no sólo sobre los chimpancés sino sobre casi todos los demás seres vivos, en la construcción de nuestras manos. No obstante, no había razón para creer que los chimpancés debidamente equipados no pudieran unirse a los seres humanos como compañeros plenamente conscientes, en empresas que supusieran un beneficio mutuo.
—¿Cómo por ejemplo el funcionamiento de las naves?
—La Queen Elizabeth IV ya se estaba construyendo cuando Howard mencionó la idea de modo informal. Creo que le sorprendí cuando me lo tomé en serio. Gracias a él, sus patrocinadores vieron fácilmente la ventaja de complementar la tripulación humana con chimpancés inteligentes que podían realizar gran parte del trabajo de enjarciar dentro de aquella gran nave abierta. Howard una vez la comparó con una catedral volante.
—¿Enjarciar? Realizar el trabajo peligroso, en otras palabras —dijo Sparta.
—Peligroso para nosotros, no para ellos. —Los ojos oscuros de Singh brillaban en la noche en sombras—. Las consideraciones éticas siempre fueron importantes, inspectora, por si tiene dudas en ese aspecto. No estábamos creando una raza de esclavos. Baterías de experimentos en la maqueta indicaron que los chimpancés no sólo se hallaban cómodos en el ambiente de la Queen sino que en realidad eran bastante felices allí arriba entre las jarcias y los palos. No se produjo ni un solo daño a ningún chimpancé durante las pruebas preliminares, algunas de las cuales eran bastante arduas. Y se trataba de animales de laboratorio corrientes.
Las mujeres salieron de entre los árboles al campo de hierba. Sparta se detuvo y levantó la mirada, contemplando la noche.
En lo alto, las estrellas eran como plancton fluorescente, visibles cuatro o cinco mil de ellas al ojo corriente en aquella clara atmósfera, y visibles al ojo más sensible de Sparta un número cien veces mayor. Al Noroeste, las montañas cubiertas de nieve —los bordes jóvenes de la colisión continental— eran la manifestación de los cataclismos que continuamente habían reconstruido la forma de la superficie de la Tierra.
Al cabo de un momento se volvió a Holly Singh.
—¿Falcon viene alguna vez a visitar a Steg?
—Falcon ya no es uno de los nuestros —respondió Singh.
—¿Por qué lo dice?
—Tras el accidente de la Queen, decidió no vivir en la India. Y ya no busca compañía fuera del círculo inmediato de sus colegas del proyecto Kon-Tiki. Supongo que es por lo que tuvieron que hacerle para salvarlo.