El estatorreactor procedente de Londres inició su acercamiento final a Varanasi; la desaceleración regular empujaba a los pasajeros hacia delante contra el cinturón de seguridad. Sparta se parecía mucho a las mujeres indias que llenaban el vehículo público: delicada, de piel oscura, cabello negro, y envuelta en algodón de vivos colores. Desde su asiento junto a la ventana podía ver una lejana elevación de cumbres nevadas que definían la curva de la Tierra. Luego, el aeroplano entró en la niebla.
Le estallaron los oídos. Sacó una oblea blanca de un tubo de plástico delgado que contenía varias. La comió en silencio, con urgencia; su sabor era como miel y limón.
Una mujer esbelta envuelta en un sari de gasa de algodón tejido con oro se levantó de la silla y sonrió cuando Sparta entró en la habitación.
—Bienvenida, inspectora Troy. La doctora Singh estará libre en seguida. Tenga la bondad de ponerse cómoda.
—Gracias, estoy cómoda así.
Sparta se quedó de pie. Llevaba el uniforme azul, con galones por puntería, buena conducta y heroísmo extraordinario —los únicos galones que poseía— en una delgada línea de color sobre el bolsillo de] pecho izquierdo. El uniforme de la Junta Espacial era muy visible; voluntariamente, Sparta se había convertido en un blanco andante.
—¿Quiere una taza de té? ¿Algún refresco? Esto es bastante bueno.
La mujer tocó con una de sus largas uñas pintadas una bandeja de plata que contenía unos tazones con dulces de diversos colores, bolas del tamaño de una canica, de nueces trituradas y leche de coco y pistachos envueltos en papel de plata, siendo el papel de plata parte del placer. La bandeja estaba en la esquina de una mesa de teca tallada, baja como una mesita de café, que no tenía nada más que una discreta pantalla de marfil de imitación y un intercomunicador.
—Nada, gracias. —Sparta vio el punto rojo en el centro de la frente morena de la mujer y pensó en su «tercer ojo», la densa protuberancia de tejido cerebral detrás del hueso de la frente. Se acercó a la ventana y se quedó de pie con las piernas rígidas y las manos cogidas a la espalda—. Qué vista hay desde aquí.
La recepción se hallaba en la planta cuadragésima del Centro de Medicina Biológica de la Junta Espacial, un polígono de vidrio que se elevaba en el borde de Ramnagar, en la orilla derecha del ancho Ganges; el edificio modernista había comenzado como un cubo conceptual, tan salvajemente cortado y tallado por su arquitecto que parecía desprendido de un bloque de hielo glacial que se hubiera alejado demasiado hacia el Sur desde el Himalaya. A través de las altas ventanas, Sparta veía la ciudad santa de Varanasi al Noroeste, las agujas de sus templos que se elevaban en la niebla y sus escalinatas en la orilla del río abarrotadas de bañistas que descendían para compartir el agua amarronada con los restos flotantes.
La mujer india volvió a sentarse, pero parecía no tener mucho que hacer.
—¿Es su primer viaje a nuestras instalaciones, inspectora?
—De hecho, es mí primer viaje a la India.
—Disculpe, espero no entrometerme, pero es usted bastante famosa, pues ya ha estado en la Luna, en Marte, e incluso en la superficie de Venus. —La voz de la mujer era clara y musical; quizá su principal tarea consistía en entretener a las visitas que esperaban a la doctora Singh.
Sparta se medio volvió de la ventana y sonrió.
—He visto muy pocas cosas de nuestro exótico planeta.
—Me temo que lo que hoy en día se puede ver más es la niebla.
—¿La ciudad todavía utiliza combustible fósil?
—No, nuestra planta de fusión trabaja bien. Eso es humo de madera de las piras funerarias en los ghats.
—¿Humo de madera?
Sparta centró su atención en una terraza con escaleras al lado del río. Su ojo derecho amplió la escena telescópicamente, y pudo ver las llamas que se elevaban desde la leña amontonada y la forma ennegrecida que yacía encima.
—Gran parte de la madera se importa de Siberia, desde hace varias décadas —dijo la mujer—. Los bosques del Himalaya se han recuperado con lentitud.
La visión telescópica de Sparta pasó a otro ghat y a otro. En uno, los restos parcialmente quemados de un cuerpo eran envueltos en un lienzo; formaban un bulto como los que flotaban en el río.
—Quizás estará usted pensando que es un extraño lugar para una instalación de investigación biológica —dijo alegre la secretaria—. Es la ciudad más sagrada de la India.
Sparta se volvió de espaldas a la ventana.
—¿Y usted? ¿Lo encuentra extraño?
—Muchos de nuestros visitantes lo hacen. —La mujer eludió hábilmente la pregunta—. En particular cuando se enteran de que algunos de nuestros distinguidos investigadores, muy versados en biología microbial, se lo aseguro, también son buenos hindúes que creen que beber de las aguas sagradas del Ganges purifica el cuerpo y alivia el alma. —El intercomunicador sonó y la secretaria, sin responder a la llamada, formó una amplia sonrisa con sus rojos labios—. La doctora Singh le atenderá ahora.
La mujer que salió de detrás del escritorio podría haber sido la hermana de su secretaria. Poseía una bonita boca roja, enormes ojos castaños y el pelo negro, lacio y reluciente, atado fuertemente atrás.
—Soy Holly Singh, inspectora Troy. Encantada de conocerla.
El acento era puro de Oxford o Cambridge, sin rastro de entonación india, y el atuendo era de polo: blusa de seda, pantalones y lustrosas botas de montar.
—Ha sido muy amable dedicándome parte de su tiempo con tan poca antelación.
Sparta le estrechó la mano con firmeza y, en el momentáneo intercambio, examinó a Singh de una manera que, de haberlo notado, a la mujer no le habría gustado saber; era el tipo de escrutinio que se podía recibir de las máquinas inquisitivas al pretender entrar en una base militar, o en los pisos superiores de las oficinas generales de la Central de la Tierra de la Junta de Control Espacial en Manhattan. Enfocó su ojo derecho en la lente y retina del izquierdo de Singh, hasta que los círculos marrones de éste llenaron su campo de visión. Por el modelo de la retina, Sparta supo que Singh era la persona que las fichas de la Central de la Tierra decían que era. Sparta analizó el aroma del perfume de Singh, su jabón y transpiración, y descubrió en él rastros de flores y almizcle, té y un complejo de productos químicos típicos de un cuerpo saludable en reposo. Sparta escuchó el tono de voz de Singh, y oyó en él lo que debería haber esperado encontrar, una mezcla de confianza, curiosidad y control.
—¿Desea hacerme preguntas acerca del PMCE, inspectora? ¿Algunas preguntas que no estén en los archivos?
—Insinuadas en los archivos, doctora.
Singh pareció triste.
—Supongo que la prosa de esos informes es bastante árida. Con un poco de tiempo, quizás habría podido ahorrarle un viaje por medio mundo.
—No me importa viajar.
—Eso he oído.
Insinuó una sonrisa.
Sparta había prolongado su inspección unos segundos más. A primera vista —después de oler y escuchar— Holly Singh aparentaba no más de treinta años, pero su piel era tan suave y su rostro tan regular, que era evidente que se había hecho reconstruir casi toda su fisonomía. Sin embargo, en su ficha no se hacía mención de ningún trauma. Un disfraz, entonces. Y el olor de su cuerpo también era un disfraz, un compuesto de aceites y ácidos con intención de reproducir el simple olor de una mujer relajada de treinta años.
Sparta coqueteó brevemente con la noción de que Singh no fuera humana en absoluto, sino aquella criatura mítica, un androide. Pero ¿quién se molestaría en construir una máquina que pareciera un humano, cuando lo que se quería era humanos con las capacidades de las máquinas?
No, Singh era humana, alguien que quería parecer lo que no era y que sabía que las indicaciones no verbales eran tan importantes como las verbales. Su voz superentrenada e imposiblemente relajada lo revelaba, igual que el débil pero punzante olor de adrenalina que subyacía en su olor corporal hecho a medida anunciaba que sus nervios estaban tensos.
—Por favor, siéntese. ¿Mi ayudante le ha ofrecido algún refresco?
—Sí, gracias. No quiero nada.
La oblea blanca todavía era un recuerdo agridulce en su lengua. Sparta se sentó en uno de los cómodos sillones que había ante el escritorio de Singh y se arregló las arrugas del pantalón sobre las rodillas. La doctora se sentó en el sillón de enfrente. La habitación se hallaba en sombras, cubierta con cortinas la pared de vidrio; unas lámparas de latón con filigranas arrojaban una cálida luz moteada.
Singh señaló un grupo de hológrafos enmarcados sobre la mesa que se hallaba entre las dos.
—Aquí están: Peter, Paul, Soula, Steg, Alice, Rama, Li, Hieronymous… las fotografías de su graduación.
—¿Qué edad tenían cuando se tomaron las fotos?
—Todos eran jóvenes, de catorce a dieciséis años. Peter, Paul y Alice fueron adquiridos como jóvenes en Zaire, de acuerdo con la ley local y las reglamentaciones del Concilio referentes a las especies en peligro, por supuesto. Los otros nacieron aquí, en nuestras instalaciones para primates. —La mirada de Singh permaneció en los hologramas—. Los chimpancés poseen una serie limitada de expresiones, pero me gusta pensar que esos rostros jóvenes muestran un considerable orgullo.
—Usted los apreciaba —dijo Sparta.
—Mucho. Para mí no eran animales para experimentación. Aunque así empezó el programa.
—¿Cómo empezó? —Sparta puso más calidez en su tono; le sorprendió el esfuerzo que le costó—. No quiero decir oficialmente. Quiero decir, ¿qué fue lo que le inspiró, doctora Singh?
Singh encontró aduladora la pregunta, tal como Sparta había esperado, y devolvió el cumplido honrando a Sparta con la mirada fija de sus ojos oscuros, como sin duda honraba a todos con los que decidía emplear su valioso tiempo.
—Concebí el programa en un momento en que la tecnología nanoware por fin había empezado a mostrar las posibilidades que habíamos soñado desde el siglo XX. Era a mediados de los setenta… ¿Hace de veras quince años ya?
Quizás un poco más de quince, pensó Sparta; debiste de pensar en los experimentos con chimpancés antes de que alguien decidiera probarlos también con sujetos humanos…
Singh prosiguió:
—Puede que sea usted demasiado joven para recordar la excitación de los años setenta, inspectora, pero fueron días gloriosos para la neurología, aquí y en los centros de investigación de todas partes. Con las nuevas enzimas artificiales y células programadas, autorreproducibles, aprendimos a reparar y mejorar las áreas dañadas del cerebro y el sistema nervioso en todo el cuerpo… para detener la enfermedad de Alzheimer, la enfermedad de Parkinson, ALS y gran cantidad de otras enfermedades. Para devolver la vista y el oído a prácticamente todos los pacientes cuyos déficits se debían a algún daño neurofísico localizado. Y para esas tareas de gran riesgo —la mirada de Singh pasó al uniforme azul de Sparta, con su fina línea de galones— los beneficios fueron aún más inmediatos: una cura para la parálisis debida a daños en la médula espinal, por ejemplo. La lista es larga.
—¿Realizaron progresos en todos esos frentes simultáneamente?
—Los beneficios potenciales eran grandes y, en comparación, los riesgos eran pequeños. Una vez armados con el consentimiento de nuestros pacientes, o de sus guardianes, nada se interponía en el camino de nuestra investigación. Otras áreas eran más problemáticas.
—¿Cómo por ejemplo?
—También veíamos oportunidades (y todavía tenemos que alcanzar nuestras metas en ello) de efectuar mejoras más sutiles. Restaurar la pérdida de memoria en algunos casos, corregir ciertos defectos del habla, ciertos desórdenes de la percepción. La dislexia, por ejemplo.
Sparta se inclinó hacia delante, incitando a Singh a explayarse.
—Pero comprenderá usted los problemas éticos —dijo Singh, confiando en Sparta como si se tratara de un compañero de investigación—. Un disléxico puede aprender a funcionar dentro de la normalidad a través de las terapias tradicionales. Alguna literatura antigua incluso sugería que las dislexias podrían asociarse con funciones más elevadas, lo que solía llamarse creatividad, la escritura de ficción y cosas así. Nos hallábamos en una posición en la que realmente no comprendíamos las relaciones jerárquicas. Poseíamos herramientas neurológicas muy poderosas, pero teníamos un conocimiento inadecuado de la organización del mismo cerebro.
—Y, por supuesto, no podían experimentar con humanos.
—Algunos de nuestros propios investigadores eran reacios incluso a experimentar con los primates superiores.
—Usted no.
—Estoy segura de que ha oído muchas historias acerca de la India, inspectora. Quizás ha oído hablar de los jainíes, que barrían el suelo ante ellos para no pisar una pulga. Bueno, se sabe que yo he aplastado mosquitos, incluso a propósito.
Por un momento, los amplios labios rojos de Singh formaron una sonrisa, y su blanca dentadura relució.
A Sparta le recordó más al hindú Kali que a las pacíficas deidades de los jainíes.
—Pero tengo un saludable respeto por la vida, y en especial por sus formas más evolucionadas —prosiguió Singh—. Primero agotamos las posibilidades de la creación de modelos en el ordenador; a partir de esta investigación, dicho sea de paso, surgieron muchas características de los modernos micro-superordenadores orgánicos. Entretanto, proseguimos el trabajo neuroanalítico en especies que no eran primates: ratas, gatos, perros, etcétera. Pero cuando por fin se llegó a las cuestiones más sutiles que he mencionado, cuestiones de lenguaje, de lectura, de escritura y de habla recordada, ninguna otra especie podía suplir a la humana.
Singh se levantó con rápida elegancia y se acercó a su escritorio. Cogió otro holograma más pequeño, con marco de plata, y se lo entregó a Sparta.
—Nuestro primer sujeto fue un chimpancé niño, que se llamaba Molly, con un desorden motor. El pobrecito ni siquiera podía agarrarse a su madre. En estado salvaje habría muerto a las pocas horas de nacer, y en cautividad habría desarrollado serios problemas emocionales y probablemente no habría alcanzado la madurez. No tuve escrúpulos en inyectarle una mezcla de nanochips orgánicos diseñados para restituirle su déficit primario… y al mismo tiempo, de modo bastante conservador, para probar algunos otros parámetros.
—¿Parámetros de lenguaje?
Sparta le devolvió el holograma a Singh, quien lo dejó de nuevo sobre el escritorio.
—Cuestiones relacionadas con la evolución del lenguaje, más bien. —Singh se sentó, dedicando a Sparta tanta atención como antes—. El cerebro de un chimpancé es la mitad de grande que uno humano, pero muestra muchas de las mismas estructuras anatómicas principales. Fósiles de cráneos de los primeros homínidos, ahora extinguidos pero más íntimamente relacionados con los chimpancés que nosotros, muestran un desarrollo en los centros del lenguaje tradicional del cerebro. Y no existen barreras neurofisiológicas inherentes al lenguaje, por muy rigurosamente que se quisiera definir ese término, en la organización del cerebro de un chimpancé.
—Los obstáculos anatómicos del habla fueron corregidos quirúrgicamente, ¿verdad?
—No intervinimos quirúrgicamente a Molly. Eso vino más tarde, con los otros. Y sin duda había problemas anatómicos, pero las correcciones fueron mínimas, y nos aseguramos de que eran indoloras. —Singh se había puesto tensa de modo casi imperceptible, pero volvió a relajarse cuando reanudó su enumeración de las buenas noticias—. Ese experimento inicial y casi no oficial del neurochip en Molly mostró resultados asombrosos. Su control motor mejoró rápidamente, hasta que fue indistinguible del chimpancé niño medio. Y, aunque estoy segura que no hace falta que se lo diga, el chimpancé niño medio es un atleta olímpico comparado con el humano niño medio. Éste, incluso con su equipamiento vocal natural primitivo, empezó a emitir sonidos interesantes. «Mamá», y cosas así.
Sparta sonrió.
—Una buena palabra sánscrita.
—Una buena palabra en casi todas las lenguas. —Singh mostró sus dientes otra vez—. Sabíamos que habíamos hecho algo extraordinario. Habíamos eliminado la separación entre nuestras especies, algo que los primeros investigadores del lenguaje animal del siglo XX habían intentado duramente sin obtener resultados claros. Nosotros lo habíamos hecho de un modo decisivo y sin gran esfuerzo. Nunca olvidaré aquella mañana, cuando me acerqué a la jaula de Molly e «interactué» con ella (los términos conductistas ortodoxos son bastante áridos, me temo), cuando simplemente extendí mi mano y le di su comida. Y ella me dijo: «Mamá».
Los ojos de Singh brillaban a la luz de la lámpara. Sparta no rompió el silencio.
—Al pensar en ello ahora, creo que fue en aquel momento cuando concebí el PMCE, el Programa de Mejora de la Comunicación entre Especies. —Singh, de pronto, frunció el ceño—. Por cierto, detesto el término «superchimpancé». —Desarrugó el ceño, aunque su expresión siguió siendo arisca—. Nuestros primeros sujetos mejorados, estos ocho, estaban preparados para su entrenamiento un año más tarde. Los detalles del programa, nuestra evaluación de los resultados, por supuesto están en los archivos.
—Los archivos no dicen nada de su decisión de abandonar el programa —dijo Sparta—. Sin embargo, no se archivó ninguna propuesta de continuación.
—Me temo que pueda usted dar a conocer eso a los periodistas, o quizá debería decir a la voluntad del pueblo, que se vuelve histérico cuando se le manipula expertamente. Era evidente que no habría más fondos para el PMCE después de que nuestros cuatro sujetos se perdieran en el accidente de la Queen Elizabeth IV.
—¿Todos? No encontré ningún registro de la muerte del chimpancé llamado Steg.
—¿Steg? —Singh miró a Sparta con atención—. Veo que ha leído los archivos con atención. —Pareció llegar a una decisión sin expresarla—. Inspectora, tengo programado volar hacía Darjeeling en cuanto nuestra entrevista termine. Dirijo un sanatorio cerca de allí, para mis pacientes particulares. Está en los terrenos de la finca familiar. ¿Le gustaría ser mi invitada esta noche?
—Es muy amable por su parte, doctora Singh, pero no la entretendré mucho. Creo que podré completar el asunto aquí en poco tiempo.
—Me ha interpretado mal. No me importa el tiempo. Pensaba que quizá le gustaría conocer a Steg. El último de los llamados superchimpancés.