Sparta encontró empleo en «J. Swift’s», una gran agencia de viajes en la ciudad de Londres, cuyos ordenadores estaban mejor conectados —para alguien con las inclinaciones de Sparta— de lo que los directores de la empresa sospechaban. Éstos contrataron en seguida a la muchacha de brillantes ojos verdes y aire irlandés que se llamaba Bridget Reilly, y que presentó un impresionante historial de servicio en la industria de los viajes.
Durante las semanas y los meses que siguieron, su vida fue muy aburrida: largas horas ante una pantalla, hablando en un intercomunicador con clientes y otros agentes, reservando y volviendo a reservar de modo interminable vuelos, habitaciones y transportes por tierra para gente que al parecer no podía decidirse o atenerse a sus acuerdos, y aceptando alegremente la responsabilidad por atrocidades sobre las que ella no poseía ningún control, muchas de ellas derivadas del deseo del turista inglés de mediana edad y clase media de experimentar la cultura extranjera como a través de la ventana de un salón de té, y el resto, de la convicción del turista inglés joven (como la de los jóvenes de todas partes) de la inocencia e inmortalidad personales.
Bridget Reilly era la personificación de la simpatía en el trabajo, pero sus compañeros, masculinos y femeninos, pronto aprendieron que ella no tenía el más mínimo interés en conocerles mejor de lo que su trabajo requería. Cuando terminaba su jornada de trabajo, la señorita Reilly iba en Metro hasta un pequeño y feo apartamento en un sucio y lúgubre barrio, donde la prudencia sugería quedarse en casa, lejos de los vecinos y otros extraños. Descongelaba su cena cada noche en el horno, y después de comer se iba directamente a su estrecha cama. Seis horas más tarde el pequeño vídeo de la habitación iluminaba la oscuridad previa al alba, con las noticias matinales de la «BBC», y la despertaba a un nuevo día.
Su vida interior era más rica y extraña.
Por la noche tenía sueños. Noche tras noche descendía al vórtice de nubes fantásticas. Ella sabía que eran las nubes de Júpiter; no sabía más. El viento le cantaba en una lengua que ella no sabía nombrar, y aunque parecía comprenderla perfectamente, cuando despertaba nunca podía recordar una palabra de lo que se había dicho. Lo único que recordaba eran las emociones de éxtasis y temor, de esperanza que se disolvía en el ego, de venenoso odio hacia sí misma.
De día, su intelecto era el filo mismo de la navaja de Occam. Mientras reservaba visitas en grupo a Puerto Hesperus y Labyrinth City con una mano en el teclado, su otra mano descansaba con las púas INP extendidas, penetrando en las entradas del ordenador, haciendo funcionar otros programas en los intersticios del proceso. No necesitaba más pantalla que la que tenía en la cabeza.
Ni siquiera el comandante sabía dónde estaba o dónde fingía estar. Mantenía contacto con él de vez en cuando a través de circuitos imposibles de encontrar en su oficina de la Junta de Control Espacial —por alguna razón él nunca se encontraba en su despacho—, pero en las raras ocasiones en que realmente conversaban, ella no disimulaba hacer poco caso de sus sugerencias; no seguía los programas que él le daba. En realidad, aunque no decía nada de esto al comandante, había aplazado sus investigaciones del asunto de Howard Falcon mientras investigaba un misterio más profundo, el contenido de su propia mente…
Sentada ante su ordenador de la agencia de viajes, absorbía enciclopedias enteras de neuroanatomía, neuroquímica, saber popular sobre drogas. Utilizando los enlaces de información, preparaba recetas para mujeres que no se parecían la una a la otra a Bridget Reilly ni en lo más mínimo; a última hora de la noche, en los barrios atestados de gente rica o gente de color, estas mujeres recogían sus medicinas. La colección de pastillas y parches de Sparta se convirtió en una farmacopea.
En la casa segura le habían administrado drogas en un intento de penetrar en sus sueños. Pero ella se había negado a trabajar con el comandante en estas condiciones; quizá debido a ello, o tal vez por alguna razón más profunda, el comandante se había negado a compartir todo lo que sabía de aquella parte de ella misma a la que Sparta no podía acceder. Ahora tomaba drogas, intentando descifrar su propio subconsciente.
Las anfetaminas, los barbitúricos y las drogas psicodélicas actuaban en ella exactamente igual que lo que la documentación de todo un siglo decía que actuarían: eran inútiles. Las sales metálicas cambiaban su comportamiento y amenazaban con envenenarle los órganos internos y dejar su mente tambaleante. El alcohol aumentaba la cantidad de sueños pero reducía la fuerza de éstos, y le provocaba náuseas por la mañana y ardor en los ojos. Los neurotransmisores conocidos parecían añadir nítidos adornos a las escenas familiares de los sueños, pero no producían ningún efecto en su memoria o visión interna.
Sus investigaciones la llevaron más lejos. Un poco de producto químico en su lengua y sabía qué estaba ingiriendo, pues la fórmula exacta aparecía en la pantalla de su mente. De las treinta mil proteínas estimadas y péptidos significativos del cerebro, buena cantidad de ellos habían sido caracterizados. Aun así, era una lista larga. Metódicamente, Sparta iba abriéndose paso a través de ellos. Grabó los efectos de su autoexperimentación con exactitud clínica.
Pero se aisló aún más. Sus compañeros de trabajo creían que les despreciaba y desarrollaron un odio cordial hacia ella. Aun así, sus sacrificios no fueron en vano. Tras varias semanas de noches horribles, obtuvo un resultado. Un péptido de cadena corta, de unos residuos de nueve aminoácidos, del que se sabía que tenía un papel en la formación de las columnas listadas de la corteza visual, parecía liberar una imagen procedente de los sueños de Sparta, permitiéndole ser retenida en la memoria.
Con la imagen se asociaba una palabra, quizá dos, cuyo significado ella no reconoció: moonjelly.
Tomó más péptido de éste, una preparación barata y sencilla que en la década anterior había sido la favorita de algunos psicoterapeutas con inclinaciones agresivas, a los que gustaba dar una paliza a sus clientes en nombre del amor y tenían tendencia a impacientarse con el lento desarrollo de la cura a base de hablar. Esta sustancia se denominaba Bliss. El Bliss había comenzado en los laboratorios creadores de drogas de L-5 como análogo de las sustancias controladas, no ilegal en sí misma. Pero rápidamente llegó a la Tierra, donde pronto se corrió la voz de que el Bliss tenía efectos secundarios lamentables. Algunos suicidios fueron suficientes para prohibirla en todo aquello que no fuera experimentos controlados. Una sola compañía farmacéutica lo fabricaba para uso de los investigadores, con la marca «Striaphan».
Cada noche sucesiva que Sparta tomaba «Striaphan», la palabra del sueño y la imagen de éste se asociaban más íntimamente, la visión estaba más enfocada. La moonjelly tomó una forma precisa: como si fuera una miniatura del sueño, lo que ella veía era un remolino carnoso, que latía rítmicamente en el centro del vórtice de nubes. Podía haber sido una visión terrible, pero a ella le parecía exquisitamente hermosa.
Ya no se despertaba aterrorizada. Aumentó en ella la convicción de que había alguna cosa en el ojo del vórtice de Júpiter que le llamaba, que le daba la bienvenida… a casa.
Olvidó lo que sabía de la historia del «Striaphan» y las contraindicaciones. En medio de su emocionante descubrimiento, la extraordinaria capacidad de Sparta de autoanálisis, de conocimiento de sí misma le falló, le desapareció sin que ella se percatara. No se dio cuenta del momento en que empezó a depender de aquella sustancia.