Blake se apretó el nudo de la corbata de seda y lo alisó para que quedara plano sobre la camisa blanca de algodón. Se ajustó la chaqueta a los hombros y, un momento más tarde, se levantó cuando el magneplano redujo velocidad al llegar a la estación de Brooklyn Bridge. Alguien que le observara de cerca habría podido fijarse en el verdugón rojo que tenía en la nuca, pero una rápida mirada a su alrededor le cercioró de que nadie le vigilaba.
Bajó del avión, cartera en mano, y se dirigió a paso vivo hacia el ascensor. Minutos más tarde se hallaba de camino al norte de la ciudad en un tren subterráneo antiguo restaurado. Cien años atrás habría sido una hora punta, pero hoy en día los brillantes y limpios Metros nunca estaban abarrotados. Bajó en una estación de la parte media de la ciudad. Cuando salió del subsuelo, el sol rozaba la parte superior de las relucientes torres que le rodeaban con una luz amarillo pálido.
La euforia física del ataque y de la huida precipitada había desaparecido, y Blake experimentó un momento de desaliento. No estaba seguro de contra quién o qué había peleado, o por qué, ahora que Ellen le había rechazado, salvo por una vaga sensación de su orgullo herido. La simple fatiga es un gran desalentador del orgullo. Con un esfuerzo de autohipnosis, recuperó al menos un sentimiento temporal de confianza. Iba camino de otra entrevista de empleo, y en esta ocasión se trataba de un empleo que quería.
Las oficinas del Instituto Vox Populi ocupaban un edificio de ladrillos de tres pisos en la Cuarenta Este, cerca del complejo del Consejo de los Mundos en el East River. Aunque era horrible, el edificio valía una fortuna.
En su interior, el decorado aún era más deprimente: escritorios de acero, sillas de acero, archivadores de acero, tablones de anuncios que se desmoronaban, pintura desconchada (verde institucional hasta la altura del hombro, crema institucional arriba), y oficinistas agresivamente feos y malhumorados, uno de los cuales por fin accedió a mostrar a Blake la dirección del despacho de Arista Plowinan. Aquel día Dexter no estaba.
Se decía que Arista era menos tolerante ante las debilidades humanas que Dexter —la suya era una asociación espinosa— y ella se hallaba en un extremo del espectro político, mientras él se encontraba en el otro. Arista defendía la Humanidad en conjunto, Dexter defendía el ser humano individual con un rencor justiciable. Sus diferencias apenas importaban a nadie más que a ellos, ya que el arma predilecta de Dexter en defensa del individuo era el pleito de acción de clase, mientras que la táctica de Arista en la defensa del Pueblo era emprender la causa de un solo Inocente Agraviado simbólico.
Ella levantó la mirada cuando Blake apareció en su puerta y supo al instante que no se trataba de un Inocente Agraviado. La mujer masculló algo como «siéntese» y fingió estudiar el historial de Blake.
Arista era una mujer delgada con gruesas cejas oscuras y el pelo negro canoso formando tensas ondas sobre su largo cráneo. Su vestido serio, negro con topos blancos, le caía recto desde sus anchos hombros, y la manera en que apoyaba los codos sobre el escritorio y su flaco trasero en el borde de la silla transmitían su deseo de estar en algún otro lugar. Apartó el historial a un lado de su escritorio como si le hubiera ofendido.
—¿Ha trabajado para «Sotheby’s», Redfield? ¿Una sala de subastas?
—No como personal fijo. Con frecuencia me contrataban como asesor.
La boca de Arista se torció en gesto amargo al oír su acento británico. El acento de ella era buen americano, puro Bronx, aunque había nacido en el condado de Westchester.
—Pero usted era tratante en arte.
El énfasis ya transmitía netamente su opinión sobre los que vendían cosas, en especial cosas caras, decorativas e inútiles.
—Es una manera de hablar. En realidad, libros raros y manuscritos.
—¿Qué le hace pensar que tiene algo que ofrecernos a nosotros? No estamos aquí para servir a los caprichos de los ricos.
Él le señaló la parte del historial que ella había desechado.
—Amplia experiencia en investigación.
—Bueno, no nos faltan investigadores en esta oficina.
Se puso de pie, con la intención de finalizar la entrevista al cabo de treinta segundos.
—También, el trabajo que he realizado en un caso que es del mayor interés para su Instituto.
—Redfield… señor Redfield…
Se encontraba junto a la puerta del despacho; la había abierto y la mantenía así.
El siguió sentado.
—Potentes agencias del Consejo de los Mundos se han visto infiltradas por un culto pseudorreligioso que intenta quedarse con el gobierno del mundo en nombre de… de una deidad extraterrestre.
—¿Una qué?
—Sí, es una locura. Esta gente cree en una deidad extraterrestre. Yo logré ingresar en una rama de ese culto. Puedo reconocer a varios de sus miembros y al menos a uno de sus líderes. Debido a todo lo que sé, se han efectuado varios atentados contra mí, el más reciente de ellos la semana pasada.
Arista cerró la puerta pero siguió de pie.
—¿Qué clase de culto ha dicho? ¿La tontería de los «ovnis»?
Después de todo, quizás había tenido suerte. La fascinación de Arista Plowinan por lo conspirativo había captado su atención. Su hermano tal vez sólo se habría reído y le habría remitido a la Policía.
—Se hacen llamar los prophetae del Espíritu Libre, pero tienen otros nombres y organizaciones tapadera. Yo penetré en una rama que trabajaba en París y ayudé a desmantelarla. —Al fin y al cabo, no había razón para ser modesto—. Adoran a un ser al que llaman el Pancreator, una criatura extraña de algún tipo que se supone que regresará a la Tierra para conceder a los iluminados (se refieren a sí mismos) la vida eterna y llevarles a alguna clase de Paraíso. O quizás establecer un Paraíso aquí mismo, en la Tierra.
—No soy vulnerable a cualquier teoría de conspiración que se me presenta, Redfield.
«Oh, yo creo que sí lo es», pensó él, alegre, manteniendo el semblante inmutable.
—Puedo documentar todo lo que le digo.
—Bien, pero ¿qué posible interés supone usted que Vox Populi podría tener en este grupo?
—Los prophetae están locos, pero son numerosos y extremadamente influyentes. Menos de tres años atrás, miembros del Espíritu Libre iniciaron el programa de la Inteligencia Múltiple dentro de la Agencia de Seguridad de Norteamérica. Ese programa cesó sus operaciones, y sus líderes desaparecieron, cuando el sujeto de uno de sus experimentos ilegales escapó a su control. Pero no antes de que hubieran asesinado a un par de docenas de personas. Las abrasaron en un incendio del sanatorio.
—Pero hace diez años. En la actualidad es un tema muerto, lamentablemente.
—Hace menos de un mes, la Junta Espacial descubrió que un carguero interplanetario, el Doradus, había sido convertido en un barco pirata. El jefe de una de las mayores corporaciones de Marte se hallaba implicado: Jack Noble. Ha desaparecido.
—Oí hablar de ello. Estaba relacionado con la placa marciana.
—Yo me encontraba allí. Le daré todos los detalles que quiera. —Blake se recostó en la silla y levantó la mirada mientras ella volvía a su escritorio con aire pensativo—. Doctora Plowinan, se supone que usted se ocupa de volver a colocar el Gobierno en manos de los gobernados, después de que gente como mi padre, si puedo hablar extraoficialmente, ayudaran a arrebatárselo. Es exactamente el tipo de gente al que creo que usted querría eliminar.
—¿Su padre es miembro de este Espíritu Libre?
—Le aseguro que no lo es. —No podía decir si la idea le horrorizaba o si estimulaba más su apetito—. Sólo es un… aristócrata bienintencionado.
Arista Plowinan volvió a sentarse tras su escritorio de acero.
—Su historial no dice nada de las cosas que acaba de describirme, Redfield.
—Soy un hombre marcado, doctora Plowinan.
—O sea que si estuviera usted aquí, nosotros podríamos ser un blanco.
—Han sido un blanco durante tanto tiempo que sus defensas son excelentes. Me he asegurado de ello antes de venir aquí.
Ella sonrió levemente.
—¿Está usted a salvo en su propio hogar?
—Mis padres han tenido tanto dinero durante tanto tiempo, que sus defensas están casi a la par con las de ustedes.
—¿Por qué no ha acudido primero a la Junta Espacial?
La sonrisa que esbozó Blake era severa.
—¿Por qué cree usted?
—¿Insinúa que la propia Junta de Control Espacial…?
—Exactamente.
Los ojos de la mujer se pusieron vidriosos ante las posibilidades que vislumbraba, y su sonrisa abierta hizo que Blake se sintiera seguro de que tenía una oferta de trabajo. Pero no iba a ser tan fácil. La larga experiencia había enseñado a Arista Plowinan a ser cauta.
—Interesante, Redfield, muy interesante. Hablaré con mi hermano. Él querrá conocerle personalmente. Entretanto, no nos llame. Nosotros le llamaremos…
Fuera, Blake se dio cuenta de que la entrevista —por no mencionar los acontecimientos de la noche— le había dejado exhausto. El agotamiento se ceba en los reflejos. Cuando un hombre joven, alto y demacrado cruzó la calle delante de él y se precipitó a la cabina telefónica más próxima, lanzando una mirada rápida por encima del hombro, Blake no pensó nada. En realidad, apenas se fijó, hasta que se encontró a pocos metros y de repente el hombre se dio la vuelta y levantó el brazo.
Blake giró sobre sus talones, reconociendo en aquel instante al hombre, y se echó atrás hacia el bordillo.
La bala formó un cráter en una losa de mármol del lateral del edificio, justo donde antes estaba la cabeza de Blake. Más balas —auténticas balas de metal, disparadas con celo y exactitud que, si menos que perfecta, era demasiado grande para permitirse un solo segundo de complacencia por parte del objetivo— siguieron a Blake mientras éste rodaba y gateaba por la cuneta hasta que llegó a un robotaxi aparcado y pudo refugiarse. La gente gritaba y corría —este tipo de cosas jamás sucedían en Manhattan— y en cuestión de segundos la manzana quedó desierta.
Blake se maldijo por no haber reconocido antes a su asaltante, pues le conocía bastante bien. Leo —un ex pobre hombre—, uno de sus compañeros de la Sociedad de los Atanasios. Blake deseó tener un arma. No llevaba ninguna, no sólo porque era estrictamente ilegal en Inglaterra, donde residía desde hacía dos años, ni porque tuviera escrúpulos a la hora de defenderse, sino porque había mirado las estadísticas y hecho un cálculo de probabilidades, y había imaginado que tenía más oportunidades de seguir vivo si no llevaba ninguna.
El asesinato deliberado no estaba incluido en las posibilidades. Levantó el brazo para abrir la portezuela delantera del taxi. Se introdujo dentro, manteniendo baja la cabeza, y metió su tarjeta de identificación en el contador.
—¿Adónde, Mac? —preguntó el taxi, efectuando una buena imitación del habla neoyorquina de principios del siglo veinte.
Blake metió la cabeza bajo el tablero de mandos y pasó unos segundos manipulando con los circuitos. Aún agazapado en el suelo, preguntó:
—¿Hay un tipo delgado y con el pelo largo en la cabina telefónica de la esquina, a tu izquierda?
—Acaba de salir de la cabina. Ahora está en la puerta de este lado. Parece que tiene intención de venir hacia aquí.
—Arremete contra él —ordenó Blake.
—¿Hablas en serio?
—Hay veinte para ti.
—¿Veinte qué?
—Veinte mil pavos. Si no me crees, sácalos del crédito de mi tarjeta ahora.
—Sí, bueno… oye, Mac, yo no hago trabajos de…
Blake hurgó salvajemente en los circuitos.
—Ay —exclamó el taxi, y dio un salto al frente, subiéndose a la acera.
Las balas rebotaban en el parabrisas del «Checker»; luego, un rechinante salto lanzó a Blake contra la pared. Abrió la puerta de una patada y salió rodando a la acera. Saltó sobre el gran maletero cuadrado del «Checker» y se lanzó sobre el techo del taxi como un corredor para llegar a la meta el primero.
El taxi no había tocado a Leo, pero le tenía atrapado en la puerta a pocos milímetros. Leo intentaba frenéticamente levantar sus grandes pies por encima del parachoques cuando Blake se lanzó desde el techo a su cara, dando un golpe al gran revólver de calibre cuarenta y cinco y arrancándoselo de la mano. La cabeza de Leo se estrelló hacia atrás en la puerta de acero inoxidable del edificio, y cuando intentó apartar la mano de Blake de su garganta, descubrió que la otra mano sostenía un cuchillo negro, suspendido rígidamente bajo el ángulo de su mandíbula.
—Prefiero tenerte vivo, Leo —jadeó Blake—. Así que cuéntame.
Leo no dijo nada, pero sus grandes ojos aterrorizados decían que él también prefería seguir vivo, aunque Blake tuvo la impresión de que le habían ordenado que muriera en lugar de dejarse capturar.
El zumbido de los rotores de un helicóptero sonaban en lo alto del cañón urbano, y el grito de las sirenas se oía en la calle.
—Dime por qué, Leo, y te dejaré escapar. Si la Policía te coge, los prophetae no te dejarán vivir ni una sola noche en prisión.
—Ya lo sabes. Eres una Salamandra —dijo Leo.
—¿Qué demonios es una salamandra?
—Suéltame —gimió Leo—. No volveré. Te lo prometo.
—Es tu última oportunidad, ¿qué es una salamandra?
—Como tú, Guy. Los que fueron iniciados en un momento dado; ahora son traidores. Los que te conocemos mejor… hemos jurado matarte.
—¿Tú incendiaste mi piso de Londres?
—Yo no. Bruni.
—Sí, ella siempre tuvo más agallas.
—Ni siquiera te escondiste, Guy. Si vas a soltarme, por favor, hazlo ahora.
—Me llamo Blake. Da igual que lo haga en seguida. —Soltó la garganta de Leo, pero mantuvo el cuchillo a punto—. Taxi, retrocede un poco —gritó—. Ve despacio.
En cuanto el «Checker» hubo retrocedido lo suficiente, Leo dio un salto. Blake metió el cuchillo en la funda que llevaba a la espalda y bajó del capó del taxi.
—Necesitamos una historia —dijo, metiendo la cabeza por la ventanilla del taxi.
—Te costará más de veinte —dijo el taxi con aspereza.
—Carga lo que creas justo.
—Está bien, Mac. ¿Qué quieres que diga?
Blake entró en el taxi y sacó la cartera de mano que había dejado en el suelo.
—Ese tipo ha intentado robarme. Tú has venido en mi ayuda, entonces ha sido cuando te ha disparado. Has estado a punto de atraparle, pero se ha escapado.
—¿Y toda la pasta extra que hay en mi contador?
—La verdad: te he dejado cobrar con mi tarjeta como recompensa por salvarme. Y también para reparar los daños.
—Claro, Mac. ¿Supones que se lo creerán?
—Estás programado para hablar, ¿no?
—¡Claro! ¿Soy un taxi de Manhattan o qué?
El primer coche de Policía, un hidrocoche azul brillante —nada de curiosas antigüedades aquí— se detuvo mientras el helicóptero de la Policía se detenía en el aire. Blake observó acercarse a los policías, las viseras bajadas, las armas a punto. De este modo, ¿quién sabía de qué lado estaban?
Después de casi dos horas de interrogatorio, la Policía dejó que Blake se fuera. Bajó del Metro en Tribeca y se dirigió andando a casa de sus padres, pasando por delante de columnas de vapor que salían de las tapas de las cloacas, por las desiertas calles de asfalto donde los robotaxis paseaban como bestias de la jungla. Manhattan se había convertido en un centro turístico en este siglo, un enclave exclusivo de los ricos, y en algunos lugares se mantenía el ambiente del viejo Nueva York como diversión.
Las cosas eran más bulliciosas en la entrada ribereña del edificio de sus padres. Blake hizo una seña con la cabeza al guardia mientras marcaba el código en la cerradura del ascensor privado hasta el ático. Los otros guardias se hallaban fuera de la vista del público.
Evitando a su madre —su padre se encontraba en viaje de negocios en Tokyo, negocios que requerían su presencia física— Blake se fue directo a su habitación.
Se quitó la chaqueta desgarrada y la sucia camisa y corbata, y con cautela se aplicó ungüento «Healfast» en el cuello lleno de ampollas. El producto se puso a trabajar inmediatamente. Por la tarde, quedaría poco rastro de sus quemaduras de segundo grado.
Cómodamente vestido con unos pantalones anchos y una camisa holgada, al estilo campesino ruso, llevó su chamuscada cartera de mano al despacho de su padre y vació su contenido sobre el escritorio, el botín de su incursión en Granite Lodge.
Una serie de diminutos chips negros y dos micro-superordenadores. Tomó el estuche por donde los había arrancado del sistema… Esperaba no haberlos quemado con su propio calor, pues estos ordenadores generaban cantidades abundantes de calor: si no se enfriaban vigorosamente con agua o algún otro fluido, podían quemarse en cuestión de segundos.
Blake tardó un cuarto de hora en poner en marcha la primera de las dos pequeñas máquinas; como entrada utilizó el teclado de su padre, y la salida se exhibía sobre la superficie del escritorio a través de la unidad holográfica. Pero tras otra hora de concentrada manipulación, Blake dejó de intentar extraer nada de aquella máquina. Nada de lo que probaba lograba sacar más que unos símbolos codificados estándar en la proyección holográfica, y sospechaba que en realidad el aparato se había quemado.
Tuvo más suerte con la otra máquina, pero sólo un poco: después de cuarenta minutos de juego cada vez más frustrante —no paraba de decir que era un usuario no autorizado— se levantó y se fue a la ventana, mirando sin ver la neblina, contemplando el otro lado del Hudson inferior hacia la costa humeante de Jersey. Intentó vaciar su mente de todo excepto las experiencias de la noche. Era una especie de autohipnosis, en la que trató de ver y oír de nuevo todo lo que había visto y oído dentro de la casa.
Regresó al escritorio y escribió una palabra en el teclado. Unos milímetros por encima de la superficie de cuero verde del escritorio de Edward Redfield, el aire relució.
No apareció, sin embargo, ningún mensaje, ni una bienvenida ni un aviso. En cambio, un animal se retorció en tres dimensiones. Era una criatura parecida a un lagarto con una gruesa cola y una amplia cabeza triangular, con pequeñísimos ojos castaños, redondos y relucientes. Sus extrañas patas delgadas tenían dedos extendidos que terminaban en gruesos bloques. La piel húmeda del animal era de color marrón cobrizo, con un bajo vientre amarillo brillante.
La palabra que Blake había introducido en la máquina era «salamandra», el término que Leo había utilizado para acusarle, y la criatura que había visto grabada en el anillo de la chica inconsciente.
Nada estimula la persistencia como una mínima gratificación. Blake persistió durante otras dos horas, probando todos los chips que había robado, uno tras otro. No obtuvo nada más. Sólo aquella salamandra que se retorcía.
Cansado hasta la médula por lo ocurrido durante la noche y el esfuerzo de la mañana, inclinado sobre un aparato inflexible, Blake se quedó dormido.
Le despertó un batir de alas.
No, no eran alas, eran aletas de rotor.
Se incorporó de golpe, y en cuanto recordó dónde estaba y lo que había estado haciendo, se arrojó al suelo. Pero el regular zumbido del helicóptero fuera de la ventana ni aumentaba ni disminuía. Se arrastró por el suelo y levantó la mirada hasta el alféizar de la ventana.
Una silueta negra, un agujero en el cielo, difusa y sin detalle en la brillante neblina al Oeste; el aparato se limitó a permanecer suspendido en el espacio, ochenta y nueve pisos por encima de las calles de Manhattan, a veinte metros y justo enfrente de la ventana que daba al despacho del padre de Blake. Un «Snark». Un «Snark» como Boojum.
Mientras Blake lo observaba, el aparato giró lentamente sobre su eje, hasta que sus lanzacohetes y ametralladoras gemelas «Gatling» apuntaban directamente a él a través de la ventana.
Blake no se movió. No podía correr ni ocultarse en ningún sitio. El «Snark» llevaba suficiente potencia de fuego para hacer volar el ático del rascacielos en el que se asentaba. La Policía metropolitana debería estar allí para entonces, pocos segundos después de la llegada del «Snark». Que no hubiera señales de ella era muy significativo. Blake podía llegar a los controles de las defensas privadas del apartamento —se hallaban dentro del escritorio de su padre— pero aunque llegara vivo hasta ellos, dudaba que los cohetes del tejado pudieran hacer mella en un «Snark».
Blake se puso de pie, situándose a plena vista del piloto del aparato. «Si estás aquí para matarme, hazlo limpiamente», dijo sin palabras.
El «Snark» sacudió el morro. «Sí, nos entendemos. Sí, podríamos hacerlo. Sí, sabemos que eras tú, y ahora sabes que podemos mataros a ti y a las personas a las que amas, en el momento en que queramos».
Luego, el aparato se arqueó perezosamente en el aire y se alejó, dirigiéndose hacia el río. En pocos segundos Blake lo perdió de vista en la deslumbrante luz que se reflejaba de la llanura de algas mojadas. Dejó un mensaje implícito en su estela: «El siguiente movimiento te toca a ti».
Blake volvió al escritorio. Desconectó con cuidado el ordenador que estaba funcionando, y metió éste y la máquina que probablemente había estropeado en un sobre urgente, junto con todos los chips negros robados. Cogió una pluma gruesa del cajón de su padre y escribió en letras mayúsculas en la cara del sobre: «ATENCIÓN SALAMANDRA, C/O SERVICIO DE PARQUES DE NORTEAMÉRICA, GRANITE LODGE, RESERVA HENDRIK HUDSON, NUEVA YORK, DISTRITO ADMINISTRATIVO». La dirección no era completa, pero era más que suficiente. Si podían controlar a la Policía, sin duda tendrían alguna influencia en el servicio postal.
Se echó una cazadora al brazo, tapando el sobre, y luego salió del ático y tomó el ascensor para descender. Si algo iba mal, quería hacerlo lejos del edificio de sus padres. Este paquete lo enviaría desde el buzón de algún barrio anónimo.
Mientras caminaba por las ventosas calles hacia la parte alta de la ciudad, Blake se enfrentó al hecho de que no era un hombre feliz. La mujer a la que creía amar no quería saber nada de él. Todas las posesiones físicas que él consideraba valiosas habían sido destruidas.
O sea, que las Salamandras eran ex Iniciados, ¿no? Herejes. Rivales de los prophetae, y como ellos, metidos en el manejo del sistema. Blake había creído que podía hacerse tan visible que no podría ser atacado sin escándalo. Vana esperanza. Aun cuando los Plowinan le ofrecieran aquel empleo en Vox Populi, no debía aceptarlo.
Había arrastrado a sus padres a una situación de peligro, un grado de peligro que él, vanamente, había subestimado. Hiciera lo que hiciera, tenía que hacerlo fuera del ático de sus padres. Rápido.