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Con un traje oscuro clásico y corbata de seda roja, y la gran cartera portadocumentos que solía llevar, Blake salió del fortificado vestíbulo del edificio de sus padres a la misma hora que las anteriores dos semanas y se encaminó a la parte alta de la ciudad, tomando uno de los antiguos trenes subterráneos de Manhattan restaurados.

Había establecido deliberadamente una pauta previsible, pasando las primeras horas de la mañana en el intercomunicador buscando entrevistas de empleo y saliendo de casa poco antes de la hora del almuerzo. Prefería viajar en Metro que en robotaxi; cambiando de tren podía saber si alguien le seguía a pie.

Bajó en la estación de costumbre y anduvo dos manzanas al Este por las aceras llenas de felices trabajadores y compradores. La noche anterior había llovido y los robobarrenderos habían pulido las relucientes calles de mármol. Ahora las nubes se estaban deshaciendo, como Blake y cualquiera que prestara atención a los informes del tiempo sabía que ocurriría, y sus restos estaban teñidos de oro a la luz del mediodía.

Blake pasó por delante del restaurante indio que había convertido en su lugar favorito para almorzar, pero no entró. Prosiguió hasta el final de la manzana y empleó el intercomunicador público de la esquina de la Primera Avenida para efectuar una reserva de un hidrocoche compacto coupé, que debía recogerle en un pueblo al norte de la ciudad, en la orilla este del Hudson.

Luego tomó un rápido y silencioso autobús local impulsado por agua y fue hasta la estación de aviones de la Calle 125. La estación elevada era la joya cristalina de su renovado vecindario, su entrada resplandecía con una exhibición otoñal de crisantemos marrones y amarillos.

Blake tomó un rápido magneplano río arriba. Bajó una estación antes del pueblo donde había reservado su coche y esperó en el andén para ver si alguien más bajaba. Nadie sospechoso. Bien. Justo antes de que las puertas del magneplano se cerraran, volvió a entrar y viajó en él otras tres estaciones más.

Efectuar la reserva desde una cabina pública había sido una estratagema. La noche anterior había utilizado el ordenador de su padre para reservar un coche diferente bajo un nombre diferente, propio de un lugar que haría que cualquiera —incluso un observador atento— pensara que se trataba de otro lugar.

Blake cogió el pequeño coche eléctrico gris de dos asientos que se hallaba junto a la acera, que obtuvo con su tarjeta de identificación modificada. Condujo despacio por las calles de la pequeña ciudad antes de encaminarse al Norte, a la reserva. Confiaba en haber eludido la vigilancia.

Doce horas más tarde: era la una de la madrugada, una madrugada fría y sin luna bajo un cielo iluminado sólo por estrellas brumosas y el anillo de basura espacial que formaba un círculo alrededor de la Tierra hasta la órbita geosincrónica. Blake se había arrastrado hasta estar al alcance de la vista del perímetro exterior de Granite Lodge.

Los bosques estaban llenos de maleza y árboles nuevos, con alguna ocasional conífera oscura entre los troncos desnudos de robles rojos y arces y los cientos de otras especies preservadas en las tierras de la reserva Hendrik Hudson. Blake se movía tan rápidamente como se atrevía pisando las gruesas capas de hojas muertas, empapadas aún por la lluvia del día anterior.

Sabía que había ampliadoras de imagen y sensores de infrarrojos montados con intervalos alrededor de la valla electrificada, y sabía que había detectores de movimiento entre la valla y la pared. Había olfateadores químicos dispersados por todo el bosque y olfateadores orgánicos —en forma de perros— rondando por los céspedes. Sabía que no iba a introducirse en aquellos terrenos sin ser detectado. No había pasadizos secretos sin proteger; ni aunque se atreviera a trepar a medianoche por los arrecifes podría burlar a los centinelas.

Pero se había preparado para todo esto. Después de ocultar el coche alquilado, se había quitado la ropa y se había puesto un traje de una pieza, de polimero transparente impermeable, que incorporaba un sistema de intercambio térmico total en la piel y un depósito de calor interno protegido, montado entre sus omóplatos.

El depósito de calor estaría saturado en poco más de una hora, y automáticamente descargaría una corriente de gas supercalentado a la atmósfera detrás de la cabeza de Blake, convirtiendo a éste en un soplete andante. Esto resultaría incómodamente llamativo, aunque era preferible a la alternativa, pues si la unidad dejaba de descargar, convertiría a Blake en una bomba andante.

Sin embargo, hasta ese espectacular momento, Blake estaría fresco como una salamandra. Externamente tenía la temperatura de su alrededor, lo que le hacía invisible, no sólo a los sensores de infrarrojos, sino también, puesto que estaba herméticamente envuelto en plástico inodoro, a los olfateadores.

Sus otros preparativos dependían del tiempo de manera crucial. Cielo claro… La más leve brisa fresca río abajo procedente de un sistema de altas presiones que se acercara… En aquel momento…

Sí, allí estaban, a su derecha, una flota de relucientes globos rosa anaranjado flotando entre las estrellas, flotando en el viento, flotando hacia el grupo de edificios del centro de los terrenos, que estaban dominados por la mansión de piedra.

Las luces resplandecían en la gran casa y en los verdes céspedes. Formas humanas y animales apenas visibles salían de puertas en penumbra y se distribuían hacia los lados, manteniéndose en zonas de sombra de un modo defensivo bien ensayado.

Sin embargo, no sonó ninguna sirena. Blake sabía por experiencia que los tipos de Granite Lodge no querían despertar a sus vecinos a menos que creyeran que tenían entre manos algo realmente serio. Por eso no había oído ninguna sirena la noche que intentó sacar de allí a Linda.

Blake captó el débil pero frenético murmullo de los múltiples monitores cuando las ametralladoras más próximas oscilaron, buscando en los cielos, pero no se lanzó ningún pedazo hipersónico de acero a los relucientes globos que había arriba. Los globos eran prácticamente invisibles para un sistema de guía de ametralladoras antiaéreas, porque los objetivos se hallaban a sólo veinte metros del suelo, no producían reflejos y eran tan pequeños que a las longitudes de onda del radar —el software ideado para blancos no más pequeños o inferiores, o más lentos que los paraveleros y cometas delta— no podía resolverlos.

Blake estaba atacando Granite Lodge con una flota de globos silenciosos. Sería un exceso de medios disparar a globos de juguete con misiles hipersónicos. Aun así, si los radares encontraban sus objetivos y las ametralladoras disparaban, el esquema de Blake quedaría arruinado.

Había una docena de dirigibles de seda, cada uno de ellos impulsado por algo de simple tecnología que consistía en un poco de parafina encendida —una vela gruesa, brillante en los infrarrojos— pero guiados por paletas ligeras como una pluma y válvulas como agallas que se abrían y cerraban según las instrucciones de sofisticados chips de guía, preprogramados para el tiempo de esa noche. Lentamente, en silencio, los dirigibles seguían la pista de sus objetivos con sensores visuales microscópicos, flotando como una flota de pegajosas medusas.

Demasiado tarde para el sistema de guía de ametralladoras antíaéreas. Ahora los defensores humanos abrieron fuego sobre las flota aérea, pero igual que los radares, juzgaron mal el tamaño y el alcance de sus objetivos.

Blake seguía en la oscuridad, tardando largos segundos en observar; estos defensores eran asesinos caprichosos, si es que eran asesinos. Sus armas estaban silenciadas, y no utilizaban balas trazadoras. Y sus supresores de ruido hacían estragos con exactitud. Sin trazadoras, no tenían modo alguno de saber a dónde iban sus balas en el cielo nocturno. Podrían incluso ser tan escrupulosos, pensó Blake, como para utilizar balas de goma, como hicieron la noche en que intentó escapar.

Alguien tuvo suerte: un estallido de una arma automática dio a uno de los pequeños globos.

Se produjo un resplandor cegador y una terrible explosión. Espectaculares serpentinas de luz salieron del globo abrasador cuando cayó al húmedo césped, donde —produciendo un efecto tan extrañamente contraintuitivo como para parecer de otro mundo— estalló con frenesí, enviando pequeñas bolas de fuego amarillo rosado a todo el césped húmedo como diminutas criaturas que corrieran desesperadas a buscar refugio. Ante esta misteriosa visión, los perros guardianes bien entrenados aullaron y huyeron.

Si Blake no hubiera estado tan concentrado en lo que sucedía, se habría echado a reír. Aquellos puntos de luz rosa en movimiento eran un puñado de BBs de metal sódico, que se convertían en diminutos cohetes al entrar en contacto con la hierba húmeda. Ahora el resto de la flota encontró sus objetivos. Cohetes blancos, rosas y amarillos estallaron en el tejado de Granite Lodge. Un par de globos flotaban bajo el techo del porche y se volvieron incandescentes, prendiendo fuego a las grandes vigas de madera y las nudosas tablas de pino.

Las tres pequeñas aeronaves cuyo objetivo era el garaje aterrizaron casi simultáneamente. Menos de un minuto más tarde el depósito de hidrógeno del garaje explotó como una bomba de verdad, haciendo volar las paredes de la antigua casa de carruajes y reduciendo los vehículos que se hallaban dentro a restos que ardían mientras una gran bola de hidrógeno en llamas se elevaba en el aire.

Blake pensó que había creado toda la diversión que podía. Cruzó veloz el resto de bosque. La valla electrificada cedió a las tijeras y demás herramientas que llevaba en su mochila. Cuando cruzaba los diez metros que le separaban del muro bajo de piedra, esperó que los guardianes de la casa fueran en realidad tan benévolos como suponía, pues éste era el lugar adecuado para las minas antipersonal en el suelo y las trampas flechette en los árboles.

Llegó al muro sin incidentes. Las llamas anaranjadas del porche y el garaje arrojaban sombras que bailaban en el césped lateral. La zona frente a él estaba iluminada sólo por focos. Trepó por el muro, con cuidado de no dañar la fina piel de plástico que era todo lo que tenía entre él y las piedras negras y angulares. Penetró en la luz blanca, avanzando con seguridad. Más le valía tener seguridad. Ahora nada podía ocultarle, hasta que llegó a las sombras triangulares bajo los muros.

Una vez cerca de la casa, en la oscuridad, se agazapó, corrió y saltó al porche lateral. Las puertas estaban abiertas donde el personal había salido corriendo a defender el lugar. Una forma humana pasó a su lado en la esquina del porche, gritando por encima de su hombro. Blake se metió en la puerta más próxima.

Cruzó la biblioteca oscura y entró en el vestíbulo. Los planos que había estudiado, aunque sabía que mentían, revelaban la ubicación del centro nervioso de la casa. A pesar de que la enorme escalinata principal curvada daba la impresión de tener unos cimientos sólidos, Blake sabía que debajo de las escaleras había espacio, una gran habitación, sin duda aislada acústicamente y amueblada con consolas, pantallas y vídeos, y quizá también sofás y sillones.

No tenía mucho tiempo. Encontró la cerradura, escondida en el artesonado de madera tallada, y la envolvió en plástico. Retrocedió unos pasos segundos antes de que la puerta estallara hacia dentro. Arrojó una granada de gas en la habitación, esperó unos segundos y, mientras penetraba en la estancia, lanzó otra granada detrás de él al vestíbulo. Porque no, él no respiraría aquello.

En el interior de la habitación, una mujer joven, sola, vestida con uniforme blanco, ya estaba profundamente dormida en su silla frente a las pantallas, la cabeza echada hacia atrás y su largo cabello rubio derramado casi hasta la alfombra. El brazo derecho le colgaba sobre la silla y los dedos le rozaban la alfombra.

Cuando Blake apartó la silla de la consola, le llamó la atención el anillo que la mujer llevaba en el dedo corazón de aquella mano, un anillo de oro con un granate en forma de animal. Más tarde se daría cuenta de que si algún pensamiento reciente no hubiera formado una asociación en su mente, habría olvidado el anillo con la misma rapidez con que se fijó en él.

Blake miró las pantallas y decidió que las fuerzas defensivas se hallaban fuera, apagando los incendios. Examinó el tablero y comprendió que no se trataba más que de un distribuidor 110; los procesadores se hallaban en otra parte.

Tardó un momento en memorizar el plano de la habitación, siguiendo las vías eléctricas y líneas de refrigeración… allí estaban los ordenadores principales, discretos en un estante de equipamiento adosado en el extremo bajo de la habitación, donde el techo descendía en pendiente bajo las escaleras. No tenía tiempo para quedarse a jugar; los arrancó del estante, rompiendo sus conexiones, y se los metió en la mochila. Cogió las bandejas de chips que encontró allí cerca y las vació encima antes de cerrar la mochila.

Salió de la habitación y cruzó el vestíbulo lleno de humo; entró en la oscura biblioteca, la cruzó y salió al porche; allí saltó la barandilla y echó a correr por el césped, vislumbrando con el rabillo del ojo otras figuras que corrían… Saltó el muro, cruzó la valla, entró en el bosque…

Procuró reducir el paso y avanzar con cautela por el húmedo bosque. Detrás de él, el cielo nocturno resplandecía por el fuego. Se oían sirenas y chillidos amplificados procedentes de los intercomunicadores y el rugido gutural de los motores de gran potencia que se acercaban por el sendero principal, que cubrían el ruido de las hojas mojadas al ser pisadas y las ramas que se rompían mientras él avanzaba entre los árboles.

Su coche estaba aparcado a unos veinte minutos a pie, lejos de la carretera, pero una mirada a su reloj cubierto por el plástico le mostró que le quedaba un margen de tiempo más amplio del que había planeado, así que conservó puesto el traje de plástico; era lo único que le protegía del fuerte frío.

Encontró su coche sin problemas —era un buen navegante de la noche— y arrojó su mochila al portaequipajes delantero. Lo cerró, y luego abrió la portezuela del lado del conductor. Se inclinó dentro y sacó su tarjeta de identificación de debajo del asiento. La insertó en el encendido; la tarjeta dio energía a los motores de las ruedas.

Empezó a abrirse la parte delantera del traje de plástico, lo que inutilizaría el sistema de transferencia de calor. Una vez se lo hubiera quitado, podría descargar la energía acumulada en el depósito de calor del traje. Antes de que su mano llegara al cierre, salieron del bosque tres de ellos con uniforme blanco, todos jóvenes, todos rubios, ninguno con aire muy feliz.

—Manos arriba —dijo el líder con voz suave.

Era un joven alto, con el cabello rubio tan corto que parecía calvo.

Le tenían rodeado y los tres le apuntaban con rifles de asalto. A esa distancia daba lo mismo si las balas eran de goma o no. Podían romperle de igual manera el bazo o sacarle los ojos o romperle alguna otra cosa valiosa.

El calvo miró a Blake, que estaba desnudo dentro de su traje de plástico transparente, y sonrió.

—Bonito atuendo.

—Me alegro de que te guste —dijo Blake, amortiguadas sus palabras a través de la película plástica que le cubría la boca. ¿Qué se podía hacer cuando no te cubría más que un envoltorio de bocadillo excepto aferrarse al sentido del humor?

El calvo hizo una seña a sus dos compañeros. Se metieron en el asiento trasero del pequeño coche eléctrico mientras el calvo seguía apuntando su rifle hacia Blake.

—Conduce tú —ordenó.

—Cuatro personas pesan mucho —murmuró Blake—. No sé si tendré suficiente carga para todos.

—No vamos lejos. Entra.

Blake se acomodó en el asiento del conductor, encorvado por el depósito de calor que llevaba entre sus omóplatos, intensamente consciente de las armas que le apuntaban al cuello desde el asiento trasero. El calvo se sentó a su lado. Blake puso el coche en marcha; los motores zumbaron y el coche se deslizó por el lodoso camino. Cuando llegaron a la carretera rural pavimentada, Blake giró en dirección al sendero principal de la casa.

Blake conducía despacio y en silencio, hasta que preguntó:

—¿Cómo habéis llegado a mi coche antes que yo?

—No necesitas saberlo.

—Está bien, pero ¿estás seguro de que quieres que os lleve hasta allí en esta cosa?

—Limítate a conducir.

Blake miró la pequeña pantalla digital azul claro de su muñeca izquierda.

—Tengo que bajar un momento. Sólo un momento.

El calvo le sonrió.

—Tendrá que esperar.

—No esperará.

Un cañón de arma se apretó al cuello de Blake, y un susurro íntimo le sonó al oído.

—No nos importa si llenas hasta el tope todo tu cuerpo —dijo el muchacho de atrás—. No vas a bajar de este vehículo hasta que te lo digamos.

Blake se encogió de hombros y siguió conduciendo por la carretera llena de árboles, iluminando con sus faros los troncos desnudos que parecían fantasmas en la oscuridad.

El pequeño coche eléctrico reducía velocidad para cruzar la doble verja de acero cuando el depósito de calor de Blake llegó a un punto crítico. El equipo empezó a silbar.

—¿Qué demonios es eso?

—Necesito bajar del coche en seguida —dijo Blake, con la mano en la puerta a punto de abrirla.

—¡Cuidado! —gritó el chico de atrás—. Las manos en el volante.

En cuestión de segundos el silbido se convirtió en un chillido agudo.

—Déjale salir —dijo la chica de atrás—. Déjame salir a mí también.

Demasiado tarde. Una columna de fuego azul a gran presión explotó en el equipo que Blake llevaba entre los hombros; desde atrás debió parecer que su cabeza era un volcán. La tapicería de plástico ardió, emitiendo un acre humo negro. En la delgada plancha de metal del techo del coche se hizo un agujero.

Arrojando un chorro espectacular de llamas, Blake salió tambaleándose del coche, un hombre que ardía vivo. Sus aterrorizados captores salieron del coche detrás de él, mirándole horrorizados.

Retrocediendo del calor espantoso, muriendo ante sus ojos, Blake regresó tambaleante al vehículo humeante y se derrumbó sobre el asiento del conductor. Con un último espasmo de agonía, un reflejo inconsciente de huida, puso el coche en marcha atrás. El vehículo salió disparado y empezó a girar, arrojando fragmentos en llamas a la mojada carretera y dirigiéndose salvajemente hacia el bosque.

Pero por alguna razón el coche permaneció en la carretera. Blake no había contemplado todos aquellos holovídeos de acción y aventuras, con especialistas que se abalanzaban envueltos en llamas, sin aprender la técnica.