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Una mujer joven, con los ojos verdes y pelirroja, se hallaba de pie en una estrecha calle de Londres, observando un bulldozer hundirse y rodar en un cenagal al otro lado de la calle. A la izquierda de la obra, sobre la pared de ladrillos del jardín de al lado, un hombre con impermeable amarillo estaba encaramado en una escalera de mano, serrando una rama quemada de un olmo enorme. A la derecha, una cobertura de plástico cubría un agujero del tejado de un edificio vecino.

Donde el bulldozer gruñía como un verraco, el edificio de apartamentos donde vivía Blake Redfield había desaparecido.

Sparta se abrochó más fuerte el cinturón de su impermeable y alzó el paraguas contra el viento. Avanzó de prisa por la acera, esquivando los paraguas de los peatones que, inclinados hacía delante, venían en dirección contraria. La mitad de ellos parecían enredados en las correas de sus perros, los cuales estaban más ansiosos que sus dueños por mantenerse fuera de la húmeda y fría tarde.

Caminó casi un kilómetro a través de calles que antes habían visto la prosperidad pero que ahora estaban en declive, para llegar a la cabina de información más cercana, la cual se hallaba en una bulliciosa esquina comercial. Sparta cerró el paraguas y lo sacudió; luego cerró la puerta tras de sí. Los cristales estaban empañados y las gotas de lluvia resbalaban por fuera; el tráfico de la calle era una confusión incolora. Se quitó los guantes de fina lana y se inclinó sobre el aparato. Las púas INP se extendieron bajo sus uñas discretamente cortas y exploró los accesos de la máquina.

El olor de la corriente de datos acudió a los lóbulos olfativos de Sparta. Al cabo de unos segundos había evitado una serie de barreras y, como un salmón nadando río arriba, siguió la corriente de información hasta su origen, una ficha confidencial en la oficina de archivos de Scotland Yard. Ésta le indicó que el apartamento de Blake había sido incendiado dos días después de que desapareciera del castillo sobre el Hudson. Había salido ileso y había ido a reunirse con sus padres en Manhattan.

La ficha reveló que las autoridades se habían irritado con el señor Redfield porque había abandonado el lugar sin avisar. Pero cuando por fin le encontraron, se había mostrado sumamente cooperativo y, al final, persuasivo. En realidad no tenía ni idea de quién podría querer matarle. Había estado fuera del país —la mayor parte del tiempo en Francia, explicó— por asuntos relacionados con su profesión de asesor de libros raros y manuscritos. Scotland Yard había aceptado su explicación de que había huido porque temía por su seguridad y la de sus amigos de Londres.

Buena salida, Blake, pensó Sparta, retirando sus púas del aparato. Estás a salvo y fuera de mi camino, lo cual al parecer es lo que los dos queremos, y es de lo que he venido a asegurarme. No necesito tu ayuda en esto. Eliminaré a los prophetae sin ti.

Salió de la cabina y caminó por la mojada acera hasta la estación de Metro más próxima. Los robotaxis e hidrocoches particulares circulaban por la transitada calle, salpicando aceite y agua pulverizados como una espesa niebla, pero ella era una chica trabajadora que no podía permitirse el lujo de coger un taxi.

Envolviéndose en la olorosa calidez de la abarrotada estación de Metro, pensó en las fichas que había visto en el Hudson y experimentó un momento de nostalgia. Había permitido al comandante persuadirla de que no llamara a Blake, de que no le explicara nada, aun cuando ella creía que él merecía saber la verdad. Pero Sparta comprendía aún mejor que el comandante, que si Blake conocía la verdad, entonces haría algo. Querido Blake, tan ansioso por ayudar… pero lo que solía hacer cuando se hallaba bajo tensión era hacer explotar algo.

A él siempre le parecía lógico y necesario. Y siempre empeoraba la situación. En esta investigación, Sparta no podía permitir que Blake explotara algo y complicara las cosas. Él tenía que creer que ella le había despedido, que le había dicho que se largara y no apareciera. O que ella le había traicionado. Esto era lo que el comandante le había contado que él «recordaba».

Sparta tendría que esperar a que cuando todo hubiera terminado, cuando pudiera contarle toda la verdad, él pudiera recordar algo diferente. Y que todavía la amara.

Ése había sido su primero, y no único, desacuerdo con el comandante. Después de acceder a no intentar ponerse en contacto con Blake, Sparta se había negado a comprometerse a nada más con su jefe hasta que éste hubiera cumplido su palabra. Él le había entregado un trío de chips, de mala gana, pensó ella, y le había dejado sola en la sala de conferencias del piso de abajo de la casa.

El primer chip contenía fichas del difunto proyecto de la Inteligencia Múltiple. En ellas, protegidas por el logotipo de la zorra marrón, había detalles de los cursos a los que ella había sido sometida —todo, desde química cuántica hasta lenguas del sudeste asiático y hasta aprendizaje de vuelo— y todos los procesos quirúrgicos a los que posteriormente había sido sometida: nanochips en media docena de puntos de su cerebro, células eléctricas de polímero bajo su diafragma, las púas INP empalmadas en su sistema nervioso… Todo estaba allí, expuesto en profundidad y con detalle: los planos y especificaciones para coger a una adolescente humana y convertirla en una especie de máquina de guerra.

También estaba explicado en detalle el compromiso de sus padres. Lejos de ser víctimas inocentes, habían sido ansiosos participantes del establecimiento de la Inteligencia Múltiple. Al menos al principio. Mientras creyeron que los sujetos de la Inteligencia Múltiple iban a ser los hijos de otras personas…

Pero las fichas sólo cubrían un lado de la correspondencia, la de la Inteligencia Múltiple. El Gobierno norteamericano, representado por el hombre que entonces se hacía llamar William Laird, había pedido a los padres de Linda que actuaran como asesores principales del proyecto. Iba a pagárseles bien, pero éste no era el único incentivo. Referente al potencial humano, Laird tenía una visión que ellos evidentemente compartían.

Para ellos, este Laird aparentaba ser un visionario y una persona sensible al mismo tiempo; no creía en tonterías supersticiosas como los «memes» (una de las cosas que irritaban a su padre), supuestas «unidades» de cultura sin definición común, discernibles sólo después del hecho. Laird entendía la evolución a nivel del organismo en sí, el ser humano físico igual que, inevitablemente, el ser humano cultural; así pues no era un proceso teleonómico, que tenía el mero aspecto del propósito, sino una progresión real hacia una meta bien definida: la teleología desde dentro.

Los padres de Linda eran claves para establecer los programas educacionales y de pruebas del proyecto de la Inteligencia Múltiple. Luego, de repente, el registro de su implicación cesaba, poco antes de la fecha correspondiente a la admisión de Linda en el programa, como su primer sujeto. Y su primer y más espectacular fracaso.

Sus padres no volvían a ser mencionados en las fichas de la Inteligencia Múltiple. Los años pasaron; de pronto, casi de la noche a la mañana, Laird y muchos de sus principales jefes desaparecieron y el propio proyecto de la Inteligencia Múltiple se desintegró, en circunstancias que Sparta conocía íntimamente, pues ella misma las había precipitado.

Un segundo grupo de fichas consistía en interrogatorios de prophetae capturados. ¿Capturados por quién? De dónde las había conseguido el comandante, Sparta no lo sabía. Estaban codificadas en el sistema comercial más común, y todas las señales identificativas habían sido eliminadas.

Se trataba de historias que ponían los pelos de punta. Sondas profundas habían reconstruido la memoria viva de los sujetos: de infancias aterradoras; de fracaso, falta de hogar, adicción y desesperación antes del primer contacto con los prophetae; de floreciente fe después del reclutamiento, del adoctrinamiento y entrenamiento en los dogmas del Espíritu Libre; de sus misiones. Sumergirse en estas fichas era revivir un infierno de almas perdidas.

Las personas cuyos recuerdos habían sido extraídos para mostrarlos aquí, habían sido soldados del Espíritu Libre. Dos estaban allí la noche en que el padre de Linda había intentado rescatarla, la noche en que sus guardianes habían sido asesinados y habían disparado a Linda, y el «Snark» de rescate, siguiendo órdenes de ella, había elevado a sus padres heridos hacia el cielo nocturno. Presenciando estas fichas, Sparta —viviendo lo que ellos sentían, sintiendo lo que les impulsaba a ellos— confirmó lo que había creído, que era deber de los prophetae matar a todo el que hubiera logrado resistirse al adoctrinamiento.

Y de estos soldados Sparta aprendió la historia que todos ellos creían, la historia que había aparecido en todos los medios de comunicación: que un «Snark» se había estrellado aquella noche en una reserva militar de Maryland, muriendo sus pasajeros, los padres de ella, ocultando algunos detalles «en interés de la seguridad administrativa».

El último grupo de fichas era de naturaleza diversa, algunas de ellas de la Alianza del Tratado Norcontinental, otras de los archivos de la Policía y otras autoridades terrestres. El «Snark» en el que los padres de Linda habían intentado rescatarla había sido robado de la ATN —¿cómo habían llevado a cabo esta extraordinaria proeza?— y el testimonio de Laird y otros situó el aparato en Maryland, donde el intento de rescate, descrito por Laird como asalto e intento de rapto, había fracasado.

Pero Sparta sabía que lo había puesto en marcha con órdenes de tomar todas las medidas necesarias para proteger a sus pasajeros. El aparato había obedecido, y desaparecido. Las fichas revelaban que no se registró en los radares ni rastro de él. Ni se oyeron transmisiones. Jamás volvió a ser visto. No se había producido ningún accidente de helicóptero. Sus padres simplemente habían desaparecido.

—¿Has visto suficiente? —susurró el comandante desde la oscuridad.

Había vuelto mientras ella estaba absorta en la última ficha, pero a pesar de ello, ella le había oído entrar e identificado en la oscuridad.

—Prometió contarme lo que les sucedió realmente a mis padres. Esto no lo hace.

—Admití que no podría demostrar lo que sabía. Pero están vivos.

—No puede saberlo por estas fichas.

—Es lo que creo firmemente.

El hombre todavía se callaba algo, pero no se lo sacaría discutiendo. En verdad, él le había dicho algo de gran valor. A menudo, Sparta había revisado en secreto y a voluntad los archivos de las agencias que habían informado del accidente del helicóptero. Nunca había encontrado nada más que evidentes falsificaciones que sustituían a las fichas robadas; falsificaciones que contenían una trampa para que las personas no autorizadas que carecieran de la experiencia de Sparta en fisgar en esos archivos fueran automáticamente devueltas a sus propias terminales.

Las fichas del comandante eran los originales robados. ¿Dónde y cómo los había conseguido?

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Sparta.

—Llevaremos un equipo en la Kon-Tiki, algunos clandestinos y otros al descubierto. Tú estarás en la zona clandestina.

—No ha cumplido su promesa, comandante; voy a reescribir nuestro contrato. Cooperaré con ustedes, pero no en equipo.

—Eres demasiado conocida, Troy. En cuanto asomes la cabeza, alguien disparará hacia ella.

—Mantendré la cabeza baja. Le informaré a usted y sólo a usted.

El argumentó acaloradamente la necesidad de comunicación constante, imposible si trabajaba sola, la necesidad de equipos de vigilancia para seguir a aquellos sospechosos a los que una persona no pudiera seguir sin ser vista, la necesidad de íntima coordinación con el apoyo de inteligencia, apoyo logístico, etcétera. Ella no se inmutó.

—Sola, entonces, si tiene que ser así —dijo él al fin—. He concertado sesiones de clínica que empezarán mañana por la tarde, en la Central de la Tierra.

—¿Qué sesiones?

—No puedes seguir con esa cara, Troy. Eres una estrella de vídeo interplanetaria.

—No.

—¿Te gusta más tu aspecto que el que tenías de nacimiento? —Parecía auténticamente asombrado.

—Basta de cirugía.

Él permaneció quieto.

—Está bien, ¿por qué no me lo dices ya: qué órdenes estás dispuesta a aceptar?

—Ninguna orden, comandante. Estoy dispuesta a escuchar sus sugerencias.

—Crees que no nos necesitas, ¿verdad? —Por un instante Sparta apartó la mirada, evitando la del comandante—. Estás muy equivocada —dijo él con suavidad—. Espero que no lo aprendas por las malas.

—Todo lo que sé y tiene valor, lo he aprendido por las malas.

Quiso decirlo con dureza, pero sabía que no engañaba al comandante. Ni siquiera se engañaba a sí misma.

Mantuvieron posteriores conversaciones infructuosas, pero al cabo de poco tiempo él se despedía de ella frente al edificio de la Central de la Tierra en el East River de Manhattan.

Sparta llevaba el uniforme azul de la Junta Espacial y una bolsa de lona reglamentaria cuando tomó un magneplano hacia el puente aéreo de Newark, pero nunca llegó allí; como dijeron los de la rama investigadora, había desaparecido del mapa.

Para disfrazarse, Sparta no se molestó en utilizar la costosa cirugía plástica que exige tanto tiempo. Los cirujanos conservan archivos, y siempre existía la posibilidad de que su codicia no se limitara a las facturas por servicios prestados sino que podían extenderse al chantaje o a la traición. En cambio, Sparta siguió una tradición más antigua.

Un peinado diferente o una peluca, lentes de contacto de color, un poco de algodón bajo la lengua —a veces sólo un poco de color en las mejillas— era suficiente, cuando se combinaba con cambios sutiles en los gestos, la expresión y el acento, para hacerla irreconocible a todos salvo una máquina bien programada. Su primer disfraz provisional empleaba una peluca negra grasosa con una cola de caballo que le llegaba a la cintura.

En un cosmos de perfumes fuertes y variados, alterar su olor era aún más sencillo. Vistió pantalones y chaqueta de cuero todo el día durante una semana y frecuentó los bares del puerto de Nueva Jersey cuyos ocupantes confundían su aroma rancio con el propio.

Fueron necesarios dos días de estar al acecho, con los ojos y los oídos abiertos —Sparta tenía muy buenos ojos y oídos— y algunas horas de discutir precios ante jarras de cerveza, pero Sparta logró adquirir dos tarjetas de identificación programables ilegalmente. No conoció a las personas que las harían, y las personas que se las vendieron no tenían idea de quién era ella.

Menos de veinticuatro horas más tarde, una guapa pelirroja llamada Bridget Reilly apareció en Newark y subió a bordo del vehículo supersónico con dirección a Londres.